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Life and Death #3: Después del amanecer

El final que vivirá por siempre «Beau no quería que nadie saliera herido. ¿Cómo iba a evitar que algo como eso fuera posible? ¿Es que había alguna posibilidad de que le pudieran enseñar con la suficiente rapidez para que se convirtiera en un peligro para cualquier miembro de los Vulturis? ¿O estaba condenado a ser un completo inútil para ver como su familia moría frente a sus ojos?» Crepúsculo dio rienda suelta a la peligrosa relación de Beau y Edward. Noche Eterna unió sus lazos más que nunca. Y ahora, en el último capítulo de la trilogía, las dudas sobre lo que ahora es Beau empuja a una confrontación con los Vulturis que cambiará sus vida por siempre.

_DR3AM3R_1226 · 書籍·文学
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52 Chs

ANSIA DE SANGRE

Llegaron con gran ostentación y aureolados por una belleza singular.

Aparecieron alineados en una formación rígida y formal, pero no se trataba de una marcha a pesar de lo conjuntado de su avance. Pasaban entre los árboles en perfecta sincronía, como una procesión de sombras negras suspendidas a pocos centímetros del suelo cubierto de nieve, de ahí ese desplazamiento suyo tan desenvuelto.

Los posiciones en las zonas exteriores del destacamento estaban ocupadas por miembros equipados con ropajes grises, pero la tonalidad se iba oscureciendo hasta llegar al más intenso de los negros en el centro de la formación. Era imposible verles los rostros, ensombrecidos y ocultos por las capuchas. El tenue roce de las pisadas parecía música debido a la regularidad de la cadencia, era un latido de ritmo intrincado que no mostraba ninguna vacilación.

No lograron ver la señal a cuya orden se desplegó la formación, tal vez porque no hubo indicación alguna, sino milenios de práctica. Realizaron el movimiento con elegancia, pero fue demasiado rígido y agarrotado como para recordar la apertura de los pétalos de una flor, a pesar de que el colorido sugería tal semejanza. Se parecía más al despliegue de un abanico, grácil, pero muy angulado. Las grises figuras encapotadas se replegaron a los flancos mientras las de vestiduras más oscuras avanzaron por el centro con movimientos muy precisos y esmerados.

Progresaron con deliberada lentitud, sin prisa ni tensión ni ansiedad. Era el paso de los invencibles.

La escena le recordaba demasiado a Beau a la vieja pesadilla, salvo ese deseo suyo de verles las caras y descubrir en ellos las sonrisas de la venganza. Los Vulturis se habían mostrado demasiado disciplinados hasta aquel momento, como si quisieran no evidenciar emoción alguna. No demostraron asombro ni consternación ante el variopinto grupo de vampiros que los esperaba, una camarilla que de pronto, y en comparación, parecía desorganizada y falta de preparación.

Tampoco se sorprendieron al ver al lobo gigante situado en el centro de nuestra formación.

El chico hizo un recuento de efectivos, no pudo evitarlo. Eran cincuenta y dos, y eso sin contar a las dos figuras de capas negras y aspecto duro que merodeaban en la retaguardia. Esos eran los brujos. En medio de ellos había un tercero. Lo protegido de su posición sugería que no era como los otros. Las cadenas que lo ataban, le hicieron entender a Beau que se trataba de Mele. En total eran cincuenta y cinco. Los brujos no parecían estar a la defensiva, por lo que el chico pensó que quizá ellos no pelearían. Aun así, los sobrepasaban en número. Seguían siendo veintitrés combatientes y siete testigos que iban a presenciar cómo los hacían puré. Los tenían en sus manos incluso contando con el concurso de los once lobos.

—Ya vienen los casacas rojas, se acercan los casacas rojas —musitó Garrett para el cuello de su camisa antes de soltar una risa entre dientes y acercarse un paso a Kate.

—Así que han venido —comentó Vladimir a Stefan con un hilo de voz.

—Ahí están los buitres, y toda la guardia —contestó Stefan, siseante—. Míralos, todos juntitos. Hicimos bien en no intentarlo en Volterra.

Y entonces, mientras los Vulturis avanzaban con paso lento y mayestático, como si esos efectivos no bastasen, otro grupo comenzó a ocupar las posiciones de retaguardia en el claro.

Los rostros de ese aparentemente interminable río de vampiros eran la antítesis de la disciplina inexpresiva de los Vulturis: eran un caleidoscopio de emociones. Al principio, reinó entre los recién llegados la sorpresa y una cierta ansiedad al descubrir una inesperada fuerza de combate a la espera, pero esa preocupación pasó enseguida y se sintieron seguros gracias a la superioridad numérica y a su posición en retaguardia, detrás de la imbatible tropa de los Vulturis. Las facciones de los vampiros recuperaron la compostura y el gesto que tenían antes de haberlos visto.

Los rostros eran tan transparentes que resultaba fácil comprender su disposición de ánimo. Ese gentío airado era presa del frenesí y todos reclamaban justicia. Beau no había comprendido que el tema de las estriges levantaba ampollas entre los hijos de la noche hasta que estudió aquellos semblantes.

Esa horda abigarrada y caótica de cuarenta y tantos vampiros eran los testigos de los Vulturis, los encargados de extender la buena nueva de que se había erradicado el crimen una vez que los Cullen y sus aliados estuvieran muertos y también de atestiguar que los cabecillas italianos se habían limitado a actuar con imparcialidad. La mayoría parecía albergar cierta esperanza no sólo de presenciar la masacre, sino también de participar a la hora de desmembrarlos y quemarlos.

Los pensamientos de Beau eran una tormenta de cosas negativas. Él decía que no iban a durar ni un padrenuestro. Incluso aunque se las ingeniaran para neutralizar las ventajas de los Vulturis, ellos los podrían aplastar por el simple empuje físico de sus cuerpos. Incluso aunque mataran a Demetri, no tendrían oportunidad de escapar, pues los demás atacarían seguramente.

Los compañeros más próximos a Beau lo percibían del mismo modo que él, lo notó con claridad. La desesperación flotaba en el ambiente más que nunca y lo dejó totalmente abatido.

Dos vampiros de la fuerza enemiga parecían no pertenecer a ninguno de los bandos. Uno de ellos tenía a dos de los guardias a sus costados, como si de un criminal se tratase. Era Jasper. Carine y Earnest no pudieron evitar soltar un alarido de sorpresa. Beau identificó al segundo como Irina mientras ella dudaba entre las dos compañías con una expresión diferente a la de todos los demás. No apartaba la mirada horrorizada de la posición de Tanya, situada en primera línea.

Edward profirió un gruñido bajo pero elocuente.

—Alistair estaba en lo cierto —avisó a Carine.

Vieron cómo el aludido interrogaba al prometido de Beau con la vista.

—¿Que Alistair tenía razón…? —inquirió Tanya en voz baja.

—Athenodora y Sulpicia vienen a destruir y aniquilar —contestó Edward con voz sofocada. Habló tan bajo que sólo fue posible oírle en su bando—. Han puesto en juego múltiples estrategias. Si la acusación de Irina resultara ser falsa, llegan dispuestos a encontrar cualquier otra razón por la que cobrarse venganza, pero son de lo más optimistas ahora que han visto a Luca y Beau. Todavía podríamos hacer el intento de defendernos de los cargos amañados, y ellos deberían detenerse para saber la verdad —luego, en voz todavía más baja, agregó—: Pero no tienen intención de hacerlo.

Julie jadeó, malhumorada.

La procesión se detuvo de sopetón al cabo de dos segundos y dejó de sonar la suave música producida por el roce de los movimientos sincronizados. La disciplina sin mácula se mantuvo inalterable y los Vulturis permanecieron firmes y completamente inmóviles a unos cien metros de la posición del otro batallón.

Todos oyeron el latido de muchos corazones enormes, más cerca que antes, en la retaguardia y a los lados. Beau se arriesgó a mirar por el rabillo del ojo a derecha e izquierda para averiguar qué había detenido el avance de los Vulturis.

Los licántropos se habían unido a ellos.

Los lobos adoptaron posiciones a cada extremo de su desigual línea, adoptando sendas formaciones alargadas en los flancos. El muchacho se percató en un instante de que había más de diez lobos.

Identificó a los ya conocidos y supo que había otros a los que no había visto nunca. Diecisiete licántropos distribuidos de forma equitativa en los lados, dieciocho si contaban a Julie. La altura y el grosor de las garras hablaban bien a las claras de la juventud de los recién llegados; eran muy, muy jóvenes. «Debería haberlo imaginado», pensó Beau para sus adentros. La explosión demográfica de los hombres lobo era inevitable con tanto vampiro suelto pululando por los alrededores.

Iban a morir más niños con aquella decisión. Se preguntó por qué Sam había permitido aquello y luego comprendió que no le quedaba otro remedio. Si un solo licántropo luchaba a su favor, los Vulturis se asegurarían de rastrearlos y perseguirlos a todos. Se jugaban el futuro de su especie en este envite.

E iban a perder.

De pronto, Beau se enfadó, y más que eso, se apoderó de él un instinto homicida que disipó por completo su absoluta desesperación. Un tenue fulgor rojizo realzaba el perfil de las sombrías siluetas que tenía delante de él. En ese momento, únicamente deseaba contar con la oportunidad de hundir los dientes en ellas, desmembrarlas y apilar las extremidades para prenderles fuego. Estaba tan enloquecido que no habría vacilado en bailar alrededor de la pira mientras se tostaban vivos y habría reído de buena gana conforme se convertían en cenizas.

Curvó hacia atrás los labios en un gesto automático y profirió por la garganta un feroz gruñido que nacía en el fondo de su estómago. Comprendió que las comisuras de sus labios se habían curvado en una sonrisa.

Junto a él, Zafrina y Senna corearon su rugido ahogado. Edward y Beau seguían tomados de la mano, y Edward se la estrechó, conminándole a ser cauto.

Casi todos los rostros de los Vulturis continuaban impasibles. Sólo dos pares de ojos traicionaban esa aparente indiferencia. Sulpicia y Athenodora, en el centro del grupo y tomadas de la mano, se habían detenido para evaluar la situación. La guardia al completo los había imitado y se habían detenido a la espera de que dieran la orden de matar. Los cabecillas no se miraban entre sí, pero era obvio que se hallaban en permanente contacto. Marco tocaba la otra mano de Sulpicia, pero no parecía tomar parte en la conversación. No tenía una expresión de autómata, como la de los guardias, pero se mostraba casi inexpresivo. Al parecer se encontraba completamente hastiado, como la vez anterior que le vio Beau.

Estaba en ese estado «zombi» como había dicho Dídima. Eso alteró a Beau, ya que volvía a confirmar todas las atrocidades de las que los Vulturis fueron capaces.

Los testigos de los Vulturis inclinaron el cuerpo hacia delante, con las miradas clavadas en Luca y en Beau, pero continuaron en las lindes del bosque, dejando un amplio espacio de maniobra entre ellos y los soldados. Irina asomó la cabeza por encima de los Vulturis, a escasos metros de los dos brujos que aprisionaban a Mele de piel pulverulenta y ojos vidriados, y de los dos ciclópeos guardaespaldas.

Una mujer envuelta en una de las capas de un tono de gris más oscuro se había situado detrás de Sulpicia. Beau no podía estar seguro del todo, pero daba la impresión de que le estaba tocando la espalda. «¿Era ése el otro escudo, Renata?» Se preguntó si ella sería capaz de desviarlo.

No obstante, no iba a desperdiciar su vida intentando tumbar a Athenodora y Sulpicia. Había otros objetivos más importantes.

Peinó la línea rival con la vista y no tuvo dificultad alguna en localizar la posición de dos pequeñas figuras envueltas en capas grises, no muy lejos de donde se cocían las decisiones. Alec y Jane, probablemente los miembros más menudos de la guardia, permanecían junto a Marco, flanqueados al otro lado por Demetri. Sus adorables rostros no delataban emoción alguna. Lucían las capas más oscuras, en sintonía con el negro puro de las de los antiguos. Los gemelos brujos, como los llamaba Vladimir, eran la piedra angular de la ofensiva de los Vulturis. Las piezas selectas de la colección de Sulpicia.

Beau flexionó los músculos mientras la boca se le llenaba de veneno.

Athenodora y Sulpicia recorrían la fila del bando opuesto con esos ojos como ascuas ensombrecidas por las capas. Se vio escrito el desencanto en las facciones de Sulpicia mientras su mirada iba y venía sin cesar, en busca de una persona a la que echaba en falta. Frunció los labios con disgusto.

En ese instante, Beau se sintió más que agradecido por la deserción de Alice.

La respiración de Edward aumentó de cadencia conforme la pausa se prolongaba.

��¿Qué opinas, Edward? —inquirió Carine con un hilo de voz. Estaba ansiosa.

—No están muy seguros de cómo proceder. Sopesan las opciones y eligen los objetivos clave: Eleazar, Tanya, tú, por descontado, y yo mismo. Marco está valorando la fuerza de nuestras ataduras. Les preocupan sobremanera los rostros que no identifican, Zafrina y Senna sobre todo, y los lobos, eso por supuesto. Nunca antes se habían visto sobrepasados en número. Eso es lo que les detiene.

—¿Sobrepasados…? —cuchicheó Tanya con incredulidad.

—No cuentan con la participación de los espectadores —contestó Edward—. Son un cero a la izquierda en un combate. Están ahí porque Sulpicia gusta de tener público.

—¿Debería hablarles? —preguntó Carine.

Edward vaciló durante unos segundos, pero luego asintió.

—No vas a tener otra ocasión.

Carine cuadró los hombros y se alejó varios pasos de su línea defensiva. Qué poca gracia le hacía a Beau verla ahí sola y desprotegida. Extendió los brazos y puso las palmas hacia arriba a modo de bienvenida.

—Sulpicia, mi vieja amiga, han pasado siglos…

Durante un buen rato, reinó un silencio sepulcral en el claro nevado. Pudieron percibir cómo iba creciendo la tensión en Edward cuando Sulpicia evaluó las palabras de Carine. La tirantez iba a más conforme transcurrían los segundos.

Entonces, Sulpicia avanzó desde el centro de la formación enemiga. El escudo de la cabecilla, Renata, la acompañó como si las yemas de sus dedos estuvieran pegadas a la túnica de su señora. Las líneas Vulturis reaccionaron por vez primera. Un gruñido apagado cruzó sus filas, pusieron rostro de combate y crisparon los labios para exhibir los colmillos. Unos pocos guardias se acuclillaron, prestos para correr.

Sulpicia alzó una mano a fin de contenerlos.

—Paz.

Anduvo unos pocos pasos más y luego ladeó la cabeza. La curiosidad centelleó en sus ojos blanquecinos.

—Hermosas palabras, Carine —resopló con esa vocecilla suya tan et��rea—. Parecen fuera de lugar si consideramos el ejército que has reclutado para matarnos a mí y mis allegados.

Carine sacudió la cabeza para negar la acusación y le tendió la mano derecha como si no mediaran cien metros entre ambas.

—Basta con que toques mi palma para saber que jamás fue ésa mi intención.

Sulpicia entornó sus ojos legañosos.

—¿Qué puede importar el propósito, mi querida amiga, a la vista de cuanto has hecho?

A continuación, torció el gesto y una sombra de tristeza le nubló el semblante. Nadie, que no fuera Maggie, fue capaz de dilucidar si Sulpicia fingía o no.

—No he cometido el crimen por el que me vas a sentenciar.

—Hazte a un lado en tal caso y déjanos castigar a los responsables. De veras, Carine, nada me complacería más que respetar tu vida en el día de hoy.

—Nadie ha roto la ley, Sulpicia, deja que te lo explique —insistió Carine, que ofreció otra vez su mano.

Athenodora llegó en silencio junto a Sulpicia antes de que ésta pudiera responder.

—Has creado y te has impuesto muchas reglas absurdas y leyes innecesarias —siseó la anciana de pelo blanco—. ¿Cómo es posible que defiendas el quebrantamiento de la única importante?

—Nadie ha vulnerado la ley. Si me escucharan…

—Vemos a los híbridos, Carine —refunfuñó Athenodora—. No nos tomes por idiotas.

—Ellos no son estriges, al menos no como las que ustedes conocen. Puedo demostrarlo en cuestión de segundos.

—Si no son de los prohibidos —le atajó Athenodora—, entonces, dime, ¿por qué has reclutado un batallón para defenderlos?

—Son testigos como los que tú has traído, Athenodora —Carine hizo un gesto hacia la linde del bosque, donde estaba la horda enojada; algunos integrantes de la misma reaccionaron con gruñidos—. Cualquiera de esos amigos puede declarar la verdad acerca de esos chicos, y también puedes verlo por ti misma, Athenodora. Han permanecido cuerdos por mucho tiempo, cosa que otras estriges no.

—¡Eso es un subterfugio! —Le espetó Athenodora—. ¿Dónde está la denunciante? ¡Que se adelante! —estiró el cuello y miró a su alrededor hasta localizar a la rezagada Irina detrás de los brujos—. ¡Tú, ven aquí!

La interpelada le miró con fijeza y desconcierto. Su rostro parecía el de quien no se ha recuperado de la pesadilla de la que se ha despertado. Athenodora chasqueó los dedos con impaciencia. Uno de los guardaespaldas de las ancianas se colocó junto a Irina y le propinó un empujón. Ella parpadeó dos veces y luego echó a andar en dirección a Athenodora ofuscada por completo. Se detuvo a unos metros de la cabecilla, todavía sin apartar los ojos de sus hermanas.

Athenodora salvó la distancia existente y le cruzó la cara de una bofetada. El golpe no debió de hacerle mucho daño, pero resultó de lo más humillante. La escena recordaba a alguien pateando a un perro. Tanya, Kate y Kenneth sisearon a la vez.

Irina se envaró y al final miró a Athenodora; éste señaló a Luca y a Beau con uno de sus dedos engarfiados. Edward seguía con su mano sobre la de Beau, y Luca con los dedos hundidos en el pelaje de Julie.

Athenodora se puso púrpura al ver a Beau tan furioso. Un gruñido retumbó en el pecho de Julie.

—¿Es ésa la cosa que viste? —Inquirió Athenodora—. La que era manifiestamente más que un vampiro…

Irina miró al bando de enfrente con ojos de miope, estudiando a Beau por primera vez desde que pisó el claro. Ladeó la cabeza con la confusión escrita en las facciones.

—¿Y bien…? —rezongó la líder de los Vulturis.

—Sí es pero… no estoy segura —admitió ella con tono perplejo.

La mano de la anciana se tensó, como si fuera a abofetearla de nuevo.

—¿Qué quieres decir con eso? —quiso saber Athenodora en un susurro acerado.

—Justo como Carine dijo, lleva demasiado tiempo cuerdo que no parece ser una estrige, al menos con lo que respecta a Beau, al otro nunca lo había visto.

Su interlocutora soltó un jadeo entrecortado entre los dientes, de pronto perfectamente visible.

La vampira enmudeció antes de terminar. Sulpicia revoloteó hasta la altura de Athenodora y le puso una mano en el hombro a fin de calmarle.

—Sosiégate, hermana. Disponemos de tiempo para dilucidar esto. No hay necesidad de apresurarse.

Athenodora le volvió la espalda a Irina con expresión malhumorada.

—Ahora, dulzura —empezó Sulpicia con voz melosa y aterciopelada mientras extendía la mano hacia la confusa vampira—, muéstrame qué intentas decir.

Irina tomó la mano de la Vulturis con algunos reparos. Sulpicia retuvo la suya por un lapso no superior a cinco segundos.

—¿Lo ves, Athenodora? —murmuró—. Obtener lo que deseamos es muy fácil.

La interpelada no le respondió.

Sulpicia miró por el rabillo del ojo a su público y a sus tropas, luego se volvió hacia Carine.

—Al parecer, tenemos un misterio entre manos. Da la impresión de que la estrige lleva cuerdo por mucho tiempo, más del que suele tardar, a pesar de que Irina recuerda haber escuchado que tal vez perdería el control. ¡Qué curioso!

—Esto es justo lo que intentaba explicar —repuso Carine.

Hubo un cambio en el tono de su voz, supuso que a causa del alivio. Ésa era la pausa en la que habían depositado sus dubitativas esperanzas. Beau no experimentó alivio alguno. Se limitó a esperar, insensible de pura rabia, al desarrollo de la estrategia que le había anunciado Edward.

Carine tendió la mano una vez más.

Sulpicia vaciló durante un momento.

—Preferiría la versión de algún protagonista de la historia, amiga mía. ¿Me equivoco al aventurar que esta violación de la ley no es cosa tuya?

—Nadie ha quebrantado la ley. Puedes soltar a Jasper, él no ha hecho nada.

Carine seguramente ya se estaba imaginando lo peor al ver que Alice no estaba con ellos.

—Paz, amiga mía —dijo Sulpicia cuando notó que Carine imaginaba tal crueldad—. Jasper está aquí porque Demetri lo encontró, pero a decir verdad, estaba a la espera de poder encontrarme con Alice.

Los Cullen soltaron un suspiro de alivio, al menos sabían que Alice seguía con vida y eso era algo muy significativo.

—Sea como sea, he de obtener todas las caras de la verdad —la voz sedosa de Sulpicia se endureció—. El mejor medio para conseguirlo es ese prodigio de hijo tuyo —ladeó la cabeza en dirección a Edward—. Asumo cierta participación por su parte a juzgar por cómo se aferra la estrige a la mano de Edward.

Naturalmente que deseaba al prometido de Beau. Se enteraría de los pensamientos de todos una vez que pudiera ver los pensamientos de Edward; los de todos, salvo los de Beau.

Edward se volvió para depositar un beso apresurado en la frente de Beau. Luego, echó a andar con grandes zancadas por el campo nevado. Tocó la espalda de Carine al pasar. Beau percibió un exhalar e inhalar audible a sus espaldas. El desagrado de Earnest se dejaba notar.

Observaron un aumento de intensidad en el brillo de la neblina que envolvía a los Vulturis. Beau no podía soportar la visión de Edward cruzando el blanco campo a solas, y a Edward todavía se le hacía más difícil la idea de que él lo acompañara para poner a su prometido un paso más cerca de sus adversarios. Beau se debatía, preso de sentimientos encontrados. Se había quedado tan helado que un simple golpe habría hecho saltar sus extremidades en mil esquirlas de hielo.

Detectó una mueca de mofa en la sonrisa de Jane cuando Edward rebasó la mitad de la distancia de separación entre ambas fuerzas y quedó más cerca de ellos que de su familia.

El desdén de ese mohín sacó a Beau de sus casillas. Su rabia aumentó, alcanzando incluso niveles superiores al ansia de sangre que había sentido cuando vio lo mucho que arriesgaban los lobos en aquella batalla condenada al fracaso. Paladeó el sabor de la locura. La demencia lo cubrió con una oleada de puro poder. Tenía los músculos en tensión y actuó sin pensármelo dos veces.

Arrojó el escudo con todas sus fuerzas. Voló sobre el campo como una jabalina y alcanzó una distancia imposible, multiplicando por diez su mejor lanzamiento. El esfuerzo lo hizo resoplar con furia.

El escudo se había convertido en un estallido de pura energía, en una suerte de nube atómica hecha de acero líquido. Latía como un ser vivo. Él lo notaba desde el centro rematado en punta hasta los bordes.

No podía permitir que aquello volviera a su posición inicial como si se tratara de una tela elástica… Y en ese momento de fuerza en estado puro vio con absoluta lucidez que la resistencia y ese retroceso al estado anterior habían sido cosa de su propia invención. Se había aferrado a esa parte de él como autodefensa y de forma inconsciente no la había dejado ir. Ahora lo había hecho, había enviado su escudo a cincuenta metros largos de su posición inicial sin esfuerzo alguno y sin que hubiera necesitado demasiada concentración. Lo notó tan sumiso a su voluntad como cualquier otro músculo. Lo impulsó hacia delante y le dio una forma larga y ovalada. De pronto, pasó a formar parte de su todo cuanto estaba debajo de aquel escudo flexible de acero. La fuerza vital de ese interior se presentaba ante sus sentidos como puntos incandescentes, y se vio rodeado por un cegador chisporroteo de luz. Impulsó el escudo hacia el vasto claro y suspiró de alivio cuando la figura iluminada de Edward quedó bajo su amparo.

Sostuvo allí la protección ovalada y contrajo ese nuevo músculo a fin de rodear a Edward e interponer entre él y sus adversarios una lámina fina pero irrompible.

Todo había cambiado en apenas un segundo, pero nadie se había percatado todavía de esa brusca alteración, salvo Beau. Su prometido seguía caminando hacia la cabecilla de los Vulturis. Al chico se le escapó una carcajada. Los demás lo miraron extrañados, y Julie movió esos ojazos negros suyos y se los clavó como si su amigo se hubiera vuelto loco.

Edward se detuvo a escasos metros de Sulpicia. Beau comprendió, no sin cierto pesar, que podía pero no debía evitar el intercambio de imágenes mentales, pues el objetivo de todos sus preparativos era conseguir que los Vulturis prestaran atención a su versión de la historia.

La idea le causaba verdadero malestar físico, pero al final, a regañadientes, retiró la protección y dejó expuesto a Edward. Se le habían pasado las ganas de reír y se concentró por completo en su prometido, listo para defenderle de inmediato si algo salía mal.

Edward alzó el mentón con aire orgulloso y le ofreció una mano a la líder de los Vulturis como si le concediera un gran honor. La anciana parecía lisa y llanamente encantada, pero nunca llueve a gusto de todos. Renata revoloteaba nerviosa a la sombra de su señora. El ceño de Athenodora era tan hondo y permanente que daba la impresión de que esa piel traslúcida y fina como el papel iba a quedarse arrugada para siempre. La pequeña Jane exhibía los dientes mientras, a su lado, Alec entornaba los ojos para concentrarse mejor. El chico intuy�� que Alec estaba listo para actuar en cuanto ella le avisara.

Sulpicia se acercó sin pausa alguna. En realidad, ¿qué debía temer? Las grandes sombras proyectadas por los luchadores de ropajes gris claro, tipos fornidos como Felix, se hallaban a escasos metros. Gracias a su don abrasador, Jane podía tumbar a Edward contra el suelo y hacer que se retorciera de dolor. Alec le cegaría y le atontaría antes de que pudiera dar un paso hacia él. Nadie sabía que Beau tenía el poder de detenerlos, ni siquiera su prometido, cuya mano tomó Sulpicia con una sonrisa de despreocupación; de inmediato, cerró los ojos con fuerza y encorvó los hombros bajo el ímpetu de la primera oleada de información.

La Vulturis se hallaba ahora al corriente de todas las estrategias, todas las ideas y todos los pensamientos ocultos que Edward hubiera leído en las mentes de quienes había tenido a su alrededor en el último mes. Y aún más, también iba a enterarse de las visiones de Alice, de cada momento de silencio en su familia, cada imagen reproducida por la mente de Luca, cada beso, cada roce entre Edward y Beau… De eso, también.

Beau siseó con frustración. El escudo se agitó como reflejo de su irritación, cambiando de forma y encogiéndose a su alrededor.

—Cálmate, Beau —le susurró Zafrina.

Él apretó los dientes.

Sulpicia continuó concentrada en los recuerdos de Edward, que, con los músculos del cuello agarrotados, también había agachado la cabeza mientras leía la información que su interrogador iba obteniendo de él, así como la reacción de la anciana a todo aquello. Esta desigual ida y vuelta se prolongó durante tanto tiempo que empezó a cundir el nerviosismo entre los miembros de la guardia. Los murmullos crecieron hasta que Athenodora ordenó guardar silencio con un brusco ademán. Jane se inclinaba hacia delante, como si no pudiera evitarlo, y el rostro de Renata estaba rígido a causa de la tensión. Beau estudió a esa protectora tan poderosa que ahora parecía asustada y débil. Ella era de gran utilidad para Sulpicia, sin duda, pero seguro que no como guerrero. Su trabajo no era luchar, sino proteger. No había ansia de sangre en ella. A pesar de que Beau era novato, supo que si la cosa hubiera estado entre ella y él, la habría borrado del mapa.

Redirigió su atención a Sulpicia cuando se enderezó. Abrió los ojos enseguida con expresión sobrecogida y gesto precavido. No soltó la mano de Edward. Éste tenía los músculos algo más relajados.

—¿Lo ves? —preguntó Edward con la voz sedosa que empleaba cuando estaba calmado.

—Sí, ya veo, ya —admitió Sulpicia. Curiosamente, parecía divertida—. Dudo que nunca se hayan visto las cosas con tanta claridad entre dos dioses o dos mortales.

Los rostros de los disciplinados miembros de la guardia mostraron la misma incredulidad que Beau.

—Me has dado mucho en lo que pensar, joven amigo, no esperaba tanto —prosiguió la anciana sin soltar la mano de Edward, cuya posición rígida era la propia de quien escucha. Pero no le contestó—. ¿Puedo conocerlos? —pidió Sulpicia, casi lo imploró, con repentino interés—. En todos mis siglos de vida jamás había concebido la existencia de una criatura semejante. Menudo apéndice a nuestras historias…

—¿De qué va esto, Sulpicia? —espetó Athenodora antes de que Edward tuviera ocasión de responder.

La simple formulación de la pregunta hizo que Julie se pegara a Luca con gesto protector.

—De algo con lo que tú ni siquiera has soñado, mi pragmática amiga. Tómate un momento para cavilar, porque la justicia que pretendíamos aplicar no alcanza a este caso.

Athenodora soltó un siseo de sorpresa al oír semejantes palabras.

—Paz, hermana —le advirtió Sulpicia en tono conciliador.

Todo aquello eran buenas noticias, en teoría. Se habían pronunciado las palabras que esperaban y parecía estar próximo el indulto que ninguno creía posible. Sulpicia se había abierto a la verdad y había admitido que no se había quebrantado la ley.

Pero Beau mantenía los ojos fijos en Edward, que seguía rígido y envarado. Luego, revisó mentalmente la instrucción de Sulpicia a Athenodora, invitándole a «cavilar», y percibió el doble sentido del verbo.

—¿Vas a presentarme a tu prometido y al hada? —volvió a preguntar Sulpicia.

Athenodora no fue la única en sisear ante esa nueva revelación. Edward asintió a regañadientes. No obstante, Luca se había ganado a muchos otros. Y la anciana siempre había dado la impresión de llevar la voz cantante entre los Vulturis. ¿Actuarían los demás contra los Cullen si ella se ponía de su lado?

La veterana líder seguía sin soltar la mano del prometido de Beau, pero al menos contestó ahora a la pregunta que el resto no había oído.

—Dadas las circunstancias, considero aceptable un compromiso en este punto. Nos reuniremos a mitad de camino entre los dos grupos.

Dicho esto, liberó al fin a Edward, que se volvió hacia su familia. La líder Vulturis se unió a él y le pasó un brazo por el hombro de modo casual, como si fueran grandes amigos. Todo para mantener el contacto con la piel de Edward.

Comenzaron a cruzar el campo de batalla en dirección al otro bando. La guardia entera hizo ademán de echar a andar detrás de ellos, pero Sulpicia alzó una mano con desinterés y los detuvo sin dirigirles siquiera una mirada.

—Deteneos, mis queridos amigos. En verdad os digo que no albergan intención de hacernos daño alguno si nos mostramos pacíficos.

El descontento de la tropa se expresó con gruñidos y siseos de protesta, y la reacción fue más ostensible que en la ocasión anterior.

—Mi Lady —susurró con ansiedad Renata, siempre cerca de su señora.

—No temas, querida —repuso ella—. Todo está en orden.

—Quizá deberían acompañarte algunos miembros de tu guardia —sugirió Edward—. Eso haría que el resto se sintiera más cómodo.

La líder Vulturis asintió como si esa sabia observación debiera habérsele ocurrido a ella. Chasqueó los dedos un par de veces.

—Felix, Demetri.

Los dos vampiros se situaron a su lado en un abrir y cerrar de ojos. No habían cambiado nada desde su último encuentro. Ambos eran altos y de pelo oscuro. Demetri, el que casi mata a Beau, era duro y afilado como la hoja de una espada; Felix, corpulento y amenazador como una garrota con púas de acero.

Los cinco se detuvieron a mitad de camino.

—Beau, ven. Tú también Silas —le pidió Edward—, y algunos amigos…

Beau respiró hondo. Se le agarrotó el cuerpo como síntoma de su oposición a la perspectiva de acercarse al centro del conflicto, pero confiaba en Edward. Él sabría si Sulpicia planeaba alguna traición sobre ese punto.

La cabecilla Vulturis había llevado tres protectores a esa conferencia al más alto nivel, por lo que decidió hacerse acompañar por otros dos. Los eligió en menos de un segundo.

—¿Julie? ¿Eleanor? —preguntó en voz baja.

Eleanor se moría de ganas de venir y Julie no iba a ser capaz de quedarse atrás.

Ambas asintieron, y Eleanor lo hizo con una sonrisa de oreja a oreja.

Lo flanquearon mientras cruzaban el campo. Se levantó otro runrún de descontento entre las filas de la guardia en cuanto vieron sus elecciones. Era obvio que no confiaban en la mujer lobo. Sulpicia alzó una mano para acallar de nuevo las protestas.

—Tienes unas compañías de lo más interesantes —le comentó Demetri a Edward en un cuchicheo.

El interpelado no le respondió, pero Julie dejó escapar entre los dientes un sordo gruñido. Se detuvieron a unos pocos metros de Sulpicia. Edward se deshizo del brazo de Sulpicia y se unió a ellos con rapidez, tomando la mano de Beau. Se produjo un momento de silencio cuando se encontraron unos frente a otros. Felix se inclinó levemente a modo de saludo.

—Hola otra vez, Beau.

El guardia esbozó una ancha sonrisa llena de arrogancia mientras vigilaba el movimiento del rabo de Julie con su visión periférica.

—Hola, Felix —contestó Beau mientras dedicaba una seca sonrisa al ciclópeo vampiro.

—Tienes buen aspecto —rió entre dientes—. Te sienta bien la inmortalidad.

—Muchas gracias.

—Bienvenido, es una pena…

Interrumpió su comentario a la mitad y quedó en silencio, pero Beau no necesitaba las facultades telepáticas de Edward para imaginar la frase completa: «Es una pena que vayamos a matarte dentro de poco».

—Sí, qué pena, ¿verdad…? —murmuró Beau.

Felix pestañeó.

Sulpicia no prestó atención alguna a su intercambio dialéctico. Ladeó la cabeza con expresión fascinada.

—Oigo el latido de su extraño corazón —murmuró con una nota musical en la voz—. Huelo su extraño efluvio —luego, volvió hacia Beau sus ojos brumosos—. En verdad, joven Beau, la inmortalidad te ha convertido en una criatura de lo más extraordinaria. Parece que hubieras estado predestinado a esta vida.

Él asintió con la cabeza en señal de reconocimiento por el cumplido.

—¿Te gustó mi regalo? —inquirió cuando fijó la mirada en el collar.

—Es hermoso y muy, muy generoso de tu parte. Gracias. Tal vez debí enviarte una nota de agradecimiento.

Sulpicia se echó a reír, encantada.

—Sólo era una chuchería que tenía por ahí. Me pareció un adorno adecuado para tu nuevo rostro, como de hecho lo es.

Se produjo un siseo en el centro de la línea de los Vulturis. Beau alzó la cabeza para mirar por encima del hombro de Sulpicia. Al parecer, Jane no estaba muy contenta con la idea de que su señora le hubiera enviado un presente.

Sulpicia carraspeó para atraer la atención de Beau.

—¿Puedo saludar a tu amigo, adorable Beau? —preguntó con dulzura.

Al principio el chico no entendió si se refería a Julie o a Luca, pero era más que obvio, que quería a Luca. Si leía sus pensamientos, todo terminaría muy ml. Beau hizo frente a la urgencia de dar media vuelta y huir con su familia. En vez de eso, se adelantó dos pasos. Su escudo quedó atrás, como una capa que protegía al resto de su familia y dejaba expuesto a su hermano. La sensación era espantosa.

La anciana se reunió con ellos, radiante.

—Pero si es… maravilloso —murmuró—. Igual de asombroso que tú, Beau —luego, con voz más alta, saludó—: Hola, Luca.

Beau miró a su hermano, que no parecía tener miedo que Sulpicia lo tocara. Luca asintió.

—Hola, Sulpicia —contestó con tono muy formal con esa voz suya, grave y armoniosa.

La vampira le tendió la mano al hada, pero no era lo que él deseaba. Se inclinó hacia delante y se estiró hasta tocar el rostro de Sulpicia con las yemas de los dedos.

La reacción de la Vulturis no fue de sorpresa como solía ocurrir cuando Luca realizaba su actuación. Sulpicia estaba acostumbrada al flujo de pensamientos y de recuerdos con otras mentes, al igual que Edward. La sonrisa de Sulpicia se ensanchó y suspiró de satisfacción.

La anciana abrió los ojos, sorprendida.

—Brillante —musitó.

—¿Qué es la cría? —masculló Athenodora desde su posición en retaguardia, claramente molesta por tener que formular una pregunta.

—Mitad hada, mitad estrige —le anunció Sulpicia a su compañera y al resto de la guardia sin apartar la mirada de Luca, pues seguía fascinada—. Fue concebido y llevado en el vientre de una humana.

—Imposible —se burló Athenodora.

—¿Acaso los crees capaces de engañarme, hermana? —a juzgar por la expresión, Sulpicia se lo estaba pasando en grande. Athenodora dio un respingo—. ¿También es una treta el latido de su corazón?

Al menos Beau pudo respirar, ya podía estar más tranquilo ahora que sabía que Luca controlaba lo que dejaba salir de su mente.

Athenodora torció el gesto y se sintió tan mortificada como si las amables preguntas de Sulpicia hubieran sido bofetadas.

—Obremos con calma y cuidado, hermana —le advirtió Sulpicia, todavía sonriendo a Luca—. Conozco bien tu amor por la justicia, pero no es preciso aplicarla contra esta hada por razón de su origen, y en cambio es mucho lo que queda por aprender de ellos. No compartes mi entusiasmo por la recopilación de historias, bien que lo sé, hermana, pero muéstrate tolerante conmigo cuando añada un capítulo que me sorprende por lo imposible del mismo. Hemos venido esperando sólo justicia y la tristeza de una amistad traicionada, y ¡mira lo que hemos ganado a cambio! Un nuevo y deslumbrante conocimiento sobre nosotros mismos y nuestras posibilidades en el mundo sobrenatural.

Luca volvió a lado de Beau y se relajó. Su cara estaba muy seria.

—No lastimes a nadie. Por favor —le pidió él.

—Naturalmente que no tengo intención de herir a tus seres queridos, mi querido Luca —respondió Sulpicia, cuya sonrisa se tornó muy amable—. Creo que debo agradecerte por haber humillado al rey Oberón. Eso fue estupendo.

El tono afectuoso y confortante de su voz engañó a Beau durante un segundo, hasta que oyó el rechinar de dientes de Edward y lejos, detrás de sus posiciones, el siseo ultrajado de Maggie ante semejante embuste.

—Me pregunto si… —comentó Sulpicia con gesto pensativo. No parecía haber tomado conciencia de la reacción suscitada por su anterior afirmación. La anciana dirigió la vista hacia Julie de forma inesperada. Sus ojos no reflejaron el disgusto con que los demás Vulturis contemplaban al gran lobo, antes bien, reflejaban una añoranza incomprensible para Beau.

—No funciona de ese modo —contestó Edward con tono desabrido, abandonando la cuidadosa neutralidad de que había hecho gala hasta ese momento.

—Sólo era una idea peregrina —repuso la anciana líder mientras valoraba el potencial de Julie sin tapujo alguno.

Luego, recorrió con la mirada las dos líneas de licántropos situados detrás de ellos. Fuera lo que fuera que Luca le hubiera mostrado, de pronto, los lobos habían despertado en él un gran interés.

—No nos pertenecen, Sulpicia. No acatan nuestras órdenes como tú crees. Están aquí por voluntad propia.

Julie gruñó de forma amenazadora.

—Sin embargo, parecen estar muy vinculados a vosotros —repuso Sulpicia—, y leales a tu joven compañero y a tu… familia. Leales… —su voz acarició el vocablo con suavidad.

—Ellos se han comprometido a la protección de la vida humana. Eso hace posible la coexistencia pacífica con nosotros, pero no con ustedes, a menos que se replanteen su estilo de vida.

Sulpicia rió con júbilo.

—Sólo era una idea peregrina —repitió—. Tú mejor que nadie conoces cómo va esto. Ninguno de nosotros es capaz de controlar por completo los deseos del subconsciente.

Edward hizo una mueca.

—Sí, conozco de qué va la historia, y también la diferencia existente entre esa clase de pensamiento y el de otro con segundas intenciones. Nunca podría funcionar, Sulpicia.

Julie movió su gigantesca cabeza hacia Edward y soltó un débil gañido.

—Está intrigada con la idea de tener… perros guardianes —contestó Edward con un hilo de voz.

Se hizo un silencio sepulcral y al cabo de un segundo un coro de furibundos aullidos procedentes de toda la manada llenó el enorme claro.

Alguien impartió una seca orden, era cosa de Sam, aunque nadie se dio la vuelta para comprobarlo con la vista, y la protesta se cortó de raíz, dejando que reinara un silencio ominoso.

—Supongo que eso responde a la pregunta —admitió Sulpicia con otra risa—. Esta manada ha elegido bando.

Edward siseó y se inclinó hacia delante. Beau le tomó del brazo para retenerle al tiempo que se preguntaba cuál podía haber sido la ocurrencia de Sulpicia para provocar semejante reacción en su prometido. Felix y Demetri se deslizaron al unísono para adoptar posiciones ofensivas. Sulpicia los contuvo con otro gesto de la mano. Todos volvieron a su postura anterior, Edward incluido.

—Queda mucho por discutir —concluyó Sulpicia con el tono pragmático de una mujer de negocios— y más por decidir. Si vosotros y vuestro peludo protector me excusáis, mis queridos Cullen, he de deliberar con mis hermanos.