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Capítulo 7: La Daga de Cristal

—¡Ja! —rió de forma mordaz el padre de Alan—. ¿A dónde nos lleva esto? ¿Cómo lo declaran?

—Culpable —murmuró al unísono la multitud de Zephyrs.

Para mi asombro, Joe me soltó bruscamente, dejándome caer.

—¡Malditos! —gruñó. La corte entera de vampiros se giró para mirarlo—. ¿Qué clase de bastardo es capaz de hacerle algo así a su propio hijo? ¿Esto es juzgar o someter? Conozco a Alan, no ha robado nada.

Adolph miró a Joe enmudecido, sus ojos se abrieron de ira y sorpresa. El Sr. Black se volvió hacia este último, lanzándole una ojeada de interés, mientras esbozaba una sonrisa medio incrédula, medio entretenida, con un brillo característico en la mirada. Al hacer ese gesto, se parecía notablemente a su hijo.

—¿Te atreves a hablar ante el tribunal, eh? —proclamó con aversión —. ¿Quién crees que eres, muchacho?

Un vampiro se precipitó a sujetar a Joe para arrastrarlo junto a Alan. Afligida, di un paso hacia adelante cuando se lo llevaron, pero Adolph me contuvo firmemente, aferrándome de los brazos para impedir que me moviese. Mi garganta se cerraba al tiempo que algo oprimía mi pecho, sofocándome.

—¡Adelante! —resopló Joe—. Dame latigazos hasta que muera, cobarde.

—Eso haré —aseguró Black padre con frialdad.

Sentí que no podía respirar.

Hicieron que Joe se pusiera de rodillas junto a Alan.

—¿Joe, qué estás haciendo? ¡Cállate! —le ordenó Alan.

—Lo siento, amigo, pero tu progenitor es un vil bastardo —respondió mientras se hincaba a su lado.

Los dos compartieron una mirada silenciosa.

—Hijo, cuentas con amigos leales —dijo Black mientras curvaba su boca en una expresión malévola—. ¿Qué hay de Crowley? ¿Te ha robado a tu novia prostituta?

—Infeliz, ¿te complace el sufrimiento ajeno? —replicó Joe con insolencia—. Eres detestable, Black.

—Eso intento, Blade. Pero no tengo tiempo para tus berrinches. ¿Por qué mejor no te quitas la camisa?

Él lo hizo, despojándose de la prenda con rapidez antes de levantar la mirada hacia el padre de su amigo. Sus músculos se tensaron mientras alguien ataba sus manos.

—Si te pasas de listo, dejaré unas cuantas marcas en tu espalda. Por cada insolencia, recibirás un latigazo —amenazó Black.

—Aliméntate, perro. Ven y cómeme —lo desafió Joseph con una sonrisa.

Cumpliendo su promesa, el hombre indicó a los vampiros armados que lo golpearan. Y el verdugo del garrote de fuego azotó su espalda.

Joe gritó y se contorsionó, elevando aún más su voz de lo que Alan lo había hecho. Sin embargo, se obligó a sí mismo a parar de gritar y adoptar una mirada asesina.

La presión en mi pecho se intensificó al observar lo que estaba ocurriendo. Apreté los puños, sin poder contener las lágrimas que empezaban a rodar sobre mis pómulos.

—¿Eres tan hombre ahora? —el padre de Alan se rió con ganas.

—Imbécil —siseó Joe, jadeando de dolor.

Tan pronto como esa palabra salió de su boca, el vampiro del látigo lo golpeó, provocando que se encogiera por el dolor. Apretó los dientes para evitar gritar.

No podía soportar verlo así: su espalda marcada con heridas, cubierta de sudor, ojos cerrados tratando de aliviar el dolor, manos atadas hechas puños, músculos contraídos, su cuerpo debilitado…

—¡Joe! —susurré.

Cabeceando, se inclinó para mirarme. Su expresión decía "¿Qué demonios estás haciendo?". Alan y su padre también se giraron súbitamente.

—Angelique, cierra tu maldita boca —me advirtió Joe, sonando adolorido.

—¡Otra valiente! —exclamó el Sr. Black.

Un Zephyr vino hasta mí, me agarró y me obligó a ponerme de rodillas junto a Alan y Joe. El miedo recorrió mi espina dorsal. El brazo de Joe, revestido de una fina capa de sudor frío, rozó el mío. Una descarga atravesó mi cuerpo debido al contacto con su piel.

Acto seguido, también ataron mis manos.

—Haz lo que quieras conmigo, pero no la toques a ella, desgraciado —lo escuché decir.

—Parece que al final tienes un punto débil, Blade. ¿Es muy linda, no te parece? —Black acarició mi mandíbula con un dedo al tiempo que Joe gruñía guturalmente—. Bueno, al parecer, crees que tu amiguito, mi hijo, no me ha robado. Sólo contéstame, ¿no has oído que confesó que sí lo hizo?

—Cualquiera habría dicho eso bajo tortura —refunfuñó Joseph—. Contéstame tú a mí, ¿eres un sádico al que le satisface el dolor ajeno?

La mirada del hombre continuó brillando vagamente. Sin parpadear, hizo señas con las manos. De inmediato, escuché el látigo impactando en la espalda de Joe. Advertí las lágrimas retenidas en sus ojos. Su pecho se agitaba impacientemente, subiendo y bajando.

—Las preguntas las hago yo. Serás juzgado, yo hablo, tú respondes. Espero que lo entiendas —dijo el Sr. Black antes de posar sus ojos en mí—. ¿Y tú, tienes algo que agregar? Sobre mi hijo, no sobre las preguntas y respuestas.

Quería gritar, no obstante, sabía que ninguna palabra habría salido de mi garganta, aunque lo deseara.

—No, ella no tiene nada que agregar —respondió Joe por mí.

Con el próximo azote, Joe siseó de dolor, inclinándose hacia adelante, abatido, incapaz de moverse o hablar, su espalda horriblemente marcada. A diferencia de Alan, sus heridas no sanaban minutos más tarde. Éstas continuaban ahí, ardiendo vivas en su piel. Sentí una lágrima rodando por mi cuello. Tenía la cara empapada en llanto.

—¿No permitirás que nadie hable, cierto? Te crees todo un rebelde y estás orgulloso de ello. Pobres de tus padres, seguramente se habrán arrepentido de tener un hijo como tú —continuó ese pérfido abogado del diablo. ¿Cómo podía hablarle así? Joe era vulnerable con el tema de su familia. De no haber estado tan adolorido como el infierno, se habría intentado defender—. ¡Mírate! Un par de latigazos y ya no puedes moverte. No eres tan fuerte como crees, mocoso. Pero al menos no chillas, eso es bueno.

¡Cielos!

Joe no estaba bien. Sus ojos estaban cerrados con fuerza, ni siquiera había respondido cuando fue insultado, lo cual era un comportamiento inusual en él. Lo que más ansiaba era liberar mis manos para poder darle un abrazo.

¿Cómo habíamos llegado a esto? Un instante estaba tomando cerveza con un buen amigo, y al siguiente, su padre lo torturaba junto con mi novio. Además, ¿estábamos en Transilvania? Todo parecía irreal, un mal sueño.

Alcé la cabeza y miré directamente a los ojos del perverso hombre, con jactancia.

—¡Eres un cabrón! —lo insulté.

No me importaba si me golpeaba. Le había hecho daño al hombre que amaba, eso era lo único que me interesaba.

Cuando el Zephyr escuchó mis agravios, Joe fue apaleado nuevamente con el garrote en llamas. Aquel impacto lo dejó totalmente inmóvil. Su cabeza se inclinó hasta que su frente casi tocaba el suelo, únicamente sus rodillas sostenían su peso.

—Niña, por cada palabra que digas, tu novio será azotado.

Ante aquella advertencia, no volví a abrir la boca.

—¡Padre, déjalo en paz! —intervino finalmente Alan, luego de haber tomado fuerzas—. Él no es como yo, ¿no ves lo que le estás haciendo?

Nuevamente oí latigazos.

—¡Oh! ¡Perdóname, hijo, no me di cuenta! —se burló su padre, riéndose—. Si es tan malcriado y fanfarrón como para insultarme, que sea tan hombre para resistir esto. Es la clase de amigos que tiene una basura como tú. ¿Qué se siente que tu mejor amigo se quede con tu novia? Eso te pasa por salir con putas de cabaret. Este idiota —señaló a Joseph—, no es más que un bebito que se cree rebelde. ¿Y qué sucedió con el otro mocoso insolente? Fox era su apellido, ¿no? Probablemente esté en prisión. En cuanto a esta criatura con cara de inocente —me miró—. ¿Qué puedo decir? No hace más que causar problemas. Lo que me recuerda, que todos ustedes, grupo de imbéciles, deberían estar muertos por haber creado a esta pequeña y hermosa chupasangre. Ya que estamos, podría darles castigo por eso y por sus desobediencias, pero soy bastante generoso. Realmente no me interesan esos asuntos. Si los Ravenwood no se encargaron del tema, tampoco lo haré yo. Quiero La Daga de Cristal de vuelta, Christopher.

—No la tengo —se defendió Alan—. Mi hermano la tiene.

—¿Vas a seguir con eso? —La voz de su padre tenía un tono crispado. El hijo gritó cuando lo vapulearon con el látigo—. Lawrence no es como tú y el resto de tus inservibles hermanos. Si tuviera la daga, lo sabría. Dime de una vez por todas dónde está la maldita arma.

—No sé dónde está —insistió antes de ser sacudido por un bastonazo.

—Si dice que no sabe dónde está, es porque así es, malnacido —Joe finalmente hizo el esfuerzo de abrir sus ojos y hablar.

—Veinte latigazos. Denle veinte latigazos seguidos —decidió Black.

Mi corazón se ralentizó, palpitando pausada, pesada y dolorosamente, como si latir fuera un arduo trabajo. A pesar de que quería gritar para defenderlo, no podía. Eso solo significaría más dolor para él. Así que me limité a sollozar. Y aunque traté de hacerlo de manera silenciosa, no lo logré.

El primer latigazo fue tan fuerte como los anteriores. El atacante se detuvo unos segundos antes de dar el siguiente, como si estuviera esperando a que Joe sintiera intensamente el dolor individual de cada azote.

—Tú y tus compañeros tienen la errónea idea de que Christopher es un ser puro —espetó Black, mientras yo sólo percibía el sonido de los latigazos besando la piel de Joe, rogando para que cesaran—. ¿Qué creen? No lo es. Les ha ocultado la verdad durante años, ni siquiera les mencionó que era mi hijo, ¿verdad? ¿Alguna vez enumeró la lista de los nuevos dones con los que puede jugar? ¿Les contó que penetra en sus mentes a su antojo, hurgando en sus pensamientos más profundos y olvidados? ¿Sabían eso? Mientras que ustedes no saben nada acerca de su amigo, él, en cambio, conoce cada rincón de sus almas. ¿No se sienten traicionados? —largó una carcajada—. ¿Acaso estaban al tanto de que puede manipularlos? Puede hacer que hagan cualquier cosa que desee, convertirlos en esclavos. ¿Se están preguntando cuántas veces ha usado ese artificio para tenerlos bajo su control? Si no me creen, pregúntenle. ¿No es verdad que puedes hacer eso, hijo?

—Es cierto —reconoció Alan.

—Ahí lo tienen. Su amigo, mis queridos niños, no es más que un mugriento ladrón. Un mentiroso, asesino y criminal. No hay más que decir.

Cada latigazo que Joe recibía me debilitaba tanto como a él. Casi podía sentir su dolor, experimentar el mismo sufrimiento. Antes del último azote, el verdugo se detuvo, permitiendo que el dolor se apoderara de Joe antes de fustigarlo por última vez. Él se quedó en el suelo, tumbado en posición fetal, resistiendo el suplicio. No quería infligirle más dolor, así que no lo toqué. Simplemente continué llorando.

—¡Llévenselos! —ordenó el padre de Alan—. Que pasen esta noche en las bóvedas y mañana, a primera hora, lleven a Blade a la horca. En cuanto a mi hijo, que sea torturado hasta que revele el paradero de la daga —se detuvo y me miró de reojo—. Con respecto a la jovencita, bueno, ya veremos qué hacer con ella. Dejen que los demás se vayan a casa, no los necesito.

Cuando el hombre chasqueó los dedos, Nina y Adolph desaparecieron, dejando una corona de humo blanco con su partida.

Alan se puso de pie cuando se lo ordenaron, mientras que Joe permanecía en el suelo, incapaz de mover siquiera sus dedos.

—Joe —dije con desasosiego—. Joe, ¿estás bien?

Él gemía adolorido, repleto de sudor y herido.

—Estoy bien —aseguró, aunque no sonaba como si lo estuviera.

—¡Recoge tu camisa, Joseph! Lárgate —habló Black antes de retirarse.

Tan pronto como soltaron nuestras manos, acaricié su cabello húmedo y su perfecto rostro pálido. Lucía indefenso, jadeante, frágil, tan quieto…

Agarré su camisa antes de que nos condujeran escaleras abajo, a través de una oscuridad despótica, hacia algún lugar en ese abismo.

Gracias a las luces de las antorchas, que irradiaban un tenue resplandor, logré entrever las figuras de Joe y Alan, siendo escoltados hacia el mismo lugar que yo. Extenuado y decaído, Joe tenía la mirada puesta en el suelo mientras era arrastrado entre las sombras. Ni siquiera poseía fuerzas para caminar por sí mismo.

Seguidamente, nos encerraron a los tres en una misma celda, la cual tenía paredes de piedra y enrejados de metal.

Cuando los Zephyrs se marcharon, dejándonos solos, me aproximé apresuradamente hacia Joe y apoyé mi rostro en su pecho.

—¿Estás bien? ¿No te hicieron daño? —me preguntó, posando sus palmas sobre mis mejillas.

Asentí con la cabeza a la primera pregunta y negué a la segunda, aterrorizada.

—Joe, ¿te sientes bien? ¿Te duele mucho? —dije con angustia.

—Ya te dije que estoy bien, no me duele nada —contestó con rudeza.

—¡Mientes! —refutó Alan.

Joe lo miró con recelo.

—¿Y tú qué sabes? ¡Ah! Cierto, había olvidado que puedes entrar en mi mente cuando te da la gana.

Los dos comenzaron a colocarse sus camisas nuevamente, sin decir nada más. Cuando me senté en el suelo, Alan me siguió, ubicándose a mi lado. Joe permaneció de pie, con la brazos cruzados y reclinado contra un muro.

—Lo siento —supe por el tono de voz de Joe lo mucho que le había costado pronunciar esa disculpa—. Alan, no robaste la daga, ¿verdad?

—Sí lo hice —confesó nuestro amigo, para mi horror—. Cuando era más joven, habría hecho cualquier cosa por ganar el amor de mi padre y de mi hermano mayor. Lawrence me convenció de que si robaba la daga y el oro para él, mi padre se sentiría muy orgulloso de mí. También me prometió que me recompensaría con el oro si le conseguía La Daga de Cristal. Una vez que la tomé, se la entregué a mi hermano, y éste me inculpó. Me atraparon con todo el oro desaparecido. Aquello no fue más que un anzuelo para capturarme, culparme de todo y quedarse con lo realmente importante: La daga. La última vez que supe de esa arma, Lawrence la tenía oculta de mi padre —Alan pausó—. Ya ves, sí soy un ladrón después de todo.

—Sabes que eso no nos importa, Alan —musité.

—Entonces… parece ser que tienes de poder de obligarnos a hacer lo que quieras —murmuró Joseph con altanería, ignorando por completo la historia que acababa de oír.

—Sólo si me miran a los ojos. Pero nunca lo he hecho, Joe, no con ustedes. Jamás lo haría.

Joe gruñó un juramento por lo bajo. Al mirarlo, me di cuenta de que su rostro estaba terriblemente pálido. Tenía los ojos cerrados y parecía tambalearse. Me puse de pie bruscamente para darle soporte.

—Joe, ¿te sucede algo? —lo interrogué, sujetando su cara entre mis manos.

Él abrió los ojos.

—Que estoy bien, Angelique. ¡No me toques! —refunfuñó con desdén, apartando mis manos. Cuando su mirada atrapó la mía, reconoció el dolor en mis ojos debido a su actitud arrogante y agregó—: Por favor.

Me aparté, encolerizada. Mis labios estaban apretados y mis ojos entrecerrados.

De un momento a otro, Joe perdió el equilibrio y se desmayó. Se desplomó tan rápida e inesperadamente que mi mente no conseguía asimilarlo, y cuando lo hizo, grité horrorizada. Alan consiguió atraparlo justo a tiempo para que su cuerpo no impactara contra el piso.

—¡Oh, Dios! ¿Qué diablos…? —vociferé, dejándome caer de rodillas.

Aterrada, acaricié su frente con mis dedos, apartando el cabello sobre ésta.

—Tranquila, está bien. Bueno, en parte. Sólo está inconsciente —me calmó Alan mientras lo revisaba—. Está muy débil por los azotes. Supongo que estará bien si sus heridas se apresuran en sanar.

—¿Y por qué tú no…?

—Mis heridas se curan cinco veces más rápido —departió antes de que pudiera concluir mi frase.

Él hizo girar el cuerpo de Joe para mirar su espalda. Su camisa estaba manchada con líneas verticales rojas.

¡Mierda! Eso no se veía bien.

—¡Joe, será mejor que despiertes! —me enojé insensatamente, como si él tuviera alguna culpa de haberse desmayado.

En ese instante, no era capaz de razonar. Mis pensamientos estaban a la deriva. No podía creer lo que estaba sucediendo.

No, esto no puede estar pasando, me repetía a mí misma.

Pero claro que sí, la vocecita en mi cabeza me contradecía.

—Joe, maldita sea, despierta —rogué—. ¿Por qué demonios tienes que ser un cabrón arrogante que anda por el mundo insultando a cada imbécil que se atraviesa? Eres un idiota. ¿Acaso sólo quieres verme sufrir, cierto? Si fuera un chico, te patearía el trasero.

De improviso, sentí que su cuerpo comenzó a moverse. Abrió los ojos de manera veloz y sujetó mis hombros.

—¿Estás insultándome? ¿O es que tienes una extraña forma de hacer cumplidos? —masculló.

Sonreí, con los ojos húmedos. Ni siquiera tenía idea de por qué habían brotado lágrimas de mis ojos, pero ahí estaban. Y ahí estaba él. Seguía siendo el mismo.

—¿Qué demonios pasó? ¿Cómo terminé en el suelo? —inquirió mientras intentaba incorporarse con la ayuda de Alan.

—¡Me asustaste, imbécil! —exclamé.

Realmente me había asustado, temía perderlo.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó Alan.

—Sí, papá, mamá, estoy bien. ¿Cuántas veces debo repetirlo? —contestó. Sin embargo, se llevó las manos a la cabeza, como si sintiera un dolor intenso.

—No te veías tan bien cuando caíste como un tronco —protesté.

—¡Oh, vamos! ¿Me llamaste cabrón arrogante, idiota, imbécil y tronco en menos de un minuto? ¿Acaso estás coleccionando adjetivos para mi epitafio? —dijo con una sonrisita cáustica.

Le dirigí una mirada fulminante.

—Los vamos a necesitar si sigues perdiendo sangre, Macho Man —ratificó Alan en tono serio.

Me senté lentamente en el suelo y cubrí mi rostro bajo mis manos, frotando mis ojos con frustración.

Aquellas palabras resonaron en mi mente: "mañana, a primera hora, lleven a Blade a la horca. En cuanto a mi hijo, que sea torturado hasta que revele el paradero de la daga". Sentí que mis palmas se empapaban de mis lágrimas.

Odiaba llorar frente a los demás, lo detestaba. Intenté respirar profundamente para tranquilizarme, pero no funcionaba. No podía dejar de recordar lo que sucedería al día siguiente. Y cada vez que regresaba a mi mente esa escalofriante frase de Black, más lágrimas me atacaban, ahogándome.

Unas manos se deslizaron por mi cabello, acariciándolo. Al alzar mi rostro, noté que era Alan, ofreciéndome consuelo. Él se aproximó más y enjugó mis lágrimas con sus dedos.

Me sorprendió darme cuenta de que era Alan quien trataba de darme ánimos, en lugar de Joe, quien ahora se encontraba en la esquina más distante de mí. Estaba sentado con una apariencia relajada, pero también mostraba un verdadero cansancio. Tenía la mirada fija en algún punto de la pared y los labios fruncidos. Una expresión tosca endurecía su semblante. Parecía desalentado.

—¿Qué te preocupa? —Alan me apretó contra su cuerpo en un abrazo.

No estaba dispuesta a hablar entre sollozos, no quería. No me gustaba cómo mi voz sonaba quebrada, endeble y apagada. Demoré unos segundos para calmarme lo suficiente como poder expresar lo que me preocupaba sin lloriquear.

—Me preocupan ustedes —contesté con dificultad—. ¿No escuchaste lo que dijo tu padre? Quiere matarlos. Bueno, a Joe. A ti te torturará hasta la muerte porque no tienes la maldita daga. Espera —me interrumpí precipitadamente—. ¿Estás preguntándome qué me preocupa? Por favor, Alan. Ya lo sabes, no tienes que fingir.

Antes de que él respondiera, Joe intervino:

—¿Qué crees que harán con Angelique?

—Sinceramente, no creo que le hagan daño. Ella es el prototipo de vampiro que buscan los Zephyrs para extender la especie. La encuentran hermosa y perversa, justo lo que buscan.

—Espera —Joe miró hacia Alan con los ojos oscurecidos—. ¿Estás diciendo que esos enfermos quieren reproducirse con Angelique?

—Mira, realmente no conozco sus intenciones. Los Zephyrs tienen el mismo poder que yo, a diferencia de que ellos saben cómo utilizarlo. No puedo entrar en sus mentes, pero puedo adivinar que eso es lo que Edmond buscaba de Angelique. Ellos buscan una raza perfecta, mejor que la humana. Los humanos son alimento. No obstante, algunos son considerados lo suficientemente especiales como para tener el privilegio de ser como nosotros. Mi respuesta es sí. Con honestidad, creo que buscan reproducirse con Angelique, pero no lo harán así como así. Si nos matan, probablemente la hagan vivir aquí, educarse como yo fui educado de niño y todo el protocolo. Luego la forzarían a casarse con algún miembro de mi familia, le entregarían poder y la harían madre de unos cuantos bebés vampiros. Pero es solo una suposición; eso hicieron con una chica cuando era más joven. Ella es ahora la esposa de Lawrence.

Aquellas declaraciones me aterrorizaron brutalmente.

—¡Genial! De pronto todos se interesan en ella, parece que es cierto que es una celebridad —dijo Joe con hastío—. ¿Entonces por qué demonios se negaron a que yo la transformara en vampiro?

—No tengo todas las respuestas, pero sólo piénsalo… —explicó Alan—. Quizá es porque no querían que fuera convertida por uno joven como tú, sino por otro vampiro mayor, así ella sería más poderosa.

¡Qué divertido! Mi peor desgracia había sido mi belleza y perversión. Ahora resultaba que era el centro de atención de vampiros de alto rango.

—No querrás decir que los vampiros estaban buscándome antes de que Joe me convirtiera, ¿o sí? —cuestioné con un escalofrío.

—No, es poco probable —aclaró el Zephyr—. Tal vez fue sólo después de que Joe sugiriera tu transformación.

—Debí imaginarlo, esto también es mi culpa. ¿Por qué será que hago todo mal? —se quejó Joe para sí mismo.

Alan sacudió la cabeza, negando lentamente.

—¿Cuándo aprenderás a no culparte de todo? Sabes que todo esto ha ocurrido gracias a mí. Robé, me escapé de casa y los puse a todos en peligro por algo que sucedió hace más de cuatro años.

—Tenemos que salir de aquí. ¿Hay alguna forma de…? —Alan negó antes de que yo formulara la pregunta.

Era peor de lo que pensaba. Jamás íbamos a salir de ahí. Joe sería asesinado al amanecer, Alan sería torturado hasta morir y yo... realmente no quería pensar en lo que me harían.

—Hermano, ¿por qué diablos tu padre te odia tanto? —soltó Joe.

—Mi padre solo quiere a su hijo primogénito, Lawrence —Alan se aclaró la garganta antes de seguir—. Un día lo escuché decir que el resto de sus hijos no éramos más que producto de las infidelidades de mi madre. Pero eso no es cierto, mi madre ha amado a ese despreciable hombre durante miles y miles de años, nunca le sería infiel. Si ella soporta que torturen a sus hijos, es sólo por miedo a perderlo a él. Y ya que he cometido la imprudencia de robarle, simplemente me odia más.

—¿Y qué hay con la daga? ¿Por qué es tan importante? —Joe parecía genuinamente interesado.

—Se nota que eres joven, hombre —se burló Alan.

—Cállate, tú eres más joven.

—Digo, siendo vampiro —se corrigió Alan—. Yo nací vampiro, en mi familia me enseñaron el significado de las dagas. Tú sabes, hay dos grandes familias de Zephyrs, los Ravenwood y los Black. Las dos élites más grandes de poder en el submundo. Entre ambas familias hicieron acuerdos diplomáticos. Ya que no se llevan bien, acordaron compartir algunas cosas y mantener distancia. La Daga de Fuego la poseen los Ravenwood, La Daga de Cristal le pertenece a los Black y La Daga de Sangre ha estado desaparecida desde hace mil años —mientras Alan hablaba, me fijé en que Joe jugaba con un dije circular brillante que colgaba en su cuello. Era un pequeño medallón plateado en un collar de cuero negro y delgado que rodeaba su garganta. Nunca lo había visto antes. Pese a que quería preguntarle de dónde lo había obtenido, no quería interrumpir la explicación de mi amigo—. ¿Conoces la leyenda de las tres dagas? Cuando las tres están juntas, pueden proporcionarte tanto poder como destrucción. Es por eso que nuestras familias hicieron el acuerdo. Nadie quiere que el poder esté en manos equivocadas.

Joe sonrió ligeramente, curvando sólo un poco la comisura izquierda de sus labios, con un brillo sagaz en la mirada. Era como si estuviera compartiendo un chiste privado consigo mismo o recordando algo que le hiciera feliz. Gateé hacia él y me acomodé en su regazo.

—Preciosa, no me hagas decirte en frente de Alan lo que me haces cada vez que me tocas —dijo después de besar mi frente.

Los dos intercambiaron una mirada.

—¡Vamos! Dilo —presionó Alan a su amigo—. Estás pensando: "Si Alan no estuviera aquí, la estaríamos pasando realmente genial".

Ante aquella acusación, ambos nos sonrojamos. Joe le dirigió una letal mirada al Zephyr.

—Joe, ¿estás pensando en sexo cuando vas a morir después del alba? —largué.

Rodeándome con uno de sus brazos, hizo un ademán de inocencia fingida.

—No, no pensé eso. Sólo pensé que podríamos pasarla bien, no necesariamente…

—Joe —le reprochó Alan.

—Está bien, sí. Voy a morir mañana, es justo —se excusó, su voz casi sonó como la de un niño pidiendo un juguete.

Sujeté su rostro para hacerle mirar mis ojos. No iba a permitir que se refiriera a su propia muerte con tanta ligereza.

—No, no voy a perderte, Joe —le dije con firmeza—. Deja de hablar de esa manera. Si permites que te maten y me dejas sola, te odiaré por el resto de mi vida.

Él me abrazó más fuerte.

—Confía en mí, nena. No te dejaría sola en este lugar, no moriría sabiendo que no estarás bien —susurró en mi oído.

—Hay que idear algo —masculló Alan, pensativo—. Esto ha sido mi culpa, pero, para la próxima, no se habla en una corte de vampiros mayores, par de necios. De todos modos, sé lo que voy a hacer, escúchenme bien. Cuando vengan a buscarnos, fingiré tener la daga y le pediré a mi padre que los libere a cambio de ella. Una vez que mi padre los devuelva a casa, me las apañaré por mi cuenta.

—¡Oh! Qué fácil suena eso —gruñí con ironía—. Por lo que a mí concierne, no permitiré que te torturen hasta la muerte en este lugar. Ni lo pienses, Alan.

—Ella tiene razón, es un pésimo plan —me respaldó Joe.

Alan observaba a Joe fijamente, como si estuviera analizando su expresión con miramiento.

—Joe, ¿no harías lo que fuera para mantener a salvo a Angelique? —razonó—. Sé que sí. Sólo piénsalo, ella estará segura y tú estarás con vida para protegerla. ¿Qué ganarás quedándote aquí? Moriríamos los dos. ¿Y ella? Se quedaría sola, y quizás también terminarían asesinándola. No podemos pelear contra ellos, nunca venceríamos y sólo conseguiríamos más enemigos. Si me dejas enfrentar esto solo, será lo mejor. Además, éste es mi problema, no de ustedes. Es justo que pague por haber robado la daga hace tanto tiempo. Piensa en ella, Joe, hazlo —Alan se volvió hacia mí—. Y tú, piensa en él y en la horca.

Su discurso era pura manipulación mental. Ese chico no necesitaba ningún poder para influir sobre nosotros. Sabía exactamente qué decir. Le bastaba con comprender cómo pensábamos y lo que más nos importaba para desarmarnos y confundirnos.

Pese a que Joe guardó silencio, su expresión indicaba que lo estaba considerando seriamente.

En cambio mi mente ni siquiera podía barajar esa posibilidad. Era como si estuviera pidiéndome elegir entre la vida de uno o del otro, y eso era inconcebible.

Alan resopló con reprobación.

—Es una elección sencilla: o morimos todos, o ustedes se salvan. ¿Qué tipo de insensatez sería rechazar eso? —replicó, casi molesto. Y él rara vez se molestaba—. Por otra parte, deben comprender que soy culpable. Puedo resolver mis propios problemas con mi familia, no quiero que ustedes se involucren en esto.

Era la vida de Joe la que estaba en juego. Lo amaba y habría hecho cualquier cosa para evitar perderlo una vez más.

—De acuerdo, si las cosas se ponen feas, lo haremos —accedió Joe.

—Créeme, se pondrán feas —le respondió Alan.

Hablamos durante horas, susurrando tonterías, viendo nuestras caras quizás por última vez y preguntándonos dónde estarían Adolph y Nina. ¿Qué estarían haciendo en ese momento? No sabíamos si era de día o de noche, ya que no había ninguna ventana. Las única fuente de iluminación del lugar eran las antorchas fuera de la celda.

Cuando Joe estiró una de sus piernas, me recosté en el suelo, apoyando la cabeza en su muslo mientras él acariciaba mi cabello. Contemplé su rostro con fascinación, tan embelesada que apenas conseguía seguir las conversaciones. Él podría mantenerme despierta el resto de mis noches, porque cerrar los ojos, incluso para pestañear, era suficiente tiempo para empezar a extrañarlo.

—¿Cuánto tiempo llevamos aquí? —pregunté, todavía detallando cada una de sus facciones.

Él no me estaba viendo. Su reservada mirada parecía perdida en algún lugar lejano.

—Yo diría que unas diez horas —me contestó Alan con cansancio.

Para ese punto, mis párpados se sentían pesados por el sueño. Sin dejar de acariciar mis largos mechones castaños, Joseph agachó su rostro para verme. Y me sonrió con esa sonrisa ladeada que hacía temblar mis rodillas y derretía mi cuerpo.

—Duerme, hermosa —susurró.

Lo miré de manera tierna; sus ojos tenían un descolorido brillo.

—No quiero dormir, quiero contemplarte —confesé—. No quiero perderte de vista. Jamás me perdonaría si al despertar no te encuentro conmigo. Por favor, no dejes que me duerma.

Además, necesitaba memorizar cada detalle, mirarlo tanto como fuera posible por si algo sucedía, por si lo perdía. Necesitaba deleitarme con ese rostro hasta que mis ojos no pudieran soportarlo.

Debí quedarme dormida tiempo después. Cuando desperté, Joe no se había movido, pero se había rendido al sueño, al igual que Alan. Seguramente habían transcurrido numerosas horas.

En ese momento, oí el tintineo metálico de unas llaves, el cual hizo que Alan se despertara al instante. Agité a Joe para despertarlo, y él abrió los ojos rápidamente.

Se escuchaban pasos en la proximidad.

—¿Qué pasa? —inquirió Joe, aturdido.

—Alguien viene —repuso Alan.

Los tres nos erguimos. Joe, en un gesto protector, me atrajo hacia su cuerpo, rodeando mi cintura con su brazo. Un hombre apareció caminando delante de la celda. Se detuvo frente a la cerradura con un aro en la mano, repleto de llaves de diferentes tamaños y colores. Era aterrador: su rostro blanco como talco, ojos rojos, cabello oscuro, ondulado y corto, vestido con una larga capa negra que ondeaba tras su espalda.

—Ya es hora, vengan conmigo —dijo mientras abría la cerradura de nuestra celda.