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Life and Death #3: Después del amanecer

El final que vivirá por siempre «Beau no quería que nadie saliera herido. ¿Cómo iba a evitar que algo como eso fuera posible? ¿Es que había alguna posibilidad de que le pudieran enseñar con la suficiente rapidez para que se convirtiera en un peligro para cualquier miembro de los Vulturis? ¿O estaba condenado a ser un completo inútil para ver como su familia moría frente a sus ojos?» Crepúsculo dio rienda suelta a la peligrosa relación de Beau y Edward. Noche Eterna unió sus lazos más que nunca. Y ahora, en el último capítulo de la trilogía, las dudas sobre lo que ahora es Beau empuja a una confrontación con los Vulturis que cambiará sus vida por siempre.

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52 Chs

ARGUCIAS

La guardia permanecía en el lado norte del claro a la espera de que su líder volviera a sus filas, pero en vez de eso, Sulpicia les ordenó adelantarse con un ademán de la mano.

Edward inició una retirada inmediata, empujando a Eleanor, Luca y a Beau. Retrocedieron a toda prisa sin apartar la mirada de la amenaza en ciernes. Julie fue la más lenta de todos a la hora de emprender el repliegue. Tenía erizada la pelambrera de los hombros y se erguía mientras le enseñaba las fauces a Sulpicia. Luca le agarró del rabo al tiempo que retrocedía y le fue dando tirones para obligarle a caminar con ellos. Se reunieron con su familia al mismo tiempo que las capas oscuras rodeaban de nuevo a Sulpicia.

La distancia entre ellos y los Cullen se había reducido a cincuenta metros, un espacio que cualquiera podía salvar con un buen salto en menos de un segundo.

Athenodora comenzó a discutir con Sulpicia de inmediato.

—¿Cómo soportas semejante infamia? —se puso con los brazos en jarras y los dedos curvados en forma de garras—. ¿Por qué permanecemos aquí mano sobre mano ante un crimen tan espantoso, burlados por una engañifa tan ridícula?

Beau especuló acerca del motivo por el cual no tocaba físicamente a Sulpicia para compartir su opinión.

¿Acaso estaban siendo testigos de una división en las filas de los Vulturis? ¿Podían tener tanta suerte?

—Porque es la verdad hasta la última palabra —respondió la interpelada con calma—. Observa el número de testigos. Todos ellos están en condiciones de dar testimonio: han visto a esos chicos mantenerse cuerdos en el breve tiempo que los han conocido. Todos ellos —prosiguió mientras hacía un gesto lo bastante amplio para abarcar desde Amun, situado en un extremo, hasta Siobhan, ubicada en el opuesto— incluso se han percatado del calor de la sangre que corre por las venas de Luca.

Athenodora reaccionó de un modo extraño en cuanto su compañera pronunció la palabra «testigos» y su semblante, dominado por la ira, se serenó hasta convertirse en una máscara fría y calculadora. Lanzó una mirada a los apoyos de los Vulturis con una expresión un tanto nerviosa.

Beau le imitó y contempló a la enojada masa para percatarse de que ya no podía aplicársele ese adjetivo. El deseo alocado de acción se había convertido en confusión y una oleada de cuchicheos recorría las filas enemigas, pues intentaban buscar una explicación a lo sucedido.

Athenodora seguía con mala cara, sumida en sus pensamientos. Lo aplomado de su expresión atizó los rescoldos del antiguo enojo de Beau y acabó por avivar las llamaradas de la preocupación. ¿Y qué ocurría si la guardia avanzaba de nuevo a una señal invisible, como las que utilizaban mientras marchaban? El chico estudió su escudo con ansiedad. Lo notó tan impenetrable como antes. Lo curvó hacia abajo en un domo ancho y bajo para proteger a todo su grupo. Percibía a sus amigos y a los miembros de su familia como finas columnas de luz, cada una con una tonalidad propia.

Pensó que sería capaz de identificarlos con un poco de práctica, y de hecho, ya conocía la de Edward, porque era la más brillante de todas. Pero le preocuparon los huecos que existían alrededor de los puntos refulgentes. La cobertura únicamente lo protegería a él si los habilidosos Vulturis lograban meterse por debajo. La frente se le llenó de arrugas a causa del esfuerzo mientras intentaba acercar con sumo cuidado la armadura elástica a su gente. Carine ocupaba la posición más alejada. Retrajo el escudo centímetro a centímetro en un intento de envolverle el cuerpo con la mayor precisión posible.

El blindaje parecía predispuesto a cooperar. Aumentó su contorno, y cuando Carine cambió de posición para formar más cerca de Tanya, la protección se estiró con ella y se ciñó a su chispa.

Lanzó más hilos de la tela protectora y los fue situando alrededor de cada silueta iluminada que correspondía a un amigo o a un aliado.

Sólo había transcurrido un segundo y Athenodora continuaba con las deliberaciones.

—El chico de su clan, Jasper —dijo ella—. ¿Por qué huyó de nosotros entonces?

Sulpicia soltó un leve suspiro con tanta elegancia a la vez que miraba a su hermana.

—Eso fue porque mandaste a Demetri a seguirlos pensando que ocultaban algo —Sulpicia se giró para mirar al otro bando—. Ahora veo que solo estaban buscando a sus testigos.

Athenodora giró los ojos, y se quedó perdida en la nada, tratando de rebuscar una acusación lo suficientemente creíble para que su hermana la apoyara.

—Los hombres lobo —murmuró.

Invadió un pánico repentino a Beau cuando comprendió que casi todos los licántropos estaban desprotegidos. Se dispuso a alcanzarles con su escudo cuando se dio cuenta de que, en realidad, sí que podía sentir su chisporroteo luminoso. Curioso. Retiró la capa protectora de Amun y Kebi, los dos miembros más alejados del grupo en ese momento, que se hallaban en compañía de los lobos. Las luces de ambos se extinguieron, pero no ocurrió lo mismo con los lobos: continuaban siendo columnas luminosas… o casi, por lo menos la mitad de ellos brillaban. Extendió de nuevo el escudo y en cuanto Sam quedó cubierto, todos volvieron a brillar.

La interconexión entre ellos debía de ser mayor de lo imaginado. Si el Alfa se hallaba bajo cobertura, las mentes de los otros miembros de la manada estaban tan protegidas como la del líder.

—Ah, hermana —contestó Sulpicia con aspecto apenado ante la afirmación de Athenodora.

—¿También vas a defender esa alianza, Sulpicia? —Inquirió Athenodora—. Los Hijos de la Luna han sido nuestros más acérrimos enemigos desde el alba de los tiempos. Les hemos dado caza hasta prácticamente extinguirlos en Europa y Asia; y a pesar de ello, Carine dispensa un trato de familiaridad a esa inmensa plaga, sin duda en un intento de derrocarnos más adelante, lo que sea para proteger su corrupto estilo de vida.

Edward carraspeó de forma tan audible que la cabecilla le miró. Sulpicia se cubrió el semblante con una de esas manos suyas: finas y delicadas. Daba la impresión de estar avergonzada por el comportamiento de la otra anciana.

—Los conoces a la perfección, Athenodora —comentó Edward mientras señalaba hacia Julie—, resulta claro que no son Hijos de la Luna. No guardan relación alguna con tus enemigos de allende los mares.

—Aquí crían mutantes —le replicó la anciana de forma abrupta.

—Ni siquiera son hombres lobo, salvo uno de ellos —contestó Edward con voz invariable tras abrir y cerrar las mandíbulas—. Sulpicia puede explicártelo todo si no me crees.

«¿Que no eran hombres lobo?» pensó Beau. Miró a Julie con desconcierto. Ella alzó los lomos y los dejó caer, como si se encogiera de hombros. Tampoco ella sabía de qué estaba hablando el vampiro.

—Mi querida Athenodora, te hubiera avisado de que no tocaras ese punto si me hubieras hecho partícipe de tus pensamientos —murmuró Sulpicia—. Aunque esas criaturas se consideren licántropos, en realidad, no lo son. «Metamorfos» les encaja mejor. La elección de la figura lupina es pura decisión suya. Podría haber sido la de un oso, un halcón o una pantera cuando se realizó la metamorfosis. En verdad te aseguro que estas criaturas no guardan relación alguna con los Hijos de la Luna. Únicamente han heredado esa habilidad de sus ancestros. La continuidad de la especie no se basa en la infección de otras especies, como ocurre en el caso de los hombres lobo. Si se entrenaran más, podrían convertirse hasta en un reptil.

Athenodora fulminó con la mirada a Sulpicia. Estaba irritada y flotaba en el ambiente algo más, una posible acusación de traición.

—Conocen el secreto de nuestra existencia —espetó la otra sin rodeos.

Edward parecía a punto de responder a esta acusación, pero Sulpicia se le anticipó.

—También ellos son criaturas del mundo sobrenatural, hermana, y tal vez ellos dependan del secreto más que nosotros. Además, es difícil que nos expongan. Ve con cuidado, Athenodora. Los alegatos capciosos no nos conducen a ninguna parte.

Athenodora respiró hondo y asintió; luego, ambas ancianas intercambiaron una larga y significativa mirada.

Beau creyó comprender la instrucción que se escondía detrás de la advertencia de Sulpicia. Los cargos falsos no les iban a ayudar en nada a lograr que sus propios testigos se pusieran de su parte. Sulpicia avisaba a su compañera de que pasaran a la siguiente estrategia. Beau se preguntó si la razón oculta tras esa aparente tensión entre las dos ancianas —representada en la negativa a tocar a su compañera y compartir sus pensamientos— no sería que a Sulpicia le interesaban las apariencias mucho más que a Athenodora, a quien la próxima matanza le parecía de mayor importancia que mantener una reputación intachable.

—Deseo hablar con la delatora —anunció de pronto Athenodora, y se volvió para mirar a Irina.

La vampira no prestaba atención a la conversación de los líderes de los Vulturis. No apartaba la vista de sus hermanas y tenía un semblante agónico y crispado por el sufrimiento. El rostro de Irina dejaba bien a las claras que ella sabía ahora lo infundado de su acusación.

—Irina —bramó Athenodora, descontenta de tener que dirigirse a ella.

Ella alzó la vista, sorprendida en un primer momento y luego asustada. Athenodora chasqueó los dedos.

La vampira avanzó con paso vacilante desde el límite de la formación Vulturis para presentarse de nuevo ante la anciana caudillo.

—Has cometido un grave error en tus acusaciones, o eso parece —comenzó Athenodora.

Tanya, Kenneth y Kate se adelantaron, presas de la ansiedad.

—Lo siento —respondió la interpelada en voz baja—. Quizá debería haberme asegurado de lo que vi, pero no tenía ni idea… —hizo un gesto de indefensión hacia los Cullen.

—Mi querida Athenodora —terció Sulpicia—, ¿cómo puedes esperar que ella adivinara en un instante algo tan extraño e improbable? Cualquiera de nosotros habría supuesto lo mismo.

Athenodora removió los dedos para silenciar a su homólogo.

—Todos estamos al tanto de tu error —continuó con brusquedad—. Yo me refiero a tus motivos.

Irina estaba hecha un manojo de nervios; esperó a que continuara, pero al final repitió:

—¿Mis motivos?

—Sí, para empezar, ¿por qué viniste a espiarlos?

La vampira respingó al oír el verbo «espiar».

—Estabas molesta con los Cullen. ¿Me equivoco?

—No, estaba enojada —admitió.

—¿Y por qué…? —la urgió Athenodora.

—Porque por culpa de Beau mataron a mi amigo y los Cullen no se hicieron a un lado y no me dejaron vengarle.

—Según recuerdo fue la tal Victoria, no Beaufort —le corrigió Sulpicia.

—Así pues, los Cullen se pusieron de parte de una asesina en contra de nuestra propia especie, incluso cuando se trataba del amigo de un amigo —resumió Athenodora.

Edward profirió por lo bajo un refunfuño de disgusto mientras la Vulturis iba repasando una por una las entradas de su lista en busca de una acusación que encajara.

—Yo lo veo así —replicó Irina, muy envarada.

Athenodora se tomó su tiempo.

—Si deseas formular alguna queja contra los Cullen por apoyar ese comportamiento, ahora es el momento.

La anciana esbozó una sonrisa apenas perceptible llena de crueldad, a la espera de que Irina le facilitara la siguiente excusa. Con ello demostraba que no entendía a las familias de verdad, cuyas relaciones se basaban en el amor y no en el amor al poder. Tal vez Beau había sobreestimado la fuerza de la venganza.

—En realidad —dijo Sulpicia adelantándose. Renata, Felix y Demetri le siguieron de inmediato—primero me gustaría hablar con unos cuantos testigos, por simple perfeccionismo —anunció—. Ya saben, puro trámite —agregó mientras le restaba importancia al asunto con un ademán de la mano.

Acaecieron a la vez dos hechos. Athenodora recuperó ese punto cruel del rictus y Edward siseó y cerró los puños con tantísima fuerza que se le marcaron los nudillos en esa piel suya dura como el diamante.

Beau se moría de ganas de preguntarle qué iba a pasar, pero Sulpicia se hallaba lo bastante cerca como para escuchar la más leve voz. Carine lanzó una mirada cargada de ansiedad al rostro de Edward antes de endurecer el semblante.

Mientras Athenodora había ido dando traspiés con acusaciones injustificadas e imprudentes intentos de provocar una lucha, Sulpicia parecía haber urdido una estrategia de mayor eficacia. Cruzó el claro nevado con el sigilo de un espectro hasta llegar al extremo oeste de la línea de los Cullen, deteniéndose a unos diez metros de Amun y Kebi. Los lobos más cercanos erizaron la pelambrera, pero no abandonaron sus posiciones.

—Amun, mi vecino del sur… ¡Cuánto tiempo ha pasado desde tu última visita! —dijo Sulpicia con voz cálida.

El egipcio se quedó inmóvil a causa de la ansiedad. Kebi permanecía hierática como una estatua a su lado.

—Poco significa el tiempo para mí. Apenas noto su tránsito —murmuró el aludido sin mover casi los labios.

—Muy cierto —convino la Vulturis—, pero ¿no hay tal vez otro motivo para ese alejamiento? —Amun no respondió, por lo que la anciana prosiguió—: Organizar a los advenedizos en un clan consume muchísimo tiempo, bien que lo sé yo. Por suerte, cuento con otros para hacerse cargo de esa tarea tan tediosa. No sabes cuánto me congratula que tus nuevas incorporaciones hayan encajado tan bien. Me encantaría que me los presentaras. Estoy convencida de que tu propósito es visitarme pronto.

—Por descontado —contestó el egipcio con un tono de voz tan carente de emoción que resultaba imposible saber si había miedo o sarcasmo en la respuesta.

—Bueno, de todos modos, ahora estamos todos reunidos… ¿No es maravilloso? —el interrogado asintió con semblante inexpresivo—. Por desgracia, el motivo de vuestra presencia aquí no es grato. ¿Os ha llamado Carine para que oficiéis como testigos?

—Sí.

—¿Y qué vais a atestiguar a favor de ella?

—He observado a los muchachos en cuestión —Amun no dejó de hablar con esa fría inexpresividad en todo momento—. Fue evidente casi desde un principio que no eran como las otras estriges…

—Quizá convendría redefinir nuestra terminología —le interrumpió la anciana—, ahora que parece haber nuevas clasificaciones. Por supuesto, con «otras estriges» te refieres a las criaturas de belleza extrema y con un ansia insaciable, difíciles de controlar y peligrosas.

—Sí, a eso me refiero.

—¿Y qué más has observado en ellos?

—Las mismas cosas que seguramente habrás apreciado tú en la mente de Edward. Su comportamiento es igual al de nosotros. Razonan. Aprenden.

—Sí, sí —repuso Sulpicia con una nota de impaciencia en la voz por otra parte amistosa—, pero en las pocas semanas de estancia aquí, ¿qué has visto?

—Lo poco que…conocemos de los de su clase, claro —replicó Amun con el ceño fruncido.

Sulpicia sonrió.

—¿Crees que debería permitírseles vivir?

Se le escapó un siseo a Edward, y no fue el único. La mitad de los vampiros de su grupo se hizo eco de la protesta y los testigos Vulturis hicieron otro tanto al otro lado del prado. El rumor flotó en el aire como un tenue chisporroteo. Edward echó un paso atrás y rodeó a Beau por la cintura con una mano a fin de protegerlo.

El runrún no hizo darse la vuelta al Vulturis, pero Amun miró a su alrededor con manifiesta incomodidad.

—No he acudido para emitir juicios —arguyó, saliéndose por la tangente.

Sulpicia soltó una risilla.

—Dame sólo una opinión.

El testigo alzó el mentón.

—No veo peligro alguno en ellos. Fácilmente podrían pasarse por uno de nosotros.

La líder Vulturis asintió, como si sopesara la cuestión, y echó a andar, pero el vampiro egipcio le llamó.

—¿Sulpicia?

—Dime, amigo mío.

—He dado mi testimonio y nada más me retiene aquí. A mi compañera y a mí nos gustaría marcharnos ahora mismo.

Sulpicia le dedicó la más amable de las sonrisas.

—Por supuesto. Me alegra haber tenido la ocasión de conversar contigo, aunque sea sólo un poco, y estoy segura de que volveremos a vernos pronto.

Amun frunció los labios con fuerza hasta formar una línea mientras digería la amenaza apenas disimulada de esas palabras. Tocó el brazo de Kebi y luego ambos echaron a correr por el confín meridional de la pradera y desaparecieron entre los árboles. Beau estaba seguro de que no iban a dejar de correr durante mucho tiempo, mucho tiempo.

Sulpicia se deslizó a lo largo de aquella línea en dirección este, rodeada por unos guardaespaldas muy nerviosos. Se detuvo a la altura de la enorme silueta de Siobhan.

—Hola, Siobhan, estás tan hermosa como de costumbre —la vampira hizo una inclinación de cabeza y permaneció a la espera—. Dime, ¿respondes a mis preguntas en el mismo sentido que Amun?

—Sí, pero tal vez añadiría algo —replicó ella—. Luca y Beau comprenden los límites y no ponen en peligro a los humanos. Son una mezcla de más calidad que nosotros, y no supone amenaza alguna para nuestra cobertura.

—¿No se te ocurre ninguna? —inquirió Sulpicia, sombríamente.

Edward gruñó, un bajo y desgarrado sonido que surgió de lo más hondo de su garganta.

Los velados ojos carmesíes de Athenodora refulgieron.

Renata tendió los brazos hacia su señora en ademán protector.

Garrett soltó a Kate para dar un paso hacia delante, ignorando la mano de ésta, que ahora pretendía refrenarle a él.

—Creo que no te sigo —contestó Siobhan con lentitud.

Sulpicia se deslizó hacia atrás como si nada, pero acabó más cerca de la guardia y con Renata, Felix y Demetri pegados a su sombra.

—No se ha quebrantado ley alguna —dijo Sulpicia con tono conciliador, pero todos los asistentes intuyeron que la salvedad estaba por caer. Beau necesitó hacer un gran esfuerzo para contener la rabia que estaba a punto de subir por su garganta y salir para gritar un desafío. Aplicó esa ira a su escudo, haciéndolo más grueso, y se aseguró de que todos estuvieran protegidos—. No se ha quebrantado ley alguna —repitió—. Ahora bien, ¿podemos deducir de eso la ausencia de peligro? No —sacudió la cabeza con suavidad—. Son asuntos diferentes.

No hubo más reacción que una mayor tirantez en unos nervios ya tensos de por sí. Maggie, ubicada en los límites del grupo de luchadores, meneó la cabeza para sacarse la rabia de encima.

Sulpicia anduvo con ademanes pensativos. Parecía levitar sobre la nieve más que pisarla. Cada paso le acercaba más y más a su guardia, bien que Beau se dio cuenta.

—Los muchachos son únicos, singularmente únicos. Sería un despilfarro acabar con unas criaturas tan peculiares, sobre todo cuando podríamos aprender tanto de ellos… —suspiró, simulando una gran renuencia a continuar—. Pero existe un peligro imposible de ignorar, así de simple.

Nadie respondió a esta afirmación. Reinó un silencio sepulcral hasta que decidió retomar el monólogo. Daba la impresión de estar hablando para sí misma.

—Resulta irónico que cuanto mayores son los logros técnicos del ser humano y más afianzan su dominio del planeta, más lejos estamos de ser descubiertos. Nos hemos convertido en criaturas más desinhibidas gracias a su incredulidad ante lo sobrenatural, pero la tecnología ha reforzado a los hombres hasta el punto de que serían capaces de amenazarnos y destruir a algunos de nosotros en caso de proponérselo.

»El secreto ha sido durante miles y miles de años una cuestión de conveniencia y comodidad más que de verdadera seguridad. Este último siglo tan belicoso ha alumbrado armas de tal potencia que ponen en peligro incluso a los inmortales. Ahora, nuestra condición de simples mitos nos protege de verdad de las criaturas que cazamos.

»Intuimos el potencial de estas criaturas tan… sorprendentes —alzó la mano para luego bajar la palma como si la apoyara sobre el hombro de Beau, aunque ella se hallaba a cuarenta metros en ese momento, casi en el seno de la formación Vulturis de nuevo—. Ellos saben con absoluta certeza que siempre van a poder permanecer ocultos tras el velo de oscuridad que nos protege, pero nosotros nada sabemos sobre qué clase de criatura van a ser ellos más adelante. Hasta su propia familia está llena de dudas. No hay forma de conocer cuál será su naturaleza en una década, mucho menos en un milenio —hizo una pausa para mirar primero a los testigos de los Cullen y luego, y de un modo muy elocuente, a los suyos. Imitaba muy bien el tono de voz de quien está desgarrado por el contenido de su discurso. Sin apartar los ojos de su auditorio, prosiguió—: Únicamente lo conocido es seguro y aceptable. Lo desconocido es… vulnerabilidad.

La sonrisa de Athenodora se ensanchó de forma maliciosa.

—Ahora estás mostrando tu juego, Sulpicia —dijo Carine con voz sombría.

—Haya paz, amiga. No nos precipitemos —una sonrisa cruzó el rostro de Sulpicia, tan amable como siempre—. Contemplemos el problema desde todos los ángulos.

—¿Puedo sugerir uno a vuestra consideración? —solicitó Garrett en voz alta tras adelantarse un paso.

—Nómada… —dijo Sulpicia, asintiendo en señal de autorización.

Garrett levantó la barbilla, miró de frente a los corrillos de testigos situados al final del prado y dirigió a ellos su alocución.

—He venido aquí a petición de Carine en calidad de testigo, al igual que los demás —empezó—, y en lo tocante a los chicos eso ya resulta innecesario. Todos vemos qué son.

»Me he quedado para ver algo más, a ustedes —señaló con el dedo a los desconfiados testigos de los Vulturis—. Conozco a dos de ustedes, Makenna y Charles, y compruebo que muchos son aventureros errantes, como yo. No responden ante nadie; evalúen con cuidado mis palabras.

»Los antiguos no han venido aquí a impartir justicia como les han dicho. Muchos lo sospechábamos y ahora ha quedado probado. Acudieron aquí mal informados, cierto, pero se presentaron porque tenían un pretexto válido para desencadenar la ofensiva. Sean testigos ahora de la debilidad de sus excusas a la hora de continuar su misión. Reparen en sus esfuerzos para encontrar una justificación a su verdadera intención: destruir a esa familia de ahí.

Garrett abarcó con el gesto a Carine y Tanya.

—Los Vulturis están aquí con la intención de borrar del mapa a quienes perciben como unos competidores. Quizá ustedes, como yo, miren a ese clan de los ojos dorados y se maravillen. No es fácil comprenderlos, es verdad, pero los antiguos miran y ven algo más que esa extraña elección, ven poder.

»He presenciado los lazos de unión de esa familia, y digo familia, no clan. Estos extraños de ojos dorados niegan su propia naturaleza, pero ¿acaso no han encontrado algo más valioso que la simple gratificación del deseo? Los he estudiado un poco a lo largo de mi estancia en esta zona y me parece que algo intrínseco a esos vínculos familiares tan intensos, los cuales hacen posible todo lo demás, es el carácter pacífico de esta vida de sacrificio. No hay entre ellos el menor atisbo de agresión, a diferencia de lo visto en los grandes clanes sureños, cuyo número aumentaba y disminuía enseguida durante el transcurso de sus salvajes venganzas. Nadie se molesta en pensar en la dominación, y Sulpicia lo sabe mejor que yo.

Contemplaron el semblante de la aludida llena de tensión, esperaban su reacción mientras el errabundo le lanzaba aquella invectiva. Pero la dirigente Vulturis mostró en sus facciones esa expresión de amable burla propia de un adulto que confía en que al niño se le pase el berrinche cuando comprenda que nadie le presta atención.

—Cuando nos informó de lo que se avecinaba, Carine nos aseguró a todos que no nos llamaba para luchar. Esos testigos de ahí —dijo mientras señalaba a Siobhan y Liam— estuvieron de acuerdo en dar testimonio a fin de ralentizar el avance de los Vulturis con su presencia y que así Carine tuviera la ocasión de defender su causa.

»Pero algunos de nosotros nos preguntábamos —prosiguió al tiempo que sus ojos se posaban en el rostro de Eleazar— si a Carine le bastaría tener la razón de su parte para detener la así llamada justicia. ¿Qué han venido a proteger los Vulturis? ¿Nuestra seguridad o su propio poder? ¿Pretenden eliminar a una criatura ilegal o una forma de vida? ¿Se quedarían satisfechos cuando el peligro resultara ser un simple malentendido o echarían los restos sobre el tema sin contar con la coartada de la justicia?

»Ahora tenemos las respuestas a esas preguntas en las palabras falaces de Sulpicia, alguien provisto del don de conocer la verdad de las cosas, y en la sonrisa ávida de Athenodora. Su guardia es una simple herramienta sin inteligencia, un instrumento en manos de sus maestros para lograr su objetivo: la dominación.

»Por eso, ahora se plantean nuevas preguntas que deben responder. ¿Quién los gobierna, nómadas? ¿Responden ante alguien que no sea ustedes mismos? Díganme, ¿van a ser libres de elegir su camino o van a ser los Vulturis quienes decidan su forma de vida?

»He venido a prestar testimonio y me quedo para luchar. A los Vulturis no les importa nada la muerte de los chicos. Persiguen la muerte de nuestro libre albedrío —entonces, volvió la cara a los ancianos—. ¡Sea lo que sea, díganlo! No suelten más mentiras elucubradas. Sean consecuentes con sus intenciones y los demás lo seremos con las nuestras. Elijan ahora, y dejen que estos testigos vean cuál es el verdadero tema del debate.

Garrett volvió a posar una mirada inquisitiva en los testigos de los Vulturis. Sus rostros reflejaban el efecto evidente de la alocución.

—Podrían considerar la posibilidad de unirse a nosotros. Si acaso piensan que los Vulturis los van a dejar con vida para que puedan contar esta historia, se equivocan. Tal vez nos destruyan a todos, pero también es posible que no —se encogió de hombros—. Quizá tengamos una posición más segura de lo que creen. Es posible que los Vulturis hayan encontrado al fin la horma de su zapato. En todo caso, les aseguro una cosa: si nosotros caemos, ustedes nos acompañarán.

Garrett retrocedió y se situó junto a Kate nada más terminar su acalorado discurso. Luego, se inclinó hacia delante, medio en cuclillas, dispuesto para lanzarse a la matanza.

Sulpicia sonrió.

—Un gran discurso, mi revolucionario amigo.

—¿Revolucionario…? —gruñó Garrett, que se mantenía listo para atacar—. Si me permites la pregunta, ¿contra quién me sublevo? ¿Acaso eres tú mi reina? ¿Deseas que también yo te llame mi lady, como esa guardia tuya tan servil?

—Paz, Garrett —terció Sulpicia con ánimo tolerante—. Me refería únicamente a tu época de nacimiento. Veo que sigues siendo un patriota.

El mencionado le devolvió una mirada fulminante.

—Preguntemos a nuestros testigos —sugirió Sulpicia—. Adoptaremos una decisión tras conocer su opinión —les dio la espalda con despreocupación y se desplazó unos metros en dirección a las lindes del bosque para estar más cerca de sus nerviosos espectadores—. Decidnos, amigos míos, ¿qué opináis de todo esto? No temo a las estriges, os lo puedo asegurar. ¿Corremos el riesgo de dejarlos con vida? ¿Ponemos en peligro nuestro mundo para preservar a su familia? ¿O acaso tiene razón el impetuoso Garrett y os vais a unir a ellos contra nuestra repentina búsqueda del poder?

Los testigos soportaron el escrutinio de la líder Vulturis con la prevención escrita en las líneas de la cara. Una mujer menuda de pelo negro miró de soslayo a su compañero, un vampiro de pelo rubio oscuro situado junto a ella.

—¿No tenemos más alternativa? —le preguntó de pronto, devolviéndole la mirada a Sulpicia—. ¿O estamos de acuerdo con ustedes o luchamos contra ustedes?

—No, por descontado, mi encantadora Makenna —repuso Sulpicia, fingiendo estar horrorizado de que alguien hubiera podido llegar a esa conclusión—. Podéis ir en paz tal y como hizo Amun, por supuesto, incluso aunque discrepéis con la decisión de esta asamblea.

Makenna intercambió otra mirada con su compañero; éste asintió de forma casi imperceptible.

—No hemos venido aquí a obrar de manera injusta —hizo una pausa, suspiró y agregó—: Acudimos para escuchar la verdad, y nuestra conclusión es que la familia acusada es inocente. Todo cuanto afirma Garrett parece cierto.

—Ah, cuánto lamento que lo veas de ese modo —repuso Sulpicia con tristeza—. Sin embargo, ésa es la naturaleza de nuestro trabajo.

—No es lo que veo, pero sí lo que siento —intervino el compañero de Makenna, el vampiro de pelo color maíz, con voz aguda y nerviosa. Miró a Garrett—. Él mencionó que los Vulturis tienen una forma de identificar las mentiras. También yo tengo modo de saber cuándo oigo la verdad y cuándo no.

Dicho esto, se acercó un poco más a su compañera con el coraje brillando en los ojos mientras aguardaba la reacción de Sulpicia.

—No nos temas, amigo Charles. El patriota se cree su discurso, eso no lo pongo en duda —comentó Sulpicia riéndose entre dientes.

Charles entornó los ojos.

—Hemos cumplido nuestro cometido y ahora hemos tomado nuestra elección —anunció Makenna.

Ella y Charles echaron a andar hacia el lado opuesto del claro con paso lento y no se atrevieron a dar la espalda hasta que se posicionaron junto al bando de los Cullen. Otro desconocido emprendió una retirada y tres más le siguieron, corriendo como balas.

Hubo una pequeña sonrisa en el rostro de Beau, agradecía que al menos dos de sus testigos se hayan unido a ellos. Luego, evaluó a los cuarenta y nueve vampiros restantes. Unos pocos parecían demasiado confusos para adoptar una decisión, pero la mayoría había tomado buena nota de los derroteros de la confrontación. Renunciaban a irse en ese mismo momento y tomar ventaja a fin de saber con exactitud quién iba a darles caza.

El chico estaba convencido de que Sulpicia lo veía como él. Se alejó de los testigos y regresó con su paso mesurado de siempre junto a su guardia. Se detuvo y se dirigió a ellos con voz clara.

—¿Debemos dejar sin solucionar esta cuestión para salvar la piel? —preguntó Sulpicia.

—No, mi lady —susurraron al unísono.

—¿Es más importante la protección de nuestro mundo que algunas bajas en nuestras filas?

—Sí —contestaron en voz baja—. No tenemos miedo.

Sulpicia sonrió y se volvió hacia sus compañeros de ropajes negros.

—Es mucho lo que debemos considerar, hermanos —afirmó con voz lúgubre.

Irina apretó los dientes, alzó el mentón y cuadró los hombros.

—No —dijo con coraje—. Han venido aquí para destruir a una estrige y no existe tal. Mío es el error y asumo por completo la responsabilidad. Los Cullen son inocentes y ustedes no tienen motivo alguno para permanecer aquí. Lo lamento mucho —les dijo, volviéndose hacia Beau y Edward, y luego se encaró con los testigos Vulturis—. No se ha cometido ningún delito, ya no hay razón válida para que continúen aquí.

Aún no había terminado de hablar la vampira y Athenodora ya había alzado una mano, sostenía en ella un extraño objeto metálico tallado y ornamentado.

Se trataba de una señal, y la reacción llegó tan deprisa que todos se quedaron atónitos y sin dar crédito a sus ojos mientras sucedía. Todo terminó antes de que tuvieran tiempo para reaccionar.