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Capítulo 10: Perfume de la noche

Donovan avanzó de un salto hacia mí. A pesar de su mirada homicida, no parecía dispuesto a hacerme daño. Su semblante mostraba agotamiento y abatimiento: presentaba oscuras manchas bajo sus ojos, los cuales se habían vuelto de un color escarlata. Su ropa lucía polvorienta, descuidada. No parecía ser el mismo chico comprensivo y servicial que me había obsequiado un oso de peluche cuando estábamos juntos. Era una versión completamente distinta.

Opté por el silencio, reprimiendo unos cien insultos y palabrotas impronunciables que me pedían salir. Cuando lo miré con desaire, estrechando los ojos, suspiró.

—He escuchado cosas sobre Joe. Los rumores corren muy rápido —comentó con aversión—. Oí que tienen protección, protección mayor, pero apuesto a que no sabes que esa protección va dirigida sólo a Joe, no al resto de ustedes. También se murmura que anda envuelto en actividades turbias.

—¿De qué estás hablando? Si tienes algo que decirme, hazlo con claridad, sin medias tintas —demandé.

Se le escapó una risa.

—¡Nah, no me creas! Después de todo, sólo son rumores, nunca son ciertos. En cualquier caso, ¿por qué te diría la verdad? Sé que crees que soy un maldito mentiroso.

—Donovan, no tengo tiempo para tu cinismo. Dime de una vez qué quieres de mí.

La expresión en su rostro no cambió.

—¿Para qué te lo diría? ¿Acaso me lo darías? Lo dudo —su tono denotaba irritación—. Como vampiro, aprendí que si deseas algo, tómalo. No esperes a pedirlo.

—Bueno, si insistes en seguir conversando, yo paso. Me largo.

Me desplacé hacia mi motocicleta en el suelo. Mientras me inclinaba para enderezarla, percibí un estruendo ensordecedor a lo lejos. Al levantar la vista, una docena de motociclistas emergieron de la oscuridad tras Donovan.

Descendieron de sus vehículos y formaron un semicírculo a las espaldas del Succubus, con gestos que presagiaban su intención de aniquilarme. Tan pronto como los vi aparecer, supe que me encontraba en apuros. Di un traspié al retroceder y me precipité de nuevo hacia las escaleras de hierro, trepándome en ellas. Subí con agilidad, escuchando el crepitar del metal, y al mirar hacia abajo, vi a Donovan y sus seguidores escalando para alcanzarme.

La escalera se sacudió, emitiendo más crujidos. El Succubus estaba tan cerca de mí que podía escucharlo respirar con fuerza. Otro estrepitoso ruido me sobresaltó. Sonaba como si el metal se estuviera quejando por la carga que soportaba. Cuando miré hacia mis pies, la parte inferior de las escaleras se desprendió, arrojando a la mayoría de los vampiros hacia el adoquinado repleto de basura. Los escuché soltar gruñidos y exclamaciones mientras caían. No obstante, Donovan no corrió con la misma suerte, debido a que estaba casi a la misma altura que yo.

Con las palmas ardiendo por las cortaduras que me había hecho con el hierro oxidado de las escalerillas, comencé a sentirme débil. Mis extremidades flaqueaban y no siempre respondían. Los cuatro pisos se estaban volviendo infernalmente interminables.

Cuando finalmente divisé el borde del tejado, salté hacia arriba. Luego de tropezar, caí en la azotea, rodando por el suelo.

Necesité un momento para recobrar el aliento. Yacía boca abajo, apoyada sobre mis codos para conseguir alzar la cabeza y respirar. Sin embargo, de mi boca seca únicamente se escapaban jadeos. Mis manos sangraban, mis pantalones estaban un poco rasgados y tenía la impresión de que mi rostro había perdido color.

Joe, ¿dónde estás cuando te necesito? Sonó mi propia voz dentro de mi cabeza.

De repente, Donovan saltó sobre mí. De un segundo a otro, su rostro estaba sobre el mío y un objeto frío presionaba mi garganta.

Un cuchillo.

—Si comprendieras las leyes de nuestra especie, sabrías que asesinar a uno de los míos me concede el derecho de hacer lo mismo con uno de los tuyos —murmuró tan próximo a mis labios que sentí su aliento rozarme—. No sólo has sido una completa perra, sino que también mataste a Deborah. Ella era la fuente de mi poder. Si no fuera por ti, sería más poderoso que tu amiguito Alan. Y ya que infringiste la ley, me otorgaste el derecho a hacerte trizas. Empezaré contigo, luego Joe, y finalmente el trío de idiotas: Adolph, Nina y Alan.

No nombró a Jerry, me di cuenta. Aunque no estaba segura de por qué estaba pensando en ello en ese preciso instante.

—Qué leyes tan justas —intenté que mi voz sonara mordaz, pero apenas logré gruñir en un susurro—. ¿Dónde queda la defensa propia? ¿Eso existe en tus absurdas normativas? Porque, según recuerdo, Deborah intentó acabar conmigo primero.

La navaja de Donovan se hundió más dolorosamente en mi piel.

—¡Vaya! Eres más inteligente de lo que pensaba. ¿Ahora me dirás que quieres un juicio? —su voz tenía un aire juvenil a pesar de que trataba de evitarlo—. Bueno, seamos honestos, me importan un cuerno las leyes y las protecciones que puedan tener. No quiero matarlos para hacer valer la ley, quiero hacerlo porque me apetece. ¿Entiendes?

Él parecía más fuerte que la última vez que nos encontramos, incluso más poderoso. Debido a su peso sobre mi cuerpo, no podía moverme ni respirar adecuadamente. Sobre sus hombros, divisé el firmamento en las alturas, el cual segundos después fue invadido por un enjambre de vampiros saltando desde todas partes. Venían de los tejados de otros edificios, desde los balcones y desde el mismo cielo. Aterrizaban en la azotea, formando un círculo alrededor de nosotros.

La helada caricia de la daga en mi cuello se detuvo. Cuando Donovan sostuvo su arma en lo alto, cerré los ojos, anticipando que la hundiría en mi pecho. En cambio, oí cómo mi camiseta se rasgaba. Al abrir los ojos, lo vi sujetando la empuñadura del cuchillo, cortando la tela de mi ropa. Grité y forcejeé, pero los demás vampiros me inmovilizaron. Donovan se enderezó, sentado sobre mi cadera, mientras desplegaba sus colmillos afilados como navajas.

—¡Suéltenme! —bramé.

—No creíste que iba a asesinarte sin hacerte mía primero, ¿o sí? —lo oí decir.

Entonces inclinó su rostro hacia mi cuello y me mordió. Primero una punzante agonía me invadió, seguida de un placer efímero y luego un terrible ardor en todo el cuerpo, como si me consumiera entre llamas.

—¡Donovan! ¡Déjame, asqueroso infeliz!

Mi cuerpo convulsionaba por la puzante mordida. Estaba quemándome, igual que la primera vez que fui mordida siendo humana, y mi sangre fluía abundantemente hacia su boca. A medida que el dolor se intensificaba, más me debilitaba. Sollocé, temiendo perder el conocimiento. No podía permitirme desfallecer o este monstruo podría hacerme cualquier cosa.

—¡Maldito, eres repugnante! —seguí insultándolo entre siseos de sufrimiento.

Intenté mover mis extremidades, pero los vampiros me sujetaban con fuerza las muñecas y tobillos. Lo único que podía hacer era dar alaridos mientras trataba de liberarme. Mi garganta se sentía agrietada y seca, como si tragara ceniza y clavos en lugar de saliva.

"Angelique, calma, tranquilízate", resonó una voz plácida y masculina en el interior de mi cabeza.

Darius Ross.

"No luches, relájate".

En ese instante, desistí, obedeciendo al fantasma que hablaba en mi mente. Me quedé quieta, dejando de gritar. Cada parte de mí ardía como si estuviera envuelta en fuego.

Casi inmediatamente, el vampiro retiró sus colmillos de mi cuello, apartó su rostro y me miró con frialdad.

—¿Qué pasa? ¿Vas a colaborar conmigo? —me preguntó.

"Sí, dile que sí", me instruyó Darius en mis pensamientos.

La fuerza únicamente me alcanzó para asentir apáticamente con la cabeza mientras el dolor en mi cuerpo se disipaba lentamente.

—Hmm… interesante —murmuró el Succubus antes de dirigirse a su séquito—. ¡Es suficiente, suéltenla!

Una vez que los vampiros me liberaron, tomé una profunda bocanada de aire, sintiendo el áspero roce del aire en mis pulmones.

"Implórale, ruégale que te escuche", me instó Darius.

"¿Estás loco?", le respondí sin hablar.

"¿Quieres vivir o no?" Su tono era igual de sardónico que siempre.

Jadeé un poco antes de poder articular palabras.

—Donovan… por favor, no me hagas daño. Escúchame —hice un enorme esfuerzo para que eso sonara como una súplica en lugar de un insulto.

Sus caninos dilatados goteaban sangre sobre mi ropa desgarrada. Su rostro permanecía impasible, tan inmutable como una estatua. Sin un atisbo de emoción.

—Te escucho, linda. —Me apretó el cuello con una de sus manos, como si estuviera a punto de ahorcarme.

"¿Y ahora qué?", pregunté en mi interior a Darius.

"Dile que lo entiendes, que sabes cómo se siente. Sé sutil, sabes actuar".

—Créeme, Donovan, te entiendo. Sé cómo te sientes —el tono de víctima me salió mejor de lo que imaginaba—. Perdóname, por favor.

Oí en mi cabeza la risa fantasmagórica e irónica de Darius.

—¿Dé qué hablas, princesa? ¿Por qué estás pidiéndome perdón? —Donovan ahora hablaba de forma más cáustica.

"¿Por qué estoy pidiéndole perdón, Darius?"

"No lo sé, esa parte la agregaste tú", me respondió. "Ahora dile que lo quisiste y que sabes que está solo, perdido.

Exhalé, asqueada de tener que mentir de esa manera para preservar mi vida. ¿Qué había pasado con mi orgullo? ¿Y con todo el odio que le profesaba?

Al ver sus ojos, advertí que era cierto: estaba perdido. Por alguna razón, su mirada lucía vacía, sin alma. Con la escasa compasión que me quedaba, reuní fuerzas para posar mis frías palmas contra sus mejillas calientes.

—Donovan, no estás solo. Te lo aseguro, muchas veces me he sentido igual. Mírame, no quieres matarme, no quieres hacerme daño. No eres un monstruo, lo sé, porque confío en ti. Te quise mucho, y aún lo hago. Sé que no me lastimarías.

Sus rasgos se transformaron: su mirada ahora reflejaba horror, como si temiera que pudiera herirlo.

—¿Qué intentas, niñita?

Aparté con delicadeza los cabellos de su rostro. Presentía que aquello era lo que él necesitaba, ser cuidado. Lo noté en la expresión dolorosa que dirigía hacia mí. Anhelaba profundamente que lo amaran.

"Ya lo entendiste", dijo el fantasma de mi cabeza.

—Todavía hay gente que te quiere. Por favor, no me lastimes, no me defraudes —le dije, infundiendo una nota de dramatismo—. ¿Crees que no sé lo que significa sentirse solo y traicionado? No guardes rencor dentro de ti, eso sólo te destruirá.

—¿Qué es lo que estás haciendo? ¡No sabes nada de mí! —alzó la voz, perturbado.

Desesperada por calmarlo, lo atraje hacia mí, acariciando su cabellera con mis dedos. Él se rindió, recostando su rostro en mi pecho como un pequeño indefenso. Sorprendentemente, sus ojos se nublaron de lágrimas que empaparon mi cuello. Él despedía un aroma a humo y ciudad.

Después de un minuto, se apartó. Sus inescrutables ojos húmedos me estudiaban con una mirada prolongada y profunda

¡Cielos! ¿Lo había hecho llorar?

Cuidadosamente, removió el cabello sobre mi frente con sus dedos y trazó suaves caricias sobre mi rostro. Me puse tensa, disimulando el miedo. Temía que pudiera infligirme daño en cualquier momento. Me olfateó.

—Sientes temor de mí, puedo olerlo en tu piel. Estás aterrada —susurró—. Ni siquiera confías en mí, no lo haces.

Cerré los ojos, segura de que iba a cortar mi cuello o clavarme una estaca en el corazón. Para mi alivio, se levantó, apartándose de mi cuerpo.

—Donovan, el plan era matarla. ¿Qué estás haciendo? —escuché decir a uno de sus secuaces.

—Déjala, cuenta con protección —susurró el Succubus con una voz lánguida y quebrantada.

—Pero…

—¡Cállate, vámonos! —dictaminó agriamente.

En un abrir y cerrar de ojos, los vi surcar el cielo como en las películas, desvaneciéndose en la oscuridad entre edificios y rascacielos. Me quedé tendida en el mismo lugar, observando el firmamento por unos extensos segundos. Al ponerme de pie, me di cuenta de que había sangre descendiendo desde mi cuello hasta empapar mi camisa rasgada en el pecho. Me situé en el extremo de la azotea mientras el sonido de los vampiros motorizados alejándose resonaba en el aire nocturno. La brisa desordenaba mi cabello y helaba mi piel.

Acto seguido, salté. Me arrojé desde los cuatro pisos de altura de regreso al callejón. En lo único que pensé en esos breves dos segundos de caída mientras el aire me golpeaba, fue en flexionar las rodillas al aterrizar.

Increíblemente, me las arreglé para caer de cuclillas, amortiguando el impacto con mis piernas flexionadas y apoyando mis manos magulladas sobre el asfalto.

Al intentar caminar, sentí punzadas dolorosas en una de mis piernas. Cojeando, me dirigí hacia mi motocicleta, que aún yacía entre la basura. A lo lejos, divisé a Jerry y Nina aproximándose velozmente en las suyas. Tan pronto como me alcanzaron, se detuvieron. Sus semblantes estaban teñidos de preocupación.

—¡Dios! ¿Estás bien? —la voz enérgica de Nina interrumpió el silencio.

Asentí, cubriendo instintivamente mi pecho con mis brazos para que Jerry no pudiera ver mi sujetador a través de las rasgaduras de mi camiseta. Nina se quitó la chaqueta y me la lanzó de forma poco delicada. La sujeté contra mi tórax.

—Por supuesto, mostrarás tus pechos para cubrir los míos. Eso tiene sentido —comenté con ironía.

La blusa de mi amiga, de malla transparente, dejaba al descubierto su ropa interior cuando no llevaba la chaqueta.

—Mis pechos los ha visto mucha gente. Y estoy segura de que los tuyos no —contestó ella—. El pudor no tiene sentido en esta etapa de mi vida. Tú, en cambio, aún puedes conservarlo.

Jerry observaba en silencio, alternando su mirada entre Nina y yo, mientras me ponía la prenda de cuero.

—¿Qué sucedió? ¿Otra de tus candentes peleas con ese vampiro? —largó él.

—Fue menos complicado que eso —dije, casi esbozando una sonrisa.

—Sí, puedo verlo. Estás ensangrentada, con la ropa rota, cojeando y herida —señaló, alzando las cejas—. No veo cómo pudo ser menos complicado, pareciera que te hubieran metido en una licuadora.

Me reí.

—Aunque no lo creas, lo único que hizo Donovan fue morderme. El resto fue mi culpa, debo admitirlo —me encogí de hombros.

—¿Te rasgaste la ropa? —Nina elevó una ceja con aires de malicia.

—Huh, no. Corrijo, Donovan también hizo eso.

Más tarde, estacionamos frente a nuestra casa. Mientras cruzaba el porche de la entrada, el dolor en mi pierna me hizo cojear nuevamente.

La próxima vez que salte de un edificio, lo pensaré mejor.

—¿Necesitas ayuda? —ofreció Jerry.

Antes de que pudiera responder, hizo pasar mi brazo por encima de sus hombros y rodeó mi cintura, levantándome ligeramente en cada paso que dábamos.

Tan pronto como atravesamos la puerta, hallamos a Adolph y Alan conversando en voz baja. Cuando nos vieron entrar, detuvieron la charla abruptamente y nos escudriñaron con la mirada. Tuve la sensación de que estábamos siendo juzgados. Nos observaban como si fuéramos delincuentes.

Adolph se levantó del sillón antes de dar zancadas apresuradas hacia Nina. Y la abrazó con cariño, más como un amigo que como un amante. Siempre hacían un buen trabajo al no dar demostraciones públicas de su amor frente a Alan.

—Estás bien —afirmó al verla. Luego examinó al resto de nosotros—. ¿Están bien?

Dije que sí al mismo tiempo que Jerry me señalaba y aseguraba:

—Ella no.

—Estoy bien —insistí—. ¿Y Joe?

Adolph soltó un gruñido bajo... ¿Enfadado?

—¿Eso es lo único que sabes decir? —comentó casi a modo de burla. El calor subió a mis mejillas—. No ha vuelto desde esta mañana. Siéntense, hay algo de lo que quiero hablarles.

—¿También a mí? —cuestionó Jerry, como si se sintiera fuera del grupo.

—Especialmente a ti —la forma en la que Adolph pronunció esas palabras me dio escalofríos, sonaba como una amenaza.

Jerry aún estaba sosteniendo mi cintura para ayudarme a caminar cuando la puerta principal se abrió de golpe.

Joe apareció bajo el umbral, hermoso, fuerte, aterrador, adorable y, sobre todo, sonriente. Su mirada pícara y divertida se posó en mí, que inoportunamente me encontraba muy cerca de Jerry, pero su expresión no cambió. Me estudió con curiosidad y alzó una ceja antes de sentarse cerca de Alan.

—Qué bueno que llegaste, Joseph —continuó Adolph—. Creo que eres el único que me apoyará con esto.

Nina, Jerry y yo tomamos asiento, esperando lo que fuera que tenía que decir.

—Fueron atacados por Donovan, ¿cierto? —nos preguntó el hombre. Hablaba como si estuviera en un interrogatorio policial.

Tuve miedo de contestar. Sabía que cualquier cosa que dijera podía ser usada en mi contra.

—Sí —sonaron al unísono Jerry y Nina.

—En realidad, sólo Angie salió dañada —aclaró el mortal.

—Eso es evidente —ratificó Joe, hablando por primera vez. Su tono era jocoso—. La excusa más conveniente para ponerle las manos encima a la bella damisela en apuros —entornó los ojos mientras le disparaba al humano una mirada incisiva.

—¡Joe! —lo amonesté.

Él alzó los brazos a modo de rendición.

—¡Perdón, sólo digo la verdad!

Adolph nos observó a todos con reproche.

—¿Tienes algo que confesar, Jerry? —inquirió.

El muchacho replicó con un bufido.

—¿Con respecto a qué?

—Escuchen, creo que este tipo es un traidor —Adolph señaló a Jerry—. ¿No es demasiada casualidad que las dos veces que Angelique fue atacada por Donovan, estuviera allí? —Se giró para hablarle directamente al mortal—. Y no creas que he pasado por alto que mencionaste que pertenecías a la pandilla de ese enfermo. ¿Y qué me dices de todas las armas que encontré en tu habitación? Dagas de plata, estacas y algunos otros instrumentos como crucifijos y botellas de agua bendita. ¿Estás aquí para espiarnos o para ganarte nuestra confianza y luego asesinarnos?

Todo tenía mucho sentido: los dos encuentros con Donovan en los que convenientemente Jerry aparecía y desaparecía, la insistencia en quedarse con nosotros, la forma en la que supo exactamente que era Donovan quien estaba fuera del café cuando Nina y yo no lo sabíamos, y al parecer, tenía armas mata-vampiros en su dormitorio.

El rostro del humano palideció, como si estuviera enfermo.

—Así que han estado husmeando entre mis pertenencias —murmuró con calma—. Aunque me molesta, sé que son las consecuencias de dormir bajo el mismo techo que unos vampiros paranoicos.

El rostro de Joe permanecía imperturbable, observaba a Jerry con ese brillo sagaz en la mirada.

—¿No confesarás nada? Después de todo, te descubrimos. ¿No tienes nada que decir? —siguió presionando Adolph.

—No, no tengo nada por lo que defenderme. No me creíste al principio y no me interesa si lo haces ahora. ¿Me vas a echar? —esta vez la expresión de Jerry mostró enfado.

—Ésa es una posibilidad —dijo nuestro líder con amargura—. Pero, ¿quién soy yo para hacer eso? Sólo podría expulsarte si todos están de acuerdo.

—Yo estoy de acuerdo —respondió Joe, iluminando el salón con una sonrisa tan radiante que mi cuerpo trepidó.

—Voy a recoger mis cosas —anunció el mortal, retirándose a su habitación.

Lo perseguí por el pasillo y me colé en su dormitorio antes de que pudiera cerrar la puerta. El lugar estaba decorado con pósters de bandas de rock e imágenes de autos o películas aterradoras sobre vampiros. Además, había libros en su mesa de luz, entre los cuales pude distinguir ejemplares de Anne Rice y cómics. Aquello me hizo comprender que él no era como nosotros. Era un adolescente normal, un humano más como cualquier otro.

Él me ignoró mientras revolvía sábanas y almohadas en búsqueda de algo. Curiosa, desvié la mirada hacia las paredes adornadas con los afiches.

—Entonces escuchas Evil Empire, Tears of Blood y Vampire Weekend.

Se giró para verme, frunciendo el ceño.

—¿No vas a llamarme traidor ni nada por el estilo?

—Sinceramente, no sé qué pensar. Todas las pruebas apuntan hacia ti. Adolph tiene argumentos sólidos y no has negado nada —cuando terminé de hablar, noté que Jerry había encontrado lo que buscaba. Debajo de sus almohadas, una daga con una hoja afilada de unos quince centímetros se asomaba. La empuñó despreocupadamente—. Y ahora, ¿vas a matarme? ¿Qué se supone que debo creer?

Soltó una carcajada.

—No voy a matarte —aclaró entre risas—. Confías menos en mí de lo que pensaba. Angelique… —mostré asombro al escuchar mi nombre—. Todas las armas que llevo conmigo… son únicamente por seguridad. Conozco a muchos chupasangres, y cuando eres humano, te enfrentas a demasiados problemas por eso. La mayoría de los vampiros no son tan benevolentes y tolerantes como ustedes.

Casi se escapó una risa de mis labios. Él me veía fijamente con sus ojos negros, demasiado negros para un chico rubio.

—¿Benevolentes? ¿Tolerantes? —repetí incrédula. La sola idea era ridícula—. Matamos a gente como tú para alimentarnos y estamos a punto de echarte a la calle. Eso no es benevolencia ni tolerancia.

—De acuerdo, tal vez esas no son las palabras correctas —rectificó—. En teoría, son tan perversos como otros vampiros, pero ustedes son diferentes. —Hizo gestos con las manos mientras hablaba y me apuntaba con el cuchillo—. Tienen algo único, se cuidan mutuamente, arriesgan sus vidas los unos por los otros…, eso es excepcional, porque realmente se aman. Adolph piensa que los protege al hacer que me marche, se preocupa por ustedes. Me hubiera gustado conocerlos mejor, pero ya ves, tengo que irme.

—No tienes que irte, sólo hay dos votos en tu contra. Aún no has escuchado lo que Alan, Nina y yo tenemos para decir. Me gustaría oír tu versión de los hechos. Ya sabes, tu derecho a réplica, desmentir los rumores o confirmarlos. Y, ¿podrías dejar de acercar esa daga a mi cara? Me está poniendo nerviosa.

Un tanto confuso, bajó el arma como si acabara de darse cuenta de que la sostenía.

—No me quedaré si no confían en mí. Tampoco voy a desmentir nada. Ya lo dijiste, las pruebas apuntan hacia mí y Adolph tiene argumentos sólidos. La verdad es que nadie creería lo que pueda decir, incluso tú desconfías de mí. Probablemente estés de acuerdo con tu novio José.

—Aunque no lo creas, Joseph y yo casi nunca estamos de acuerdo. Y estoy dispuesta a escucharte.

—¿Qué quieres que te diga? Fue realmente una coincidencia que estuviera allí las veces que Donovan te atacó. Sí, pertenecía a la pandilla de los chicos de Donovan, pero no lo conocía. Él no vive con ellos. De hecho, supe que el Succubus les daba órdenes después. Lo juro, todo lo que digo es cierto. Sin embargo, no tengo pruebas para demostrarlo, chiquita.

De pronto, un aroma familiar alteró el aire, quemando mi garganta. Se trataba del olor a metal salado que causaba que mis colmillos crecieran. Cuando bajé la mirada hacia la mano de Jerry, advertí que goteaba sangre debido a que estaba aferrada con fuerza a la hoja de la daga.

Comencé a respirar pesadamente antes de abalanzarme sobre el humano inesperadamente. En el momento en que ambos caímos, escuché su cabeza golpear contra el suelo y su navaja deslizándose fuera de sus dedos con un ruido sordo.

Todo transcurrió muy rápido, como imágenes fugaces superponiéndose. De un segundo al otro, su sangre llenó mi boca. Sentí la piel cálida de su cuello acariciando mi lengua, su aliento tibio soplando cerca de mi oído, su pecho agitado, los latidos de su corazón, mis dientes hundidos en su garganta mientras bebía su sangre fresca…

Su sabor era único, diferente al de otros humanos, más picante y dulce, más adictivo. Ganaba fuerza con cada sorbo, agudizando todos mis sentidos.

Él gimió por la sorpresa.

—Tranquila, recuerda que si bebes mucho, podría desmayarme, o morir —masculló contra mi cuello.

Apenas le escuché. Sabía que había hablado, mas no era consciente de las palabras que había dicho.

Un torrente de emociones fluyó dentro de mi boca. Estaba experimentando las mismas sensaciones que él. En su organismo no percibía temor, sino asombro y una extraña excitación. Mis puños se cerraron instintivamente en su camisa mientras el placer me envolvía, embriagándome tanto que no conseguía detenerme. Poco a poco, sentí cómo sus latidos se volvían más lentos y, de repente, me percaté de que había perdido el conocimiento.

Consternada, lo solté. Mi respiración estaba agitada, mi semblante reflejaba horror, mis colmillos goteaban y mi corazón martilleaba en mi pecho a una velocidad desmesurada. Llena de pánico, lo vi yacer inconsciente, la sangre tiñendo la alfombra. Traté de limpiar mi boca con el dorso de mis manos, pero sólo logré mancharme más.

Salí disparada de la habitación, tan rápido como la cojera me lo permitía. Los chicos discutían cuando llegué, bañada en sangre. Los cuatro me miraron alarmados, notando las manchas en mi rostro y manos. Alan arrugó la cara, Joe abrió la boca ligeramente en un gesto de sorpresa y temor; Adolph y Nina intercambiaron una mirada significativa.

—¿Qué pasó? ¿Estás bien? —dijo Joe, con inquietud y preocupación.

—Lo he mordido —susurré, mi voz apenas audible.

Inmediatamente, Nina y Adolph corrieron hacia la habitación de Jerry. Alan caminó hacia mí al tiempo que me escudriñaba de arriba abajo. Después olfateó el aire, como si hubiera percibido un aroma agradable.

—La sangre de este joven… —balbuceó—. Es increíblemente atrayente.

Sin darme cuenta, asentí con la cabeza. Era cierto, su sangre era mucho más atractiva que la de cualquier otro humano. Tenía un componente adictivo, casi celestial.

Adolph regresó con el humano en brazos antes de dejarlo en el sofá. Nina observaba la escena con las palmas sobre su boca.

—Está bien —me aseguró Adolph—. Afortunadamente, no pasará por la transición, no se convertirá en vampiro. Aunque todavía sus sentidos son normales, temo que al despertar empiece a experimentar cambios. Por su olor, sé que ha sido mordido varias veces. Su sangre podría estar infectada y es probable que empiece a sentirse más fuerte o hambriento. Debes tener cuidado, Angelique. Si lo muerdes una vez más, tendrás que matarlo. Sabes que no se nos permite crear más vampiros.

Exhalé pesadamente el miedo contenido en mi pecho. Por un momento había pensado que estaba muerto, o que se transformaría en vampiro y los Zephyrs vendrían por nosotros de nuevo. Traté de tomar una profunda bocanada de aire para calmar mi respiración.

Tan pronto como Joe advirtió mi estupor, se dirigió hacia mí. Sentí una placentera descarga eléctrica cuando sus dedos rodearon mi brazo. Y mi corazón latió con fuerza mientras me arrastraba casi violentamente hacia la cocina.

Una vez que estuvimos solos, apoyó las manos en la barra de la cocina, inclinándose hacia adelante. Tomó una respiración profunda, como si tratara de liberarse de un torbellino de náuseas.

—¡Límpiate! —ordenó con un toque de enojo—. Límpiate la sangre.

Me acerqué al lavabo, removí la sangre con el agua, me sequé con un pañuelo y me giré hacia él, quien permanecía en silencio, frunciendo el ceño.

—Te ves furioso, ¿qué hice ahora? —rompí el silencio.

—Siempre insistes en ponerte en peligro, ¿verdad? —acusó. La intensidad de su mirada me hizo temblar—. Pareciera que te produce mucho gusto angustiarme.

Resoplé.

—Esperaba que me abrazaras, me besaras y me cuidaras. En cambio, te enfadas como un loco y me reprendes.

Me agarró las muñecas, sus ojos fijos en los anillos rojizos que evidenciaban dónde los vampiros me habían sujetado.

—Eres tan imprudente e insensata, nunca meditas tus acciones —me reprochó con una voz afilada.

Puso su cuerpo más cerca del mío, tan cerca que podía sentir el calor que emanaba. Contemplé su rostro con un ligero rubor en las mejillas, su cabello negro apuntando hacia todas las direcciones, las cejas espesas que sombreaban sus ojos plateados, sus labios sugerentes, el contorno de su cuello y...

¡Oh, qué demonios!

No pude evitar que la temperatura de mi cuerpo comenzara a aumentar de forma instantánea, incluso cuando él estaba mirándome con mala cara. Sus dedos se movieron hacia mi chaqueta antes de abrir el cierre, deslizándolo hacia abajo. Sus ojos recorrieron con desagrado las incisiones en mi cuello, la sangre en mi camiseta desgarrada y las marcas del forcejeo en mi piel.

—Mierda —murmuró al examinarme—. No deberías haber salido con ese niño rubiecito, él no puede protegerte como yo lo haría. ¿Por qué haces estas cosas?

Su tono malhumorado me enfurecía, generando en mí la incontrolable necesidad de sacudirlo y luego besarlo.

—¿Qué querías que hiciera? ¿Esperarte todo el maldito día? —le espeté.

Su mirada se endureció.

—Sí, eso habría estado bien. —Después de un momento, pareció reflexionar sobre mis palabras—. Espera... ¿te enfadas porque salí a trabajar todo el día?

Sí, lo había comprendido.

—Puedes llamarlo así si quieres. Yo lo describiría como cólera intensa con una causa justa —dije en mi defensa—. ¿Qué es lo que haces? ¿Acaso cubres todos los turnos en una farmacia veinticuatro horas? Sales antes del amanecer y regresas en la madrugada, eso no es normal.

—Estás buscando excusas para pelear —gruñó en voz baja, casi para sí mismo.

—También tú —recalqué.

Entonces, el silencio se instaló, un silencio tan profundo que podía escuchar los murmullos de los chicos en la otra habitación. Lo único que ambos hicimos fue intercambiar miradas de reproche, con rabia y amor, rencor y pasión; diciéndonos cosas que en realidad no necesitaban ser habladas.

Él alzó su mano para tocar mis labios, los acarició. La sensación de sus dedos provocó una sacudida alucinante en mi cuerpo. Era como si mi corazón se sobresaltara, mi estómago se estremeciera y mis extremidades fallaran. Mi piel hormigueaba con un doloroso deseo. Cada roce de sus dedos trazando mis labios era tan íntimo como hacer el amor. Me hacía anhelar que su mano explorara cada rincón de mi ser.

Él ladeó la cabeza, deteniendo la caricia en mis labios cuando me escuchó respirar de forma intermitente. Sus manos se posaron en mis caderas, atrayéndome hacia su suntuoso cuerpo.

—Eres insufrible. —Estreché los ojos.

—Mira quién habla —respondió, aceptando el insulto con humor.

—Idiota.

—Gracias.

Más relajado, se aproximó al refrigerador, abrió la puerta y empezó a mordisquear alimentos aquí y allá. En completo silencio, me apoyé en la barra de mármol detrás de mí, soltando un suspiro de exasperación. En un instante, sentí todos los problemas caer sobre mis hombros: la mordida a Jerry, los Zephyrs, Donovan y sus insinuaciones sobre Joe, su extraño nuevo trabajo del que nunca me hablaba…

Jamás lo oí quejarse de su jefe o salario, como cualquier persona que consigue un empleo. Había muchas preguntas que quería hacer, pero no estaba segura de cómo formularlas, ni a quién.

Mi amado vampiro respondió a mi fatalista suspiro cerrando el refrigerador. Me enfrentó, sosteniendo una porción de cerezas en sus manos. Acercó una a mis labios. Al abrir mi boca, introdujo la fruta, depositándola en la punta de mi lengua. Sentí la suave, lisa y fría piel de la pequeña fruta contra mis papilas gustativas. Accidentalmente mordisqueé sus dedos, ya que no se apresuró a retirarlos de mi boca a tiempo, lo cual presentí que había sido intencional.

—¡Ouch! —protestó.

Las yemas de sus dedos tenían su sabor mezclado con el néctar dulce de la cereza. Sujeté su mano y continué mordisqueando las puntas de sus dedos cariñosamente hasta que los retiró para ofrecerme otra cereza. Esta vez, cuando no abrí la boca, frotó de manera tierna la fruta contra mis labios, para dejar el sabor sobre estos.

A partir de ese momento, cada vez que recordara el sabor de los dedos de Joe, pensaría en cerezas. Me comí la segunda fruta que me ofreció.

—¿Qué tal así? —sugirió mientras sujetaba otra cereza entre sus dientes, el vibrante color escarlata resaltaba contra el blanco resplandeciente de estos—. Muerde ésta.

Acercó su boca a la mía, esperando que mordiera la otra mitad de la jugosa cereza. La mordí con un ligero choque de sus dientes y los míos. Lo golpeé en el hombro de manera juguetona.

—¡Hey, eso no es justo, tu mitad era más grande! —me quejé, fingiendo enojo.

—¡Oh, no! ¡Eso es terrible, Angie! —por la nota irónica de su voz, supe que estaba imitando a Jerry.

—No me llames Angie —dije seriamente.

—¿No? ¿Por qué? —su voz era burlona—. Um, no me digas, creo que ésta me la sé. Déjame adivinar, es sólo entre Jerry y tú, ¿no?

—No —espeté disgustada—. Ése era el apodo reservado para mi familia, sólo ellos podían llamarme así. Para tu información, José, tampoco me agrada que Jerry me llame de esa forma.

Había verdadera añoranza en mi mirada fingida de niña caprichosa. Nadie tenía derecho a llamarme de la forma tan personal que mi familia lo hacía.

Con un atisbo de arrepentimiento, Joe arrancó otra cereza del tallo y la colocó entre sus dientes para compartirla nuevamente conmigo. Rodeé su cintura con mis brazos, estreché mi cuerpo contra el suyo y mordí el diminuto fruto de color carmesí. En cuanto sentí el jugo derramándose en mi boca y los labios de Joseph rozando los míos, perdí un poco el sentido común y lo besé con desesperación.

Subí mis manos desde su pecho hasta la parte trasera de su cuello y probé su lengua en un beso que poseía un sabor dulce, picante y vulgar. Su pecho encajaba perfectamente con el mío, como una pieza de rompecabezas. Pero no era suficiente, lo necesitaba más cerca.

Me aferré a su chaqueta y tiré de él hacia mí. Cuando el espacio entre ambos se hizo más estrecho, sentí algo molesto y duro contra mis costillas. Algo presionaba mi abdomen, causándome un débil dolor. Alejé un poco a Joe, separándome de sus labios. Lo toqué con mi palma en el área de su estómago, como un policía realizando un registro. Y advertí algo duro en el bolsillo de su chaqueta.

Sin detenerme a ver su reacción, moví mis manos dentro de su bolsillo y extraje lo que me había estado lastimando.

Mi rostro palideció al ver que un revólver plateado descansaba sobre mi palma.

—¿Qué es esto, Joe? ¿Desde cuándo llevas armas contigo?