Thrudd miró a su alrededor en su entorno sombrío con escalofríos recorriendo su espalda.
Viajar en la oscuridad como esta ya era bastante aterrador por sí solo, pero las máscaras demoníacas que yacían al acecho solo aumentaban su ansiedad.
Al principio, creía que eran meras decoraciones ya que no podía percibir absolutamente nada de ellas, ni aliento, ni aura, nada.
Pero sus ojos disiparon esta noción.
Eran casi sin alma, pero ardían con una emoción que ella conocía muy bien.
Lealtad.
Por su gran líder y creador, Thrudd estaba casi segura de que no había nada que no harían.
E incluso si Sif les decía que no lo hicieran, sabía que la matarían si se movía irracionalmente.
Para calmarse, finalmente pensó en otro tema que había estado evitando anteriormente...
—¡Nórdico ama al maestro! —dijo Camazotz.
—¡C-Cállate, Camazotz! ¿Quién te dijo que escucharas mi conversación, pequeño diablillo? —gritó Sif.
—¡Camazotz es un murciélago! —respondió Camazotz.
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