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Capítulo 19 – La misteriosa doreita

Los doreita eran una extraña raza considerada inferior, tanto que incluso las demás desconocían lo que podían lograr o dejar de hacer; no les importaba si perecían, no los consideraban una amenaza.

Su población se contaba con los dedos de diez manos; estaban ocultos por todo tipo de reinos y, extraña vez, colaboraban entre sí.

Muchos robaban para sobrevivir; los que eran atrapados, morían.

Las demás razas no tenían piedad, los consideraban menos que ganado; ni siquiera se molestaban en esclavizarlos, eran meras ratas.

Eran ovíparos, se reproducían sexualmente y, días venideros, huevaban: eso les favorecía para transportar a sus crías con facilidad.

Sus colas eran verdes como las hojas que florecían en primavera, tenían orejas puntiagudas semblantes a los elfos a pesar de que no existían en su mundo. Muchas veces eran confundidos por los demonios, seres extinguidos hace décadas, otros pensaban que eran una mutación de éstos, pero nadie sabía cómo se originó.

Su promedio de vida variaba entre cero a ocho años: superar los quince era un reto.

La mayoría moraba en el subsuelo donde se apreciaba su miseria: tanto en los estrechos callejones, las musgosas paredes de ladrillos, en sus ropajes y los cartones andrajosos por doquier.

Una niña doreita, de siete años, vestía con una sola tela verdosa desgarrada, su cuerpo estaba sucio, con moretones por el estómago y el cuello; estaba lejos de verse feliz, también le faltaba la mitad de la cola, como si hubiera sido arrancada a la fuerza.

Era pelirroja y sus ojos esmeraldas.

Estaba embarazada, apenas aguantaba de pie y su cuerpo estaba cerca de considerarse esquelético; vagaba hasta que cayó de rodillas y soltó gemidos de dolor.

Agotada y tumbada, sonrió aferrándose a dos huevos viscosos con un cariño sin igual hasta que desmayó.

 

Su madre regeneró su cola pasado cuatro años, y la hija siempre la sujetaba de la ropa; a diferencia de ella su pelo era castaño, tirando a naranja.

Sus ropas estaban sucias: robadas o cogidas de cualquier vertedero. Vestían una única pieza sencilla: de pantalón y manga corta con una cremallera en la blusa.

Causaba problemas a los suyos con tal de sobrevivir con su hija, por lo que viajaban en busca de comida.

—Mamá… —La barriga de la pequeña rugió; pero su madre no podía aumentar el escaso botín que conseguía a diario.

—Lo siento… Mamá se esforzará, ¿vale? ¿Ramia también se esforzará? —Se agachó y la abrazó. 

Asintió con timidez. Ambas eran crías, podían confundirse por hermanas.

Su madre siempre avivaba la esperanza ante la hambruna, pero ambas eran frágiles.

Un año después, se escabullían en un callejón de la superficie. 

Los edificios eran de mármol, en el suelo y en las paredes recorría un líquido acuoso por diminutos canales, pero tóxico para los consumidores: pasaba por ánforas puestas en las calles que las renovaba. Era una ciudad limpia.

El viento era agradable y silbaba con suavidad por las paredes; el cielo, igual al resto, era azul; y en los techos sobresalían flores variopintas. Comparado a los sitios sucios que frecuentaban, era un mundo diferente.

Las dos usaban un pañuelo de cabeza para ocultar las orejas y, dentro de la ropa, la cola.

La raza que habitaba ahí tenía una diadema de metal que resaltaba por delante de su cabello. Por la calle había un mercadillo de mármol.

—Ramia, juguemos un poco. ¿Ves esas cajas? Cuando pase por delante de ese señor, tíralas y escóndete rápido. Pase lo que pase no dejes que te atrapen y no respondas a nada de lo que digan. Si alguien te encuentra, gana mamá, ¿de acuerdo? —susurró. 

Ramia afirmó con la cabeza.

La madre no quería enseñarle lo cruel que era el mundo.

Tras unos minutos, Ramia, con esfuerzo, las empujó cerca del callejón y se escondió debajo de un contenedor de basura añil metálico. Su madre se detuvo preocupada unos segundos al ver que no le era tarea fácil.

Uno de los mercaderes se volteó al oír el estruendo, pero no avistó a nadie. Otro entró al callejón, se detuvo cerca de donde se encontraba y preguntó:

—¿Hay alguien ahí?

A pesar de ser razas diferentes, hablaban el mismo idioma, los doreita no tenían más remedio que robarlo, no vivían ni cooperaban lo suficiente como para inventar uno.

Ramia quedó en silencio; el hombre, al ver que no hubo respuesta, recolocó las cajas y se marchó.

Luego se reencontró con su madre y ésta le mostró un par de frutos:

—¡Tachán! Lo has hecho muy bien, Ramia. —Con amor acarició a su hija.

Pasado otro año, su madre, con trece años, apostaba las migas de un vegetal azulado con otros tres doreita en un juego. 

Sus cuerpos eran más delgados, sentada detrás, estaba su pequeña aferrándose a su tela con flaqueza. 

Los demás rondaban la misma edad o incluso menos que el de su madre.

—¡Eh! ¡Has hecho trampas! ¡Devuélveme mi parte, me pertenece! —intervino uno que se percató de las trampas de la madre.

Todos estaban en la misma situación, la comida era limitada: perder equivalía a morir.

La joven se zampó un trozo, cogió toda la que estaba a su alcance y se fugó de la sala. 

Los demás intentaron seguirla; pero, como si hubiera estado planeado, su hija empujó unos tablones de la entrada y se escabulló por debajo de los escombros.

Uno de los hombres agarró la pierna de Ramia, pero se desenganchó con suma facilidad.

—¡Maldita! ¡Vuelve aquí! ¡Dame mi trozo! ¡Te voy a matar!

Sus quejas eran ofensivas, pero sus cuerpos eran tan débiles que no podían perseguirlas.

Pocos días después, al volver, estaban muertos; Ramia se acercó a uno como si estuviera jugando y le sacudió el hombro.

—¿Por qué huelen tan mal? ¿Por qué no despiertan? —Miró curiosa a su madre.

—Si no comes suficiente, entras en un sueño profundo en el que no vuelves a despertar.

—¿Por qué?

Su madre se acercó, la abrazó y lloró con dificultad. La simple idea de pensar que a su hija le podría pasar lo mismo, le aterraba.

—Lo siento… Todo es culpa mía… No es culpa de Ramia…

No quería que fuera consciente de que robar era malo pero necesario, o de que sus acciones encadenaban que otros perecieran; siendo niñas, sentía la necesidad de soportar todo sola.

No tenían siquiera el lujo de permitirse el canibalismo, los que morían estaban esqueléticos y las enfermedades que podían desarrollar les ponía entre la espada y la pared.

Su madre decidió vivir en ese lugar solitario en el que sólo quedaban ellas.

Ramia se despertó por un ruido y se aferró a su madre que dormía junto a ella.

—Mamá…

Se despertó por su hija asustada y temblorosa.

—¿Qué pasa? —preguntó agotada con una dulce voz.

—Creo que hay alguien…

Su madre alzó la cabeza con esfuerzo para mirar alrededor; pero no vio ni escuchó nada.

—No te preocupes, es el sonido del viento.

—Mamá… —llamó su atención con dulzura siendo acariciada.

—¿Qué pasa?

—Tengo miedo…

—No te preocupes, mamá está aquí, mamá te protegerá; cierra los ojos y descansa. —Con la mano cerró sus ojos con delicadeza; Ramia, aún con miedo, se apegó más.

En el subsuelo, en el centro de un recinto hexagonal espacioso lleno de césped, un enorme árbol de flores moradas atravesaba el techo, saliendo a la superficie a través de un agujero artificial por el que entraba luz natural con vistas al cielo.

Cerca de varias pilas de tierra amontonadas, estaba su madre cavando; Ramia se le acercó:

—Mamá. ¿Qué estás haciendo?

—Ramia, cuando mamá mue… —Renegó con la cabeza, le mostró una sonrisa y rectificó—. Cuando llegue el día en el que mamá no despierte, ¿podrías enterrarme en este hueco?

Llorando se abalanzó sobre ella.

—¡Haré cualquier cosa, pero no me dejes sola! ¡Mamá!

Sin su madre no sabía vivir, fue también inevitable para ella soltar lágrimas.

—Prométeme que nunca confiarás en nadie de la superficie, no dejes que vean tus orejas ni tu cola. Si tienes hambre, coge toda la comida que puedas de la ciudad. Si te persiguen, huye rápido. Y nunca los mires a los ojos —aconsejó dolorida acariciando sus orejas.

—Mamá… —llamó descansando en el brazo de su madre.

—¿Sí?

—¿Mamá también tuvo una mamá?

Afirmó y se puso a jugar con el pelo de Ramia.

—Era… alguien que apreciaba y quería mucho más que nadie.

—¿Más que Ramia?…

Sonrió y la abrazó con ambas manos.

—No, Ramia es la que más quiero.

—Ramia también.

Su madre soltó una pequeña risa.

—¿¡Eh!? ¿También te quieres a ti misma más que nadie?

—No, Ramia también quiere a mamá más que nadie.

—Lo sé~. —Le dio un beso en la mejilla y le enseñó una pieza amarilla de mármol fina y cuadrada con un punto—. Esto fue un regalo de la mía, en este punto duerme la persona que más quieres, aun si mamá no está contigo, te protegerá y nunca estarás sola. —Se la regaló y le pidió que la guardase como un tesoro.

Pasada una semana, se encontraban en una de las habitaciones del subsuelo.

—¿A qué juegas? —preguntó viendo a su madre removiendo la tierra de un pequeño hueco.

Su madre sonrió en un acto de esperanza.

—A partir de este trocito de comida, aparecerá del suelo mucha más —respondió enterrando un minúsculo trozo de fruta.

—¡Eh! ¿¡En serio!? —Al rellenar la tierra, se sentaron emocionadas observando en silencio—. ¿Aún no? —preguntó impaciente.

—Ni idea… creo que un poco más.

Sus barrigas gruñeron ante la espera.

No sabían el tiempo que tardaba en crecer una planta, no la regaron ni tenía acceso a la luz, ni siquiera era la semilla, pasaron días, sin éxito. Los únicos cultivos que vio su madre estaban dentro de un edificio acristalado en la ciudad.

Dormida, abrazada a su hija, la pequeña doreita tenía pesadillas y la apretujaba con más fuerza. No era la primera noche que veía así a su madre y no podía hacer nada para ayudarla.

—¡No! ¡Soltadme, parad! ¡Mamá! —murmuraba.

—Mamá, duele.

Se despertó con sudores fríos y se reincorporó.

—¡Ah! Lo siento… ¿Estás bien?

—Sí. ¿Mamá?

—¿Qué sucede? —preguntó con curiosidad.

—Te quiero.

Lloró de felicidad, asintió con la cabeza y acarició la mejilla de su pequeña.

—Yo también te quiero, más que a nadie.

El día anterior llovió y, debajo del gran árbol, su madre recogía agua con unos cubos que dejó.

—Ramia, ven aquí. —Se acercó y la observó—. Te enseñaré un truco que pocos conocen —dijo orgullosa, cogió una flor del suelo perteneciente del árbol y la dejó flotando en el agua—. Cuando recojas agua, deja una de estas flores durante medio día y el agua se podrá beber.

—¡Eh! ¿En serio? —Estaba entusiasmada, era como si le explicase un truco de magia.

—Y no sólo eso~. —Esa misma tarde, recogió la flor y le quitó los pétalos sucios que protegían el centro—. ¿Reconoces esto?

—¡Agua para el cuerpo!

Era una especie de esponja, con una mano extraían el agua limpia que produjo al eliminar bacterias; ambas se desvistieron sin pudor y limpiaron sus cuerpos. 

No llovió más durante un año. Ramia comía sentada sobre el regazo de su madre:

—¿Mamá? —preguntó a su madre que estaba a punto de caer dormida—. Puedes comer mi parte… —ofreció preocupada porque solía recibir mayor porción; a pesar de ello, ambas la pasaban mal.

—Yo estoy bien —mintió, no era extraño si en cualquier momento perecían hambrientas.

—Mamá, no me dejes sola, no te duermas… —Bajó la cabeza llorando. No quería perderla; su madre la consoló con un abrazo.

—No te preocupes, sigue comiendo. Mientras tú estés bien, yo también lo estaré~. —Con las yemas de los dedos, recogió sus lágrimas y las relamió con tal de beber algo. No tenía el lujo de pensar si estaba mal, quería sobrevivir lo que pudiera junto a su hija.

Un día, la madre le trajo un regalo ocultándolo en la espalda.

—Ramia, cierra los ojos.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —Volvió a preguntar intrigada cerrando los ojos con completa confianza.

Le colocó en la cabeza una gorra Gavroche cacao que encontró cerca de la basura.

—Ramia, ¡qué linda eres!

Avergonzada, silbó patosa apartando la mirada de ella:

—¿De verdad?…♪

La madre la abrazó llena de amor, tenerla era lo más bonito que le había pasado en la vida.

Transcurrió sólo unas semanas, la hija se despertó e intentó levantar a su madre; pero, sin importar cuánto la zarandeara, no despertaba.

—¿Mamá?… —llamó un sin fin de veces.

A partir de ese día, se quedaría sola.

Era una mañana de débil lluvia con apenas gente; con miedo e inseguridad, caminaba por la calle. 

Con disimulo, lanzó una piedra a una caja; en el momento en el que el tendedero se distrajo, corrió y robó tres frutas.

—¡Un ladrón! ¡Atrapadle!

Por desgracia, la descubrieron; pero nadie la perseguía aparte del mismo, algunos ni se molestaban en ayudarle, por lo que volvió a salvo.

Una vez segura, llovió con más fuerza; gracias a la fruta que robó, sobreviviría un tiempo.

—No volverás a despertar, ¿verdad, mamá? Me ha sobrado sólo esto, lo siento…

Deprimida y con las manos sucias de tierra, colocó, como ofrenda, unas semillas que no podía digerir en la tumba.

También dejó unos cubos debajo del árbol para tener agua y, cansada, se fue a dormir.

La siguiente semana lloró al ver que varias plantas crecían en la tumba de su madre. No pasó mucho tiempo, pero su crecimiento era extraordinario, en dos semanas fructificaría.

Ramia cumplió los dieciocho; recogía unas frutas azuladas en una especie de manzanos. El recinto estaba repleto de frutales que cuidó.

No parecía aquella niña esquelética, su cuerpo era saludable, ya no tenía la necesidad de jugarse la vida robando. 

Se acercó a la tumba y le dejó una.

—Me hubiera gustado que las probases, mamá… —Puso su mano en la tierra. 

En una de las entradas, un hombre se marchó al observarla un rato.

Unos días después, despertó en medio de la noche recostada en la tumba.

Su planeta no tenía lunas, pero las hojas emitían un brillo que iluminaba los alrededores.

Un hombre estaba de pie, con ropajes que le cubría todo el cuerpo. Su pelo castaño estaba revuelto, tenía una mochila y una mascarilla antiolor de metal. Cruzó miradas con Ramia, que quedó paralizada al ver esos ojos azulados que parecían producir luz.

…¿¡Quién!? ¿¡Alguien de la superficie!? No puedo…

Cayó dormida como si le hubieran aplicado alguna droga.

Despertó confundida, no podía pensar con claridad. 

Miraba al suelo en una habitación vacía y sin ventanas, el secuestrador estaba de espalda organizando herramientas en una mesilla.

Intentó moverse, en vano. Flotaba atada de pies y manos por unos hilos de mármol; alrededor de su cabeza tenía un pañuelo que sostenía un embudo con la boca que no le permitía hablar.

El hombre carcajeó con disimulo y platicó.

—No sabes cuánto tiempo he anhelado esto, os escondéis bien para ser escoria. —Le mostró el regalo de su madre y preguntó—: ¿Por qué guardabas esta basura? ¿Sois tan estúpidos que no sabéis lo qué es una piedra? —La lanzó al aire y rebotó en el suelo. 

Le agarró la cola y se la frotó en la cara, fue a la mesilla y cogió unas extrañas tijeras:

—¿Creísteis que no me percataría de vuestro secreto? —Sujetó su cola y, sin misericordia, la cortó; con ella en mano, volvió a frotársela.

Apenas notó dolor, era como si le cortasen una uña.

—El olor no os afecta, eh. Siempre quise probar esto.

Enfrente de ella, con rudeza, le agarró del flequillo para poner firme el embudo y dejó caer unas gotas verdosas que salían del corte de la cola.

—Bebe. ¿Está bueno? Por supuesto que sí. ¿Qué se siente tomar de tu propia medicina? —Retornó a la mesilla dejando la cola y rio.

El cuerpo de Ramia se calentó y su mente se puso en blanco; no era alguien que se excitara por estas cosas, estaba descubriendo, de mala manera, algo de su propio cuerpo.

—¿Sabes? Admiraba a mi padre, quería ser como él. Un día investigó vuestra especie con dos pequeñas ladronas que capturaron. ¿Sabes qué le sucedió? —Se acercó y con rudeza le agarró del flequillo; la miró como basura—. Por supuesto que lo sabes.

De la misma forma que la agarró, la soltó y trasteó en la mesilla.

—Ese día mataron a una de las culpables. La otra escapó gracias a su amiga; pero dejó algo atrás. Los demás no le dieron importancia la muerte de mi padre, más bien se burlaban de él: como si un gusano lo hubiera matado y de un chiste se tratase. Vamos a ver quién ríe ahora.

Cogió la cola y vertió varias gotas dentro de un recipiente de cera con una vela encendida en su interior: evaporando y consiguiendo un efecto de ambientador.

Se colocó frente a Ramia y le levantó la barbilla para que lo mirase a los ojos.

—No creáis que olvidaré lo que hicisteis. No te preocupes, encontraré al resto y sufrirán lo mismo, incluyendo aquella rata. Es hora de dormir, disfruta de tu merecido, doreita.

Sonaba serio y sin escrúpulos, Ramia cayó en un profundo sueño.

Su mente estaba en blanco. Por la sala recorría un humo verdoso. 

Dos hombres desnudos estaban muertos en el suelo. 

Estaba en el suelo desatada con la ropa destrozada; varios hombres, irracionales, la violaban. No podía moverse, no tenía siquiera energías, sólo veía su mano sujetando el regalo de su madre y la salida.

El hombre enmascarado entró, se acercó y le hizo beber de nuevo. 

Continuaron durante días, no se detendrían hasta perecer juntos.