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El Hijo de Dios

¿Qué pasa cuando uno muere? Es una pregunta qué ha estado en mente de todos desde el inicio de los tiempos, pero la verdadera pregunta es: si lo supieras ¿Guardarías el secreto? ¿Lealtad y honor? ¿Amor a la patria? Hay muchas razones para pelear en una guerra, pero son pocas las verdaderas para entregar la vida. Esta es la historia del joven Gustavo Montes, un soldado del ejército Mexicano, que por querer tener una vida digna, para él y su familia, murió asesinado en batalla. Pero por fortuna o desgracia, viajó a otro mundo, uno lleno de criaturas misteriosas, magia y aventura. ¿Qué le deparará el destino?

JFL · Fantasi
Peringkat tidak cukup
261 Chs

Titubeos

La tormenta había durado todo el día y toda la noche, y cuando Gustavo hizo el favor de abrir la puerta para las damas, se hicieron conscientes de que las ráfagas violentas de aire continuaban presentes, acompañadas de una brisa matinal.

—Se ve como si un gigante hubiera pasado por aquí —dijo Amaris, revisando con sus ojos la destrucción de la flora que había resistido el paso del tiempo, lamentablemente no había repetido la hazaña contra el salvaje ímpetu de la madre naturaleza.

Ollin cubrió con su cuerpo al majestuoso lobo que dormía en su regazo, cobijándole con una semicapa gruesa de piel de oso, del mismo material que ocupaba para protegerse del frío en las noches. Gustavo observó al bulto con una mirada complicada, pero decidida, y de inmediato se volvió nuevamente al camino, sintiendo la determinación burbujear en todo su ser.

«No puedo seguir comportándome como un niño», pensó.

Primius tocó con su palma la fría piedra de la estatua del dios Sol, su sonrisa fingida desapareció de su rostro al suspirar, tragando saliva para guardar la emoción que lo controlaba. Soltó una plegaria a lo bajo, de incógnito, de modo que nadie se percatara de la indecisión y miedo que sentía por el camino que transitaba. Había sido un príncipe, el segundo en la línea de sucesión, mejor versado en el conocimiento que en la espada, pero ahora prefería haber pasado más tiempo cayendo a los pies de los instructores que sus noches en vela leyendo manuscritos.

—¿Usted a qué deidad paga tributo? —preguntó Xinia con una sonrisa que subía y bajaba.

—¿Disculpa? —respondió Gustavo al dirigirle su atención, confundido por la interrogante—. ¿A qué deidad pago tributo?

—Sí —asintió un par de veces, tocando con nerviosismo su muñeca derecha, que su mano no había tenido el valor de abandonar desde antes que cayera la noche anterior—. ¿Cuál es el dios al que adora?

Inspiró profundo, y buscó en los rostros de sus compañeros un poco de ayuda, pero solo encontró expectación por su respuesta, como si fuera de lo más importante.

—A Dios Padre —dijo con tono dulce y repleto de devoción, y de forma súbita, como si la respuesta hubiera llegado así sin más.

—¿Dios Padre? —repitió Xinia, y su rostro de confusión fue imitado por los presentes, salvo por Ollin, quién caminaba unos pasos más adelante—. Nunca había escuchado hablar de ese dios.

—No es un... —calló de pronto al recordar que no vivía en una cultura monoteísta como había sido la suya, en realidad había conocido a unos de esos dioses que los lugareños adoraban: al dios del Tiempo, por lo que no podía culparla por la clara blasfemia.

—Lamento si lo he ofendido.

Fue momento para que Gus se mostrara confundido, pero, al sentir su entrecejo endurecido entendió que su expresión no había sido muy grata de ver, pues mostraba una severidad que no pertenecía a su habitual rostro.

—No, no hay ningún problema —dijo con su casual sonrisa falsa.

Xinia suspiró de alivio, masajeó su muñeca y abrió la boca, preparada para decir lo que su corazón más deseaba, pero la profunda y nada amistosa voz de Ollin le interrumpió.

—Este no es un lugar para estar charlando —dijo con un tono de enfado, pero sin volver la mirada.

—El hombre alto tiene razón —dijo Amaris con un tono serio, que se tornó cálido al ver cómo los ojos de su amado se volvían a ella—, pero...

—Habrá momento para charlar en el futuro —convino Gustavo, sonriendo por última vez a su compañera del escudo—. Ahora lo más importante es concentrarnos en sobrevivir.

∆∆∆

Ante una delicada pintura de una dama sentada, con la mano sobre su mentón y con una pose monárquica, una joven de cabello rizado y de astuta mirada apreciaba el detalle de las pinceladas.

—No creo que se me parezca —dijo al acercarse al rostro inanimado con los ojos entrecerrados—, no tengo la nariz tan pequeña, y mis ojos son más expresivos.

—Tiene toda la razón, mi señora —dijo la dama del velo a sus espaldas, un comentario que fue ignorado.

—Aunque... —La dama del velo se mostró expectante ante las posibles palabras—. No, creo que no.

—¡Te juro por los Altos! —Se escuchó un rugido masculino, y de inmediato se abrió la puerta de golpe—. Priscila, amor de mi vida —dijo sorprendido por la inesperada presencia de su mujer, que le lanzaba una curiosa mirada.

—Rey Katran —saludó la fémina del velo con sumo respeto.

—Señora Priscila —saludó Jonjau, el nuevo consejero real, y antiguo capitán de la guardia del príncipe.

—¿Algo que te preocupe, amor mío? —inquirió, acercándose con pasos determinantes. Acarició con su tersa mano los pectorales protegidos por una camisa blanca, encantada.

—Fuera, ambos —ordenó con tono severo—. ¿Te ha gustado la pintura? —prosiguió al ver partir a los dos subordinados.

—No me gusta que le des órdenes a mis damas —dijo, alejándose dos pasos de él—. Pero, dime, ¿qué es lo que está ocurriendo?

Él se acercó y la tomó entre sus brazos, impidiéndole liberarse.

—Nada que no pueda solucionar.

Intentó besarla, pero fue rechazado.

—Te he pedido una respuesta, amor mío.

Al ver en su mirada que la necedad la había poseído, optó por soltarla, mientras a pasos lentos se volvía a una mesa larga, donde descansaba una vasija plateada. Se hizo con el recipiente, levantándolo y volcando su contenido en una taza dorada, con incrustaciones de piedras preciosas.

—Asuntos del reino —contestó luego de beber y aclarar su seca garganta—, como siempre.

Se alejó de la mesa al poner el vaso de nuevo en su sitio, esquivando la mirada que le lanzaba su amada, que estaba indispuesta a dejar que la respuesta dada fuera la última.

—Tu silencio me molesta muchísimo.

Cruzó los brazos y se mantuvo en pie, firme como soldado, mientras le amenazaba con una mirada desafiante y molesta.

—Ven —dijo por fin, cansado para seguir con su actitud evasiva.

Cruzó el umbral de la puerta y caminaron por el largo pasillo alumbrado; repleto de guardias, esculturas y pinturas. Los soldados se colocaban firmes al verles pasar, mostrando sus respetos a los dos individuos de sangre regia, que ignoraban sus actos de forma natural.

—¿A dónde nos dirigimos? —inquirió al no aguantar la curiosidad.

—A tu respuesta —dijo al tomar una ruta que la dama conocía, pero nunca frecuentaba.

La luz de la mañana fue remplazada por la iluminación artificial de las antorchas, las paredes se volvieron de roca antigua (material que se empleaba comúnmente en las construcciones antimágicas) al comenzar a bajar por los escalones, y la humedad volvió todavía más frío el lúgubre pasillo. Priscila observó a los guardias de túnica negra, todos veteranos y de semblante severo, pero igual de respetuosos, solo sus saludos eran menos vistosos.

—¿Qué hacen aquí? —preguntó a lo bajo, no muy a gusto con la sorpresiva compañía.

—Tuve que llamarlos, y parece que llegaron en el momento indicado.

—¿Qué quieres decir, amor mío?

—Ahora lo verás —Le asintió al alto hombre junto a la celda de hierro.

El soldado extrajo de un escondite de su túnica un pequeño medallón plateado, de símbolos extraños, y tocó los gruesos barrotes con el artilugio. Priscila se quedó mirando a la silueta arrodillada, que le daba la espalda mientras sonidos secuenciales en el mecanismo de la puerta se hacían escuchar.

La celda cedió, y el soldado empujó sin fuerza, abriendo y permitiendo la entrada al soberano y a su mujer/hermana, al tiempo que otros cuatro hombres de túnica negra ingresaban, autoritarios y con la mano cerca de la empuñadura.

El hombre arrodillado exhaló, llevando su muñeca a su frente y de vuelta al suelo. Repitió el acto dos veces más. Se levantó, suspirando como el que intuye que el final está cerca.

—¿Princesa? —Abrió los ojos al ver a la hermosa mujer, perplejo, pero inmediatamente su expresión fue remplazada por la duda.

—¿Jano Kanlido? —Imitó sin querer la expresión del hombre joven y de tez cobriza.

—¿Se conocen? —Cortó el breve silencio, y con una sonrisa aceptó la asesina mirada del cautivo.

—Sí —asintió, naturalizando su expresión—, es el Jano del vástago mayor del Han Umbreck.

—¿Jano? ¿No significa sirviente? —inquirió con sorna.

—Servidor de Gran Honor —compuso el hombre con el ceño fruncido y una expresión de ira contenida.

—Una disculpa, jano Kanlido, el Rey no conoce las costumbres de las Trece Tribus.

—No te disculpes —intervino el soberano con mala cara, mostrándole en sus ojos al sirviente del hijo del Han que su vida y muerte dependían de sus siguientes palabras.

El Jano asintió como quién ve a un ignorante, pero la duda se profundizó al seguir observando a la que él creía la Princesa de Atguila.

—Es mi honor poder verla nuevamente, Princesa. Pero... —No podía decir lo que le venía a la mente, no solo por respeto, si no también por miedo, miedo a su amo, que muy probablemente lo deshonraría al enterarse.

—¿Por qué desaparecí? —dijo Priscila sin dificultad—, o, ¿por qué escapé?

—No me atrevo a cuestionarla, Princesa —dijo de inmediato, bajando el rostro.

Priscila observó a Katran, quién no ocultaba su habitual sonrisa arrogante, sintiéndose todavía más insatisfecha y curiosa.

—¿Por qué está aquí, Jano?

El hombre se mojó los labios, parecía que había estado esperando esta pregunta desde qué sus ojos se maravillaron con la sorpresiva presencia de la mujer que más anhelaba ver.

—Después de su desaparición —comenzó a relatar con un tono educado—, el Emiar mandó a sus... a los que aquí llaman señores de guerra en busca de su Prida...

—Je, je, je —Los sonidos guturales se potenciaron al notar que el hombre se negaba a callar—. Eso si lo entendí —dijo Katran con tono áspero, la sonrisa se borró por completo de su rostro, siendo remplazada por una gélida mirada—. Alar, tu espada —ordenó.

La hoja larga y plateada del soldado de expresión severa fue extraída de su funda, e inmediatamente concedida al soberano con una postura sumisa.

—Su Majestad.

—Espere, rey mío. Pedí una aclaración, y deseo se me conceda el derecho.

Katran tronó la boca, devolviendo la espada tomada a su dueño, pero ordenando con la mirada que no fuera regresada a la vaina.

—El Emiar les encomendó encontrarla, Princesa, luego de su repentina desaparición —prosiguió, sin mostrar el menor índice de miedo ante la amenaza de muerte, con la única incógnita en su mente de la razón por lo que le había molestado el término—. Pero durante diez días de búsqueda no hubo ni la menor señal de usted, Princesa. No fue hasta que el irdian anciano dio conocimiento de una huella energética, que luego declaró como un remanente de un embrujo de transportación inmediata.

»Estuvimos preparados para lo peor, Princesa, creímos que la habían... raptado. El emiar lo creyó, yo lo creí. No pudimos conciliar el sueño durante los soles siguientes, y envíamos mensajeros alados a su padre, el antiguo regente de este reino, pero nunca recibimos respuesta. Fue por ello, Princesa, que se me dio la digna tarea, la que reconozco haber aceptado con orgullo, de informar a su padre de lo sucedido y de nuestro esfuerzo por recuperarla.

Priscila asintió con brevedad, mientras su cerebro se hacía con una idea más clara de la intención de su amado para haber retenido al jano Kanlido.

—¿Qué es lo que tienes pensado hacer con él? —preguntó con un tono indiferente.

Katran se giró para observar a su amada, ligeramente sorprendido, pues, por un momento sus propios pensamientos le habían robado por la atención.

—Mantenerlo en cautiverio hasta encontrar un buen propósito —declaró poco convencido.

La dama le tomó del hombro y le solicitó acercar su rostro.

—Mátalo —le susurró al oído.

—No puedo —respondió al sentir el aliento de su amada en su cuello—, si se descubre comenzaría un enfrentamiento del que tenemos mucho que perder. No puedo matarlo, y tampoco dejarlo ir.

—Pero no me perderías a mí —dijo ella con un tono dulce y seductor. Katran sintió la extracción del cuchillo ceremonial que guardaba en una funda en uno de sus flancos, escondido por su chaqueta de piel reforzada. No hizo por detenerla, aun cuando sabía lo que estaba por venir—. Una guerra, dos, o tres, no podrán detener nuestro amor —Se volvió en un paso rápido, aunque torpe, pero decidido, al hombre de tez cobriza, quién no esperaba que una hoja curva y filosa le atravesara el estómago, mucho menos proveniente de la hermosa mujer de cabello rizado. Retorció el arma, manchando su mano de sangre—. Somos uno, amor mío. —Le entregó el cuchillo, que él sostuvo entre sus manos. No pudo decidir si guardarlo, pero la mano cálida y mojada que le tocaba la mejilla le hicieron concentrarse en la mujer que le solicitaba un beso, uno acompañado por los jadeos y gemidos del hombre que no se terminaba de desangrar.

—Somos uno —confirmó, correspondiendo la muestra de afecto.