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Mine

Mayo de 1990

Ya no era tan rápida caminando como antes. A los ochenta años no podía ser de otra forma. En enero celebraron su cumpleaños a lo grande en la cooperativa de producción agrícola, con un bizcocho con glaseado de chocolate y velas encima. No fueron ochenta velas, no había tanto espacio, pero sí muchas, le había costado un gran esfuerzo apagarlas. Pospuscheit dio un discurso y elogió su incansable dedicación a la empresa, el bienestar del pueblo y la paz. Sonó bastante pomposo, como los certificados que le dieron, que no le hacían falta. Pero había sido bonito. Después, cuando estuvieron cómodamente sentados tomando unos canapés y vino, Pospuscheit y su mujer, Karin, se fueron a casa.

Como caminaba tan despacio, Elke y Mücke la recogieron en la calle. Ya había notado en el Konsum que esas dos estaban a punto de reventar y necesitaban soltar algo. Todas las mujeres del pueblo acudían a ella. Siempre había sido así. Mine era el alma de Dranitz. Elke lo dijo en su cumpleaños, y todos aplaudieron. Luego brindaron porque siguiera siendo así durante mucho tiempo.

—Lo que te has perdido, Mine. La señora Pospuscheit, ya la conocemos, no puede evitarlo, esa Karin…

Mine se detuvo y se colocó bien el pañuelo de la cabeza. Aquel era uno de los primeros días bonitos de primavera. Había sol y nubes que parecían hechas de lana mullida.

—Bueno, contadme, no tengáis en vilo a una anciana, chicas…

Mücke tuvo que desabrocharse el botón de los pantalones occidentales comprados a toda prisa, que le iban estrechos y le apretaban en la barriga. Cuando se liberó la cintura suspiró aliviada y esbozó su característica sonrisa alegre. Mücke era la favorita de Mine, siempre de buen humor, curiosa, desenfadada. Lástima que Ulli, su nieto, hubiera tomado otra decisión. Mücke era la chica perfecta para él.

—Ha calculado la compra de la mujer en marcos occidentales, uno por uno, ¿entiendes? —le contó Elke, exaltada—. Y luego le ha dado el cambio en marcos orientales.

—¿Y ella no se ha quejado? —preguntó Mine, asombrada.

—No —repuso Mücke—. Es nueva aquí, en el Este.

La anciana se quedó callada. Caminaron juntas por la calle en dirección al pueblo. No quedaba mucho, solo diez minutos.

—Por cierto, ¿dónde se ha metido? —se sorprendió Elke—. Su coche sigue ahí. Un Astra. Jürgen también quiere comprarse un Opel, pero cuando lleguen los marcos occidentales. Los Mercedes son para los fanfarrones. Y los Volkswagen para los burgueses. Opel, dice Jürgen, es para la gente que mira hacia delante. Que quiere hacer algo en la vida.

Jürgen era el prometido de Elke. También pertenecía a la cooperativa de producción agrícola, era especialista en regar los campos y también tenía mucho trabajo en otras cooperativas, porque las empresas cada vez se fusionaban y especializaban más. Unas en ganadería, otras en producción de plantas. A ellos les había costado conservar unas cuantas vacas y cerdos, luego se acabaría. Ya no habría animales. Mine no podía ni imaginarlo.

—¿Es cierto que Jürgen quiere irse? —preguntó Mücke.

Elke contestó con evasivas. En el pueblo no se hablaba bien de los que se iban a Occidente. Por otro lado, muchos ya no tenían ganas de partirse la espalda día sí, día también para la cooperativa de producción agrícola cuando la vida en el otro lado era mucho más fácil y se podía tener todo.

—No lo sé. Seguro que pronto llega la reunificación y nadie tendrá que irse ya. Entonces aquí también tendremos de todo.

—¡Exacto! —Mücke asintió, satisfecha—. Yo, por lo menos, no me voy de aquí. Me gusta esto, es mi hogar y por eso me quedo. ¡Y ya está!

—¡Tienes razón, niña! —Mine le sonrió. Ojalá siguiera así Mücke. Tan optimista. Y tan auténtica. Elke no dijo nada. Así era el amor. Se iría con su Jürgen. A cualquier parte. Estaba bien que así fuera. Una pareja debe permanecer unida.

—Mañana iremos a Waren —le dijo a la anciana cuando llegaron a la antigua casa de los campesinos del pueblo donde había varias viviendas. En una de ellas vivía Mine con su Karl-Erich—. Te llamo al timbre por si quieres venir, ¿vale?

Mine le dio las gracias. Necesitaba comprar pomada para el reuma de Karl-Erich y sus gotas para los ojos. Antes los medicamentos se los daba el doctor Meinhard, pero se había marchado al otro lado dos meses antes.

—Es raro eso de la mujer de Occidente —comentó Mücke, que paró a Mine en la puerta de entrada—. El coche sigue ahí.

—Seguro que es una de esas que quiere acaparar tierra. Abajo, junto al lago Müritz, algunos ya han vendido terrenos. Por marcos occidentales, se entiende —supuso Elke.

Mine se despidió de Elke con un gesto de la cabeza y subió despacio la escalera. Los viejos peldaños de madera, hundidos en el medio, crujieron con cada carga. A la derecha de cada escalón se veían dos puntos negros del tamaño de una pata. Eran el legado de su terrier, que durante catorce años bajó los escalones a diario tres veces para volverlos a subir. Ahora tenían a Falko, un pastor alemán, pero aún era joven y la mayoría de las veces saltaba varios peldaños a la vez. En realidad era de su nieto Ulli, para ella el animal era demasiado grande y alocado.

Cuando aún estaba en la escalera oyó que el perro daba vueltas exaltado en el pasillo del piso. Por lo menos había abandonado la costumbre de saltar encima de la gente. Una vez estuvo a punto de derribar a Karl-Erich. No lo hacía con mala intención, el pobre Falko. Era joven e impetuoso. Y bastante glotón.

—Buen perro… Siéntate… No… ¡Siéntate! —ordenó Mine con energía—. Atrás, en el suelo. ¡Así! Sí, dentro del bolso hay paté de hígado, lo hueles, ¿verdad? Y carne para ti.

—Te has tomado tu tiempo —gruñó Karl-Erich cuando entró en casa después de saludar a Falko—. Has estado charlando, ¿eh? Y a mí me dejas aquí sentado…

—Ya estoy aquí —repuso Mine, y se plantó delante de la butaca de su marido.

Ya no podía levantarse solo porque la pierna izquierda no le funcionaba del todo. Tenía que sostenerlo cuando quería ir al lavabo. No quería usar una botella para orinar. «Aún no estoy acabado», decía siempre.

Mine lo llevó al retrete, que estaba justo al lado de la cocina. La puerta se atascaba, así que la dejaban abierta. Ulli no lo soportaba. Cuando iba a verlos se ponía a trabajar en la vieja puerta de madera, la pulía y conseguía que cerrara, pero siempre se volvía a torcer por los vapores húmedos de la cocina y el baño.

Guardó la compra en la nevera y puso a hervir patatas antes de poner dos salchichas en la sartén.

Falko seguía todos sus movimientos. Tenía los ojos marrones un poco rasgados, lo que le daba el aspecto de un lobo. Cuando encendió una llama en el fogón de gas, retrocedió, desconfiado. Le daba miedo el fuego.

—Ahora va…

Aún le quedaba comida para perro en la nevera, la hacía cada tres días. Restos con copos de avena, a veces patatas. Falko comía prácticamente de todo, incluso fruta y verdura, además de hierba, colinabos, centeno joven o pan viejo. Tenía un estómago a prueba de bombas.

Oyó gemir a Karl-Erich, que se levantó agarrándose a un tirador que habían puesto en la pared, junto al retrete. Aún no tenía que ayudarle a vestirse, pero si seguía así con el reuma, no tardaría mucho. Ya tenía las manos casi rígidas. Era duro para él. Antes era carretero, se encargaba del mantenimiento de carros y maquinaria de labranza, además de los coches de caballos de los señores.

Preparó café por si acaso, puso dos tazas y la lechera sobre la mesa. Karl-Erich entró cojeando en la cocina y se acercó una silla. Se apoyó en la mesa para sentarse. Le salió muy bien.

—¿Hay salchichas? —preguntó, olfateando.

—He cogido las dos últimas —contestó Mine.

Karl-Erich bebió un trago de café y dejó la taza con cuidado.

El tiempo, suspiró, y observó las mejillas arrugadas y sin afeitar de su marido, el cuello lleno de pliegues. Hubo una época en la que era un muchacho atractivo, fuerte como un roble y siempre lleno de esperanza.

—Adivina a quién he visto hoy.

—Eh… —¿A quién podía haber visto?—. A la señora Pospuscheit.

—También, pero no me refiero a ella.

—Va, dímelo… —la apremió él.

Mine removió la sartén, dio la vuelta a las salchichas y dejó una cuchara de madera bajo la tapa de la cazuela de las patatas para que no se cayera.

—He visto a la baronesa Von Dranitz.

Karl-Erich parpadeó, incrédulo, y bebió otro sorbo de café antes de preguntar:

—¿A la baronesa Margarethe von Dranitz? ¿Se te ha aparecido como un espíritu?

Mine cortó las patatas y puso una tapa en la sartén para que las salchichas se hicieran poco a poco.

—¡Qué dices! He visto a Franziska. En la tienda.

Eso entraba dentro de lo posible. Karl-Erich se acarició la barbilla, pensativo, por encima del rastrojo de pelo blanco.

—¿Estás segura?

—¡Conozco a Franziska von Dranitz! Tenía veinticinco años cuando tuvieron que irse. Ahora tiene setenta. Tiene el pelo muy blanco. Siempre fue delicada, pero se ha conservado bien. Camina erguida y recta como su madre. Pero tiene la nariz de su padre.

Karl-Erich dejó la mirada perdida en el trapo de flores.

—¿Crees que quiere reclamar la mansión?

Mine no tenía mucho que decir sobre el tema.

—Primero quería ver qué había sido de ella.

Karl-Erich asintió. Al principio nadie sabía qué pasaría con los dos estados alemanes, pero la antigua mansión Dranitz pertenecía por una parte a la cooperativa de producción agrícola y por otra al municipio. Era así desde hacía cuarenta años, y no podía imaginar que fuera a cambiar nada.

—¿Habéis hablado? —preguntó.

—No. Ni siquiera me ha reconocido. Mejor así.

Él asintió. No era bueno remover viejas historias, no le convenía a nadie.

Mine sabía que su marido estaba pensando en su hermana Grete. Era algo que no iba a olvidar jamás. En toda su vida. Y también estaba la historia con Elfriede von Dranitz…

—¡Pero qué quieres! —rugió de pronto Karl-Erich, y Falko, que se había acercado a la sartén y husmeaba con el hocico, se estremeció y se retiró a un rincón.

—No lo va a hacer —le tranquilizó Mine—. No quiere quemarse el hocico.

Karl-Erich no opinaba lo mismo. Siempre habían tenido perro, a menudo salía después de trabajar en bicicleta durante horas, con el perro a su lado. Ahora que su reuma había empeorado tanto, el perro también le molestaba.

—Que se lo lleve Ulli a Stralsund —repuso él—. Un perro tan grande no es para dos ancianos.

Mine sabía que no le faltaba razón, pero defendió al animal. Además, Ulli no podía tenerlo en su pisito de Stralsund, sobre todo porque a su Angela no le gustaban los animales.

—Luego vendrá Mücke y lo sacará —dijo ella para justificarse, y dio la vuelta a las salchichas.

Mücke llamó hacia las cinco de la tarde, cuando terminó su turno en la guardería. Tenía muchas novedades emocionantes.

—Imaginaos —soltó—, ¡quiere quedarse aquí! Es una baronesa de la nobleza que antes vivía en la casa vieja. Y se apellida como nuestro pueblo: ¡Dranitz!

—Von Dranitz —corrigió Mine.

—¿La conoces? —preguntó Mücke, intrigada.

La anciana asintió, pero eso no sació su curiosidad, así que preguntó:

—¿Quiere quedarse? Pero ¿dónde? ¿En casa del doctor Meinhard?

—No.

Mücke cogió la correa del perro del gancho. Falko empezó a bailar a su alrededor, entusiasmado, rascando el linóleo con las patas.

—Anne ha visto que Pospuscheit firmaba con ella un contrato de alquiler. A escondidas, sin la aprobación de los representantes del consejo. ¿Y sabéis qué le ha alquilado?

Anne Junkers, la mecanógrafa del alcalde Pospuscheit, estaba divorciada y tenía un hijo de tres años que iba a la guardería. Anne y Mücke se llevaban bien.

—¿No será una habitación en la buhardilla? ¡Hay goteras, y todo está podrido!

—No. Le ha alquilado la casa destartalada del bosque. Esa de la que solo quedan dos paredes, donde crecen abedules en el interior.

Mine y Karl-Erich se miraron. La chica debía de haber oído mal.

—¿La antigua casa del inspector? ¿La ruina que hay a la izquierda de la mansión, entre los árboles?

Mücke asintió para corroborarlo y enganchó la correa al collar de Falko.

—¿Y qué quiere hacer con eso? —continuó Karl-Erich, asombrado—. Ahí no se puede vivir. ¿No decías que quería quedarse?

Mücke se encogió de hombros; ella tampoco lo entendía.

—Ni idea. Pero una cosa sí sé, aunque no podéis contárselo a nadie, me lo ha explicado Anne en confianza. Porque somos buenas amigas y Timo me tiene mucho cariño. Hace poco dijo de nuevo que era su chica preferida de la guardería…

—Nadie sabrá una palabra por nosotros —prometió Mine—. Ya lo sabes.

Mücke lo sabía.

—Anne me ha dicho que Pospuscheit cobra un buen alquiler por ese montón de piedras. En marcos occidentales, claro. ¡Quinientos marcos occidentales, no puedo ni imaginármelo!

Mine ya lo sospechaba. Karl-Erich no pudo reprimir un silbido agudo entre dientes: también podía hacerlo con dentadura postiza.

—Ese viejo estafador… Pero tiene que registrarlo en los libros, el dinero pertenece al municipio —comentó, enfurruñado.

—Ya se llevará un buen pellizco. Pero ahora todo es un lío. Nadie sabe qué pasará. —Mücke abrió la puerta de la casa. Falko tiraba de la correa con fuerza.

—¿Y la baronesa? —preguntó enseguida Mine—. ¿Sigue ahí?

Mücke ya estaba en la escalera de la entrada, y tuvo que sujetar bien a Falko porque el gato de los Kruse estaba sentado otra vez delante de la puerta esperando a que alguien le abriera.

—No, se ha ido.

Falko se puso a ladrar como un loco. La señora Kruse salió de su casa corriendo para salvar a su gato y maldijo a voz en grito al maldito perro.

Mücke le contestó:

—¡Pues deje al gato dentro y no estará holgazaneando por las entradas! Puede darse con un canto en los dientes de que haya un perro en esta casa, así seguro que no le roban.

Esa última frase era una exageración, en el pueblo nunca habían entrado a robar en una casa. De vez en cuando se afanaban algunos materiales de construcción, y también piezas de automóviles, sobre todo eso, porque eran muy difíciles de conseguir. El año anterior, antes de la reunificación, alguien sustrajo una sierra circular eléctrica y una amoladora angular en el garaje de casa de Pospuscheit. Todo de Black&Decker, de Occidente. Dos años antes el alcalde había viajado a Hamburgo un fin de semana como miembro de una delegación deportiva y se abasteció de productos occidentales. La empatía de los vecinos del pueblo hacia el robo fue más bien discreta.

—Ya ves —dijo Mine con un gesto de desaprobación cuando Mücke se fue—. No tiene sentido. ¿Para qué quiere Franziska, la hija del barón, la casa destartalada? Bueno, ahora ya es la baronesa. Seguro que la madre no sigue viva.

—Sea baronesa o no, algo tendrá en mente —repuso Karl-Erich—. Ya verás como vuelve. Esa es como su padre. Cuando al señor barón se le metía algo en la cabeza, no había nada que hacer. No nos quedaba más remedio que ver cómo nos las arreglábamos. Una vez me pasé toda la noche en el taller porque quería tener listo el trineo oxidado para la mañana. Entre tres retiramos el óxido de la cuchilla, engrasamos el cuero y Grete cepilló el acolchado rojo. Fue poco antes de que ocurriera…

De pronto los asaltaron los recuerdos. Sucesos sobre los que llevaban décadas sin hablar, que creían haber olvidado tiempo atrás, de repente revivían en su cabeza como si hubieran ocurrido el día anterior. También esos viejos términos y conceptos que llevaban tanto tiempo sin usar salían con toda naturalidad de su boca. «La señora baronesa», «el señor», «la hija del barón» «Franziska», «el señor inspector», «la señorita». Solo obviaron la desgracia acaecida con Grete, la hermana de Karl-Erich, y el joven barón, Heinrich-Ernst. Mine opinaba que Grete era la culpable de su desgracia, que debería haber confiado en la señora baronesa, pero no lo hizo. En cambio se fue corriendo a ver a la vieja Koop, que vivía en la cabaña de pescados situada en la orilla del lago, y conocía todo tipo de remedios. El joven barón Heinrich-Ernst era un hombre guapo. Travieso como eran todos esos chicos jóvenes. Había destacado en Francia y lo promocionaron pronto a subteniente.

De noche, acostados en el lecho conyugal, siguieron hablando de los viejos tiempos. Se casaron en 1940, y el señor barón les dio esa vivienda en la antigua casa de los campesinos, no muy lejos de la mansión, además del armario, la cama y un regalo en metálico. Cuando llamaron a filas a Karl-Erich, Karla acababa de nacer. Vinzent y Olle fueron «engendrados» cuando Karl-Erich volvió de vacaciones a casa.

—Cuando pienso que regresaste sano y salvo conmigo y los niños… —musitó Mine a media voz—. Y arriba, en la mansión, seguían todos ausentes. Los dos hijos y el bueno del señor barón…

—Tienes toda la razón —murmuró Karl-Erich, y ella notó su mano nudosa y dura en el codo—. Pero eso de «el bueno del señor barón» será mejor que no lo digas muy alto.

—Pero es verdad —insistió ella—. Seguro que había otros, pero nuestro barón era un buen señor. Y si Franziska von Dranitz se vuelve a instalar en la mansión, no seré yo quien ponga reparos.

—Buenas noches —dijo Karl-Erich, que no tenía ganas de cerrar una noche tan bonita con una discusión, y se giró a un lado.

La mañana llegó con una sorpresa que, sobre todo, gustó muy poco al matrimonio Pospuscheit. Cuando Mine se dirigía al Konsum bajo la llovizna porque la señora Kruse le había contado que había naranjas, vio un coche blanco parecido al vehículo de la señora baronesa. El vehículo giró en el camino de arena hacia la antigua mansión y se detuvo muy cerca de la entrada. No cabía duda: era Franziska von Dranitz la que bajó y le hizo una señal a un camión para que siguiera hacia la izquierda hasta la casa del inspector. El camión iba dando bandazos, pues el antiguo acceso hacía tiempo que estaba cubierto de malas hierbas y lleno de piedras, por lo que tuvo que detenerse antes de los primeros árboles.

El conductor bajó la ventanilla.

—A partir de aquí no podemos continuar. ¿Dónde podemos descargar?

—Ahí arriba. ¿Ve las paredes? Colóquese justo delante de la cabaña del jardín —ordenó Franziska von Dranitz tan alto que Mine lo oyó todo.

La anciana se quedó clavada delante de la tienda, con la bolsa de la compra en la mano. La voz aguda y enérgica de la señora baronesa no había cambiado nada en los últimos cuarenta y cinco años. Tampoco su determinación.