Antes de que sus manos se familiarizaran con un lápiz o un teclado de computadora, los pies de Helena ya habían encontrado su verdadera pasión: dominar el balón de fútbol. Desde que era una niña pequeña, corría incansablemente por la polvorienta cancha, entregada por completo al deporte que la llenaba de vida. Su destreza para controlar el balón, moverlo como si fuera una extensión de su cuerpo y dirigirlo con precisión hacia la portería, la convirtieron en la estrella indiscutible del equipo femenil de su escuela primaria. A través de un entrenamiento riguroso y constante, donde cada gota de sudor era una muestra de su determinación, Helena se consolidó como la mejor jugadora, inspirando a sus compañeras y soñando con un futuro plagado de victorias.
En aquel entonces, sus ojos no podían apartarse del chico más talentoso de su escuela, Jensen Villenzo, también conocido como JV por la comunidad vecina. La forma en que jugaba al fútbol ese niño, era lo que más llamaba la atención de la pequeña Helena. Y a pesar de ser compañeros de clases, lo veía como una figura distante y algo inaccesible. Su seriedad y aparente mal humor la intimidaban, y su actitud arrogante y vanidosa, especialmente hacia las mujeres, le resultaba intolerable.
—¡Ey, oye, Helena!—gritó su padre antes de detener la camioneta abruptamente.
—¿Qué pasa? ¿Por qué te detuviste así?—preguntó confundida.
—Tu mano... está brillando—respondió su padre señalando hacia su mano.
—Es... la marca—murmuró Helena, sorprendida al ver que aquel dibujo que rodeaba su dedo anular derecho brillaba con un color verde esmeralda.—No sé por qué pasa esto—agregó, rascándose desesperadamente su dedo.
—¿Te duele?
—No, pero la sensación que siento es muy extraña—mencionó, sin apartar la mirada de su dedo, que aún no dejaba de brillar.
—¿Qué sientes?
—Creo que calor, no lo sé papá, pero esto no me gusta nada—respondió, con evidente inquietud en su voz.
—En unos minutos estaremos en tu casa, allí con calma veremos qué te pasa, ¿está bien?—dijo el señor mientras encendía la camioneta y seguía su camino. Inesperadamente, el brillo que rodeaba el dedo de su hija se fue consumiendo en breves segundos.
—¡Mira!—exclamó Helena.
—¿Qué pasó? ¿Qué hiciste?
—No, nada, solo dejó de brillar— respondió, con un tono de alivio.
—Los vídeos que vi esta mañana dicen que los chicos de tu edad amanecieron con eso, pero no leí nada acerca de que brillaran—comentó el señor.
—Sí, pero no todos las tienen. ¿Matt tiene una?
—No que yo sepa. A ver hija, déjame ver tu dedo.
—No, tú sigue mirando al frente que aún estás conduciendo—respondió ella.
—Cierto. Espera, Helena, ya casi llegamos—añadió, asintiendo con la cabeza hacia adelante mientras manejaba el auto a una velocidad más que moderada.
La camioneta roja se detuvo con un chirrido de neumáticos en la entrada de una casa completamente enrejada. Helena salió del vehículo aún sosteniendo su dedo, tocándolo y rasguñándolo ligeramente para ver si podía reproducir el brillo que había aparecido unos momentos antes. Su padre se acercó a ella y la tomó del brazo.
—Tu marca es diferente a la que he visto en las redes, muy pero muy diferente, hija. Se parece más a un anillo, está cerrada, porque hay otras que son como una media luna—comentó el señor, mientras inspeccionaba su mano.
—La de Stanly es una media luna. Hoy de repente amanecimos con esto.
—Te lo vuelvo a decir, se quieren deshacer de nosotros—agregó su papá, soltando su mano con fuerza.
—Auch, eso dolió—contestó ella.
—Maldita sea, pero es verdad, esos desgraciados quieren acabar con nosotros, hija—exclamó el hombre, con desesperación evidente en su rostro. Llevó las manos a su cabeza y sus ojos estaban al borde de las lágrimas. Helena intentó sostener los brazos de su padre para calmarlo, pero no lo consiguió.
—Papá, por favor, no digas más. Trata de tranquilizarte—suplicó ella.
—Ya es suficiente, Helena. Esta situación se volvio completamente extraordinaria, las cosas ya no serán como antes.
—Todavía no sabemos qué va a pasar, papá. Por favor, cálmate. ¿Tomaste tus pastillas?—dijo con preocupación.
—Déjalo, tú no entiendes. Con esa marca, sigues siendo una esclava del sistema.
—¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Dejar de trabajar como lo he hecho en los últimos años?—preguntó la chica, pero no recibió respuesta de su padre.
—Bueno, entonces tendré que cortarme el dedo para deshacerme de los problemas que tanto te preocupan.
—No lo hagas. Un chico intentó hacerlo y la marca volvió a aparecer en el siguiente dedo—advirtió el señor con firmeza.
—¿Acaso sabes más que cualquiera sobre esto?—preguntó desconcertada.
—Me informo, Helena. Me preocupo por ustedes, mis hijos—concluyó el señor con angustia y desesperación. Su semblante irradiaba miedo, un miedo irracional que la escritora conocía demasiado bien, uno que corrompe el alma y clama desesperadamente por ayuda.
—La casa... está quedando bastante bien —murmuró Helena, dejando entrever una sonrisa que resultó reconfortante para el hombre, quien apenas lograba recuperar su compostura.
—¿Te gusta?
—Sí, gracias, pero sabes que aún no tengo planes de regresar. Te lo dije la otra vez que te llamé, ¿recuerdas?
—Ven, déjame mostrarte algo—dijo este mientras tomaba de la mano de su hija.
—¿A dónde vamos?—preguntó ella con curiosidad.
—Tu solo sígueme...
Recorrieron el perímetro de la casa. Al llegar al jardín trasero, se encontraron con un árbol centenario, cuyas ramas retorcidas creaban una sombra protectora, una lona negra tirada en suelo, absorbía la luz del sol, creando una mancha de oscuridad impenetrable. El padre de Helena se acercó con paso decidido y, con un esfuerzo que hizo crujir sus músculos, la levantó. Dejando ver un material metálico adherido al suelo.
—Papá, no me digas que has hecho un...
—Es un búnker, hija. Es pequeño, pero necesario. Tu madre aún no lo sabe, pero creo que hice lo correcto al construirlo. Y no te preocupes, no utilicé tu dinero para esto. Lo hice con lo que obtuve de mi cosecha—explicó el señor con un tono orgulloso y preocupado a la vez.
—Sí, papá, te creo, pero ¿de verdad mamá no lo sabe?
—Absolutamente nada, pero esta noche le contaré sobre esto. ¿Quieres entrar? —indicó ahora más animado. A Helena le parecía una locura lo que había logrado este hombre, pero sabía que una palabra suya lo cambiaría todo, así que decidió guardar silencio.
—¿Ya está listo?
—Por supuesto, ayer mismo surtí provisiones y todo lo necesario para vivir unos cuantos meses, pero creo que necesitaremos más comida—dijo mientras descendían por unas escaleras de color marrón hasta llegar al piso de un pequeño cuarto con estantes llenos de comida enlatada.
—Papá, ¿de verdad piensas esconderte aquí?
—Sí, ¿no te parece bonito?—respondió tratando de infundir algo de optimismo.
—Sí, algo—contestó Helena, aún dubitativa.
—El día de la reunión trataremos de refugiarnos aquí.
—No estoy segura de que sea una buena idea.
—No te preocupes, esas personas ni siquiera saben que existimos. Nadie vendrá a buscar a dos viejos en un lugar tan apartado, ya lo verás.
—Pues eso espero.
—Bueno, salgamos de aquí, que ya tengo hambre—sugirió él.
—Pero aquí hay comida—
Helena estaba asombrada por la variedad de alimentos que tenía a su alrededor. Su mirada se detuvo en el apartado de verduras, específicamente en una lata de granos de elote.—¿Puedo tomarlo?
—Son de reserva, hija. Además, tu mamá nos está esperando con un rico caldo de res.
—¿En serio?—exclamó, con entusiasmo, la escritora.—Pues qué esperamos, vayamos a comer.
—Oh, ¿quieres pasar por unas empanadas? ¿No las extrañas?—preguntó su papá.
—¡Claro que sí! Me encantaría comer las empanadas de doña Selma—Una chispeante sonrisa iluminó su rostro
—Ay hija, ella dejó de vender hace mucho.
—¿Qué? ¡Pero porque, si son las mejores! —exclamó con sorpresa.
—Su hijo está ganando bastante bien pues, así que ya no necesita seguir vendiendo.
—Mmm, qué lástima. Tenia mucho antojo por esas empanadas.
—Doña Arenita también vende empanadas, y son deliciosas. Podemos pasar por allí—sugirió, tratando de consolarla.
—No, yo quería las de doña Selma. La forma en que esa señora preparaba las empanadas era única, aún recuerdo su sabor en mi paladar—decía sumida en sus pensamientos.
—Entonces ya no—dijo el señor, tan sonante como entristecido.
—No, claro que iremos, papá—arremetió decidida.
—Si lo sabía—con una cara de victoria respondió el señor a su hija.—Me alegra que estés aquí mi Helena—añadió mientras la abrazaba de nuevo y le daba otro beso en la mejilla antes de subir por las escaleras. Una voz apagada de la chica apenas y logró escucharse en un aposento que yacía debajo de la superficie de la tierra.