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Vendida al destino

Amelia no siempre fue Amelia. En una vida pasada, fue un joven que se dejó llevar por la apatía y la indiferencia, grabando en silencio una atrocidad sin intervenir. Por ello, una organización secreta decidió aplicar un castigo tan severo como simbólico: transformar a los culpables en lo que más despreciaban. Convertido en mujer a través de un oscuro ritual, Amelia se ve atrapada en un cuerpo que nunca pidió y en una mente asediada por nuevos impulsos y emociones inducidos por un antiguo y perverso poder. Vendida a Jason, un CEO tan poderoso como enigmático, Amelia se enfrenta a una contradicción emocional desgarradora. Las nuevas sensaciones y deseos implantados por el ritual la empujan a enamorarse de su dueño, pero su memoria guarda los ecos de quien fue, y la constante lucha interna amenaza con consumirla. En medio de su tormento personal, descubre que Jason, al igual que la líder de la organización, Inmaculada, son discípulos de un maestro anciano y despiadado, un hechicero capaz de alterar el destino de quienes caen bajo su control. Mientras intenta reconstruir su vida y demostrar que no es solo una cara bonita, Amelia se ve envuelta en un complejo juego de poder entre los intereses de Inmaculada y Jason, los conflictos familiares y las demandas del maestro. Las conspiraciones se intensifican cuando el mentor descubre en ella un potencial mágico inexplorado, exigiendo su entrega a cualquier precio. Para ganar tiempo, Jason e Inmaculada recurren a métodos drásticos, convirtiendo a los agresores de Amelia en mujeres bajo el mismo ritual oscuro, con la esperanza de desviar la atención del maestro. En un mundo donde la magia, la manipulación y la lucha por el poder son moneda corriente, Amelia deberá encontrar su verdadera fuerza para sobrevivir y decidir quién quiere ser en un entorno que constantemente la redefine.

Shandor_Moon · Ciudad
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96 Chs

060. El Maestro (1ª Parte)

***Una semana antes***

El avión que transportaba a Inmaculada Montalbán aterrizó suavemente en la pista del Aeropuerto Internacional de San Miguel, en Suryavanti, justo cuando el amanecer comenzaba a teñir el cielo de tonos dorados y rosados. Eran poco más de las seis de la mañana, y la neblina matutina envolvía el paisaje con un velo casi etéreo, mientras el bullicio del aeropuerto despertaba lentamente con la llegada de nuevos vuelos. Inmaculada, siempre una figura imponente, descendió del avión con una elegancia natural, aunque su mente aún estaba en Hesperia, donde había dejado a Amelia preparándose para enfrentar a Sandro, un hombre despreciable que, aunque su destino ya estaba sellado, aún eludía el castigo que merecía.

El aire húmedo y cálido de Suryavanti la envolvió de inmediato, contrastando con el calor más seco que había dejado atrás. El aroma exótico de las especias y las flores locales llegaba a sus sentidos, recordándole que estaba en un lugar muy distinto a Hesperia, un lugar lleno de historia, poder y misterio. La ciudad de San Miguel, con sus calles bulliciosas y su ritmo frenético, era solo un preámbulo al verdadero propósito de su viaje: enfrentarse a un hombre cuya sombra se extendía más allá de lo imaginable.

Después de pasar por la aduana sin complicaciones, fue recibida por Lian Liu, su asistente personal en Suryavanti, quien la esperaba con una postura recta y una expresión tranquila. Lian, como siempre, vestía con una impecable sencillez, pero su presencia irradiaba una profesionalidad y eficiencia que Inmaculada valoraba profundamente.

—Bienvenida, señora Montalbán. Espero que haya tenido un buen viaje. ¿Todo correcto por Hesperia? —saludó Lian con una ligera inclinación de cabeza en señal de respeto, su tono formal y preciso, como siempre.

Inmaculada asintió, devolviendo la mirada a su asistente mientras se dirigía hacia la salida del aeropuerto. —Todo correcto, Lian. Vayamos a casa, necesito descansar un par de horas antes de visitar al maestro.

Lian, que estaba acostumbrada a leer los más sutiles cambios en la expresión de su jefa, percibió la ligera tensión en su semblante. Sin decir nada, asintió y se giró para guiarla hacia el coche que las esperaba. Sin embargo, Inmaculada notó algo inusual en la forma en que Lian mantenía el silencio, y su intuición, siempre alerta, le indicó que algo no estaba bien.

A medida que avanzaban hacia el estacionamiento, los sonidos del aeropuerto se desvanecían, dejando solo el suave murmullo del viento que agitaba las palmeras cercanas. Inmaculada no necesitó más que una rápida mirada al rostro de Lian para entender que algo había cambiado, algo que alteraba sus planes iniciales.

Sin intercambiar más palabras, ambas se dirigieron hacia un Rolls Royce verde oscuro, un coche que se destacaba por su elegancia discreta y que ya era un signo distintivo en su círculo. Inmaculada se detuvo un momento antes de que los guardaespaldas pudieran cargar todo su equipaje. Sin dudarlo, tomó una maleta roja de entre sus pertenencias y la llevó hasta el maletero del Rolls, indicando a sus hombres que se encargaran del resto.

—Iré a ver al maestro ahora —dijo con decisión, aunque una sombra de resignación se dibujó en su rostro—. Lleven el resto del equipaje a casa. Cuando el maestro me permita regresar a mi residencia, quiero encontrar todo listo.

Sus palabras, aunque cortas, eran suficientes para que los guardaespaldas comprendieran la importancia de la situación. Con movimientos rápidos y precisos, comenzaron a cargar el equipaje restante en otro vehículo mientras Inmaculada se acomodaba en el asiento trasero del Rolls Royce.

Al cerrar la puerta, el interior del coche la envolvió en una atmósfera de lujo y comodidad. El olor a cuero y madera pulida llenaba el espacio, y la suave vibración del motor al encenderse le recordaba que estaba a punto de enfrentarse a algo serio.

El hombre que se encontraba en el asiento del copiloto, de aspecto joven y con una compostura impecable, se giró ligeramente hacia ella, con una expresión que mezclaba cortesía y preocupación.

—¿Tuvo un vuelo agradable, señora? —preguntó con suavidad.

Inmaculada, que reconocía la voz al instante, no necesitaba ver su rostro para saber que se trataba de Espinosa, uno de los hombres de confianza del maestro. Sabía que las formalidades en ese momento eran innecesarias, y su tono reflejó la urgencia de sus pensamientos.

—Buenos días, señor Espinosa. Podemos ahorrarnos las formalidades —respondió, mientras el coche comenzaba a moverse—. ¿Cómo está el maestro?

La pregunta, aunque directa, estaba cargada de una mezcla de preocupación y determinación. Sabía que el bienestar del maestro era crucial no solo para ella, sino para el equilibrio de muchos intereses en Suryavanti y el mundo. Mientras el Rolls avanzaba por las calles de la ciudad aún adormecida, Inmaculada se preparaba mentalmente para lo que encontraría al llegar a su destino.

El Rolls Royce continuaba su suave avance por las calles de San Miguel, y con cada kilómetro que dejaban atrás, la ansiedad de Inmaculada Montalbán aumentaba. La ciudad, con su bullicio matutino, ofrecía un contraste desconcertante con la tensión que se apoderaba de su mente. Estaba acostumbrada a enfrentar situaciones difíciles, pero en ese momento, una sensación de vulnerabilidad comenzaba a hacerse más presente, como un nudo que se apretaba en su pecho.

Observando el paisaje urbano a través de la ventana, Inmaculada frunció el ceño al notar que no se dirigían hacia las verdes colinas que rodeaban la mansión del maestro. En su lugar, el coche se adentraba cada vez más en el corazón de la ciudad.

—¿No vamos a la mansión del maestro? —preguntó, su voz revelando una mezcla de curiosidad y creciente inquietud.

Espinosa, desde el asiento delantero, giró ligeramente la cabeza para responder, su tono despreocupado, casi como si estuviera comentando sobre el clima.

—Oh, sí, vamos a la mansión del maestro —respondió, una leve sonrisa en su rostro—. Pero ya sabes cómo al maestro le vuelve loco la tarta de queso de "El Palacio del Azúcar". Voy a parar a comprar una, quizás su pastel favorito le haga ser menos duro con usted.

Las palabras de Espinosa, aunque en apariencia inocentes, enviaron una oleada de pánico silencioso a través de Inmaculada. Tragó saliva, sintiendo como si su garganta se cerrara momentáneamente. La idea de enfrentarse al maestro ya era lo suficientemente intimidante, pero ahora, el hecho de que Espinosa estuviera haciendo una parada deliberada para comprarle una tarta, un gesto que parecía destinado a suavizar lo que claramente sería una confrontación, solo aumentaba su miedo. Quería salir corriendo, alejarse de ese coche, de esa situación, pero sabía que no había escapatoria. El maestro tenía un poder que trascendía fronteras y gobiernos; era un hombre del que no se podía huir.

El coche se detuvo frente a "El Palacio del Azúcar", una de las pastelerías más exclusivas de San Miguel, conocida por sus delicias artesanales. Inmaculada observó a Espinosa salir del coche con una calma inquietante, mientras ella permanecía en el interior, intentando controlar la creciente sensación de claustrofobia. La espera, aunque breve, se le hizo eterna. El rugido del tráfico y el bullicio de la gente pasaban desapercibidos, eclipsados por los latidos acelerados de su corazón.

Cuando Espinosa regresó, llevaba una caja cuidadosamente envuelta, junto con una bandeja que sostenía dos pequeños pasteles y un par de cafés. La escena, aparentemente normal, le parecía surrealista a Inmaculada.

—¿Un café y un pastel del diablo? Eran sus favoritos, si no recuerdo mal —dijo Espinosa con una sonrisa, ofreciéndole la bandeja.

Inmaculada asintió mecánicamente, aceptando uno de los pasteles y el café. El aroma del chocolate intenso y el café recién hecho llenó el interior del coche, envolviéndola en una atmósfera que normalmente le resultaría reconfortante, pero que en ese momento solo subrayaba la ironía de la situación. Estaba a punto de enfrentarse al maestro, un hombre que podría ser tan implacable como el propio diablo, y aquí estaba, comiendo un pastel cuyo nombre evocaba a la misma figura.

Tomó un pequeño bocado del pastel, intentando disfrutar del sabor rico y decadente, pero la comida apenas pasó por su garganta, atrapada por la tensión que no dejaba de crecer. Cada masticada parecía acentuar la realidad de lo que le esperaba. No podía evitar preguntarse qué destino le aguardaba.

—Voy a llegar a ver al maestro, ¿verdad? —preguntó finalmente, su voz apenas un susurro, consciente de la reputación que precedía a Espinosa. En los círculos del maestro, Espinosa era conocido como el ejecutor, el hombre que hacía desaparecer a aquellos que se atrevían a ofender o desafiar al maestro.

Espinosa, al escuchar el temor en la voz de una mujer tan poderosa como Inmaculada, no pudo evitar que una sonrisa casi imperceptible cruzara su rostro. Disfrutaba viendo cómo el miedo afectaba incluso a los más fuertes.

—Tranquila, señora Montalbán, no tengo órdenes distintas de llevarla ante el maestro —respondió, con un tono que pretendía ser tranquilizador, pero que, en realidad, solo añadía más tensión a sus palabras—. Después… ¿quién sabe?

La ambigüedad de su respuesta, acompañada de esa sonrisa enigmática, dejó a Inmaculada en un estado de incertidumbre que solo servía para alimentar sus temores. Mientras el Rolls Royce se ponía de nuevo en marcha, dejando atrás la ciudad y dirigiéndose finalmente hacia las colinas que ocultaban la mansión del maestro, Inmaculada cerró los ojos, tratando de calmar su mente.

Cada kilómetro que recorrían hacia el destino final sentía que su destino estaba sellado. Sabía que el maestro no toleraba errores, y aunque no sabía exactamente qué esperaba de ella, podía sentir que algo trascendental estaba a punto de suceder. Aferró la taza de café con fuerza, como si el calor del líquido pudiera proporcionarle la fuerza que necesitaba para lo que venía.

A medida que el Rolls Royce avanzaba y dejaba atrás la ciudad de San Miguel, la sensación de aislamiento crecía en el interior de Inmaculada. Saboreaba el último pedazo de su pastel favorito, pero el sabor, que en otras circunstancias habría sido un placer, ahora parecía áspero, casi difícil de tragar. ¿Podría ser esta su última comida antes de enfrentar un destino que no se atrevía a imaginar? Cada bocado era un recordatorio de lo frágil que era su situación, un contraste amargo con la riqueza y el poder que había acumulado a lo largo de los años.

El paisaje comenzó a cambiar, volviéndose más salvaje y menos familiar. Las calles bulliciosas dieron paso a caminos solitarios bordeados por una densa vegetación. Los árboles, altos y frondosos, parecían cerrarse alrededor del coche, como si quisieran ocultar la carretera del mundo exterior, confinando a Inmaculada en una prisión verde y sofocante. En otras circunstancias, habría disfrutado de la vista, del aire fresco que empezaba a colarse por las rendijas de la ventana, pero esta vez todo se sentía distinto, opresivo.

Mientras saboreaba lo que podría ser su última comida, no pudo evitar que los pensamientos sobre su maestro la invadieran. Recordó cómo había dejado San Miguel hace unos años, confiada en que sus conocimientos y habilidades la mantendrían en el favor del maestro. Había trabajado con primitivos gusanos, criaturas que en sus manos adquirieron un poder inimaginable. Nunca pensó que su investigación, que para ella había sido un avance significativo, acabaría por enfurecer al maestro de una manera tan devastadora.

Inmaculada había perfeccionado una cepa de estos gusanos, dotándolos del poder de cambiar de sexo, una capacidad que podría alterar para siempre el equilibrio de poder en cualquier sociedad. Era una hazaña de ingeniería biológica que le había llenado de orgullo, pero también de un peligroso sentido de independencia. Cuando el maestro se enteró, no solo sintió la traición; sintió que Inmaculada había cruzado una línea inaceptable.

El contacto con Jason, su protegido, había sido la chispa que encendió la ira del maestro. Jason, quien siempre había sido su punto débil, había sido involucrado sin que Inmaculada lo supiera, y la brecha entre ella y su maestro se amplió hasta convertirse en un abismo. Ahora, mientras la fortaleza del maestro se alzaba en el horizonte, imponente y amenazante, Inmaculada no podía evitar pensar en lo ingenua que había sido al creer que podía escapar de las consecuencias de sus acciones.

La mansión que se acercaba no era la típica casa lujosa que se esperaría encontrar en el sudeste asiático. No, aquello era una fortaleza en toda regla, un castillo medieval modernizado para enfrentar cualquier amenaza. El enorme muro que rodeaba el terreno de varias hectáreas era una barrera física y psicológica, una declaración de poder y aislamiento. Cada pocos metros, torretas con ametralladoras automáticas y cámaras de seguridad vigilaban el perímetro, creando un ambiente de constante vigilancia y control. Era, sin duda, una fortaleza inexpugnable, y en ese momento, Inmaculada se dio cuenta de que no había vuelta atrás.

El Rolls Royce se detuvo finalmente frente a la entrada, y el corazón de Inmaculada comenzó a latir más rápido, alcanzando un ritmo frenético que casi podía sentir en su garganta. Las pulsaciones aceleradas resonaban en sus oídos, mientras observaba cómo la puerta masiva de la muralla se abría lentamente, revelando un camino empedrado que llevaba directamente al corazón de la fortaleza. Era un camino largo, de varios centenares de metros, que se extendía como una senda hacia el destino que la esperaba.

Cada segundo que pasaba sentada en el coche, esperando que comenzaran a moverse nuevamente, se sentía como una eternidad. Inmaculada respiraba de manera superficial, consciente de que cada paso que daban la acercaba más a la inevitable confrontación con el maestro. El aire en el interior del coche parecía más denso, como si estuviera cargado con la tensión acumulada durante los años que había estado fuera.

El camino empedrado bajo las ruedas del coche era la única señal de movimiento, un eco monótono que acompasaba sus pensamientos caóticos. Podía sentir cómo la sangre pulsaba en sus sienes, y por un momento, el miedo la paralizó. Quería gritar, pedir que se detuvieran, que le dieran más tiempo, pero sabía que era inútil. El maestro no esperaba, y ella, como todos los demás, debía enfrentar su juicio con la esperanza de salir indemne.

A medida que el castillo se alzaba cada vez más cerca, Inmaculada cerró los ojos, intentando reunir toda la fuerza que le quedaba. Sabía que estaba a punto de enfrentarse a uno de los momentos más difíciles de su vida, y solo podía esperar que el pastel y el café que había consumido fueran suficientes para darle la energía que necesitaría.

Con el corazón aún latiendo con fuerza, Inmaculada bajó del coche cuando finalmente se detuvo frente a la imponente entrada del castillo. El aire estaba cargado de humedad y el aroma terroso de la selva cercana, una mezcla de olores que en otro momento podría haber encontrado reconfortante, pero que ahora solo añadían al peso que sentía sobre sus hombros. Se acercó al maletero y, con un leve temblor en las manos, sacó la maleta roja que había traído consigo, consciente de que su contenido podría decidir su destino.

Mientras se enderezaba, sintió la mirada de Espinosa sobre ella, fría y calculadora, una presencia que solo aumentaba su sensación de vulnerabilidad. Él la observaba con la tarta de queso en una mano, su expresión neutral, pero sus ojos brillaban con una malicia apenas contenida.

—¿Qué traes ahí? —preguntó Espinosa, su tono casual, mientras la guiaba por los pasillos de piedra oscura, cada paso resonando con un eco que parecía amplificar la tensión en el aire.

Inmaculada tragó saliva, su boca seca, y respondió con un susurro que apenas se atrevió a romper el silencio opresivo de los pasillos. —El origen de la disputa con el maestro. Espero salvar mi vida con ello.

Las palabras escaparon de sus labios con un tono de desesperanza, y mientras las pronunciaba, sentía cómo la angustia se apoderaba de ella aún más. El peso de la maleta en su mano parecía haberse multiplicado, como si contuviera no solo sus pertenencias, sino también todas las consecuencias de sus decisiones pasadas.

Espinosa, al escuchar su respuesta, esbozó una sonrisa torcida. Había algo en la mezcla de angustia y derrota en los ojos de la Señora Montalbán que le resultaba casi satisfactorio. Disfrutaría mucho lo que vendría, sabía que el maestro no perdonaba fácilmente, y la idea de castigar a esta traidora lo llenaba de una oscura anticipación.

Mientras avanzaban hacia el despacho del maestro, Inmaculada sintió cómo el frío de los muros de piedra se filtraba en su piel, intensificando la sensación de que estaba entrando en la guarida de una bestia que podría devorarla en cualquier momento. Con cada paso, el sonido de sus propios latidos retumbaba en sus oídos, una constante que le recordaba lo cerca que estaba del juicio final. La puerta del despacho se alzaba ante ellos, y con un último suspiro, se preparó para lo que estaba a punto de enfrentar, sabiendo que dentro de esas paredes se decidiría su destino.