webnovel

Capítulo 7. Retorno

Oliver miraba por la ventana del carruaje mientras consolaba a su hermanita que se abrazaba a su pecho. Su santa hermanita. Siempre amable con los demás, siempre dulce y cálida sin importar con qué clase de engendro se topara. Oliver solo podía imaginar su impotencia al verse obligada a elegir entre ser mancillada por un engendro, o la esclavitud bajo un juramento impuesto por una indigna hechicera. Pero ella no quería lastimarlos por ello, ella solo quería seguir siendo libre. No pedía nada más.

Oliver apretó los dientes y miró a su hermana abrazada a su pecho. Recordó cuando ella se quedaba dormida en su regazo, cuando él le leía los pocos cuentos de hadas de la biblioteca del monasterio. A ella le encantaban esas historias por más tontas que fueran.

A Oliver casi le sangraban los ojos al leer aquellos cuentos, pero por su linda hermanita no le importaba soportar esa pequeña tortura. Luego y para agradecerle su sufrimiento, Ana danzaba para él. Sus vestidos tenían parches y sus pasos de bailes eran repetitivos, pero a él le llegaban al alma.

Era el pequeño mundo que creaban fuera de la miseria que les rodeaba. Ella era un oasis de paz para él. Si ella no hubiera estado allí, su existencia hubiera sido muy infeliz.

«Linda», pensó Oliver recordando el momento en que empezó a pensar en su hermanita de esa forma. Fue cuando sus padres le informaron que le mandarían al monasterio alejado de su familia, porque a los demás aldeanos no les gustaba que él los mirara como si algún día fuera a hacerles algo muy malo.

Por supuesto, ellos se equivocaban. Esas miradas reflejaban su frustración, él no quería hacerles daño, todo lo contrario, se rebanaba los sesos día tras día pensando en formas de ayudarles a mejorar su horrible existencia. Pero nadie le creía.

—Su mirada es la de un asesino —acusó una anciana con su padre el día que se reunieron para decidir su destino.

Esa anciana jamás había visto un asesino en su vida, pero estaba segura de que él sería uno. Sus palabras le hicieron comprender a Oliver que, ante la ignorancia, la razón no significa nada. Se dijeron muchas más cosas en esa reunión, pero Oliver se acurrucó en el regazo de su madre que derramaba lágrimas y no quiso escuchar ni explicar nada más.

Cuando la reunión terminó habían decidido enviarlo al día siguiente al monasterio.

—Es por su bien, la iglesia purificará su alma —aconsejó la misma anciana que antes le había llamado asesino, a su madre que miraba a todos con desesperación y trataba de explicarles que su hijo no era malvado.

Oliver no pudo soportar más sus lágrimas y volvió a su casa. Allí sus hermanos lucían taciturnos e incrédulos. Oliver no les habló, solo buscaba un lugar para llorar a solas y no perturbar a su madre. Oliver había corrido al arrollo, que estaba cerca de la aldea a unos cuatrocientos pasos. Allí encontró a su hermanita Ana juntando piedras con serenidad.

Oliver se había sentido algo infeliz de que ella no estuviera triste por él.

—¿Tú también estás contenta de que me envíen al monasterio? —preguntó Oliver con tono no exento de furia ante lo que consideraba traición.

Su hermanita que no se había percatado de su presencia se sobre saltó, pero al ver que era él, recupero su serenidad. Ana también había sido rara desde que nació, pero ella era su opuesto. Nada parecía perturbar su serenidad y era feliz.

—¡Estoy muy feliz por ti! —dijo su hermanita con alegría.

Oliver se quedó tan confuso que solo pudo expresar incredulidad. Su hermanita de cinco años lo miró comprensiva.

—Te sientes mal por ello. Nos extrañarás y mamá llorará —dijo Ana acercándose a él para darle un pequeño golpe suave en el abdomen—. ¡Hermano tonto! —reprendió—. Siempre estás frustrado con los aldeanos y quieres saber muchas más cosas. Me dijeron que en el monasterio hay libros de cuentos y leyendas. Los monjes te enseñarán a leer y podrás leerlos. ¡Tienes mucha suerte! —dijo emocionada y dando saltitos.

A partir de ese momento él supo lo especial que era Ana. Sus lágrimas habían brotado sin poder contenerlas y el trataba de limpiarlas avergonzado. Nunca había llorado frente a otra persona desde que tenía algún recuerdo, era una cuestión de orgullo personal.

—¡Hermano tonto! —acusó Ana—. No se suponía que eras listo. ¿No preguntaste cómo era el monasterio? —preguntó Ana reprendiéndolo y empujando sus dedos en su abdomen para molestarle.

Oliver solo había escuchado que en el monasterio limpiarían su alma de corrupción y desde allí no quiso saber más.

—¡Tonto! ¡Tonto, tonto, tonto! —decía su hermana mientras apuñalaba su vientre con sus dedos.

Oliver olvidó todos sus problemas y por una vez en la vida, quiso jugar. Agarró a su hermanita y empezó a hacerle cosquillas, retándola a que lo llamara tonto de nuevo.

«Linda, demasiado linda». Pensó Oliver por primera vez, mientras cargaba a su hermanita y le hacía cosquillas.

Luego de eso, Ana, al ser la favorita de su familia y de toda su aldea, se tomaba todo su tiempo libre para ir al monasterio y obligarle a leerle esos horribles cuentos de hadas que le hacían sangrar los ojos, a pesar de que ella había aprendido a leer cuando él le leyó la primera frase de un libro entre tartamudeos.

Solo Oliver sabía aquello, pero lo selló en su corazón con cadenas eternas por temor a que algún noble se llevara a su hermana y con ella toda la luz de este mundo.

Oliver fue sacado de sus recuerdos cuando Ana se separó de su pecho con rapidez. Oliver observó que había lágrimas sobre su rostro, pero no eran suyas sino de él. Sus ojos las estaban derramando. Ana se había levantado por que le estaban cayendo encima.

—¡Hermano! —dijo Ana con preocupación.

—¿Oliver? —preguntó la otra Ana con muchas dudas.

—No pasa nada —les tranquilizó Oliver—. Yo solo recordé algo —dijo limpiando sus lágrimas.

Ana lo miró con dudas. No sabía si debía preguntar, pero su hermana habló sin ninguna duda.

—¿Qué has recordado? —preguntó su hermana sacando un pañuelo y tratando de limpiar sus lágrimas.

—La razón por la que me siento feliz de haber nacido en este mundo —dijo Oliver sonriendo.

Su hermana le abrazó conforme y Ana se puso tan roja como siempre. ¿Cómo podía esta chica no ser una pervertida? Se preguntó Oliver.

No es que él, que tenía su hermana en su regazo, siendo consciente de que él no la veía como una hermana, se lo reprochara, pero sentía mucha curiosidad por los sentimientos de Ana.

Una vez se deshizo de sus sombríos pensamientos al recordar que este mundo no siempre le pareció una pesadilla, Oliver le pidió a Ana que hiciera una parada en un arroyo del camino, y aprovechó para cazar y azar a un ciervo en compañía de su hermano basilisco. A su hermana a diferencia de Ana, su hermano basilisco le encantó y dijo que le recordaba a él. Su hermano basilisco pareció contento, pero su alegría menguó cuando comprendió que Oliver solo le daría una paleta del ciervo.

Oliver se sintió apenado por él y le dio una botella de sangre diluida, lo que le hizo revolcarse en el suelo dando siseos de placer y sacudiendo el rabo contra la tierra con fuerza. Era como ver a un drogadicto recibiendo su dosis.

Oliver le ofreció un trozo a su hermana una vez el ciervo estuvo asado y condimentado, y esta obligó a que Ana probara un poco de comida por primera vez en su vida. Ana no pudo ocultar sus ansias de devorar la carne y él y su hermana se rieron cuando les pidió más con la cara ruborizada.

Cuando hubieron descansado, Ana decidió que era buen momento para que Oliver recibiera clases de peluquero y le entregó el cepillo número cinco para que peinara las puntas de su cabello, bajo la supervisión de sus criadas ilusorias.

Oliver tembló algunas veces, en especial cuando Ana le hacía algún cumplido, pero a pesar de que su hermana notó el miedo atroz que él sentía al tocar a Ana, no le preguntó nada y agachó su cabeza, para que él no pudiera ver sus expresiones. La otra Ana también fingió no ver nada de su temblor.

Lo que no pasó por alto, fue cada minúsculo detalle que pasó por alto al tocar ese tesoro invaluable que era su cabello. El cual podía crear y cambiar a voluntad con un pensamiento.

De verdad que él no entendía a las mujeres, pensaba Oliver cada vez que ella lo reprendía por empujar el cepillo muy fuerte hacia abajo o desviarse un milímetro de su camino programado. Oliver terminó cansado y exhausto al final, pero se acercó a Ana para tenderle una mano temblorosa y darle las gracias.

Ana recibió su mano como un delicado caballero que temiera ofender a una dama y llamó a sus criadas para arreglar el desastre que Oliver había hecho con las puntas de sus cabellos.

En el fondo, esta chica era muy cruel comprendió Oliver mirando sus acciones sin corazón para con sus esfuerzos. Su hermana le dirigió una mirada consoladora, pero su hermano basilisco envalentonado por la sangre de Alice que recorría su cuerpo, fue a reclamarle por su actitud despiadada y cruel con siseos de desaprobación y mirada iracunda.

Diez minutos después, Oliver había logrado bajar a su aterrorizado hermano basilisco del precipicio a donde Ana lo había lanzado y colgado, amarrado, amordazado y con los ojos tapados, a la boca de un nido de buitres.

Su pobre hermano no dejó de temblar en su hombro por el resto del viaje. Oliver tuvo que aceptar que, en efecto, el temblor constante era una buena forma de relajación. Él ya se sentía muy relajado con el temblor de su hermano basilisco en su hombro. No le extrañaba que Ana se hubiese dormido apenas una hora después de que él empezara a temblar.

Cuando Ana dio con la entrada hacia el castillo en el camino principal, Oliver le dio indicaciones para que pudiera esquivar las trampas que había dejado en el camino para proteger el castillo, que era donde guardaba la sangre de Alice y otras cosas que consiguió en sus viajes. Pero lo más importante, allí guardaba el sello que le identificaría como mano derecha de Alice, una vez esta esclavizara su alma y lo convirtiera en su leal caballero, su espada y portavoz. Todo bajo el módico costo de suprimir su voluntad.

El último tramo de cien metros lo hicieron a pie. El gran castillo era visible desde hacía mucho. Estaba construido en un risco y se veía como una fortaleza por fuera y como un palacio por dentro. Estaba rodeado por una muralla en semicírculo, que cubría el patio hasta llegar a los desfiladeros. Allí no había murallas.

Antes de entrar Oliver agachó la cabeza avergonzado, cuando Ana abrió mucho los ojos observando el camino desierto que daba a la entrada. Por allí había corrido Oliver con su semen en sus manos mientras todo a su alrededor moría. Su hermana se acercó a preguntarle a Ana de forma discreta, qué había sucedido allí, pero la pobre Ana se quedó sin palabras por segunda vez en su vida y no pudo responderle la atroz y asquerosa verdad.

Su hermana no preguntó más y los tres entraron al castillo. A un lado de la entrada estaba el puesto de guardias, sin guardias. Más allá, las caballerizas y todo lo demás era ocupado por el patio de entrenamiento. Alice no necesitaba almacenar comida, agua o herramientas.

Oliver observó melancólico el final del campo de entrenamientos. Había un trono exquisito de mármol allí. Tenía cojines y estaba decorado con incrustaciones de oro y piedras preciosas.

En frente del trono del lado izquierdo, estaban seis pequeños altares de piedra con pequeñas correas para sujetar a criaturas pequeñas.

—¿Qué es eso? —preguntó su hermana señalando los altares de tortura.

—Allí es donde los basiliscos que trataban de alimentarse de Alice recibían sus castigos, por lo general los pinchaban con clavos al rojo hasta que llegaba la tarde. Al final del día Alice les curaba y hacía que les cortaran sus rabos para devolverlos al bosque.

Su hermano basilisco que no había prestado mucha atención al asunto, abrió sus ojos a todo lo que daba y se abrazó su gordo rabo mirando los altares con horror. Oliver no se rio de él.

—¡Recibían su merecido! Son unos bichos asquerosos que acechan en la oscuridad y se alimentan de nosotras —sentenció Ana en lo absoluto conmovida.

—Era un castigo muy cruel —comentó su hermana señalando el trono—. ¿Ella observaba todo sentada allí? —Oliver asintió—. ¿Y dónde estabas tú? —preguntó su hermana empezando a derramar lágrimas.

Oliver recordó a Alice en el trono mientras dictaba las sentencias a sus prisioneros. Como siempre lucia hermosa sentada con elegancia y una expresión amable y serena. No había furia en sus ojos o en su voz, no disfrutaba con las sentencias ni las torturas. Alice se quedaba allí serena y divina, esperando. Si cualquiera de sus prisioneros osaba tratar de morirse ella lo curaba y ordenaba seguir la tortura.

Alice nunca perdió a uno de sus prisioneros por descuido, pero siempre puso esfuerzo en que sufrieran de forma horrible. Ella antes de cualquier ronda de torturas, hacía arrodillar a sus prisioneros y les informaba de sus crímenes y castigos. Oliver observaba todo desde un lado. Su entrenamiento comenzaba al mismo momento que los castigos.

Oliver señaló el otro lado del patio.

—Yo entrenaba de ese lado —dijo Oliver algo tenso y señaló la entrada del castillo.

Su hermana lo ignoró he hizo intención de correr hacia el campo de entrenamiento. Oliver corrió hacia ella y antes de que su hermana diera el primer paso, él ya la sujetaba con fuerza y un temblor frio en todo su cuerpo. Oliver se maldijo a sí mismo. Debió entrar al castillo de una vez. Su hermana lo observó con una expresión de tristeza.

—¿Qué pasa si piso allí? —preguntó con tristeza, señalando el patio de entrenamientos.

Oliver sabía que se disponía a probarlo ella misma si consideraba que él le ocultaba cosas.

—Sin que Alice controle todo, el campo activa el entrenamiento estándar. Primero saldrán clavos al rojo del suelo, luego tocan flechas, luego aparecerían guerreros con armas rociadas en veneno para causar dolor, siguen flechas al rojo. Luego entrenamiento con la espada mientras cae acido venenoso sobre ti, antes de mediodía tus ojos son quemados y aparecen de nuevo los clavos. El entrenamiento se repite, pero debes hacerlo con los ojos quemados —finalizó Oliver.

Oliver ocultó muchas cosas, pero su pobre hermana ya tenía la cara pálida y él no quería hacerle más daño. Este patio solo fue la mitad de su entrenamiento, él se pasó los últimos seis meses en el mundo devastado con Alice. Este entrenamiento era un paseo de niños en comparación.

—Todo está bien ahora —dijo Oliver abrazando a su hermana—. Todo se terminó hace tres años —dijo para consolarla.

Su hermana se abrazó con fuerza a él y empezó a temblar. Ana seguía con mirada serena. Oliver supuso que ella sabía que este entrenamiento era insignificante y que lo que se necesitaba para crear un guerrero pozo de veneno, era mucho más.

—¡Cuéntamelo todo! —rogó su hermana que seguía abrazada a él.

Oliver le despegó de su pecho a la fuerza y la miró serio.

—Ana, esto ya ha pasado. No te diré nada más. No quiero que te tortures pensando en cosas que ya sucedieron hace mucho —dijo Oliver.

Ana no estaba feliz con su respuesta, pero agachó la cabeza y no preguntó más. Oliver les indicó la puerta del castillo y los tres entraron después de que el castillo le reconociera y abriera sus portones.

—¡Bienvenido de nuevo, Caballero! —dijo una voz suave y amable cuando ellos entraron.

Oliver se había olvidado de ella y dio un respingo asustado. Ana y su hermana le miraron con confusión. Aquella voz era un coro de ángeles, ni siquiera asustaría al más cobarde de los seres en su mayor estado de pánico, sino todo lo contrario, lo calmaría de inmediato.

—He vuelto, mi reina —respondió Oliver frustrado.

Esa era la contraseña para identificarlo. Él había tratado de razonar con este engendro de castillo para que le obedeciera y le permitiera hacer cambios a su voz, pero siempre le respondía que la única capaz de hacer eso era Alice. Como Alice estaba muerta, ese era el punto en que Oliver empezaba a maldecir.

—¿Algo que informar? —preguntó Oliver.

—Solo bandidos comunes, caballero. Intentaron robar el trono, pero activaron el campo de entrenamiento. Según mis órdenes he quemado los cadáveres y esparcí sus cenizas por el acantilado, después de oficial la correspondiente ceremonia —informó el castillo usando la voz de Alice.

Su hermana Ana volvió a palidecer. Ana se acercó a ella para tallar sus hombros. Tal vez traer a su hermana aquí fue un grave error, pensó Oliver. Ana siempre fue amable y cálida. Todas las personas que conocía se daban cuenta de ello y la trataban como un mundo aparte del resto.

—Caballero, ¿tus acompañantes son invitadas? —preguntó el castillo.

Esta vez las dos Anas se pusieron pálidas al mismo tiempo.

—Lo son —respondió Oliver con tranquilidad—. Y son de gran importancia para mí —agregó.

—¡Maravilloso! Prepararé las mejores habitaciones para ellas —dijo y Ana y su hermana respiraron aliviadas.

—¿Y usted, caballero? ¿Desea que prepare su habitación? o ¿Prefiere el cuarto de la reina y su baño como de costumbre? —preguntó.

Oliver sabía que sus acciones eran estúpidas y tontas, pero necesitaba hacer esas cosas para sentir algo de satisfacción y librarse del miedo.

—Sí, me quedaré en la habitación de la reina. También usaré su baño. —Hacía siglos que no se bañaba como era debido.

—Prepararé ropa limpia y apropiada —dijo la voz y no volvió a preguntar nada.

Ana y su hermana respiraron aliviadas. Después de que la voz mencionara lo de los bandidos, ya no les parecía inocente y pura.

Oliver señaló la gran escalera de mármol que comunicaba el salón inferior con el segundo piso. Estaba adornada con sedas y había una alfombra dorada en su centro. El resto del salón lucia impecable y recién pulido. El piso era de mármol negro y las paredes de mármol blanco. No se observaban uniones o cortes.

—Yo iré arriba. Allí están las habitaciones. Me gustaría tomar un baño —dijo Oliver sintiéndose cansado—. Si necesitan algo, pueden preguntárselo al castillo —agregó y empezó a subir.

Oliver se avergonzó cuando ambas chicas se acercaron a él. Su hermana lo agarró con fuerza de su brazo derecho, y Ana se acercó lo más que pudo sin ponerlo a temblar.

—¡Ni hablar! ¡No voy a separarme de ti! Estos hechizos suelen fallar cuando su creador muere y fallan en obedecer órdenes que hayan sido programadas luego del suceso. ¡No voy a dejar que me incineren y echen por un precipicio por haber confiado en un hechizo defectuoso! —aseguró Ana.

Su hermana apretó más su brazo. Ella tampoco parecía dispuesta a arriesgarse. Oliver iba a hablar, pero el castillo se le adelantó haciendo dar un respingo a las chicas.

—Mi creadora es la reina Alice. Soy perfecta. No hay fallos en mis órdenes desde mi creación —aseguró el castillo.

Ana y su hermana no cambiaron sus expresiones. Oliver se sentía abatido y dio un suspiro. Él quería darse un baño. Fuera de este lugar no podía quitarse la armadura sin correr el riesgo de matar a un montón de gente. Sus baños fuera de este lugar eran un espectáculo muy triste de contemplar.

—Caballero, como las damas insisten en acompañarlo, sugiero dividir el baño con una cortina, pero le informo que tal acto se consideraría inapropiado, sobre todo porque una de estas damas lleva su misma sangre, y por su parecido a la suya, concluyo que ustedes son hermanos de padre y madre —dijo el castillo.

Ahí iban las últimas y desesperadas esperanzas de Oliver. Alice seguía torturándole hasta después de muerta.

Su pobre hermana se ruborizó al ser acusada de incesto. Ana evaluaba sus opciones y su hermano basilisco seguía mordiendo su rabo con nerviosismo. El castillo no podía localizarlo, pero él seguía aterrorizado por lo que vio fuera.

—También podría bañarme primero —dijo Oliver.

—En ese caso no veo posible que el caballero pueda permanecer junto a las damas —dijo el castillo con un leve desdén en su voz que puso la moral de Oliver por los suelos.

No le gustaba ser el más idiota del grupo. Oliver miró a Ana con decisión.

—¡Ni hablar! —dijo Ana—. Mi vida es más importante que todo lo demás, no voy a arriesgarla con un hechizo sospechoso.

El ánimo de Oliver se fue al piso y ya se dirigía hacia el sótano.

—Usaremos la cortina para el baño —dijo Ana dejando a Oliver con la boca abierta. Ella no lucia ruborizada en lo absoluto—. Si miras, harás llorar a tu madre —sentenció cuando Oliver la miró incrédulo.

Oliver tragó saliva y miró a su hermana que palideció. Sin duda ese fue un duro golpe.

—Bien, prepararé el baño. Pueden subir al cuarto de la reina, la cama ha sido preparada para tres personas —informó el castillo.

Su pobre hermana volvió a palidecer. Ana era una criatura cruel, había destruido cualquier pensamiento accidentado que pasara por sus mentes y lo había sustituido con un pozo de culpa, pensó Oliver y arrastró sus pasos hacia arriba.

Oliver se disponía a subir el primer escalón cuando el rabo de su hermano basilisco le apretó el cuello con fuerza. Oliver le miró y él señaló la puerta del castillo entre temblores. Oliver asintió y volvió a fuera seguido de Ana y su hermana. Una vez fuera su hermano basilisco bajó de su hombro y señaló el bosque con decisión.

—¿Seguro? —preguntó Oliver.

Su hermano basilisco dio un vistazo a los altares de tortura y asintió con nerviosismo. Oliver se encogió de hombros. Era mejor así.

Este castillo no era amable con los basiliscos y aunque no pudiera detectar a su hermano, era mejor no correr riesgos y que él se quedara a dormir fuera. Oliver sacó cinco botellas de sangre diluida y se las dio a su hermano que las tomó en el acto y corrió al bosque. Su hermana frunció el ceño y Ana le miró acusadora. Oliver volvió dentro del castillo y subió arriba sin más titubeos.

El baño de Alice era como de costumbre algo fuera de este mundo. Cien metros cuadrados de puro lujo y esplendor.

Oliver reposaba desnudo en la piscina del baño que en este momento estaba dividida en dos por una lámina delgada. Cada vez que Oliver dirigía su vista hacia allí, veía a su madre mirándole con tristeza. Oliver trago saliva y se hundió hasta el cuello. Su madre estaba ahí y él estaba desnudo pensó con horror. Ana era un ser desconsiderado y cruel al hacerle esto.

—¿Qué haces? ¿Por qué te sumerges hasta el cuello? ¿Crees que quiero mirarte? —por un segundo Oliver pensó que le hablaban a él.

—No es nada —respondió su hermana.

Su pobre y santa hermana, pensó Oliver. Las cosas que tenía que pasar por su culpa.

—¿Puedes hacer que no se escuche nada? —preguntó Oliver en voz baja.

—No, pero puedo disponer de tapones para los oídos —dijo el Castillo.

—Excelente —dijo Oliver estirando su mano donde aparecieron dos tapones para sus oídos.

Oliver miró la delgada lámina que dividía el baño.

—También quiero un antifaz para dormir —pidió.

Luego de recibir el antifaz Oliver se lo colocó junto a los tapones de oídos.

—Es usted un caballero —alabó el castillo.

Oliver sintió ganas de suicidarse. No quería ser un caballero. Quería espiar a Ana y a su...

«Dios», pensó Oliver y se dio un gran golpe con su puño cerrado en la cara con toda su fuerza.

El golpe le dolió y le hizo sentir algo mareado, pero le sirvió para relajarse y sentir el agua cálida que recorría su cuerpo. Era el paraíso pensó Oliver relajando se allí hasta que Ana y su hermana le llamaron para que saliera.

El dormir en la cama tampoco fue algo grato. Ni siquiera podía dirigir la vista a su hermana, que dormía a un metro de él de su lado izquierdo, por temor de ver la cara de su madre, triste y dolida. En cuanto a su lado derecho no había problemas con mirar, pero se ponía a temblar de miedo cada vez que lo intentaba.

Un metro de separación era muy poca distancia entre él y una hechicera. No se sentía cómodo en lo absoluto.

Oliver no pudo cerrar los ojos, sudaba y de vez en cuando temblaba. Él la estaba pensando en bajar de la cama e ir hasta la puerta de la habitación cuando una suave y cálida mano tomó la suya.

—Mírame —pidió su hermana.

Oliver pensó que eso no era una buena idea, pero como su hermana se lo había pedido él giró la cabeza hacia ella. Al igual que Ana llevaba su vestido puesto y no ropa de dormir. Oliver se había quitado su armadura.

—¿Por qué tienes miedo de Ana? —preguntó su hermana con suavidad.

—No es Ana. Siento miedo de todas las hechiceras por igual. No me afectaría en una pelea, pero si ellas se acercan demasiado... —Oliver tembló.

—Oliver, ¿qué hacía Alice mientras te torturaba? —preguntó su hermana.

—Ella se quedaba sentada en su trono con mirada serena y amable. Siempre pendiente de mí, y esperando para curarme con una gota de su sangre cuando ya no podía más —explicó Oliver.

—¿Qué hacían en las noches? —preguntó Ana.

—Me traía a esta habitación —dijo Oliver tragando saliva—. Me ordenaba acostarme en tu lugar, boca arriba con el cuerpo recto, los brazos a los costados y las manos sobre el vientre.

—¿Como estabas hacía un momento? —preguntó su hermana con voz suave. Oliver asintió.

—Ella se acostaba en el lugar de Ana y me ordenaba permanecer despierto y alerta. Pero después de pasarme el día en sus entrenamientos, apenas cerraba los ojos yo me dormía y ella me castigaba.

»No me torturaba con clavos o cortándome como en el entrenamiento diario, sino que usaba su magia en mi cuerpo para hacerme sentir un dolor superior a todo lo que hacía durante el día y no paraba por diez minutos.

»Luego me ordenaba volver a mi posición y mantenerme en guardia de nuevo. Pero yo volvía a dormir en apenas minutos. Pasaron meses antes de que me diera cuenta de que había puesto un hechizo en la cama para hacerme dormir —concluyó Oliver.

Su hermana derramó lágrimas y le apretó la mano con fuerza.

—¿Alguna vez te castigó fuera de las reglas que impuso? —preguntó su hermana.

—No —respondió Oliver sin dudar—. Ella nunca se equivocaba. Todas las veces que me castigó yo había bajado la guardia.

—¿Alguna vez ella mostró odio hacia ti? —preguntó.

—No. Su expresión siempre era serena y amable. Tampoco era que no pudiera sentir. El día en que nos conocimos pude ver furia y consternación en sus ojos cuando me negué a servirla —explicó Oliver.

—Pero no mostró emoción alguna durante todo tu entrenamiento —dijo Ana. Oliver asintió y su hermana pareció triste—. No significaba nada para ella —dijo su hermana derramando lágrimas—. El dolor, la tortura y la miseria debían ser algo natural. Algo que ella había aceptado. También me dices que ella colocaba un hechizo sobre la cama.

»¿Para qué iba a hacer eso? Ese tipo de hechizo también le afectaría a ella. Debía hacer doble esfuerzo para suprimirlo, y ella también debía mantenerse alerta para poder castigarte cuando fallaras en sus órdenes, era más simple colocarlo en ti. A menos que a ella no le afectara. ¡Que ser tan triste! —dijo su hermana con un tono de tristeza en su voz.

Oliver abrió mucho los ojos. Su hermana sentía lástima de Alice. El cerebro de Oliver pensó sin parar.

Alice. Ella no mostraba ninguna emoción en sus torturas. Y no era que no las tuviera. Ella simplemente no sentía nada al verle gritar de dolor porque para ella, el dolor no era nada. Y su hermana tenía razón, para que Alice pudiera castigarle sin ningún error, ella debía estar el doble de alerta que él. Aún al final de su entrenamiento Oliver se dormía unas tres veces en la noche, pero ella seguía alerta siempre. Nunca bajaba la guardia. Tampoco usaba hechizos, Oliver lo sabía.

Alice... Alice era un ser lamentable, como decía su hermana. ¿Qué clase de cosas le sucedieron para que llegara a ese estado? No se debía a su magia, las hechiceras no eran seres fríos, solo en extremo ególatras. Tampoco era su edad, si los años te hicieran inmune al dolor, los ancianos tendrían más resistencia que los bebés, y la única diferencia entre ellos era su razón.

Alice. La poderosa y aterradora Alice. Ella... Ella era digna de lástima. ¿Por qué le temía a Alice? Por qué Alice era aterradora. Inhumana. Una diosa. Era un monstruo salido del último piso del infierno. Infranqueable, imperturbable, impoluto. Pero no era así.

Alice era huna humana más, no era aterradora, alguien que ni siquiera puede descansar por las noches solo puede ser digno de lástima. Oliver miró a su hermana e hizo girar su cuerpo hacia ella. Quería besarla y abrazarla, pero su hermana lo detuvo de inmediato interponiendo su mano y sentándose.

—Yo saldré fuera —dijo su hermana y salió de la habitación.

Oliver no entendió sus acciones y se quedó mirando la puerta de la habitación por cinco minutos.

—Tonto, mira a tu lado —dijo la voz de su hermana en su cabeza.

Oliver lo hizo y notó que Ana había dado media vuelta y ahora estaba a medio paso de él. Antes él habría saltado y salido corriendo, pero ahora se quedó allí. ¿Cómo no lo había visto antes? Pensó Oliver como siempre contrariado por su falta de sesos.

Esta chica era una hechicera. Ella tenía todos sus conocimientos, sabía qué esperar de su vida. Ella se lo había dicho. Quería que él la mirase como miraba a su hermana Ana. Ella le temía a la soledad, comprendió Oliver observándola. La vida de los hechiceros y hechiceras era solitaria.

Cuando descendieron a este mundo ellos lo hicieron en parejas. Sabían que ningún humano podría estar a su lado y se aseguraron de tener compañía para la eternidad. Pero ahora estaban solos. Una soledad que ellos no habían elegido.

Oliver les entendía. Él había estado tres años solo debido a una maldición y había sufrido de forma miserable. No quería ni imaginar lo que se sentía pasarse miles de años de soledad impuesta a la fuerza.

Oliver miró a Ana durmiendo a su lado. Ella tampoco quería eso, y estaba tan desesperada, que estaba dispuesta a arriesgarse con él. Un humano bajo el cuidado de una hechicera a lo sumo viviría quinientos años. No creía que él fuera a ser diferente, pero Ana estaba dispuesta a aceptarlo.

Oliver tomó su mano. Era suave y cálida. Ana abrió los ojos y se quedó mirándole con sorpresa. No verle temblar la asombraba. Oliver soltó su mano y la empujó por la cintura para ponerla boca arriba.

—¿Qué haces? —preguntó Ana indignada.

Oliver le ofreció una sonrisa maligna y antes de que pudiera hacer nada, puso las manos sobre la parte superior de su vestido y lo hizo pedazos dejándola desnuda de cintura para arriba.

Ana dio un grito de espanto y desesperación cubriendo sus pechos y sujetando su falda. Luego le miró con furia asesina. Oliver seguía sonriéndole con malignidad. Ana respiró hondo para calmarse y le miró muy seria.

—¡Está bien! ¡Pero cómo te atrevas a hacer algo más, será tu funeral! —amenazó y con algo de renuencia puso las manos a su lado dejando sus pechos al descubierto.

Luego le dedicó una última mirada amenazadora y volteó hacia un lado con expresión digna y serena, incorruptible. Oliver se burló en su corazón. Esta chica de verdad se creía una diosa incorruptible.

Ana le dedicó una mirada fría y luego le ignoró por unos minutos, pero una hora después se abrazaba a las almohadas con expresión feliz.

Oliver la observaba con satisfacción, sentado a su lado. Estaba algo tembloroso de la emoción. También seguía sintiendo algo de miedo, pero sus instintos se encargaban de él con facilidad. Había recuperado una parte más de su libertad, ahora solo faltaba su maldición. Oliver bajó de su cama para salir fuera de su habitación y agradecerle de rodillas a su santa hermanita por curarlo.

Ana estaba fuera de la habitación. Oliver no tuvo que buscarla por ningún lado. Ella estaba llorando recostada a la pared. Oliver no sabía qué hacer.

—¡He tratado! —se quejó ella dirigiéndole una mirada llena de lágrimas—. ¡Pero no puedo! Quería hacerlo, pero me he dado cuenta de que no puedo ser feliz apartándome a un lado. ¡No quiero separarme de ti! ¡No puedo dejarte al cuidado de otra mujer! Yo también quiero estar a tu lado y no quiero renunciar —dijo entre susurros llorosos.

Oliver se acercó a ella y tomó sus manos entre la suyas.

—Yo moriría si un día decidieras estar con alguien más —confesó y la abrazó.

Su hermana correspondió a su abrazo.

—Hablaré con nuestros padres al volver a casa —dijo Oliver y su hermana asintió en su abrazo.

Oliver se dejó llevar por la sensación de su cuerpo junto al suyo, y el mundo desapareció una vez más.

Oliver no supo cuánto tiempo había pasado esta vez. Cuando se separó de ella Ana estaba a su lado con su acostumbrado rostro enrojecido por la emoción. Ahora Oliver sabía que eso se debía a la emoción que le provocaba que ellos dos hubiesen jurado sus almas. Para ella eso era un sueño.

—Sigan, no se preocupen por mí —dijo Ana de forma apresurada—. Ya he aceptado su relación desde que me enteré de su juramento de almas —explicó a Oliver entendiendo su confusión y adelantándose a su pregunta.

A pesar de ello Oliver se separó de su hermana. Por alguna razón se sentía incómodo. Quizás era culpa.

Oliver frunció el ceño mirando a Ana. Ella llevaba un vestido azul claro de diseño elegante con bordados delicados de hilo de oro y que daba una sensación de divinidad al verlo. No era un hechizo, pero esa tela tenía propiedades mágicas.

—¿Les gusta? —preguntó Ana girándose para ellos—. Lo encontré en el guardaropas. Es el vestido más hermoso que he visto jamás, me lo quedaré —agregó con determinación.

Oliver tragó saliva. Su miedo no se había ido por completo.

—Alice siempre llevaba ese vestido. Nunca se lo quitó en todo el tiempo que la conocí a pesar de que en su guarda ropas descubrí más de veinte vestidos igual de llamativos. Creo que deberías escoger otro —dijo Oliver.

—Ni hablar. No se pueden comparar con este, me lo quedaré —dijo decidida.

Oliver solo pudo suspirar, mientras su hermana y Ana admiraban el vestido.

—Ana, si ya habías aceptado lo nuestro antes, ¿por qué hiciste ese comentario sobre nuestra madre? —preguntó Oliver.

Ana los miró seria a ambos.

—¿Creen que iba a dejar que sus miedos arruinaran mi primer baño decente desde que salí de mi capullo? —preguntó Ana con indiferencia.

Oliver ya se suponía algo así y hundió los hombros para dirigirse al sótano del castillo. Pero luego de dar dos pasos decidió que las acciones de Ana no podían quedarse sin castigo o esta chica los intimidaría por el resto de sus vidas sin preocuparse siquiera. Oliver se giró y miró a Ana.

—Ana, la próxima vez que te bañes, voy a espiarte —dijo Oliver.

—¡Campesino vulgar! —reprendió Ana—. ¡Si te atreves quemaré tus ojos! —amenazó con indignación.

Oliver dio carcajadas. Alice había quemado sus ojos a diario por todo un año, tal amenaza no tenía efecto en él. Oliver dio media vuelta y empezó a caminar con tranquilidad por el pasillo de las habitaciones.

—¡Espera! ¡Podemos hablar! No hay que tomar decisiones radicales por un asunto tan pequeño —dijo Ana a su espalda.

Oliver sacudió la cabeza. Esta chica les hizo pasar horas de horrible sufrimiento para que ella pudiera tomar un baño y hablaba de no tomar decisiones radicales.

Oliver la ignoró. Ya se imaginaba esas hermosas piernas desnudas y... La venganza nunca sería tan dulce después de eso, pensó Oliver.

Unos minutos después Ana seguía mirándole con preocupación y apelaba a su hermana para que él desistiera, pero considerando que su hermana también había pasado unas horas de sufrimiento indescriptible, ella no ponía mucho esfuerzo en convencerle de que se echara atrás.

Oliver la ignoró y procedió a abrir la cámara sellada donde estaba el laboratorio de Alice. Cuando la masiva puerta de dos por dos metros se abrió luego de que él hiciera presión en los lugares apropiados, la voz del castillo se escuchó:

—Caballero, ¿estás seguro de que estas damas pueden acompañarte allí? —preguntó el castillo. Ana y su hermana se tensaron.

—No hay problema —dijo Oliver.

—Como lo desees, caballero.

—¿Puedes dejar de amenazar nuestras vidas? ¡Por favor! —dijo Ana entre indignada y asustada.

—Fui creado para cuidar y proteger a mi reina y a su caballero, tus deseos son insignificantes para mí —respondió el castillo.

Ana se quedó con cara de incredulidad. Oliver caminó dentro. Ana no lograría razonar con este castillo, era tan intransigente como la misma Alice.

El laboratorio de Alice no era igual al resto del castillo. Las paredes eran de granito pulido al igual que el techo. No había ninguna decoración y olía a sangre por todos lados. Había diez mesas de trabajo, cinco de ellas con el material necesario para mesclar la sangre de hechiceras con agua destilada y hacer sangre diluida.

El resto de mesas contenían herramientas mágicas para fundir metales, separar elementos, combinar materiales mágicos y hacer análisis. Los conocimientos que poseían las hechiceras eran increíbles para cualquier persona común. Al fondo estaba el cuarto de almacenamiento de materiales. Alice tenía todo lo necesario para su trabajo en ese lugar.

Oliver se dirigió hacia un sostén con forma de muñeco donde había dejado el resto de su armadura.

Ana y su hermana estaban asombradas del lugar. Ana también hacía planes para quedarse con todo, pero el castillo amenazó con echarla fuera y recuperó la calma.

—Hermano, ¿por qué nunca te quitas esa armadura? —preguntó Ana examinando el resto de la armadura.

—Alice plantó una maldición en mi sangre. Es como la sangre de las hechiceras, pero en vez de curar y sanar, mata y vuelve cenizas a cualquier ser vivo a mi alrededor. Esta armadura evita que mi sangre escape de mi cuerpo por cualquier herida —explicó Oliver.

Su hermana le abrazó para consolarlo, pero Oliver la apartó.

—No te preocupes. Ana ya me ayuda con eso. Luego de que alcance su edad adulta probaremos a retirarla. Si no podemos buscaremos otros medios. También conozco a alguien que puede ayudarme localizando la semilla de Alice. Si doy con ella no necesito nada más. Solo es cuestión de tiempo para que esta maldición desaparezca —dijo Oliver con confianza.

Su hermana asintió con alegría. La verdad ahora que estaba curado de su miedo hacia las hechiceras, su maldición no era una carga tan pesada.

—Su semilla también está maldita. Y según me contó es más potente que su sangre —dijo Ana como si nada. Oliver la miró indignado cuando su hermana se ruborizó—. ¿Acaso quieres que la pobre sea ignorante de este asunto? Si fuera yo no habría problemas. Nunca me acostaría contigo hasta después de casarnos, pero los campesinos son muy relajados en estos asuntos y si esperamos a la boda podría ser tarde para evitarle un mal rato —explicó Ana con tranquilidad.

Oliver se reforzó el doble en su intención de espiarla cuando se estuviera bañando. Su pobre hermana solo podía quedarse allí con la cara roja.

Oliver convocó al resto de su armadura suprimiendo sus deseos de ahorcar a Ana. La armadura salió disparada hacia él, completando la que llevaba. El cinturón con la sangre de Alice se hizo a un lado y también la espada.

Toda la armadura plateada volvió a estar unida a él con el casco, que tenía lo que parecían alas pegadas a sus cienes.

La capa de negro noche y enredaderas de plata bordadas también apareció. El cinturón de sangre se ajustó a la parte superior de la falda encajando a la perfección. La espada y su vaina se pegaron a su cintura sin nada que las sujetara. Oliver solo tuvo que sujetar el bolso de cuero donde llevaba el dinero y algunos otros objetos.

—No está atada por un hechizo —dijo Ana observando la armadura plateada con el ceño fruncido.

—Alice no quería que estos artefactos cayeran en manos de nadie más. Esta armadura está atada a mi alma y fue creada con mi carne, sangre y huesos. Se podría decir que los tres artefactos son parte de mi cuerpo. No pueden ser usados por nadie más y si muero desaparecerán —explicó Oliver—. La armadura protege mi cuerpo de ser desmembrado o despedazado, también evita que mi sangre salga de mi cuerpo, aunque logren apuñalarme.

»Alice no quería que matara a nadie por accidente. El cinturón guarda la sangre en estado de éxtasis temporal. Podría caerle una montaña encima y la sangre dentro de él no sé derramaría ni se perdería. Por último, la espada y la vaina.

»La vaina protege mi cuerpo y la armadura, de hechizos invasores o ilusorios. Y por último la espada que puede matar a cualquier hechicera tan poderosa como la misma Alice. Si estas cosas cayeran en manos de sus enemigos, ella lo pasaría muy mal. Ella debía mantenerme lo más seguro posible y no escatimó esfuerzos en lograrlo. Supongo que no quería pasarse otro año creando otro recipiente para su maldición —explicó Oliver.

Ana miraba la armadura encantada. Alice era su heroína y sus creaciones la fascinaban.

Después de un rato, Ana miró a su hermana.

—Bueno, ¿no crees que es hora de que nos digas cómo haces para esconder que eres una hechicera? No puedo sentir nada de ti. Pero si fueras una humana normal no podrías tomar el alma de tu hermano en un juramento —dijo Ana mirando a su hermana.

Ana se avergonzó, pero acto seguido las sombras la cubrieron y desapareció. Oliver frunció el ceño. El talismán no podía localizar a su hermana y ese talismán había sido creado por Alice. Nunca había fallado antes.

Ana miraba a todos lados a la vez que lanzaba hechizos alertando a su talismán.

—Me rindo. Debes de tener sangre de basilisco para poder esconderte de mi magia —dijo Ana frustrada.

—Localiza a mi hermana —ordenó Oliver al castillo.

—Imposible —respondió el castillo.

Su hermana dio risas alegres en frente de ellos y se abrazó a él.

—Cuando era pequeña ninguna hechicera podía sentir mi presencia sin importar los hechizos que usaran. Ni siquiera Alice pudo ver a través de mí cuando te secuestró —dijo apareciendo de nuevo abrazada a él—. Luego cuando alcancé mi edad adulta esta habilidad me permitió hacerme invisible por completo. Ana frunció el ceño.

—Tonterías —dijo Ana molesta—. No puedes tener un hechizo activo por siempre. ¿Estás segura de que no tienes sangre de basilisco? —preguntó Ana con seriedad.

—¡Claro que no! —dijo su hermana indignada.

Ana siguió con el ceño fruncido observándola.

—A ver, has esto —dijo señalando a un lado y haciendo aparecer a una de sus criadas ilusorias.

Su hermana se apartó de él y pareció avergonzada.

—No puedo hacer algo así —dijo con pesar.

Por supuesto, las hechiceras tan poderosas como Ana eran raras, pensó Oliver.

—Bueno, naciste de campesinos, supongo que era de esperar —dijo Ana con su acostumbrada arrogancia—. Has lo que puedas —indicó después.

Ana también suspiró y señaló a su lado, donde apareció un pequeño cachorro.

Su talismán reconoció al cachorro y también la magia que lo mantenía, pero seguía sin ser capaz de detectar a Ana.

—Esto es extraño —dijo Ana confusa—. No me extraña que en tu condición de aislamiento no lo sepas, pero lo que haces es una imposibilidad. Nuestras semillas están ligadas a nuestro poder, es imposible que ocultes que tú seas una hechicera. No tiene sentido —dijo Ana pensativa.

No parecía que fuera a darse por vencida por lo que Oliver intervino.

—Debemos irnos, quiero llegar hoy a la capital —dijo Oliver. Ana lo miró con renuencia—. No te preocupes, si ocurre algo grave usaré esto —dijo y extendió la mano—. Castillo, me llevo mi sello —dijo Oliver y un sello dorado apareció en su mano.

Ana y su hermana abrieron mucho los ojos. Sus piernas temblaron. Ana pudo seguir de pie a duras penas, pero su hermana cayó de rodillas. Oliver, que ya había olvidado el efecto del sello se apresuró a ayudarla a levantarse.

—Está hecho con un fragmento del alma de Alice. Solo hay tres en todo el reino. Los otros dos los tienen Amelia y Amanda —explicó Oliver a su pálida hermana.

—Su poder era aterrador —dijo su hermana observando el sello—. Sentí que toda mi magia se doblegaba a ella —agregó. Ana también asintió observando el sello.

—Este sello al igual que el de Amelia y Amanda, contiene un fragmento de mi alma. Ninguna hechicera se atreverá a molestarnos si lo mostramos, ni siquiera Amelia y Amanda —dijo Oliver explicando sus planes.

Él no quería usar el sello a menos que los hechiceros y sus ejércitos invadieran el reino, pero no quería armar un escándalo demasiado grande ahora que estaba de buenas con la vida en este reino.

Ana lo miró con alegría y le abrazó.

—No voy a hacer un desastre. Esto servirá como una oportunidad para presentarme ante Amelia y Amanda. Usaré el nombre de Alice y prepararé las cosas para la siguiente invasión —dijo Oliver mirando a Ana que asintió satisfecha.

NA: No olviden dejar sus comentarios, marcar como favorito, seguir y suscribirse.