Golum, Leo, no es tan difícil de recordar, y... ¿en serio? Sé que a los diecisiete no podía considerárseme un galán, pero ¿Golum?
Tu en cambio eras mas como Frodo o Legolas. No había nada en tu físico que no llamara la atención. Puede que en aquella época tampoco me imaginara un futuro a tu lado, pero ciego no estaba, me daba cuenta de que opacabas todo lo que había a tu alrededor. Si tú te aprendiste mi nombre y escuchaste mi voz antes de que nos conociéramos, yo me grabé tu rostro, y si te miraba por los pasillos de la academia me decía: «Allí va el niño con cara de ángel»

El hospital en el que mi madre trabajaba organizaba cada año con motivo de su aniversario una visita al parque acuático para los empleados y sus familias. En la entrada nos colocaban una pulserita —azul para los adultos, amarilla para los niños —, y nos entregaban una tira de boletos por persona del mismo color que las pulseras; que debían intercambiarse por una hamburguesa con papas fritas, una soda y una paleta helada. De niño esperaba ansioso a que se llegara ese día. Había hecho uno que otro amigo entre los compañeros de trabajo de mi mamá, estando con ellos me sentía diferente, o mejor dicho, me sentía normal. En ese lugar no me alcanzaba la fama de ratón de biblioteca que tenía en el colegio, ni la de cisne con cara de pato feo que tenía en la academia de ballet.
Pero a los diecisiete años ya no era lo mismo, en pocos meses sería oficialmente un adulto, no me gustaba la idea de sacrificar el único día libre que tenía en la semana. De todas formas decidí ir por mi mamá, ella nunca salía a ningún lado, todo lo que hacía era trabajar. Se me ocurrió invitar a Joel, y a él se le ocurrió invitarte a ti. Dijo que nos escuchaste haciendo planes —ahora comprendo como —, y que no lo dejaste en paz hasta que te dejó acompañarnos.
Yo no estaba muy conforme con que fueras a venir. Gracias de lo que dijiste el día que nos conocimos mi opinión de ti era bastante desfavorable, y tu presencia me hacía sentir incomodo. Temía que dijeras alguna estupidez que hiciera enojar a mi mama, creía que encontrarías desagradable viajar en autobús y que la hamburguesa y la paleta te parecerían poca cosa; sin embargo los resultados de ese sábado no fueron conforme a mis predicciones (no del todo). En el autobús no quisiste sentarte con un desconocido, y te apretujaste en medio de tu hermano y de mí. No cerraste la boca durante todo el camino, ya fuera para hablar o para comer la chatarra que llevabas en la mochila. Me preguntaste un montón de cosas, entre las que recuerdo: qué si leía otros libros además de los aburridos que me obligaban a leer en la escuela; qué si no comía o por qué estaba tan flaco, qué si me gustaba Harry Potter. Cuando te dije que nunca había leído los libros ni visto las películas te sorprendiste tanto que el tono de tu voz atrajó la atención de los que estaban a un lado.
—¿Ni siquiera la primera? —exclamaste.
—No.
—¿Por qué? Ya hasta la pasan en el cable, ¿o no tienes cable?
—No.
—Ah, yo tengo la piedra filosofal y la cámara secreta en video casete y disco.
—DVD, pendejo —murmuró Joel, tu lo ignoraste.
—Si quieres te los presto. ¿Tienes reproductor de discos?
—No.
—¿Y de videocasete?
—Tenemos uno, pero no se donde está.
—¿Por qué?
—Porque ni mi mamá ni yo tenemos tiempo de ver películas.
—¿Y tu papá y tus hermanos?
—No tengo papá ni hermanos.
—Ah...¿Por qué?
—Porque no, Leo, ¡ya cállate la boca! —intervino Joel.
—Soy hijo único —expliqué.
—¿Y tu papá donde está?
—Muerto.
—Ah...¿Por qué se murió?
—Porque la gente se muere —exclamó Joel fastidiado —.Quedamos en que si te traía te ibas a comportar.
—¡Pero si no he hecho nada! —te defendiste.
—¿Nada? ¿Preguntarle a alguien por qué no tiene papá te parece nada?
Dejaste de hablar, y te concentraste en comer tus Doritos Pizzerolas y en beber tu Boing de mango. No fue por mucho.
—También tengo los libros en pasta dura —dijiste más tarde —. Te los prestaré si prometes cuidarlos. Nada más que están en inglés, ¿sabes inglés?
—Mi inglés es de nivel intermedio —respondí.
—¡Pues estas de suerte! Si quieres te los presto, pero cuídalos, ¡eh!, que son muy caros. Me los compró mi papá, no Rodrigo, el otro.
—No es necesario que me los prestes, menos si tienen un valor sentimental.
—¿Valor sentimental? —replicaste, haciendo una mueca chistosa, como si acabaras de chupar un limón —. Pues mi papá me dijo que le costaron mucho dinero, los compró en Londres el año pasado. Si les pasa algo no importa tanto, me los puede volver a comprar, y también los tengo en español; pero me prometió que si los cuidaba me llevaría a Londres con él para comprar el siguiente. Su novia es de Londres, es muy bonita, y cada año van a pasar la navidad con los padres de ella. ¡A lo mejor hasta consigo un autógrafo de JK Rowling!
Joel te miró con lastima, en ese momento no entendí por que.
—Entonces no me los prestes —dije.
—¡Quiero prestártelos! Así tendremos de que hablar.
—Miguel Ángel no quiere leer Harry Potter ni hablar contigo — te dijo Joel —; además no puede, él si estudia, no es como tú. Y ya cállate que estoy harto de escucharte.
Y te callaste, pero no por mucho. Unos minutos después reanudaste tu parlanchinería. El calor y tu incesante necesidad de hablar me provocaron un ligero dolor de cabeza.
—¿Cuál es tu secreto? —preguntaste.
—¿Mi secreto? —repliqué.
—Sí. Tu secreto para ser bueno en la escuela y en el ballet.
—Disciplina, supongo.
—¿Disciplina y ya? —no parecías muy convencido.
—La verdad...no sé. Hago lo que tengo que hacer y trato de hacerlo bien porque así es como lo tengo que hacer. No importa si estoy cansado, si me duele el cuerpo, lo hago de todos modos.
—Pará mí es muy difícil —dijiste tristemente —.Hay materias en las que me va bien, como la historia, las artes, y hasta el español, con todo y que tengo mala ortografía; pero en matemáticas y física no doy una. Y luego esta el ballet, soy muy bueno y todo, pero nunca me sale nada a la primera. A veces es muy difícil estudiar y bailar.
—¿Por qué no dejas el ballet?
Me miraste como si te hubiera insultado.
—¡Ni que estuviera loco! Si voy a ser profesional, ¡el mejor! Tu que vas a saber.
—Te lo digo precisamente porque sé. Yo pienso dejarlo cuando entre a la universidad.
—¿Qué no te gusta?
—No es que no me guste, es que ya no tendré tiempo.
—Pues estudia solo lo suficiente para pasar, así le hago yo.
—Y a veces ni eso —terció Joel.
—Si hiciera eso sería un profesionista mediocre.
—Pero un buen bailarín.
—¿Y de que sirve si no pienso dedicarme a ello?
—¿Y por qué no mejor te dedicas a bailar en lugar de entrar a la universidad? Digo, si ya bailas... ¿qué caso tiene hacer otra cosa?
—El salario de un bailarín no me parece proporcional al esfuerzo que supone serlo.
—¡No se trata sólo de dinero! También importa que te guste, ¡que lo ames!
—Esa es una idea romántica, la realidad, por desgracia, es otra cosa.
—Yo mas bien pienso que no te gusta.
—Te acabo de decir que no se trata de eso.
—Ah, ¿si? —Te cruzaste de brazos —.Entonces dime, ¿qué sientes cuando bailas? Yo por ejemplo siento que soy capaz de todo, hasta de flotar entre las nubes.
No tenía idea de lo que hablabas, yo no sentía nada en particular. Para mí el ballet era un desafío constante, me obligaba a hacer malabares con el tiempo y con el dinero de la despensa, para poder proveerme una dieta balanceada sin gastar tanto. También tenía sus beneficios, claro, era una persona física y mentalente equilibrada, y me mantenía alejado de los vicios (aunque en contraparte me había vuelto un poco adicto a las bebidas energizantes). Creo que si hubiera pensado tales cosas como flotar entre nubes jamás lo habría hecho bien; soy práctico y metódico. Tú en cambio eres de otra especie, tú bailas como si el escenario fuera una extensión de tus sueños. No te importa nada, ni siquiera el público; bailas para ti porque amas hacerlo, y solo después de que el auditorio estalle en aplausos es que vuelves a la realidad y les muestras tu sonrisa más radiante.
Leo, no hay sonrisa más radiante que la tuya.
—No sé —respondí —. Yo siempre termino exhausto, lo único que siento son ganas de irme a dormir.
Joel se echó a reír. Tu lo miraste furioso.
—No tiene nada de divertido —exclamaste, y mirándome a mí dijiste —: Que bueno que vas a dejarlo, nunca serías un buen bailarín. Uno bueno de verdad no baila solo con el cuerpo, también lo hace con el alma.
—Supongo —dije con indiferencia, no le veía el caso a discutir un tema que me importaba tan poco con un niño de trece años.
—Ya no quiero hablar con ustedes, ¡cállense! —dijiste molesto, a pesar de que tú eras el que no se callaba.
Te cubrirte las orejas con los audífonos de tu Walkman y nos ignoraste, eso nos dio a Joel y a mí un respiro, que solo duró los últimos cinco minutos del trayecto en autobús. Al llegar al parque acuático te colocaste tus gafas de sol y volviste a sonreír como si nada, y tomaste la mano de ambos disque para no perderte. Tenías la palma húmeda y pegajosa, intenté soltarla pero no me lo permitiste, me resigné y la sostuve.
Es curioso, a veces siento que en veinte años nunca he podido soltar tu mano.