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Capítulo 11: Somersault

—Desde que las calles se volvieron más peligrosas —admitió Joseph mientras me arrebataba el arma—. Y dame eso, podrías lastimarte.

Se alejó rápidamente por la izquierda, tratando de escapar de la cocina. En un ágil movimiento, bloqueé su camino. Me desplacé más rápido de lo imaginado, lo cual me provocó una sensación de mareo inesperado.

Velocidad vampírica… Así que yo también podía hacerlo.

Finalmente, después de algunos meses, estaba empezando a aprender a manejar mis nuevas destrezas.

—No intentes huir, Joseph Blade —le advertí, observándolo con escrúpulo.

—Veo que has estado practicando —comentó con un leve asombro reflejado en sus ojos.

Lo que él no parecía comprender era que esta vez no se saldría con la suya. No permitiría que escapara como solía hacer cuando se veía acorralado.

—¿Qué estás ocultándome? Dímelo —le exigí en un gruñido.

Lo vi tensarse. Su mandíbula estaba apretada, las venas en su cuello resaltaban debido a la presión de sus músculos. Aunque su expresión permanecía inmutable, pude descifrar algo extraño y oculto en su mirada, una especie de fuego invisible chispeando detrás de sus ojos.

—Apártate, Angelique —su voz experimentó un cambio notorio. Era profunda, cargada de una nota de lo que parecía ser odio.

Mi cuerpo tembló. Nunca me había mirado ni hablado de esa manera. Aun así, sabía que debía mantener la compostura.

—Alan tenía razón —me di cuenta—, estás cambiando. Mírate, estás diferente. Eres otra persona.

Tragó con dificultad.

—¡Te dije que te movieras! —repitió con furia.

—¿Y si no lo hago? ¿Me harás daño, verdad? —Mi corazón dio un doloroso vuelco al notar su silencio—. Oh, Dios mío —exhalé con incredulidad—. Sí, me harías daño, puedo verlo en tus ojos.

Sobresaltado, Joseph dio un paso atrás, como si lo hubiera ofendido.

—¿Qué estás diciendo? ¡Cállate!

El miedo se apoderó de mí al escucharlo gritar.

—¿Qué estás escondiendo? Algo está mal en ti, lo sé. —Di un paso más hacia él, temerosa—. ¿Por qué no me dices la verdad? Donovan me habló de ti, mencionó que tú…

Cerré los ojos cuando sus manos sujetaron mis hombros con fuerza mientras me sacudía, iracundo.

—¡Te dije que te callaras! ¡Cállate, cállate!

Sus dedos se cerraron alrededor de mi garganta. Tragué saliva.

Cuando me empujó hacia atrás, di un traspié. Y me sujeté de la pared, intentando no caer.

Advertí el pánico que cruzó sus ojos en el instante en que me vio recobrar el aliento, respaldada en la pared y colmada de angustia. Su temor hacia sí mismo parecía tan profundo como el mío. Su mirada reflejaba arrepentimiento.

Se llevó las manos al rostro, presionando sus ojos bajo sus palmas. Luego cerró los puños en su corto cabello. Trepidaba como si hubiera sido abofeteado.

—Aléjate de mí, Angelique, por favor —me pidió con la voz quebrada, entre respiraciones intermitentes—. Aléjate, algo está mal en mí, te haré daño. Por favor, vete.

En ese momento lo reconocí nuevamente. Su tono herido, que revelaba su deseo de protegerme, de cuidarme. Era el hombre que era incapaz de lastimarme, el que me necesitaba.

—Dime, Joseph, ¿qué ocurre? —Me aproximé, pero se apartó.

—¿No lo entiendes? Angelique, ya no soy el mismo. A veces simplemente no soy yo, podría herirte. Por favor, sal de aquí —Aquella súplica hizo que mi alma se desplomara.

—Pero… ¿qué…? —balbuceé.

—¿Qué sucede aquí? —Nina intervino después de haber entrado de prisa—. Oímos gritos, pensamos en interrumpir antes, pero creímos que no sería oportuno porque…

Apenas fui consciente de las palabras de Nina. Lo único que escuchaba era mi pulso lento. Jerry estaba junto a ella, contemplándome mientras se cubría las heridas del cuello con una mano. Tenía el cabello rubio enmarañado, las mejillas sonrojadas y un aspecto desaliñado. Había manchas de sangre en su ropa, como si hubiera sido salpicado descuidadamente.

—Llama a los chicos, diles que me mantengan alejado de Angelique.

Mi pecho se contrajo al escuchar a Joe pronunciar esas palabras.

No hizo falta un llamado; Adolph y Alan aparecieron en menos de un segundo, desconcertados.

Joseph, visiblemente perturbado, abandonó la cocina soltando maldiciones.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Una pelea? —interrogó Adolph.

Negué con la cabeza.

—Fue algo distinto —expliqué—. Encontré un arma en su bolsillo, le pregunté al respecto y simplemente se alteró. Estaba diferente, me miraba como si me odiara.

Un silencio pesado llenó la habitación, todos con rostros expectantes.

—Trataré de hablar con él —oí decir a Alan, que me dirigió una mirada cómplice.

Me tomó unos segundos comprender que se refería a que intentaría leer sus pensamientos para después contarme.

Una vez que el Zephyr se marchó, Adolph y Nina lo siguieron, abandonando al humano conmigo. Jerry comenzó a lavar su sangre para evitar que volviera a atacarlo.

—¿Te encuentras bien? —pregunté a Jerry—. Quiero decir, ¿algún cambio? Sentidos agudizados, visión nocturna, más velocidad, ¿algún síntoma?

Él se rió mientras secaba sus manos y su cuello con una pequeña toalla de cocina.

—No estoy convirtiéndome en vampiro. De hecho, nunca lograré ser uno —farfulló con ese tono travieso que empleaba para todo. El muchacho sonreía ante cualquier situación y siempre hacía chistes. Me recordaba a Joe, pero con menos sarcasmo—. Escucha, te contaré algo, pero no debes decírselo a nadie.

Asentí precipitadamente, arriesgándome a parecer entrometida.

—Bien. —Me miró a los ojos y dio un paso más hacia mí—. No te preocupes, Angie. Jamás me convertiré en vampiro. Aunque no lo creas, he sido mordido más veces de las que puedes contar, y nunca experimenté el cambio, nunca sucedió nada. Por alguna razón, soy diferente, mi sangre repele la infección vampírica. Jamás seré un vampiro, a pesar de que es lo que más deseo. Por favor, no digas nada. Si alguien lo descubre, podrían intentar aprovecharse y utilizarme como suplemento alimenticio diario. No puedo permitir eso.

La proximidad de ese mortal me inquietaba. Podía sentir los latidos de su corazón, su respiración constante, cada ruido que hacía al tragar, cada sonido humano de su organismo.

Las mordidas no le afectaban… Podría morderlo repetidamente, probar su sangre una vez más si lo deseaba, incluso tumbarlo en el suelo y reclamar su cuello.

Pero también podría matarlo en el intento. ¿Me importaría eso? ¿Jerry me importaba?

—No diré nada —le prometí—. Pero hay algo que no entiendo, Jerry. ¿Por qué? ¿Por qué anhelas ser como nosotros? ¿Deseas ser un asesino? ¿Un monstruo?

Su respuesta no requirió reflexión, la enunció tan rápido como si la hubiera pensado muchas veces antes, o como si la hubiera tenido que repetir innumerables veces.

—Quiero ser joven e inmortal. Eso es lo que me interesa —expuso—. Lo de alimentarse con sangre es sólo el precio a pagar por verte bien el resto de la eternidad. Además, tendría poderes sobrenaturales de vampiro. ¿Quién podría quejarse de tal vida? Mírate, siempre serás hermosa y joven, y vivirás al lado del hombre que amas hasta que el planeta deje de girar. Tienes dinero, sales a divertirte cada noche... ¿Se puede pedir más?

Comprendí su punto de vista.

En el pasado, nunca antes había deseado ser un vampiro, simplemente porque tales cosas no existían para mí. Me había resignado a una vida jodidamente mundana. Universidad, trabajo, matrimonio, hijos, nietos y luego la muerte. La famosa muerte. Ése era el curso natural de cualquier vida.

A todos ellos les aterraba la idea de partir hacia el cementerio. Aguardaban temerosos el encuentro con la calidez de una tumba bajo tres metros de tierra.

Y yo poseía aquello que todos deseaban. Eso por lo que los mortales sacrificarían hasta el último vestigio de humanidad…

La inmortalidad.

—Juventud eterna, ¿eh? —murmuré al tiempo que meditaba sobre las personas que, al envejecer, deseaban retroceder en el tiempo, añorando otra oportunidad para ser jóvenes—. Jamás podré tener la edad legal para beber alcohol, comprar cigarrillos, entrar en un bar o incluso votar. Tener siempre diecisiete es más bien una especie de desgracia.

El muchacho volvió a reír con regodeo. Me agradó ver después de tanto tiempo una encantadora sonrisa humana sin colmillos.

—Aun así bebes alcohol y entras a bares. A la ley sólo le importa lo que aparezca en tu documento de identidad. ¿Qué es la edad en la inmortalidad, después de todo? ¿Tu estado físico o las experiencias vividas? Piénsalo. Además, mira el lado positivo, al menos tienes la edad legal para acostarte con Joe. Eso lo has aprovechado muy bien.

Un tenue rubor ascendió a mi rostro. Sentí calor en las mejillas mientras un poderoso cosquilleo se apoderaba de mi estómago.

Era vergonzoso que alguien afirmara con tanta certeza que un chico me llevaba a la cama. ¿Es que todo el mundo lo sabía? Era como si de alguna manera lo llevara escrito en la frente con letras enormes.

—Jerry, ¿qué edad tienes?

Hubo un breve silencio, una pausa vacilante.

—No lo sé —confesó.

Mis ojos se ensancharon.

—¿Cómo que no lo sabes?

—Nunca tuve algo parecido a una celebración de cumpleaños, no sé cuántos años tengo. No tengo padres, hasta cierta edad fui criado por una anciana latina. Desde que ella falleció, me quedé solo, sirviendo a los vampiros. Supongo que soy joven, pero ni siquiera tengo una identificación o un certificado de nacimiento. Así que no, no lo sé.

Sus respuestas siempre eran extensas, no se limitaba a responder de manera concisa.

—Bueno, si me preguntaras a mí... pareces un joven de quince años, de esos que se ha desarrollado mucho —pensé en voz alta—. Porque eres alto, grande y fuerte, pero tu rostro es angelical, como el de un niño. Y tu voz es jovial, bastante adolescente.

Detrás de sus gafas densas se escondía un rostro agraciado. Y sus brazos bien proporcionados se camuflajeaban con tatuajes que, posiblemente, se extendían hasta su espalda.

—Supongo. —Se encogió de hombros—. ¡Ah, se me olvidaba! Gracias.

Fruncí el ceño.

—¿Gracias?

—Gracias a que me mordiste, Adolph me permitirá quedarme otra noche aquí para observar si experimento cambios o efectos secundarios. Creo que se le llama hospitalidad vampírica —se interrumpió un breve instante—. No tenía dónde dormir.

Por alguna razón, no me costaba creer cada palabra que salía de su boca. Aunque debía admitir que solía ser bastante crédula en general.

—Me voy a dormir, buenas noches —murmuré antes de abandonar la cocina.

Cuando estaba frente a la puerta de mi habitación, preparada para entrar, una mano fría se posó en mi hombro. Me giré rápidamente, asustada.

Alan.

—Necesito hablar contigo —musitó.

Abrí la puerta después de largar un suspiro.

—¿Quieres entrar? —propuse, señalando el interior del dormitorio.

Él negó.

—Será breve —susurró al tiempo que echaba un vistazo a su alrededor, cuidándose de no ser escuchado por alguien más—. Algo está bloqueando la mente de Joe. Desde hace días no puedo acceder a sus pensamientos. Siento que está cambiando de alguna manera, hay algo diferente en su forma de actuar. Hace un rato mencionaste que te miró de manera extraña, como si te odiara. Eso mismo ocurrió el día que estalló en celos y me quiso atacar. ¿Lo recuerdas? Aquella vez que mi padre llegó con todo el asunto de la daga. En ese momento, noté sus ojos colmados de furia. Nunca antes había reconocido un auténtico sentimiento de odio en él, pero ese día sí, como si por un instante fuera otra persona, ¿no es así?

—Eso es exactamente lo que pasó —confirmé entre susurros—. ¿Tienes alguna idea de lo que está sucediendo?

Sacudió la cabeza.

—No tengo la menor idea. Pero intentaré averiguarlo, te lo prometo. Por lo pronto, mantente cautelosa con Joe, hay algo muy raro en todo esto —exhaló despacio—. Me iré para que puedas dormir; te ves exhausta.

Se marchó a grandes zancadas, con las manos en los bolsillos.

Posiblemente no existe un hombre más correcto y elegante que él, pensé mientras lo veía avanzar en la solitaria oscuridad.

Una vez que entré a mi habitación, contemplé mi reflejo en el espejo. Agotada, noté las sombras que oscurecían la zona bajo mis ojos. Lucía fatal.

Tras mi rutina de ducha y pijama, me preparé para dormir. Cerré los ojos, envuelta en un mar de sábanas, cuando de repente comencé a escuchar golpes.

Me incorporé con los ojos bien abiertos. Los ruidos persistieron. Era como si las ventanas y puertas estuvieran siendo azotadas por el viento. No obstante, seguían cerradas.

El sonido se intensificó. Parecía que una ráfaga de truenos estuvieran atravesando el techo. Todo crujía, como si la casa estuviera desmoronándose. Por un momento, temí que las paredes cayeran sobre mí y me aplastaran.

Con el corazón golpeando con fuerza mi pecho, me levanté de la cama, arrojando las sábanas al suelo. Corrí hacia la puerta e intenté abrirla, pero parecía que alguien la estuviera sujetando desde el otro lado.

La atmósfera se tornó gélida, tanto que de mi aliento se desprendía un rastro de vaho blanco. Un escalofrío de pánico recorrió mi cuerpo. Cuando traté de abrir la ventana, también estaba sellada. Era imposible correr los cristales.

No tengo a dónde huir.

Exploré el entorno en busca de alguna salida o explicación para los incomprensibles sonidos. Sin embargo, todo estaba quieto, como en una pintura, salvo por las siluetas que se deslizaban por las paredes entre luces y sombras.

Un perfume saturó el aire, algo peculiar y picante; canela y rosas. Cuando el suelo comenzó a temblar bajo mis pies, grité, hasta que algo me inmovilizó. Una presencia etérea sujetó mis brazos, impidiéndome moverlos.

—Shh —murmuró alguien detrás de mí.

En ese mismo instante, todo cesó.

Las sombras dejaron de danzar en las paredes, el bullicio se desvaneció, el frío se terminó y el suelo dejó de oscilar. Lo único que persistió fue ese inconfundible aroma a canela y rosas. Entretanto, un álgido aliento susurraba en la parte trasera de mi cuello, provocándome espasmos:

—Sólo soy yo, Darius.

Jadeé, intentando tranquilizar mis latidos acelerados. Después de unos segundos, logré componer mi semblante y adopté una mirada fulminante para enfrentar a Darius. Al verlo, me quedé atónita. Era más bien algo transparente, como un espectro sin cuerpo. Apenas podía distinguir el contorno de su silueta, como dibujada entre una nube de niebla azulada que era atravesada por la luz.

Vestía con su típica ropa antigua y elegante de épocas pasadas, como si estuviera a punto de interpretar un papel en una obra de Shakespeare. Su cabello revuelto era de un tono marrón, sus ojos de un azul celeste y su piel mortalmente pálida. Darius siempre había sido un fantasma, pero nunca antes había parecido uno, no de esa manera.

Mis ojos se abrieron aún más y dejé escapar un grito ahogado. Él esbozó una sonrisa, traslúcida como el cristal.

—Tú… eres… —balbuceé.

Su sonrisa se hizo más amplia.

—¿Un fantasma? —sugirió—. ¡Qué novedad!

—¡Muy gracioso! —protesté—. ¿Quieres matarme de un infarto? ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Y por qué eres tan… invisible? ¿Por qué has hecho todo este teatro?

—¡Eres tan graciosa cuando te quejas como niña de diez años! —se burló—. No, no quiero matarte; necesitaba llamar tu atención. Cuando eres así de invisible, la gente no te ve demasiado —se alejó, dando pasos hacia atrás sobre sus incorpóreos pies—. Pasé a saludarte y a charlar un rato contigo.

—Oh, bueno, hola, D. —Me puse una mano en el pecho—. ¡Dios! Me asustaste, y ahora pareces realmente alguien muerto. Sabes, has cambiado un poco desde la última vez que te vi. Creo que recientemente estás mucho más pálido, deberías salir al sol. ¿Qué te pasó?

A Darius no le causó gracia, permaneció serio.

—No debería estar aquí. —Su rostro era hosco, su boca formó una línea recta—. Angelique, si soy esto… ya sabes… transparente, es porque éste no es el lugar al que pertenezco. ¿Recuerdas que te dije que debía cumplir con la misión de cuidarte para irme y descansar en paz? Bien, he completado esa misión hace mucho. Si todavía sigo aquí, es por el aprecio que te tengo, porque pareces tener incontrolables tendencias suicidas y te metes en más problemas que un libro de matemáticas. Pobre de tu ángel de la guarda y conciencia, parece que nunca los escuchas.

—¿El mismo discursito de Joe? —proclamé—. ¡Pero si no he hecho más que salir con mis amigos! No es mi culpa. Además, para eso estás tú. Eres como mi ángel de la guarda y mi conciencia.

—No por siempre —manifestó fríamente—. Algún día no estaré aquí.

—Gracias por venir —suspiré, tomando asiento sobre la cama. La silueta de Darius se desplazó más cerca de mí, como una especie de proyección—. Tengo tantas preguntas que hacerte. Y, por cierto, gracias por ayudarme a sacarme de encima a Donovan.

Él cruzó los brazos sobre su pecho.

—De nada. Ya sé que tienes muchas cosas rondando en tu cabeza que probablemente quieres preguntar. Para eso vine. Una vez más, he venido a darte una advertencia, puesto que no me dejan intervenir demasiado en la vida de los mortales, y menos ahora que ni siquiera tengo por qué hacerlo.

—Joe está… —comencé.

—Lo sé —me interrumpió—. Sé que esto sonará raro, pero debes confiar en Joe y apoyarlo. Él jamás haría nada para lastimarte, puedes creerme cuando te lo digo. Joseph estará enredado en problemas y no debes perder la fe en él, porque si lo haces, perderá la confianza en sí mismo. De ahora en adelante, te necesita mucho. Es todo lo que puedo decirte, no tengo permitido mencionar nada más. De todas formas, ya te habrás dado cuenta de los cambios que está sufriendo. No siempre es capaz dominar la oscuridad que habita en él. Aunque creas que te oculta cosas, te ha dicho todo lo que sabe. Y eso es que no debería estar aquí, entre los vivos. La gente normal no vuelve de la muerte como lo hicieron ustedes dos.

—Pero…

—No te diré nada más, no insistas —me cortó.

Asentí, resignada.

—Sobre Jerry…

Darius sonrió, pero no fue un gesto dirigido a mí. Sus labios azulados y desvaídos se habían curvado involuntariamente.

—Está bastante desquiciado, pero puede hacer reír a cualquiera —aseguró—. Eso no quiere decir que sea inofensivo. Sin embargo, no debes saber nada más. ¿No has escuchado la frase "tu corazón sabrá en quién confiar"? Bueno, escúchalo. —Vacilante, Darius puso uno de sus afilados dedos blancos sobre sus labios en gesto pensativo—. Y antes de que lo preguntes… Donovan será el menor de tus problemas. Pobre chico.

¿Pobre chico? ¿No estábamos hablando del mismo Donovan malvado que todos conocíamos?

—Hiciste un buen trabajo dando un monólogo —lo felicité con sátira—. ¿No has considerado incursionar en la política? Consigues utilizar a la perfección esa estrategia para que no te pregunte nada nunca.

Darius se movía de un lado a otro con inquietud y nerviosismo, casi parecía que no escuchaba nada de lo que le decía. El aire a su alrededor era glacial, emanaba una especie de aura frígida que flotaba con su cuerpo traslúcido.

—Ha sido todo por hoy, niña revoltosa —dijo, deteniéndose en su sitio antes de mirarme de forma muy extraña, con chispas azules radiando de sus ojos, como diminutas estrellas—. Adiós, espero que nos volvamos a ver.

—¡Espera! —alcé la voz tan rápido como pude para detenerlo, aunque era demasiado tarde.

El fantasma desapareció, esfumándose en un periquete. Con él se fue toda la luz de la habitación. El aire frío comenzó a disiparse con lentitud.

***

Había logrado dormir unas cinco horas cuando el sol despuntó desde el este del cielo, segregando luz blanquecina sobre las ventanas de mi dormitorio. Las pesadillas se habían vuelto demasiado intensas como para seguir durmiendo. De vez en cuando, dormir era algo aterrador. Cada vez que despertaba, agradecía con alivio que todo hubiese sido un sueño.

Algunas veces deseaba despertarme de la vida real tan fácilmente. Lamentablemente, de las pesadillas de carne y hueso no podía escapar.

Joe.

Su nombre resonaba en mi cabeza al tiempo que un dolor se extendía en mi pecho. Lo echaba de menos, lo necesitaba de vuelta. Al de siempre. Cuando decidí tomar mi desayuno, él ya no se encontraba en casa, lo cual me mantuvo en silencio mientras especulaba sobre su paradero.

—Jerry se quedará aquí —dijo Nina mientras servía el desayuno. No había estado demasiado concentrada en la conversación, pero esa frase llamó mi atención. Ella le hablaba a Adolph, con firmeza—. No quiero discutir contigo por eso. Lo conozco lo suficiente, no es peligroso.

Alan me miró de reojo, con una expresión que podía significar cualquier cosa.

Jerry también estaba presente, observando desde lejos lo que parecía ser más una discusión de pareja que una disputa grupal sobre la estadía de un mortal.

—¿Me oíste bien, Jerry? Te quedarás aquí, ¡aunque no quieras! —gritó mi amiga.

No podía decir si su cólera era auténtica o fingida. La chica rara vez perdía el control de sus emociones, pero cuando quería parecer enojada, lo lograba sin esfuerzo.

El humano asintió de forma juguetona.

—¡Demonios! Qué chica tan dominante. ¿Al menos puedo irme al trabajo? —preguntó con diversión.

Ella soltó un gruñido antes de sonreír traviesamente.

—Lárgate ahora, niño —le contestó.

—Espera, ¿tú trabajas? —intervine.

—¿Qué creías? ¿Que me ganaba la vida como los chupasangre? Por supuesto que trabajo, soy empleado en Midtown Comic.

El muchacho se marchó con su mochila en los hombros.

Un par de horas más tarde, el tema de conversación pasó a ser la habilidad de leer mentes de Alan.

—No pienso jugar ningún partido de póker con este chico —decía Adolph.

El Zephyr se reía.

—Hemos hecho esto antes, me has ganado incluso. Ya te lo dije, no me complace leer mentes en un partido de póker, no tiene gracia alguna hacer ese tipo de trampas.

—¿No has considerado ir a Las Vegas? —le recomendé—. Podrías ganarte la vida así.

Antes de que comenzaran a hacer bromas sobre ello, Jerry cruzó la puerta de entrada jadeando, como si viniera de una larga persecución. Su semblante lucía pálido, con una expresión de emoción, igual que un niño. Los cuatro nos volvimos hacia él.

—Noticias… Tengo noticias —dijo sin aliento.

Adolph se levantó de su silla.

—¿Tu turno en el trabajo acabó antes, mortal?

Jerry negó.

—Donovan… —empezó, inclinado con las manos sobre sus rodillas—. El tipo fue asesinado esta madrugada. Estuve conversando con una chica de la antigua pandilla, parece que tienen la intención de desistir con la venganza de Deborah, pues piensan que sin Donovan no conseguirán más que matarse a sí mismos. Después de todo, han visto pelear a Joe, y creen que el resto de ustedes puede ser igual de peligroso…

—Está bien, lo entiendo —lo silenció Adolph. Los demás permanecimos perplejos ante la noticia—. ¿Cómo fue asesinado? ¿Lo sabes?

—Balas de plata.

El rostro de nuestro líder estaba lleno de dudas, sus ojos estrechos y recelosos.

—Dice la verdad —confirmó Alan.

—Pero, ¿quién lo mató? —interrogué, confusa.

—Eso es un misterio, preciosa —aclaró Jerry con una sonrisa pícara.

Aunque la noticia debía ser positiva, no la sentí así en absoluto. Algo asaltó mi pecho, un temor o inseguridad. No era que Donovan me importara, pero al recordarlo llorando sobre mí la noche anterior, experimenté sentimientos extraños, como lástima o incluso pena.

Es Donovan Fox, no debes sentir eso.

Lo importante era que ya no estaba. Jamás volvería a molestarme.

"Donovan será el menor de tus problemas. Pobre chico", había dicho Darius, y ahora lo entendía. Sabía de su muerte.

—Si no les importa, me gustaría salir un rato con Angelique —dijo Jerry, buscando aprobación en la mirada de Adolph.

Fruncí el ceño, extrañada.

—Creo que deberías preguntarle a ella primero —propuso Alan.

—Ahora que Donovan no está, creo que no habrá problemas —aceptó Adolph—. Pero si tiene un solo rasguño cuando vuelva, la pasarás muy mal. No se lleven el auto.

Jerry me tomó de las manos y me sacó del sofá a toda velocidad.

—Espera, debo arreglarme, no puedo salir así —me quejé.

El muchacho se quedó frente a mí y, sosteniendo esa sonrisa encantadora, pasó delicadamente sus manos por mi cabello al tiempo que lo peinaba con sus dedos. Subió uno de los tirantes de mi camiseta, el cual se había deslizado fuera de mi hombro, y examinó mi rostro mientras sujetaba mi barbilla.

—Estás hermosa, vamos —aseguró antes de arrastrarme hacia la puerta.

Agarró mi abrigo del perchero y me indicó que alzara los brazos para ponérmelo.

Una vez que estuvimos bajo la ardiente luz solar, lanzó un casco hacia mí y me condujo hacia la moto. A pesar de que había otras dos motocicletas en el lugar, se instaló detrás de mí, encendió el motor y aceleró. Sus manos sobre las mías en el manillar controlaban la velocidad y dirección. Sus brazos me envolvían, su aliento acariciaba mi nuca y su calor atravesaba la ropa hasta mi espalda.

¿A dónde demonios me llevaba?

Después de aparcar en una calle desierta con comercios abandonados, me ayudó a quitarme el casco.

—¿Dónde estamos? —mascullé.

—Esperaba que pudiéramos hablar a solas. También quería mostrarte algo verdaderamente interesante. Vamos —respondió antes de señalar hacia una cabina telefónica en la esquina.

Algo extrañamente desconcertante envolvía la situación. No tenía la menor idea de dónde me encontraba.

—¿Esto es Nueva York? —indagué, explorando mi entorno en busca de algún indicio reconocible.

Despreocupado, el muchacho cogió mi mano y me guió hacia la cabina telefónica. Era un espacio pequeño con cristales en las paredes de hierro. Un teléfono bastante gastado descansaba en el centro.

—Conoces menos de lo que crees Nueva York. Conoces menos de lo que piensas el mundo, Angie —comentó mientras rebuscaba a tientas en los deshilachados bolsillos de sus pantalones—. ¿Tienes una moneda?

Arrugó la frente, todavía buscando.

Luego de revisar mis bolsillos, negué con la cabeza. Finalmente, Jerry sacó una moneda de su mochila, la introdujo en la ranura del teléfono y marcó un número, del cual no me molesté en tomar nota. Después de unos segundos, volvió a colocar el auricular en su lugar sin haber entablado conversación alguna.

Parpadeé varias veces, confusa.

De repente, todo se tornó más oscuro. Mis ojos se adaptaron lentamente a la súbita negrura mientras el mortal me observaba entre las sombras.

—¿Qué pasó? —pregunté.

Era como si hubieran apagado repentinamente la luz del sol.

—Mira a tu alrededor.

La cabina telefónica me rodeaba, pero no se refería a eso. Más allá de esas paredes transparentes, la noche se cernía como si, en un instante, un astro hubiera emergido para eclipsar al sol. La calle, desierta unos minutos antes, ahora estaba repleta de gente y no se asemejaba en nada a aquella con comercios abandonados. Ésta era una vía sin asfaltar, repleta de individuos siniestros deambulando sin rumbo, con una expresión de satisfacción en sus rostros.

Solté un grito ahogado, sorprendida.

—¿Qué diablos está sucediendo? —logré articular.

La sonrisa de Jerry se amplió al tiempo que alzaba de forma irónica su sexy ceja del piercing.

—Los que conocemos la magia estamos familiarizados con este lugar —comentó mientras abría la pequeña puerta de la cabina—. Bienvenida a la Ciudad Subterránea, Angie. Debajo de Nueva York yace Somersault, un enclave para criaturas de toda índole.

Exploré mi entorno al tiempo que seguía al mortal a través de la suave arena. Figuras estrafalarias se paseaban en grupos y parejas. Algunos vestían tan extravagantes y coloridos que parecía que llevaran disfraces, otros iban completamente de negro, y algunos optaban por el blanco. Cada persona emanaba excentricidad, desafiando cualquier estereotipo convencional. Mi corazón galopaba, inundado de miedo. A pesar de que aquellas personas no me prestaban atención, su sola presencia era tan escalofriante que algo palpitaba en mis nervios.

La Ciudad Subterránea no correspondía a la imagen tradicional de algo bajo tierra. Todo se iluminaba con tonalidades púrpuras y violetas, el cielo se extendía sobre nosotros en un negro profundo. Estrellas plateadas resplandecían como diamantes, miles de puntos luminosos que en una ciudad normal serían inapreciables. Sin embargo, lo que captó mi atención fue la luna violeta que flotaba en las alturas, grande y llena, como extraída de un cuadro.

—Éste es el único lugar donde la luna brilla de color violeta —me explicó Jerry después de haber seguido mi mirada hasta el oscuro firmamento—. Si eres un visitante, posiblemente creas que la luna es de ese tono. Pero los que conocemos este lugar como la palma de nuestra mano, sabemos de las leyendas que circulan por aquí. En realidad, ésa no es la luna. Se dice que es otro astro, una gran estrella de la cual provienen deidades mitológicas. Si observas a tu alrededor, hallarás criaturas extrañas: vampiros, humanos, hechiceros, brujos, demonios e incluso algún dios. Somersault es uno de los pocos lugares donde puedes convivir libremente con seres de todas las clases y especies.

—¿Estás bromeando, verdad? ¿Me estás tomando el pelo?

—No —contestó sin el menor atisbo de sarcasmo en su voz—. Y ¿sabes por qué es el lugar perfecto para las fiestas desenfrenadas? Porque siempre es de noche, el amanecer nunca llegará mientras estemos aquí. También porque puedes mezclarte fácilmente con cualquier criatura mítica.

—Eso que hiciste con el teléfono…

Había tantos olores en el aire que no podía distinguir alguno específico, por tanto, no lograba diferenciar si alguien era humano, o vampiro, o lo que sea que fuera.

—La cabina es un portal. Hay varios en Nueva York. Se encuentran en estaciones subterráneas de trenes, bosques o algunos clubes, pero no mucha gente sabe de ellos. Como te dije, sólo aquellos que han tenido encuentros con la magia conocen esto. —Tomó mi brazo mientras caminábamos—. No te separes de mí.

El terreno abierto empezó a tomar forma de un callejón estrecho, rodeado de estructuras que se asemejaban a casas o bares.

—¿Cómo es que puede existir algo así? —diserté.

—No estoy muy seguro, pero se cree que algo sobrenatural e invisible rodea a los lugares como éste para ocultarlos de los seres humanos.

—¿Quieres decir que hay más de estas ciudades sobrenaturales?

—Obvio, lindura. Cualquier cosa que consideres imposible es alcanzable en nuestro universo. Hay más de mil dimensiones abstractas a las que se puede viajar, hay más magia de la que podrías imaginar y una multiplicidad de seres extraños de los que quizás apenas hayas oído hablar. Me extraña que no puedas aceptarlo, siendo tú misma una vampira, Angelique. ¡Un ser de la noche!

Contemplé un angosto tunel al final de la calle, que parecía ser la entrada hacia algún otro lugar. Cuando estuvimos delante del pasadizo, Jerry dejó de moverse y tiró de mi brazo para evitar que pudiera seguir dando pasos.

—¿Y por qué me trajiste hasta aquí? —pregunté aún incrédula.

—Porque quería que conocieras esto... y porque tengo que decirte algo. —Él se mostró sereno e inexpresivo—. Cuando me enteré de la muerte de Donovan, escuché rumores sobre quién lo asesinó. He oído que Joseph fue el responsable y quería contártelo personalmente antes de comentárselo al resto de los chicos. —Me adelantó, pero cuando quise seguirlo, me bloqueó el paso estirando uno de sus brazos—. Angie, a partir de aquí quiero que camines con los ojos cerrados. Hazme caso, yo te guiaré. Sólo no mires —Se situó detrás de mí y atrapó mis brazos—. Cierra los ojos.

—¿Pero… cómo que Joseph…?

—¡Que cierres los ojos! —alzó la voz antes de empujarme hacia la oscuridad del túnel.

La negrura nos envolvió por completo. Por un instante, sólo sentí las manos de Jerry apretando mis bíceps. Escuchaba un silencio opresivo y únicamente veía una lobreguez fatal e infinita. Después, resonaron gritos, como si cientos de personas clamaran desesperadas por sus vidas, acompañados de chillidos satánicos de maldad.

Sobresaltada, di un paso atrás, y mi espalda chocó contra el abdomen de Jerry. Se sintió igual que tropezar con una piedra. Él me agarró con firmeza, impulsándome hacia adelante.

De súbito, mi corazón dio un vuelco y me quedé sin aliento al ver a Joe. Se hallaba en un halo de luz blanca al final de la calle, sus colmillos manchados de sangre al descubierto, sus ojos fulgurando fuego. Avanzaba hacia mí como un depredador, dando pesados pasos en la arena. Cuando las manos de Jerry me apretaron con más fuerza, solté un grito y me giré hacia él.

El terror me golpeó una vez más al darme cuenta de que no era Jerry quien estaba delante de mí, sino Joe. Sujetaba mis hombros mientras me perforaba con una mirada pérfida. No obstante, aquellos no eran sus ojos, tampoco olía como él, apenas se parecía al verdadero. No me sostenía de la misma manera que Joseph lo hacía. No podía ser el mismo vampiro, no podía serlo.

Cuando levantó su mano derecha, algo brilló en su puño. Parpadeé hasta que pude enfocarlo: una navaja.

Todavía con sus colmillos punzantes goteando sangre, apuntó el arma hacia mi pecho. Mi garganta se cerró por el pánico, mis pies pesaban como si estuvieran anclados en la arena. Cuando abrí la boca para gritar, el cuchillo se movió, destellando rápidamente ante mis ojos. Un sonido metálico cortó el aire. Joe permanecía inmóvil delante mí.

Toqué mi pecho en busca de una herida, pero no sentía dolor. No había ningún daño físico.

Joe separó los labios, desesperado por decir algo, mas no salió ningún sonido. Era como si su voz se negara a brotar. Bajé la mirada hacia su pecho y descubrí la empuñadura de la navaja sobresaliendo de su caja torácica.

—¡Joe! —grité, aterrorizada.

Y el suelo se abrió bajo mis pies. Simplemente caí en un abismo apocalíptico.