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I

—Ziara, ve al establo. Llévale comida a tu padre.

Mamá se limpió las manos con un trapo antes de dejarme un beso en la sien. Cogí la cesta y salí de la casa.

El verano llegaba a su fin, aunque hacía calor como para que el cabello se me pegara a la nuca. El sol se ocultaba en el horizonte y los mugidos de la vaca se oían por encima del viento según caminaba en su dirección. Levanté la tela que cubría los panecillos y no pude contenerme. Metí la mano y escogí el más pequeño. Estaba crujiente por fuera y esponjoso por dentro. En cuanto di el primer mordisco, la acidez de la frambuesa rompió en mi boca. Mamá los había rellenado de mermelada.

Cuando entré en la cuadra sentí miedo. La vaca yacía sobre el heno y el dolor cubría sus ojos negros. Papá estaba arrodillado a su lado, con las mangas dobladas hasta el codo. La sangre brillaba en sus brazos.

—Papá, ¿Flor está bien?

Pese a sus reticencias, él había acabado aceptando que aquella res ya tenía nombre.

—Sí, solo le está costando un poco.

Le tendí la cesta y se levantó para lavarse las manos en un caldero antes de disponerse a llenar el estómago.

—Gracias, hija.

—¿Cuándo nacerá?

—Aún no lo sé.

No había visto nada igual. Flor estaba sufriendo, habíamos pasado

muchas tardes juntas para percibirlo en su mirada, y era mi amiga. No quería que pasara por aquello sola.

—¿Puedo quedarme?

—No, pero prometo contártelo en cuanto suceda.

—¿Aunque esté dormida?

—Aunque estés dormida.

Sonreí y salí del establo mucho más tranquila. Papá jamás me

había mentido y siempre cumplía sus promesas. Seguramente me despertaría horas más tarde acariciándome el pelo y me diría que Flor y su bebé estaban sanos.

Fuera la luz había menguado, pero la luna me marcaba el camino de vuelta con su claridad.

La cuadra se encontraba a unos minutos de la casa. A mi alrededor, el prado se alzaba verde y denso. Las hierbas me hacían cosquillas en las rodillas.

De repente, vi un brillo. En la oscuridad del anochecer destacaba como una estrella caída del cielo. Le siguió otro resplandor. Y, después, muchos más. Motas de polvo que volaban como destellos y que me rodearon. ¿Y si eran hadas? Pese a las prohibiciones y al peligro que conllevaba, mamá me había hablado de pequeños seres alados y bondadosos que vivían en los árboles del sendero que

bordeaba la granja. Costaba verlos, pero, a veces, se aventuraban por la noche en busca de flores con las que alimentar su magia.

Magia. Nunca la había visto, aunque sabía que hacía daño a las personas; sobre todo, a las niñas como yo. Por eso nunca salíamos de la granja; solo papá se ausentaba para comerciar en el pueblo y cambiar la leche, los quesos y la mermelada que hacía mamá por otros alimentos o aquello que necesitásemos.

Las luces revolotearon. Una de ellas me rozó la nariz y estornudé. Se movían. Se dirigían a una zona boscosa en la que nunca entrábamos a causa de su frondosidad. Era uno de los límites a los que no debía acercarme. Llevaba hasta el pie de una montaña. Mamá no me dejaba jugar cerca de allí. Decía que era peligroso por los desprendimientos de rocas; pese a ello, jamás había presenciado uno.

No obstante, mis pies las siguieron por voluntad propia y las luces me guiaron hacia una pequeña entrada de piedra escondida entre ramajes.

Una cueva. Un escondite secreto.

Me colé por el agujero y abrí la boca sorprendida por lo que veían mis ojos: nada menos que una pequeña laguna en el centro de una gruta. El agua era tan azul que brillaba. En la parte superior, la piedra se abría, dejando espacio para que la luna se reflejara en el agua.

Las bolas de luz se acercaron al estanque. Su destello era hipnótico. Avancé y alcé la mano para tocarlas, pero no resultaba fácil atraparlas. Cuando al fin se quedaron quietas, me puse de puntillas y estiré el brazo todo lo que fui capaz para rozar una de ellas con los dedos. Su suavidad me acarició la piel y se me coló por

dentro hasta sentir que se me asentaba en el estómago. Entonces, cuando estaba a punto de apresar una con la mano, perdí el equilibrio y me caí dentro del agua.

Estaba tan fría que enseguida noté que me costaba moverme. Mi liviano vestido pasó a pesar lo mismo que si estuviera hecho de piedras. Pataleé e intenté agarrarme al borde, pero era resbaladizo y yo no sabía nadar. Además, una fuerza extraña tiraba de mí hacia abajo, igual que si unas manos invisibles me hubieran agarrado los pies. Sentía la presión de unas cadenas inexistentes en los tobillos que me retenían e impedían mis movimientos cada vez más.

Los ojos se me llenaron de lágrimas y tragué una bocanada de agua antes de percibir que esta me cubría entera.

Giré sobre mí misma. Recordé cuando papá me daba vueltas frente al fuego del hogar y las llamas bailaban a mi paso en una danza lenta e imperceptible que solo mi mirada captaba, mientras mamá tarareaba una canción. Entonces, la pequeña estrella de mi estómago se apagó y únicamente sentí el frío del agua y de la luz de la luna que estaba siendo testigo de todo desde su posición en el cielo.

Un miedo atroz me invadió. Una sensación de asfixia como jamás había sentido. Mi mente se bloqueó y solo podía pensar en mamá y papá, y en el consuelo de uno de sus abrazos.

El collar que siempre llevaba se me enredó en el cuello. Abrí los ojos y vi flotar la fina cadena de plata y la piedra blanca. También vi la claridad de la luna más intensa que unos instantes antes, lanzando destellos que chocaban con mi colgante y formaban un solo haz de luz. Por último, una sombra. La silueta de un chico y su mano borrosa entrando en la charca y buscando la mía.

—¿Estás bien?

Tosí hasta que vomité agua y los restos del delicioso panecillo. Sentí un calambre en el vientre. Los labios me temblaban. El frío de la humedad en mi piel seguía siendo demasiado intenso. El pavor se disipó y dio paso a un alivio que me empañó la mirada antes de dar forma a nuevas lágrimas.

—¿Qué ha sido eso?

—La luna.

Alcé el rostro y me encontré con el de aquel chico al que jamás

había visto. Tenía el pelo del color de la noche y sus ojos brillaban como las hadas que me habían llevado hasta allí. En su sonrisa cabían mil sonrisas más.

—¿La luna? —repetí, arrugando la nariz con suspicacia.

—Su poder se ha despertado en ti cuando estabas en el agua, pero no has sabido controlarlo.

Fruncí el ceño y apreté los dientes, como hacía cuando me enfadaba con papá jugando a las cartas y lo pillaba haciendo trampas.

—Qué cosas más raras dices.

—Y tú qué cara más rara pones.

Me imitó y me hizo reír. Era divertido. Él me acompañó y su risa

me recordó el sonido de las campanillas que colgaban de la ventana de mi dormitorio. Además, siempre estaba sola, así que la emoción de tener un amigo me embargó con fuerza. Únicamente contaba con Flor y, por mucho que la quisiera, la compañía de alguien con quien conversar me alegraba.

—Soy Ziara. ¿Y tú?

—Arien.

Se arrodilló para ponerse a mi altura y entonces me di cuenta de

que era un desconocido. Me habían advertido cientos de veces de que, si un día me cruzaba con alguien en nuestros dominios, debía correr y gritar lo más alto posible para que no me hicieran daño; las niñas como yo estábamos en peligro en manos de la magia, me lo repetía mamá cada día en cuanto salía el sol y me lo volvía a repetir cuando me acostaba. Pese a ello, había algo en aquel chico que me resultaba familiar, como si ya lo conociese y supiera que podía confiar en él. Además, me había salvado la vida, así que tenía que ser bueno. El chico de risa de campanilla era bueno.

—¿Eres amigo de mi papá?

—No, pero puedo ser amigo tuyo, si quieres.

Lo deseaba como nada más en el mundo. Vivir allí, sin nadie

alrededor, era un auténtico aburrimiento. Quizá Arien podría jugar conmigo a buscar hadas. Podría enseñarle la cabaña que me había construido papá en el granero y lucharíamos con las espadas de madera que acumulaban polvo en un rincón. Un mundo de posibilidades se abría ante mí y le sonreí con ganas. La ilusión se asentó en mi estómago y se contagió de la que danzaba en sus ojos.

Luego observé fascinada las luces, que continuaban bailando a nuestro alrededor, y salté en un nuevo intento por atraparlas.

—¿Y las hadas? ¿Vienen contigo?

—No son hadas. Es polvo de luna. Mira.

Arien estiró la mano y de su palma surgieron virutas plateadas

que se alzaron hasta formar un remolino frente a nosotros. Nunca había visto nada semejante.

—Vaya..., ¿cómo haces eso? —Magia.

Di un paso hacia atrás.

—La magia está prohibida. Él sonrió.

—Por eso tiene que ser nuestro secreto. ¿Sabes guardar un secreto, Ziara?