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Capítulo 6. Ángeles caídos

Sus compañeros eran muy crueles, pensó Oliver observándolos. Ana se había dormido apenas una hora después de sentarse en sus piernas y el basilisco seguía dormido desde que se tragó más de cuatro kilos de carne. Además, este tratamiento para superar el miedo tampoco le gustaba. También quería vengarse de Ana por dormirse y no consolarle como dijo que haría, pero seguía paralizado y aún temblaba.

Por más que viera los pechos de Ana tratando de encontrar a sus asustados instintos para que tomaran el control de él y hacerle algo muy feo a Ana, estos se habían escondido quien sabe dónde y él no podía siquiera moverse.

Oliver carraspeó molesto. Ana y el basilisco se removieron entre quejas. Oliver carraspeo más fuerte. Ana abrió los ojos con mirada asesina, buscando a quién perturbaba su sueño para darle su merecido castigo, pero luego de un segundo, su mirada se encontró con la de Oliver y pareció recordar cuál había sido su propósito al sentarse en sus piernas, porque bajó la cabeza avergonzada.

—Lo siento, es que el temblor de tu cuerpo es muy relajante, nunca pensé que algo así pudiera existir —dijo Ana contenta.

—¡Bájate! —dijo Oliver con mirada fría.

Ana se levantó y volvió a su puesto. Oliver respiró aliviado.

—Esto no funciona. Me siento más intimidado si me fuerzas a estar contigo —explicó Oliver—. Te agradezco que quieras ayudarme, pero no funciona. Tengo un mejor plan. De hecho, anoche lo puse en práctica y funcionó bien. Consiste en ir un paso a la vez. Si me dejas peinar tu cabello, estoy seguro de que sería un buen punto de inicio para familiarizarme contigo —dijo Oliver haciendo acopio de todo su valor.

—¡Mi cabello! —exclamó Ana espantada. Por su reacción, parecía como si Oliver le hubiera pedido hurgar en su entrepierna—. No puedes jugar con mi cabello, debe ser peinado siguiendo su caída natural, y evitar que se rompan las puntas o que pierda su forma, además tus manos son algo rústicas y el movimiento del cepillo debe ser suave y continuo —Ana siguió explicando por otros diez minutos cómo debía ser el tratamiento para su cabello mientras Oliver la observaba atónito.

Al final y después de un regateo forzoso, Ana decidió que podía concederle la gracia de peinar las puntas de su cabello, bajo la estricta supervisión de sus criadas ilusorias. Luego, si aceptaba recibir un entrenamiento de un mes, entonces le daría un mechón de su cabello para probar a ver cómo le iba. Oliver no pudo más que asentir con movimientos lentos de su cabeza. Él estaba en shock.

El viaje a la ciudad de Rimnar duró tres días, porque Oliver se detuvo a comer tres comidas diarias y a dormir en las noches. Ana se quejó de cada posada y no quiso ni hablar de pasar dentro de semejantes antros de suciedad, pero no se quejó de lo de dormir, y cada noche creaba su propia casita. Por lo visto le gustaba dormir.

Durante el viaje Oliver trató de peinar las puntas de su cabello como era su trato, pero en alguna parte Ana olvidó cuál era su propósito con este servicio, y le reprendió sin parar por cada trazo, aunque fuera un poco desviado del cepillo número cinco, con el que peinaba las puntas de su cabello.

Debido a tantos regaños, Oliver, que para peinar su cabello le bastaban tres pasadas de un peine, también olvidó el propósito de su plan y empezó a dar un respingo y a apresurarse a corregir su salvajismo de campesino y aprender a peinar de forma apropiada el cabello de una dama.

Cuando llegaron a la ciudad de Rimnar era el mediodía de su tercer día de viaje. La ciudad de Rimnar era la segunda ciudad más grande del reino, con más de cuatro millones de habitantes. Era tan diferente de las pequeñas aldeas como el oro de los desechos fecales.

La ciudad estaba rodeada por seis murallas concéntricas que superaban los quinientos metros de altura y diez metros de ancho. Ocupaba una extensión de ochocientos kilómetros cuadrados. Era una ciudad monstruosa, en cuya construcción participó la misma reina Alice.

Oliver entró junto a Ana en su carruaje. Los guardias no inspeccionaron demasiado y los dejaron pasar advirtiéndoles qué si el basilisco causaba algún daño grave, deberían responder ante la gobernadora de la ciudad. A Oliver no le preocupó el asunto. La gobernadora de esta ciudad era una hechicera del montón y acá la que tenía el poder era la iglesia que era su empleadora de momento.

Ana sabía que él venía al templo de la ciudad, pero al bajar del carro frente al gran templo se tensó de forma perceptible. El templo era una gran construcción de triple bóveda, con paredes y techo de piedra.

Ana le urgió a dejar sus armas fuera, pero Oliver mostró su cruz y lo dejaron pasar armado. Su cruz era un pase libre en cualquier iglesia.

Algunas de las personas dentro lo miraron incómodas hasta que un sacerdote rollizo vino a guiarles al fondo del gran templo donde estaba el edificio administrativo. Allí recorrieron algunos pasillos y atravesaron varias salas hasta llegar a lo que parecía una biblioteca donde estaba un viejo sacerdote de sotana negra, cabello corto y entrecano, alguna que otra arruga en su rostro templado por el Sol y de estatura promedio. Él estaba de pie al lado de una mesa de trabajo leyendo un libro, a su lado estaba un gran sillón negro.

Este era el archivero del templo y la oficina de la inquisición, de la cual Oliver era agente a tiempo parcial y este hombre era el obispo mayor encargado de purgar los males que atañían a la iglesia. Pero desde que Alice se coronó reina y decretó que la iglesia ya no podía quemar paganos, ni perseguir herejes, el trabajo de la inquisición era hacer limpieza interna, vigilar a las hechiceras, encargarse de mantener a los nobles y a la realeza a raya y buscar fondos, que era la última tarea de Oliver.

—Un ser divino —murmuró Ana a su lado.

Oliver sabía que este hombre no era común, pero jamás imaginó que tendría semejante estado.

—Oliver, tu amiga no es bien recibida en este lugar —dijo el obispo pasando una hoja de su libro.

Oliver no había esperado esto, si de alguien esperaba que se quejara el obispo era del basilisco que dormía en su hombro. Ana asintió y se marchó sin más.

Oliver se sintió algo incómodo. La voz del obispo era calmada, pero se podía notar que Ana no le agradaba. Oliver se acercó a la mesa de trabajo repleta de libros de los archivos, reglas, artefactos de cálculo y algo de polvo.

—Se nos prohíbe odiarles, pero me temo que mi rencor personal hacia ellos es muy grande para ser ignorado —explicó el obispo dejando su libro sobre la mesa y mirando a Oliver.

Oliver quería preguntar muchas cosas, pero este obispo nunca le dio buena espina, era demasiado calmado e inalterable, le recordaba a Alice.

—¿Quieres preguntar si te ayudaría con tu pequeño problema a cambio de tu alma? ¿Crees que soy tan ciego como ellos para no darme cuenta que solo llevas la mitad de tu alma y que la otra mitad pertenece a tu hermana?

»Te sugiero que descartes el plan de engañar a cualquiera de mis hermanos con ese truco. A diferencia de Alice, nuestro negocio son las almas y podrías ganarte un enemigo muy desagradable si intentas timarnos —aconsejó con amabilidad.

Oliver tragó saliva y asintió, depositando una bolsa de monedas de plata sobre la mesa. Antes él había gastado dinero a desparpajo, pero ahora que se había enterado de la verdadera identidad de este obispo, se sentía algo nervioso al no ser cuidadoso con las cosas que dejaba a su cargo. El obispo miró la bolsa.

—Has gastado treinta monedas, vuelto a matar a tu compañero y también regresas con las manos vacías —dijo el obispo.

—Cada cosa que he traído vale por lo menos veinte veces más de lo que he gastado en mis viajes —se excusó Oliver.

—Cada moneda que gastas de forma innecesaria, es un golpe a nuestra economía. Alguna familia empobrecida podría morir de hambre o algún campesino podría sucumbir en un monasterio, por una moneda de plata menos. ¿Has pensado en eso? —preguntó el obispo.

—He pensado que nuestro obispo mayor en la capital tiene unos hermosos jardines y una buena panza —dijo Oliver.

—El ornato del poder es necesario en la política y las relaciones de poder en este mundo. La iglesia no trata con dioses, sino con mortales. Si no siguiéramos sus reglas, nos llamarían monstruos —explicó el obispo si ninguna muestra de emoción en su voz—. Pero si te preocupa tanto la corrupción dentro de la iglesia, puedo asignarte algunas misiones de limpieza.

»A diferencia del obispo mayor, cuyo mayor pecado es ser humano, hay ciertos elementos que deben ser eliminados de forma apropiada por su negligencia, avaricia y perversión. Tengo entendido que usas nuestro dinero para socorrer campesinos y no toleras las injusticias que se presentan frente a ti. En este trabajo, podrías buscarlas en vez de encontrártelas por casualidad —ofreció el obispo.

—No estoy interesado. Como ya dije antes, quiero encontrar la cura para mi maldición, el mundo no me interesa.

—Tu falta de sinceridad te hará más difícil el camino. Pero si sigues nuestro acuerdo, tus problemas acabarán y hasta podrías librarte de esa aura sombría a tu alrededor —Oliver iba a rechinar los dientes, pero recordó con quien estaba hablando.

—¡Llevo tres años haciendo misiones para ti, y aún no me dices donde está la semilla de Alice! —se quejó Oliver.

—Todo se hará a su debido tiempo. Hay muchas cosas que aún no sabes...

—Ya he averiguado algunas por cuenta propia —le interrumpió Oliver—. ¿Qué misterio había en ocultarme la historia de la guerra entre hechiceras y hechiceros? ¿Acaso temías que fuera por allí diciéndole a la gente que cuando un hechicero y una hechicera tuvieran un hijo vendría el fin del mundo y que debemos exterminarlos a todos? —preguntó Oliver molesto por tan tonta suposición.

—¡Eso te ha contado esa criatura ruin...! —El obispo respiró hondo al darse cuenta que sus emociones se habían salido de control—. No les creas ni la mitad de lo que cuentan esas viles criaturas —dijo el obispo retomando la calma. Luego se quedó mirándole unos segundos. Oliver se tensó cuando percibió sentimientos de calidez hacia él en esa mirada.

—Está bien, ya que esa criatura ha llenado tu mente con sus mentiras, no puedo más que aclarar los hechos.

—No fueron mentiras, Ana no podía mentirme en ese momento —dijo Oliver con calma.

—¿Sí alguien me dijera que detrás de ese estante hay un cerdo rollizo y yo te lo repitiera a ti, yo estaría diciendo la verdad? —preguntó el obispo.

Oliver pensó que de hecho este era un agujero en el juramento de Ana y negó con la cabeza. El obispo asintió pensativo y se quedó así unos diez segundos.

—Algunos creyentes nos llaman ángeles. Dicen que Dios nos creó como seres perfectos para servirle, y de cierta forma es verdad. Pero hay cosas que nosotros no tenemos. Cosas que los humanos dan por hecho y algunos ni las toman en cuenta. Pero eso no nos hace sentir mejor, ni hace que nuestra envidia y deseo por ellas remita.

»Por esto, nuestro padre nos ha prohibido el descender en este plano de existencia con nuestra verdadera forma y arrebatar esas cosas, el precio a pagar por la desobediencia es la muerte. Aun así, hace miles de años algunos de mis hermanos decidieron que si no podían descender entonces se harían mortales.

»Por su puesto, esa mortalidad no era igual que la de los humanos. Se podría decir que mis hermanos hicieron trampas para conservar muchas de sus cualidades y habilidades.

»En el mundo devastado se les llamó ángeles caídos, pero ustedes les llaman hechiceros y hechiceras —explicó el obispo dejando a Oliver algo contrariado—. Nuestro padre creó este mundo para los humanos y similares, y estableció las leyes del universo para ellos. Pero esas viles criaturas han roto sus reglas y usaron su poder para traer a este mundo parte de su poder, imponiendo su voluntad allá donde van e ignorando las leyes de nuestro padre, un acto despreciable y ruin a los ojos de muchos de nosotros.

»Ellos, al descender, subyugaron a los humanos y se nombraron dioses entre ellos. Pero había reglas que incluso ellos no podían romper. En este mundo solo podían escoger un camino. Si descendían como hombres, eso serían por la eternidad, si descendían como mujer igual. Si elegían una sola opción entonces, según las leyes de este mundo, sufrirían la soledad por la eternidad. Por lo que la mitad de ellos descendió como hombres y la otra mitad como mujeres.

»Así se hicieron mutua compañía y al final también tuvieron descendencia. Pero su descendencia además de su poder también mostró habilidades primigenias, heredadas como consecuencia de su ruptura de las leyes de este universo.

»Esas habilidades primigenias pronto se pusieron al descubierto y cuando una de esas viles criaturas trató de someter a uno de sus hijos, este se reveló y le extinguió. No fue una muerte como las de los seres de este mundo que están protegidos por las leyes y cuya alma es inmortal. Los caídos eligieron infringir las leyes y este mundo no les protegería.

»Los demás, al percatarse de lo sucedido se dieron cuenta de su error, pero en vez de recapacitar y renunciar a su pecado, reunieron a toda su descendencia en el día del fin y los masacraron con el propósito de conservar sus mezquinas posiciones.

»Pero habían subestimado a su descendencia y no conocían sus habilidades a fondo. Una vez su sangre inocente tocó la tierra, el espacio se rompió destruyendo los cuerpos de sus progenitores y al resto del mundo con ellos.

»Son unas criaturas viles, rastreras, y corruptas. Traicionaron la ley para obtener el don de crear vida, pero luego lo negaron todo por egoísmo y destruyeron su creación. ¡Viles y traicioneras criaturas! —escupió el obispo con rabia.

Oliver lo entendió. Este ser odiaba a sus hermanos no por traicionar a su padre y descender a causar líos en su creación, sino que les odiaba por haber acabado con los devoradores del vacío, su descendencia. Este ser no podía tener hijos. Envidiaba a muerte ese don de los mortales, pero sus hermanos habían logrado ese cometido y luego los habían asesinado. Parecía no haber peor ofensa para él.

Oliver tenía miles de preguntas, pero se le ocurría una en especial.

—Según tu historia, el mundo devastado era el original y no la copia, entonces, ¿cómo llegamos aquí? ¿Y qué es este mundo? —preguntó Oliver.

—En palabras simples, un respaldo. Y no hay más. Por desgracia para ustedes, esas viles criaturas solo perdieron sus cuerpos y sus recuerdos. Sus almas corruptas, que ustedes llaman semillas, siguen renaciendo en este mundo, y divulgando medias verdades para esconder sus crímenes —concluyó.

—Su familia tiene graves problemas —dijo Oliver con sinceridad.

Y él pensando que besar a su hermana era un gran pecado. Comparado con la familia del obispo, él era un santo. Exterminar a tus propios hijos después de haber renunciado a la eternidad por ellos. ¿Tenía algún sentido? En opinión de Oliver, estos seres ya eran unos infelices antes de descender. No hicieron su elección por sus hijos, sino por egoísmo. Al final no eran demasiado diferentes a los humanos.

—Ahora puede decirme ¿dónde está la semilla de esa despreciable y vil criatura Alice? —preguntó Oliver probando suerte.

El obispo mostró una leve sonrisa hacia él.

—Todo a su debido tiempo —repitió—. Ahora ve a la oficina de mensajería, hay una carta de tu familia para ti allí desde hace quince días. Puedes llevar a esa criatura contigo, pero evita traerla ante mi presencia —dijo el obispo despidiéndolo con un gesto de su mano.

Oliver sacudió la cabeza con pesar y salió del archivo. Este Obispo siempre era igual. Demasiados misterios. Cuando le conoció también fue así.

Oliver había salido del castillo de Alice después de recuperarse de su depresión tras tres días de revolcarse en la cama de Alice para dejar su olor por todo el lugar. El obispo le esperaba en mitad del camino de salida ofreciéndole trabajo a penas le vio y asegurándole que si iba con él lograría resolver sus problemas.

Oliver no le creyó, pero el obispo le narró toda su historia y Oliver no tuvo más opción que aceptar su ayuda. Desde entonces cumplía misión tras misión de infructuosa búsqueda. Cada vez que le preguntaba por la semilla de Alice parecía divertirle darle aquella respuesta.

Oliver dejó de pensar en el obispo. Un día de esto se enfadaría y... ¿Qué iba a hacer? ¿Desafiarle? Solo podía esperar y rezar para que el hombre dejara de jugar con él y le diera la información que necesitaba, pensó con pesar mirando hacia atrás el archivero.

Más tarde debía volver por algunos buenos libros para pasar el rato en sus viajes, ahora que Ana estaba a su lado y disponía de un carruaje. No sentía nada diferente con respecto a Ana o a su propia hermanita luego de escuchar esa historia.

Según el mismo obispo, todos los involucrados en el asunto ya la habían palmado hacía milenios y los hechiceros y hechiceros de este mundo habían muerto y renacido tantas veces, que ya eran parte del paisaje.

Lo que obtuvo de esa historia fue comprensión. Ahora entendía el complejo de dios de las hechiceras y también sabía que había un número limitado de ellas. Según la historia del obispo las hechiceras que decían heredar la semilla de sus antecesoras no eran más que una reencarnación.

Ahora le quedaba averiguar cómo era posible el nacimiento de su hermanita Ana en una familia de campesinos. Oliver mantenía la escueta esperanza de que Ana y él no fueran hermanos, pero sabía que eso era imposible. De ser así, Alice no hubiera acabado muerta.

Oliver pensó con malignidad, que en cuanto lograra dar con la semilla de Alice esa criatura malvada sabría lo que era...

Oliver sacudió la cabeza. Si Alice había reencarnado no sería más que una niña inocente y él sería el ser despreciable en esta ocasión...

Bueno, unos cuantos golpes no le vendrían mal, pensó Oliver y se dirigió hacia la salida donde se encontró con Ana, que lo esperaba sentada en un banco fuera del archivo. Como siempre, ella estaba sentada con la espalda recta y las manos sobre su regazo en una postura elegante.

—Iré a la sala de mensajería, al parecer hay una carta de mi familia para mí —explicó Oliver.

Ana se ruborizó. «Pervertida», pensó Oliver mirándola con desaprobación. Ana se levantó y se situó a su lado con la cabeza baja.

—¿Recibes cartas de tu familia con frecuencia? —preguntó Ana caminando a su lado.

—Cada mes o algo así. Pero ahora se han adelantado y me preocupa que haya sucedido algo —dijo Oliver.

En sus cartas Oliver les había dicho que estaba bien, pero que de momento no podía visitarles hasta completar algunas tareas que tenía pendiente. Él no se atrevía a mentirle a Ana diciendo que era feliz con su falsa esposa. Tampoco le había explicado su situación actual. No quería que su santa hermanita se preocupara por él.

Oliver llegó a la oficina de mensajería, un cuarto enrejado con muchos cajones en estanterías y montones de papeles. Él iba a preguntar al encargado por su carta, pero al mirar a la zona de espera, en un banco sentada con la espalda recta y expresión algo triste, estaba la mujer más hermosa de este universo y de cualquier otro que pudiera existir.

Ella era de la altura de Ana, unos dieciséis años, llevaba un vestido negro sencillo, con bordados de oro en las mangas, el cuello y la falda. Cabello lacio y negro hasta la cintura, piel pálida, ojos verdes, labios rosados... Era la más hermosa.

—¡Ese obispo es un traidor! —murmuró Oliver con desesperación, pero ya era tarde para huir.

Su hermanita Ana centró todos sus sentidos en él y de inmediato le reconoció. Ana se levantó de su banco con movimientos suaves, precisos y naturales, que le hacían ver el tiempo pasado desde que se separaron, y caminó hacia él, limpiándose algunas lágrimas del rostro. Oliver estaba paralizado, pero sintió ganas de suicidarse por hacerla llorar. Ana se detuvo en frente de él y le examinó.

—¡Por favor! Quítate esa armadura para que pueda abrazarte —rogó.

Oliver envió una orden al artefacto mágico que era su armadura y esta cayó toda al piso. Ana se acercó más, y con mucho cuidado le abrazó.

—Abrásame —pidió.

Oliver lo hizo y su corazón empezó a latir con tanta fuerza que temió que explotara allí mismo.

Oliver cerró los ojos y atrajo más el cuerpo de Ana al suyo. Ella no se resistió. Oliver cerró los ojos y dejó que su conciencia vagara. A diferencia de Ana, él no sentía ningún rechazo hacia su hermana. Solo quería abrazarla por la eternidad. No le agobiaba el miedo a las hechiceras ni sus deseos insatisfechos hacia otras mujeres. Quería abrazarla, abrazarla y nada más.

—Ana, lo siento...

—No. Solo abrázame. ¡Abrázame por la eternidad y nada más! —dijo Ana en un susurro y su voz hizo desaparecer el mundo y todas sus preocupaciones.

Por supuesto, el mundo no se fue a ningún lado y para cuando Oliver recuperó el raciocinio, sin saber cuánto tiempo había pasado había un gran círculo de sacerdotes y hasta un obispo mirándoles con furia y consternación.

Ana también seguía allí con la cara roja y expresión de estar tan excitada como el basilisco cuando tomaba la sangre diluida. Esta chica era una gran pervertida, pensó Oliver.

Su hermano basilisco que parecía comprender que Oliver no quería interrupciones miraba a todos los que le rodeaban con las escamas erizadas y su hilera de dientes translúcidos expuestos. Había un tipo inmóvil en frente suyo por lo que Oliver comprendió que ya habían tratado de acercarse a él y a su hermana.

—¡Fuera del templo, par de depravados! —dijo el obispo menor presente con la cara roja de furia.

Oliver separó a Ana de él, sintiéndose avergonzado, y salió en silencio con la cabeza baja, pero no soltó la mano de su hermana tras recuperar su armadura que se ajustó de nuevo a su cuerpo con una orden mental suya y en un segundo. Solo dejó el peto en su mano izquierda porque su hermanita no quería que lo usara.

Oliver salió del templo bajo acusaciones constantes y se preguntó si su familia haría lo mismo si se enteraran. Era probable que sí, pensó con dolor por el sufrimiento que eso le ocasionaría a Ana.

Al llegar al carruaje Oliver dejó caer el peto de su mano izquierda y le abrió a Ana que subió todavía ruborizada. Él ayudó a subir a su hermana y le dolió tener que soltar su mano. Luego recogió el peto y entró para cerrar la puerta. Las dos Anas estaban sentadas una al lado de la otra. Oliver se sentó al frente de ellas después de cerrar la puerta.

—No, no, no. No tienen que parar por mí, yo, yo, yo entiendo —dijo Ana de forma apresurada y la cara ruborizada.

Al parecer su perversión se había salido de control, pensó Oliver y se preparó a reprenderla para que dejara de imaginar cosas, pero su hermana se le adelantó.

—¿Tú eres? —preguntó su hermana con total confianza.

—Soy, soy Ana. Su prometida. Él ya me contó todo lo de ustedes, no necesitas esconder nada —Por lo ruborizada y asustada que se veía parecía que Oliver hubiese estado contándole historias subidas de tono.

Oliver se avergonzó tanto que aún con su piel tostada al Sol su rubor sería evidente. Pero su hermana volvió a reaccionar antes que él. No parecía avergonzada o contrariada, solo comprensiva y amable con algo de tristeza en sus ojos.

—Entiendo, yo soy Ana, hermana menor de Oliver. Tú quieres que él... —Ana asintió presurosa. Su hermana también asintió. Oliver estaba en la luna—. ¿Él? —preguntó su hermana tomando las manos de Ana entre las suyas con amabilidad. Ana volvió a asentir presurosa—. ¡Entiendo! —dijo su hermana con voz suave y una sonrisa melancólica.

«¡Yo no entiendo nada!», gritó Oliver en su corazón.

—Yo quiero que él... —dijo Ana y su hermana volvió a asentir—. Pero él... —Su hermana volvió asentir comprensiva ante las evidentes quejas de Ana y luego le dedicó a él una mirada de reproche.

Oliver quería morir allí mismo. «¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué Dios? ¿Por qué soy tan tapado de cerebro? No podía entender nada. ¿Los gestos pervertidos de Ana no eran un acto pervertido? ¿Y sus grititos y su evidente excitación? ¿En qué clase de mundo no se consideraría ella una pervertida?», se preguntó Oliver ante la mirada de reprimenda de su hermana que llevó a Ana a su pecho y la consoló acariciando su cabello. Ana pareció aliviada.

—Ya, no es su culpa. Le han hecho mucho daño y ahora piensa lo peor de todo el mundo —dijo su hermana consolando a Ana.

«No pienso lo peor del mundo, el mundo es idiota, esa es la realidad», pensó Oliver, pero no se atrevió a contradecir a su santa hermanita.

—Él no es malo, siempre trata de ayudar a la gente, es solo que se frustra con facilidad y por eso siempre mira a la gente feo. Pero él tiene las mejores intenciones —«La gente es idiota, ¿cómo quieren que no me frustre?», pensó Oliver abatido—. Cuando nuestros padres tuvieron que enviarlo al monasterio por asustar a los aldeanos, él lloró por ello.

»No quiere hacerle daño a la gente. Es alegre y feliz cuando está a gusto, y siempre sonríe si... —«Pero qué demonios es esto», pensó Oliver. ¿Su hermana planeaba contarle toda su vida a Ana?

Oliver miró a todos lados en busca de algún apoyo, pero el único ser que estaba de su lado, su hermano basilisco, se agarró la punta de su gordo rabo y lo miró con impotencia. Oliver lloró por dentro mientras su hermana exponía su vida a Ana. Hasta cuando ellos dos jugaban en sus visitas al monasterio. También se enteró de que su hermana le consideraba lindo cuando estaba gordo. «¡Es una santa!», pensó Oliver escuchándola.

Ana su hermana y Ana la hechicera que insistía en ser su prometida sin importar cuan absurdo sonara eso para Oliver, conversaron durante dos horas en su propio mundo y usando un lenguaje, que, o era otra lengua, o estaba en códigos porque Oliver no entendió ni papa.

Cuando Oliver se rindió de tratar de entender lo que decían se comunicó con su hermano basilisco, que le informó que estuvo más de una hora abrazando a su hermana en la sala de mensajería. A él le había parecido un mero instante, pensó Oliver. No había querido separarse de ella, pero no podía armar escándalos. Si la información llegara a oídos de sus padres sería una tragedia para él y en especial para su santa hermanita.

Cuando Ana y Ana terminaron de hablar, su hermana se levantó y se abrazó a su pecho para empezar a llorar. Oliver comprendió que, en un futuro no muy lejano, justo después de que su santa hermanita se recuperara de su estado y le dijera quien la hizo llorar, él haría llover la sangre de los culpables y desmembraría sus cadáveres.

La otra Ana lo miró con miedo y su hermano basilisco tenía las escamas erizadas. Pero Oliver ignoró todo y acarició el cabello negro y suave de su santa hermanita sin intención de exigirle nada, hasta que ella se calmara y le dijera la lista de nombres de las personas que debía ir a matar de la manera más atroz posible.

Ana lloró en voz baja durante una hora. Oliver limpió sus lágrimas con un pañuelo de seda y le dio un beso en la frente.

—Todo está bien. Ya estás a mi lado. ¡Mataré en un segundo a todo el que te cause molestias! —aseguró Oliver con voz suave y consoladora.

Su hermanita se abrazó a su pecho con ternura. Ana parecía espantada y su hermano basilisco ya se había bajado de su hombro y mordisqueaba su rabo con nerviosismo.

—¡No digas esas cosas! ¡Solo quiero que no me persigan más, eso es todo! No quiero que mates a nadie —dijo con cariño y dulzura.

Oliver se sintió confuso. Si molestaban a su santa hermanita entonces debían morir. No había otro destino posible para semejantes engendros. Pero él no se atrevió a contradecirla. Bueno ya buscaría la forma de perdonar sus vidas y hacer que lo lamentaran. Alice le había enseñado aquello cuando le colocó su maldición.

Cuando su hermana retiró la cabeza de su pecho, Oliver asintió conforme.

—Cuéntame entonces —pidió Oliver.

—Cuando nos mudamos a la capital, ese hombre ilusorio Dogual nos llevó a un palacio que según supimos después, había sido puesto a nombre de nuestro padre a quien se le había dado el título de conde. También nos encontramos con que éramos muy ricos. Y no hablo de unas mil monedas de oro, sino de todo un montón de millones de monedas de oro que nos esperaban en el sótano del palacio.

»Yo sabía que ese oro era el precio que Alice estaba pagando por ti, pero el resto de nuestra familia estaba eufórica y me dolía en el alma hacerles ver su error. Además, esa también había sido tu voluntad, por lo que lo acepté con resignación.

»Nuestro padre quería administrar él mismo nuestra nueva fortuna, pero mamá lo metió en cintura y le recordó que éramos un montón de campesinos ignorantes que acabaríamos muertos por algún noble si osáramos actuar con desparpajo. Pero tampoco hubo que preocuparse por esto. Al día siguiente, Dogual trajo consigo a cinco hombres y tres mujeres muy estirados que presentó como administradores y tutores para toda la familia.

»Los recién llegados eran eficientes y durante un año nuestra familia solo se dedicó a estudiar y a recibir clases de alta categoría en cuanto a modales y lenguaje. Luego de un año fuimos presentados de manera formal en la corte y pudimos defendernos bastante bien por un tiempo.

»Pero hace un año, un joven noble al que mi padre rechazó por petición mía, regó por la capital que yo tenía la belleza de una hechicera, pero que era de la nobleza menor. De inmediato muchos nobles de la alta nobleza llegaron a nuestra casa y obligaron a mi padre a presentarme ante ellos bajo amenazas a nuestra familia.

»Mi padre se negó a hacerlo y trató de expulsarles de casa, pero resultó que no solo había alta nobleza allí, sino también el hijo de un sirviente personal de la duquesa Amanda.

»Al final todos salieron, pero el joven dijo que, si mi padre no me presentaba en un año en su palacio para convertirme en su esposa, destruiría a nuestra familia y nos vendería al continente Linderos como esclavos —concluyó Ana.

Entonces se habían atrevido a ensuciar a su hermanita con sus ojos. Bien, entonces se los sacaría y se los haría comer, uno a ellos y otro a sus padres, pensó Oliver.

—¡No puedes atacar al sirviente de una duquesa! —exclamó Ana.

«Tonterías», pensó Oliver. Todo el que se atreviera a molestar a su hermanita... Sería castigado de forma apropiada y contundente, aunque fuera una duquesa.

—Ya basta, ¡deja de imaginar locuras! —reprendió Ana desde el otro lado—. Lo único que hay que hacer es revelar que Ana es una hechicera y los nobles se apartarán de ella, incluyendo los de la realeza —explicó Ana.

Oliver miró a su santa hermanita.

—Ana, ¿aceptarías revelar que eres una hechicera y jurar vasallaje a otra hechicera para servirle el resto de tu vida? —preguntó Oliver con tranquilidad.

Las lágrimas cayeron del rostro de su santa hermanita. Sí, todos deben morir... Recibir un apropiado y cruel castigo pensó Oliver y miró a Ana.

—Necesito volver al castillo de Alice. Hay algunas cosas allí que necesitaré. El castillo está cerca de esta ciudad, en las montañas azules a ochenta kilómetros por la vía principal hacia el este —explicó Oliver. Luego tomó a su hermanita y la consoló en su pecho con cariño acariciándole sus cabellos negros y poniéndole un dedo en la boca para que dejara todo lo demás en manos de su hermano.

Él había cometido un gran pecado en contra de su santa hermanita y ella lo había perdonado. Su amor por ella no tenía límites conocidos y no había absolutamente nada que él no hiciera por ella. Él no iba a permitir que algún engendro la mancillara. Y si para ello tuviera que poner a este insignificante reino de cretinos, idiotas, ignorantes y basuras, patas arriba, eso haría. Pues, ¿Qué eran ellos en comparación con su santa hermanita?

«¡No son nada!», respondió una voz en su interior.

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