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4-El robot que no quiere ser robot

4.1

Los Tavares pueden afirmar que todo comenzó aquella noche del once de noviembre. Un rayó alcanzó la cima de un poste de energía eléctrica, muy cerca de su casa. Dentro del patio trasero de la vivienda de dos pisos, existía un pequeño cuarto techado con láminas, mismo que se adaptó como un taller. No obstante, eso tan solo fue la parte final de una serie de acontecimientos que desencadenaron la tragedia.

Aunque el estallido en el poste no dejó a la colonia sin luz, si ocasionó un apagón que duro entre cinco y seis minutos. Después, la ciudad entera fue testigo de las idas y venidas de electricidad sobre el alambrado público, tanto de los parques como de los espacios de libre circulación.

En medio del torrencial diluvio caminaba una sombra encorvada y desparpajada que, conforme se acercaba, iba adquiriendo forma humana. El hombre ingresó al cuarto de madera construido en el patio de esa casa, cuya puerta daba a la calle. Enseguida dejó su maletín sobre la mesa de trabajo, se quitó el impermeable negro, pero se quedó con el overol de color café y las botas industriales.

Recorrió el angosto espacio de seis metros de largo por dos de ancho para tomar la toalla que estaba encima de la silla de metal oxidado. Con mucho cuidado procedió a secarse el cabello mientras contemplaba el desorden debajo de la mesa de triplay que construyó semanas atrás. A un costado del mueble se encontraba un cobertizo, el cual contenía botes de aluminio. Cada uno almacenaba clavos, tornillos, destornilladores, taparroscas y restos de PVC respectivamente. 

La luz del foco parpadeó, señal de que (en cualquier momento) se aproximaba un apagón indefinido. Samuel miró por el rabillo del ojo a su robot sentado encima de la mesa de trabajo. Adam permanecía con las patas extendidas, los hombros caídos y su cabeza miraba al vacío. La construcción del autómata requirió años de sacrificios, desvelos, cambios de humor y largas jornadas de trabajo por parte de su creador. La tarea más complicada fue encontrar piezas o semiconductores en una ciudad alejada de los avances tecnológicos. 

El señor Tavares sacó una cerveza del frigobar ubicado debajo del escritorio, a un costado de las cajas de cartón. Luego tomó asiento frente a su robot. Mientras contemplaba con orgullo a su creación, dio un sobro y sonrió victorioso. Había pasado tanto tiempo desde aquel accidente laboral donde casi le cuesta su carrera como ingeniero, al menos por un tiempo. Desde entonces, tuvo que autoexiliarse, a petición de su jefe y dueño de la fábrica. El objetivo, evitar las miradas de las autoridades y de la prensa. Tomas Handall tenía tanto miedo de que la verdad se supiera y con ello, perder la poca credibilidad que gozaba ante la comunidad científica y la opinión pública. 

«Si tan solo hubiera controlado a su hija a tiempo», pensó Tavares con amargura después de beber un sorbo.

Luego del accidente, el hombre vivió el sufrimiento y la tortura mental en carne propia. Dejó de dormir gracias a las pesadillas que lo atormentaban a mitad de noche, donde un monstruo de ojos violeta amenazaba con robarle el alma e introducirla en un robot. Le costó trabajo consumir alimentos y no vomitarlos a la siguiente hora. A veces le costaba salir de la casa porque sufría de delirios de persecución. Los remordimientos se encargaron de que jamás olvidará lo sucedido en la fábrica.

El trago amargo de la cebada le recordó cómo perdió su opulento estilo de vida, antes de que todo se fuera al infierno. Después del desastre, Samuel se convirtió en una paria; los amigos y familiares se alejaron. Todos les dieron la espalda y no les quedó de otra que comenzar de cero, en otra ciudad con una cultura diferente.

Mientras se encontraba en el cuartucho de lámina agujerada, reflexionó sobre aquellos traidores; contemplaba al robot con la esperanza de que fuera su salvador. El hombre arrojó la botella contra una máquina de soldar que compró días antes en una casa de empeño. El señor Tavares sintió dolor por su derrota, porque en el fondo sabe que le vieron la cara y no lo quiere admitir. Apretó los ojos mientras recordaba cada uno de los errores cometidos. Al final, terminó compadeciéndose al recordar la humillación del fue objeto.

En la ciudad de García se convirtió en un don nadie, dejó a un lado sus aspiraciones de grandeza. A los pocos días de haber llegado, pidió trabajo como operario de producción en una fábrica que produce componentes de aluminio para vehículos eléctricos. Ni siquiera mostró su título o cedula profesional. No le convenía que revisaran sus antecedentes y así perder el único ingreso para su familia.

Lo primero que vio en su primer día de trabajo, fue un accidente en el área de calderas. Un inspector de metal intentó sacar una muestra de aluminio, pero cayó al interior de un horno a ochocientos grados centígrados. El señor Tavares escupió a un lado, asqueado de solo recordar el cadáver: sus ojos explotaron y el hueso del cráneo quedó expuesto (por mencionar algunos grotescos detalles). Samuel Tavares tomó una bocanada de cerveza después de limpiarse el resto del líquido en su barba.

En otra ocasión, fue testigo de cómo un brazo robótico prensó la cabeza de un compañero de trabajo. La victima limpiaba el área cuando el sensor del autómata lo detectó. En consecuencia, los brazos de la maquina transportaron el cuerpo hacia la cadena de producción.

Samuel dejó escapar una maldición seguida de insultos contra los responsables, ya que en esa fábrica todo mundo es propenso (a excepción del personal administrativo) a sufrir un accidente. Los vellos de sus brazos se erizaron de solo recordar los gritos de dolor del pobre incauto. A su juicio, el nivel de incompetencia y negligencia por parte de técnicos, ingenieros y directivos, rayaba en lo ridículo.

Si bien, a los trabajadores de la empresa se les proporcionaba un curso de seguridad; al personal de otras empresas proveedoras ni siquiera se les orientaba sobre los riegos. Tampoco se les otorgó equipo de seguridad por aquello de ahorrar en costos.

«A los empresarios de este país solo les interesa el dinero», masculló en su mente. 

En cada uno de los accidentes que presenció, siempre se presentaba la policía y protección civil solo para trasladar el cadáver al anfiteatro del hospital, pero nunca levantaron algún reporte sobre los hechos ni clausuraron el inmueble.

Los trabajadores tenían miedo de denunciar las malas prácticas de la fábrica por temor a ser despedidos. Si alguno se quejaba, al instante lo "renunciaban" sin liquidación y luego, lo pasaban a una lista negra para que nadie en la zona lo contratara. Ni hablar de quien logrará sobrevivir a un accidente reportable, pues tenía que enfrentarse al Sistema de Salud Pública para que le validaran las incapacidades. Además, la prensa local jamás visibilizaba a las víctimas, aún y cuando perdieran la vida.

Samuel era un tipo muy ambicioso; nunca lo ocultaba, estaba de acuerdo con esa filosofía de vida. Sin embargo, no comparte la idea de poner en riesgo a los operarios. Motivo por el cual ingresó a las filas de industrias Handall, porque uno de sus objetivos era asegurar la vida humana. Al menos así pensaba hasta que ocurrió la desgracia. ¿De que servía automatizar una empresa para reducir costos si al final terminabas liquidando la muerte de un trabajador? Bueno, si es que lo pagaban.

Algunos brazos mecánicos y dobladoras se adquirieron de segunda mano, otras máquinas estaban en tan malas condiciones que ni con el mantenimiento se asegura su utilidad sin riesgos. 

—El robot no debe confundir al humano con un objeto inanimado; al contrario, debe procurar la mejora continua y suplantar al hombre en las actividades peligrosas — recitó en voz alta como su mantra.

La visión de Tomas Handall era crear un robot humanoide con una capacidad más allá de lo permitido o conocido. Quería un autómata que no solo ejecutara comandos, sino que los generara mediante una mente propia. Siempre estuvo en contra de ser parte del rebaño cuando podía convertirse en el pastor de una comunidad de robots.

Los ingenieros tenían la indicación de crear seres excepcionales, fuera de regla, que no dependieran de un control remoto o de una computadora externa. Los hacía competir generando un ambiente de trabajo tóxico. El señor Handall buscaba que los autómatas tuvieran completa libertad de hacer y deshacer en beneficio de la productividad y el bienestar humano.

Frente al robot víbora de cascabel, Samuel se dijo así mismo que era su oportunidad para redimirse, remediar los errores del pasado y darle un merecido descanso a su conciencia. Samuel nunca se consideró una mala persona; siempre creyó que era un genio incomprendido al que menospreciaban a cada rato. Entonces, se prometió que renacería de las cenizas como si fuera un ave fénix.

Más tarde, Samuel activó el mando de voz. Adam se puso de pie con la primera y única indicación oral. El núcleo medular del robot se encendió de inmediato, generando una onda de electricidad que alteró los sensores de la vista y del sonido.

—¡Eres mi mayor orgullo! — exclamó a punto de llorar. Solo Dios sabe que Samuel utilizó los planos secretos que, en un inicio, le correspondían a Katia, de quien robó la idea.

«De todas formas, ya se murió, ya no los necesita».

Aunque realizó algunos cambios en el diseño original para hacer que el robot fuera más aerodinámico, dejó la programación intacta por indicaciones de su jefe (el señor Tomas), mismo que ya se había realizado los ajustes necesarios, en atención a las fallas encontradas en el último experimento.

Poco después, los ojos del robot escanearon el cuerpo Samuel, revelando la temperatura corporal, la acumulación de aire en los pulmones y la estática presente tanto en el taller como en la piel del humano. El ingeniero se observó así mismo en el monitor de la computadora conectada al robot. Adam aprovechó esa breve distracción para girar la cabeza hacia su creador. Hace rato que ya lo tenía en la mira, solo estaba esperando la oportunidad para ejecutar la orden de la insidiosa voz de la inteligencia artificial. A esas alturas el malware ya poseía el control total del sistema operativo, por lo que disponía de los pensamientos y movimientos del robot.

—Mi nombre es Adam y seré un leal protector de los humanos — dijo el robot con voz monótona y pausada —¿estás en peligro? — preguntó enseguida ladeando la cabeza y extendiendo los brazos.

Samuel enarcó una ceja. La pregunta no formaba parte del dialogo predeterminado. Se acercó a su computadora para verificar los comandos generados por la mente del autómata.

—No me tienes miedo — dijo el robot.

—¿Por qué debería tener miedo? Eres solo un robot — respondió Samuel vagamente, aún con la mirada en la computadora — necesito que seas un excelente médico.

«Merece ser sacrificado», reveló la voz en la interfaz de Adam.

Ni siquiera tuvo que realizar otras pruebas para comprobar que el autómata respondía a su capacidad de crear pensamiento. Mientras tanto, Adam seguía cada movimiento del ingeniero, por minúsculo que fuera.

—Debo proteger a los humanos que están en peligro. Tú no estás en peligro — continuó diciendo Adam.

Samuel lo ignoró.

Pero lo que el señor Tavares desconocía, era que la mente del robot estaba manipulada y que sus palabras en realidad procedían de un tercero.

—Juegas con la vida de los inocentes; yo jugaré con la tuya — finalizó el robot víbora.

A continuación, el robot se elevó varios centímetros encima de la mesa de trabajo. Energía fluorescente con destellos verdes rodearon su pequeño cuerpo de metal. Ondas expansivas alcanzaron a cubrir todo el espacio del taller. Adam utilizó sus manos para atraer toda la energía eléctrica del foco, del cual surgió una especie de hilo conductor muy finito. El conductor de electricidad bajó hacia la cabeza del autómata e iluminó cada uno de los nervios (cables) de su organismo. La fuente de luz desembocó en su motor interno, luego en la pila y, al final, en el núcleo medular. Los ojos de Adam se tornaron del color de la sangre.

Pese a ello, Samuel se mantuvo impasible, no le dio importancia al constante cambio de voltaje que alteraba la estabilidad de la luz. Lo atribuyó a las malas condiciones meteorológicas y en parte tenía razón. Sin embargo, la inteligencia artificial se encargó de hipnotizarlo para que no intentará escapar de su destino.

Tavares dibujo una sonrisa triunfal en su rostro (de oreja a oreja), mientras gritaba su nombre como el próximo ganador del Premio Nobel, registrado en los anales de la historia. Se convertirá el primer ingeniero en construir un médico robot capaz de ejecutar cualquier tipo de cirugía sin ayuda de asistentes humanos. Adam podrá realizar operaciones no invasivas, aún aquellas consideradas de alto riesgo o que impliquen intervenciones más complicadas.

Todo ocurrió en una fracción de segundo. El señor Tavares tuvo tiempo de reaccionar y cuando lo hizo, ya era emaciado tarde. El cronometro de la bomba estaba en curso.

Samuel imaginó cómo sería regresar a su país natal para limpiar su nombre y devolver las humillaciones a todo el que le dio la espalda. Él no era un criminal ni mucho menos un asesino, aunque la comunidad dijera lo contrario. Tampoco estaba en sus planes pagar por los errores de otros. Cumplió su palabra con el señor Handall, así que era momento de hacer una llamada y pedir su recompensa. Handall se encargaría de conseguir los permisos del gobierno para poner al robot en funcionamiento.

De su maletín, sacó un teléfono negro, mucho más pequeño que el convencional, con una pantalla más gruesa. Tomas se lo entregó para evitar fuga de información. De esta manera se aseguraba una comunicación libre de rastro y mucho más efectiva.

—Está todo listo, señor— reveló el profesor Tavares por celular.