En las profundidades abismales, un lamento angustioso y asfixiado resonaba, como el eco de un sufrimiento profundo e insondable.
Un diminuto ser, apenas más grande que un infante, se hallaba acurrucado en un rincón del siniestro abismo, su espalda reposando contra la rugosa pared de la montaña que lo aprisionaba.
En la oscuridad que lo rodeaba, sus pensamientos se enredaban en un torbellino de confusión. ~¿En donde estoy? ¿Estaba rumbo a la escuela, porque estoy aquí? ¿Qué es este lugar?~ reflexionó, perdido en las sombras que parecían absorberlo por completo.
De repente, su mente se vio inundada por una marea de recuerdos, como olas incontrolables rompiendo contra las rocas.
Había sido parte de una batalla titánica, una contienda épica que enfrentó a enanos y orcos en un cruento conflicto. Cientos de enanos, ataviados con armaduras relucientes y armados con hachas y martillos, habían irrumpido en las profundidades de una mina que los orcos habían usurpado como propio. Pero la superioridad numérica de los orcos resultó abrumadora. Los enanos, valerosos y disciplinados, formaron filas compactas y avanzaron con arrojo, pero los orcos, bestias feroces y monstruos siniestros, descendieron desde las alturas, socavando sus defensas con violencia sobrecogedora. Las líneas enanas cedieron, su resistencia se desmoronó y la derrota se cernió sobre ellos como un oscuro manto implacable. La batalla, un conflicto en el que los orcos emergieron victoriosos, arrastrando al pequeño ser hacia una espiral de desesperación.
La victoria orca fue festejada con ferocidad y júbilo. Los coros de los vencedores reverberaron en las bóvedas de piedra, sus voces alzándose en éxtasis siniestro. Festines macabros se sucedieron, marcados por festividades que desafiaban toda norma de humanidad. Las víctimas derrotadas se convirtieron en el banquete de los vencedores, consumidas por aquellos que habían triunfado en la batalla sangrienta. Los días pasaron envueltos en un frenesí de celebración, mientras los ganadores se entregaban a su hedonismo voraz. Sin embargo, el festín se desvaneció pronto, las provisiones agotándose rápidamente, y los triunfantes volvieron a antiguas y oscuras costumbres: el canibalismo, un ritual atávico que los conducía a devorarse entre sí, alimentando su sed insaciable por poder y dominación.
En ese oscuro abismo, el pequeño ser quedó atrapado entre los recuerdos de una victoria malévola y los ecos del sufrimiento que lo rodeaba. La profundidad de la desesperación era tan vasta como el abismo mismo, y en su interior, se desvanecía la luz de la esperanza.
La vida en las entrañas de Moria se desenvolvía con crueldad intransigente. El pequeño contingente que yacía atrapado allí se fragmentó en distintos grupos de orcos y trasgos, cada facción liderada por un cacique orco, el más poderoso de su ralea. Así, se dividieron la vasta prisión subterránea que se extendía como un laberinto inescrutable, un edificio carcelario de montaña en el que no existía solución de escape. Ni una pista de la salida, ni un indicio para explorar los recovecos insondables que habían sido excavados por los astutos enanos que antaño construyeron Moria. Cada pasadizo, cada cámara secreta, se camuflaba detrás de la apariencia de roca inmutable, confundiendo y perdiendo a los que se aventuraban en sus sombras.
Los enanos, maestros de la artesanía y la ingeniería, habían tejido una red compleja de pasajes en el corazón de la montaña. Pero estos pasajes, en la oscuridad y vastedad de la montaña, eran como hilos enredados en la maraña de una tela de araña interminable. Nadie poseía el conocimiento para recorrer los intrincados corredores, y cada intento de exploración era una condena a desaparecer en la negrura, como si la montaña misma se tragara a los atrevidos.
El pequeño ser desafortunado, luchando desesperadamente por una bolsa de cuero, se veía enfrascado en un duelo insensato con orcos de mayor envergadura. El destino no le sonrió, y cayó derrotado, pero no sin antes arrebatar el preciado saqueo en un acto final de desafío. Fue así como, despojado de toda esperanza y fuerza, fue lanzado al abismo por un orco más grande. Pero en ese momento de caída vertiginosa, la transición entre la vida y la muerte se trastocó.
El pequeño orco, antes moribundo, emprendió una lucha silente entre las cavernas de la montaña. Su cuerpo magullado y maltrecho se arrastraba penosamente, como si sus extremidades fueran meras sombras de lo que habían sido. Cada paso estaba acompañado por el dolor punzante que se manifestaba en su boca, el sabor metálico de la sangre dejando una traza macabra en el suelo rugoso. A pesar de la oscuridad que lo rodeaba, sus ojos, con una visión intensificada, capturaban los contornos de la superficie rocosa que pisaba, una visión monótona pero crucial para su progreso incierto.
En las profundidades de Moria, un ser diminuto continuaba su marcha, desafiando la oscuridad y la adversidad que lo rodeaba.
En la oscuridad creciente, avanzó sin detenerse hasta que el estruendo de los orcos se desvaneció en la distancia, siguiendo su instinto hasta donde su agotado cuerpo pudo llevarlo. Cuando finalmente llegó al límite de sus fuerzas, su desesperación se manifestó en un gesto impulsivo: arañó el suelo con sus garras, trazando un surco rudimentario. Era un acto de refugio, la única forma en que podría descansar en ese entorno inhóspito.
Con la pizca de energía que le quedaba, rebuscó en la bolsa de cuero, ansiando encontrar al menos un atisbo de comida para saciar su incesante hambre. Sin embargo, su esperanza fue aplastada por la sorpresa y la decepción cuando, en lugar de encontrar alimentos, descubrió vendas y telas desgarradas envueltas en pequeños paquetes. Un engaño cruel lo había llevado a creer que la bolsa contenía sustento. Su estómago, en protesta y furia, emitió un rugido doloroso, como un recordatorio persistente de su agonía.
El pequeño orco, carente de opciones y abrazando su abdomen dolorido, experimentó la desesperación en su forma más cruda. La falta de alimento y su cuerpo magullado se convirtieron en su realidad atormentadora. Sus pensamientos se tornaron un torbellino de anhelo y lamentación, mezclados con un sentido desolador de impotencia. Entre sollozos, dejó escapar palabras cargadas de pesar.
~Debía haber ido a la escuela hoy... había un examen importante...~ se lamento. Anhelaba la oportunidad de cambiar su situación, incluso si eso significara enfrentar mil veces el temido examen. La trivialidad de sus preocupaciones diarias se había desvanecido frente a la cruda realidad de su situación.
Finalmente, agotado en cuerpo y espíritu, se dejó vencer por la fatiga y el agotamiento acumulado. Su pequeño cuerpo se desplomó en un sueño profundo y pesado, un respiro momentáneo de la angustia que lo había envuelto. En sus sueños, quizás encontrara un refugio temporal de la cruel realidad que lo rodeaba, un lugar donde la oscuridad y el hambre no pudieran alcanzarlo.
Despertó en un estado de confusión, sin noción del tiempo que había transcurrido durante su profundo sueño. Sus ojos, adormilados y resentidos, le jugaban una mala pasada mientras luchaba por ponerse de pie. A pesar de las dificultades, finalmente logró erguirse sobre sus pies desnudos, que registraron de inmediato la fría dureza del suelo rocoso.
Sin dirección ni propósito claro, se aventuró en los intrincados pasadizos y grutas que se extendían por el abismo que lo aprisionaba. Siguió su instinto, un instinto de supervivencia que lo guiaba a medida que avanzaba por el laberinto subterráneo.
Fue entonces cuando un rugido desgarrador resonó a través de la mina, un rugido que pareció penetrar en cada rincón y rincón. El sonido era tan impactante que incluso los orcos, sumidos en su caos diario, se vieron forzados a huir en desesperación. Incluso aquel que había creído estar a salvo sintió el pánico que lo invadió y corrió más profundo en las entrañas de la montaña, luchando por esquivar los techos bajos y las paredes de piedra que amenazaban con aplastarlo.
En medio de su ajetreada huida, emergió de repente en un angosto pasadizo que parecía conducir a algún lugar distinto. La sorpresa llegó cuando vislumbró una tenue luz al final del corredor. En su mente, la posibilidad de haber fallecido y haber alcanzado algún tipo de más allá comenzó a germinar. A pesar de las incertidumbres que lo rodeaban, esa luz parecía prometer una liberación de la agonía constante que había experimentado.
Un deje de esperanza, una sonrisa cargada de resignación y alivio se dibujaron en su rostro mientras avanzaba hacia la luz. Los colmillos apenas visibles en su boca se asomaron en una expresión que reflejaba tanto sufrimiento como anhelo. Cualquiera fuera el destino que lo esperaba al final del túnel, parecía preferible a la existencia de hambre y desesperación en la que había estado atrapado.
Así, con determinación en sus pasos y la luz como faro, el pequeño orco avanzó hacia lo desconocido, abrazando lo que podría ser su liberación final.
El pequeño orco avanzó con pasos cautelosos hacia la tenue luz al final del pasaje, su corazón latiendo con la esperanza de haber encontrado finalmente la salida de su tormento. Sin embargo, esa esperanza fue rápidamente aplastada cuando descubrió la pequeña cueva iluminada por una lámpara en el suelo. En su interior yacía un enano, un soldado, con su cuerpo inerte y su cabeza agachada en derrota. Solo vestía su armadura y portaba una pequeña bolsa en la cintura.
La necesidad urgente de alimentarse hizo que el pequeño orco se acercara, con la intención de saquear lo que quedara en posesión del enano. Cualquier migaja de comida sería un tesoro en su situación. Al aproximarse, notó las heridas del enano: una flecha incrustada en su antebrazo, una de sus piernas apuntando en una dirección antinatural. Parecía evidente que había caído desde algún puente y se había arrastrado hasta ese rincón para morir en soledad.
En una mezcla de resignación y alivio, el pequeño orco pensó que, al menos, tendría algo para saciar su hambre. Comenzó a despojar al enano de su armadura, quitándole el casco y observando el rostro ajado por el tiempo. Las canas teñían su cabello y barba, y las arrugas marcaban su semblante.
Un intento de agradecimiento resonó en un gruñido desde lo más profundo de su garganta. Sin embargo, antes de que pudiera expresar su agradecimiento, el enano pareció reaccionar, su cuerpo temblando de vida. Con un grito repentino, el enano despertó de su aparente letargo y, al ver al pequeño orco frente a él, se abalanzó hacia su figura con una explosión de fuerza y ferocidad que sorprendió al joven orco.
-Durburkûn gabil!- "Muere bestia" rugió el enano, palabras que sonaban a amenaza ininteligible para el pequeño orco, pero el tono furioso y el gesto agresivo eran más que claros. El enano lo sujetó por el cuello, apretando con una intención clara de asesinarlo. El pequeño orco, con la desesperación ardiendo en sus venas, libró un ataque de supervivencia, golpeando repetidamente el antebrazo del enano donde la flecha aún estaba incrustada. El dolor y la sorpresa lo hicieron aflojar su agarre lo suficiente como para que el orco pudiera escapar.
(Nota: el idioma del enano no tiene significado alguno solo estoy inventando palabras al azar)
A pesar de su estado herido, el enano era poderoso y no se dejó alejar fácilmente. Las patadas del pequeño orco apenas le causaron una molestia temporal, y mantuvo su posición desafiante, sus ojos destellando una determinación forjada en incontables batallas y penurias. Sabía bien cómo operaban los orcos, como una marea incontrolable que avanzaba con ferocidad. No iba a subestimar al pequeño orco, considerando que podría ser solo el primer enemigo de una horda más grande.
A pesar del dolor y la lucha interna que lo aquejaba, el enano sacó un pequeño cuchillo de su cinturón, decidido a llevarse a uno de los enemigos consigo, reduciendo así las amenazas que sus hermanos deberían enfrentar. Pero en lugar de ver al orco escapar o lanzar un contraataque, el pequeño ser simplemente se alejó, manteniéndose fuera del alcance del cuchillo pero sin buscar la retirada total.
La mirada del pequeño orco era un misterio en sí misma, un destello de curiosidad en medio de la confrontación tensa. En ese instante, parecía haber un indicio de entendimiento mutuo, aunque fuera en la más mínima medida, entre dos seres que compartían el abismo de su existencia. La animosidad se atenuó momentáneamente, reemplazada por una pausa incierta en la danza de la violencia. Ambos, agotados y heridos, compartían un momento de confrontación que trascendía las expectativas y los roles asignados por el destino.
-Barizumêlûn kazâd gabil- "Ven a mi bestia asquerosa" provocó el enano con una voz ronca, su invitación a la confrontación resonó en el aire a pesar de su debilitamiento. Sus palabras eran desafiantes, pero su visión borrosa y su cuerpo herido lo delataban. Estaba agotado, consciente de que su resistencia no duraría mucho más.
-An Skorin, na khekhuz, an Skorin khazâd gabiluz kheledûl- "Yo Skorin, no caeré, yo Skorin peleare por mis hermanos" amenazó el enano con un ruego firme. Sus palabras expresaban una determinación inquebrantable, la promesa de luchar por sus hermanos hasta el último aliento. Empezó a arrastrarse hacia el pequeño orco, quien se inquietó ante la audacia del enano, tambaleándose mientras retrocedía. La visión de su adversario, herido pero implacable, provocó un sobresalto en el orco.
Sin embargo, el enano no tardó en dar muestras del dolor insoportable que lo embargaba. Gritó con angustia cuando su pierna rota se rebeló ante el esfuerzo de moverse. La situación parecía una tortura desgarradora incluso para un luchador veterano. A pesar del dolor y la limitación de sus movimientos, el enano persistía, arrastrándose hacia el orco, su única mano sana aferrada al cuchillo.
El pequeño orco observaba la escena con una mezcla de temor y curiosidad. Veía al enano, un enemigo que había intentado matarlo, debilitado y en agonía, pero decidido a pelear hasta el final. Cuando el enano finalmente se desplomó, inconsciente por el dolor, una oportunidad se presentó ante el orco. Una oportunidad de sobrevivir, de eliminar la amenaza que lo acechaba.
El pequeño orco, se acercó con cautela al enano. Sabía que el enano lo había provocado y atacado, pero enfrentarse a la realidad de quitarle la vida era otra cuestión. Aprovechó la oportunidad para desarmarlo, pateando su mano y lanzando el cuchillo fuera de su alcance. A continuación, se acercó al enano inconsciente, utilizando su pie para tocarlo, en busca de cualquier señal de reacción.
El enano permanecía inmóvil, su cuerpo abatido por el dolor y la inconsciencia. El pequeño orco sostuvo el cuchillo con manos temblorosas, sintiendo la gravedad de la elección que tenía por delante. Nunca había herido a otro ser de esta manera, pero en ese momento, la necesidad de sobrevivir se entrelazaba con la sombra de la muerte que acechaba al enano.
El cuchillo se alzó en el aire, el corazón del pequeño orco latía desbocado mientras enfrentaba el dilema atroz. En medio de la tensión y la decisión pendiente, la confrontación trascendió las palabras y las intenciones originales. Dos seres heridos, en el abismo de su existencia, se enfrentaban en una danza mortal que reflejaba la lucha por la supervivencia y la complejidad de la moral en situaciones extremas.
El pequeño orco, en un momento de brutalidad y desesperación, había llegado al punto en que sostenía el cuchillo en posición, listo para apuñalar al enano inconsciente. Las voces internas de justificación y misericordia se mezclaban con el eco de su propia angustia. Tenia que sobrevivir en un mundo hostil y despiadado, pero esta situación le hizo cuestionar sus instintos y el peso de sus acciones.
La mano que sostenía el cuchillo se detuvo en el aire, el filo del arma rozando la piel vulnerable del cuello del enano. Una oleada de reflexión y dilema inundó su mente. ¿Realmente era necesario? ¿Era la única opción para sobrevivir? La voz del enano, su actitud de lucha a pesar de las heridas, lo llevó a ver más allá del enemigo que tenía ante él.
La pregunta cambiante resonó en su mente: ¿Qué haría yo? El pequeño orco, un ser que había sido arrojado a un mundo ajeno y hostil, que ahora habitaba un cuerpo que no era el suyo, comenzó a comprender la complejidad de las circunstancias. No solo se trataba de matar o sobrevivir, sino de enfrentar la realidad de su propia humanidad, aunque ahora se encontrara en un cuerpo diferente.
El enano dejó de ser solo un adversario para el pequeño orco. Lo vio como un soldado, un hombre que cumplía con su deber y había fracasado en su misión. En vez de ver al enano como una amenaza indefensa, comenzó a verlo como una víctima de las circunstancias, un ser que también enfrentaba su propio abismo. La percepción se transformó, la frialdad de la confrontación se disipó y en su lugar creció una sensación de empatía y comprensión.
Finalmente, dejó caer el cuchillo, alejándose de su impulso inicial. Se mantuvo en silencio, su mirada en el enano, cuyo cuerpo yacía herido y vulnerable. En ese momento, no solo se enfrentaba al enano, sino también a su propio sentido de moralidad y humanidad. Las decisiones que tomaría a partir de ahora podrían definir su camino en este mundo inhóspito y oscuro.
El pequeño orco, con el cuchillo ahora abandonado en algún rincón, se dedicó a un propósito más noble. Ayudado por la luz tenue de la lámpara, arrastró el cuerpo herido yacía hasta un lugar donde pudiera trabajar con más comodidad. Con una paciencia y cuidado que antes no había demostrado, comenzó a despojar al enano de su armadura.
Las vendas se convirtieron en sus herramientas, y aunque sus conocimientos eran básicos, su sentido común y determinación lo guiaron. Con una decisión audaz, extrajo la flecha incrustada en el antebrazo del enano. Un gesto que, en sí mismo, era un acto de valentía y compasión. Usando las vendas, envolvió con fuerza la herida, tratando de detener la sangre que amenazaba con escapar.
El proceso fue tortuoso pero necesario. La escena cambió cuando se enfrentó a la pierna fracturada del enano. Determinado a ayudar, el pequeño orco empleó su fuerza, una fuerza que nunca antes había necesitado manifestar ni siquiera en su vida anterior de esa manera. Con tenacidad y destreza, logró realinear el hueso y lo mantuvo en su posición con la ayuda de las grebas del enano y trozos de tela. Era un esfuerzo rudo y sin experiencia, pero estaba impulsado por una mezcla de compasión y responsabilidad.
La armadura del enano, ahora despojada, se convirtió en el tesoro que podría salvarle la vida. Se la puso, adaptándola de la mejor manera que pudo. Las limitaciones de su conocimiento y tamaño hicieron que la armadura no se ajustara perfectamente, pero eso no importaba. Le dio al pequeño orco un sentido de protección y fortaleza que antes no había sentido.
Finalmente, salió de la cueva, dejando al enano en un lugar donde podría estar más cómodo y seguro. Los sentimientos de necesidad y supervivencia persistían, pero habían sido matizados por una nueva comprensión de la humanidad de sus acciones. La pregunta "¿Qué haría yo?" resonaba en su mente, recordándole que había elegido ver más allá de la superficie y actuar en consecuencia.
Ahora, en ese mundo oscuro y hostil, el pequeño orco se dirigía hacia lo desconocido, armado con la armadura del enano y una nueva perspectiva sobre la vida y la lucha por la supervivencia.
El pequeño orco emergió de la cueva, arrastrándose hacia el mundo exterior con una determinación palpable. Sabía que necesitaba encontrar comida, y esa necesidad urgente lo había impulsado a tomar decisiones que nunca antes habría considerado. El olor a sangre que llevaba consigo era una amenaza inminente, un rastro que podría delatar su presencia y atraer a sus enemigos. La perspicacia de darse cuenta de esto era impresionante, dado su estado y casi nula experiencia.
Para camuflarse, recurrió a un acto impensable: empaparse en su propia orina. El pequeño orco se hundió en el suelo, cubriendo su cuerpo con el líquido para disimular el olor a sangre que lo marcaba. Era un acto de desesperación, un recordatorio constante de lo inhóspito que era su entorno. Pero en ese mundo oscuro y cruel, la supervivencia requería tomar medidas extremas.
Una vez que el olor a sangre fue reemplazado por el aroma penetrante de la orina, el pequeño orco se puso en marcha. Siguió el rastro de humedad en el suelo, que ahora lo llevaba como una guía hacia su destino. A pesar de la dificultad de la situación, una pequeña satisfacción se coló en su pensamiento: al menos ya no estaba sangrando, y el dolor habia disminuido lo suficiente para no entorpecer su caminar.
Mientras avanzaba por los pasadizos oscuros y angostos, su atención se centró en una luz en la distancia. La antorcha que iluminaba el puente desde el que había caído se alzaba en lo alto. Sabía que subir allí no sería fácil, que requeriría escalada y agilidad. Pero esa fuente de luz representaba una oportunidad, un nuevo camino hacia la supervivencia.
La decisión de escalar se coló en su mente, pesando las posibilidades y el riesgo. Caer nuevamente sería catastrófico. Pero en ese momento, estaba decidido a enfrentar cualquier desafío que se presentara. El pequeño orco se apartó del puente para encontrar agarres y salientes que le permitieran subir. Cada movimiento estaba cargado de precaución y enfoque, una danza entre la necesidad y la prudencia.
En un mundo donde la oscuridad parecía reinar, el pequeño orco buscaba su camino hacia la luz, llevando consigo la lección de que la supervivencia requería más que fuerza bruta, también requería astucia y la capacidad de ver más allá de la superficie.
La osadía y la determinación impulsaron al pequeño orco a escalar el puente, superando sus temores y desafiando las circunstancias. Su hambre y el instinto de supervivencia lo guiaron a subir, incluso cuando su cuerpo temblaba y su mente estaba llena de incertidumbre. Al alcanzar el nivel del puente, se mantuvo oculto, atento a los sonidos que provenían de los alrededores. Su precaución era vital; estaba rodeado por un mundo hostil y peligroso.
Una vez que percibió que los orcos no estaban cerca, avanzó con cautela hacia su objetivo: encontrar comida. La motivación lo impulsaba a mantenerse en movimiento, a pesar de su miedo y las dificultades que enfrentaba. Se desplazó de manera sigilosa, aprovechando cualquier sombra o escondite que encontrara en su camino.
Finalmente, llegó a un pasadizo grande y una sala sin terminar, resguardada por dos orcos centinelas. Eran guardianes que custodiaban el paso hacia el dominio de uno de los caciques. Los orcos, a pesar de su aspecto intimidante y armas rudimentarias, representaban un obstáculo. Pero el pequeño orco no estaba dispuesto a rendirse. Sabía que la oportunidad de sobrevivir dependía de su valentía y astucia.
En un acto audaz, utilizó el ruido de una piedra arrojada para distraer a los orcos y desviar su atención. La estrategia funcionó, y los orcos se acercaron para investigar el ruido. La situación era tensa, y el pequeño orco mantenía la respiración contenida mientras evaluaba sus opciones. Sabía que necesitaba superar a los centinelas si quería encontrar comida y sobrevivir un día más en ese entorno implacable.
La vida y la muerte pendían en un delicado equilibrio mientras el pequeño orco sopesaba sus acciones y consideraba el siguiente movimiento. Su determinación ardía en su interior, guiándolo a través de la oscuridad hacia una oportunidad de supervivencia.
Aprovechando la oscuridad de la mina y la distracción causada por el ruido de la piedra, el pequeño orco se deslizó sigilosamente a través de las sombras del campamento improvisado. Se escondió detrás de una pequeña montaña de huesos, observando con ojos alerta la escena que se desarrollaba frente a él. La visión de la gran carpa adornada con cabezas cortadas en diferentes estados de descomposición le indicó que estaba en el lugar correcto.
"Esa es donde está el cacique", pensó para sí mismo, sus pensamientos apenas audibles en el aire enrarecido.
El campamento estaba lleno de orcos que comían carne putrefacta y masticaban huesos con una ferocidad primitiva. Conversaban entre ellos, recordando con júbilo su victoria sobre los enanos. El hedor a carne en descomposición y la atmósfera cargada de brutalidad colisionaban en una escena grotesca y sombría.
Con cautela, el pequeño orco comenzó a moverse, evitando las miradas curiosas y los oídos atentos de los orcos. Siguió el contorno del campamento, observando la estructura de la cueva que los albergaba. La enorme caverna estaba inacabada, con evidencia de cuevas en las paredes que aún no habían sido completamente talladas. Las alturas de las cuevas parecían inalcanzables, con paredes lisas y roca dura que desafiaban cualquier intento de subir.
La necesidad de comida lo impulsó a seguir adelante. Sin otra opción, el pequeño orco se dirigió hacia la tienda del cacique orco. Sabía que si había algo de comida, estaría allí. Arrastrándose por el suelo, se acercó con sigilo a la parte trasera de la tienda. Instintivamente, agudizó su olfato y captó un aroma tentador. No era el olor rancio de la carne podrida, sino el aroma de carne fresca.
Dejándose llevar por la tentación, el pequeño orco metió la cabeza dentro de la tienda. Lo que vio lo dejó atónito. Sentado en un imponente asiento de madera, el cacique orco, el más grande que había visto, dormía profundamente. Detrás de él, montones de sacos rebosaban de comida, una abundancia de sustento en medio de la oscuridad.
El pequeño orco se encontraba en un dilema. La necesidad urgente de comida se enfrentaba a la amenaza de la presencia del poderoso cacique. Sus pensamientos se entrelazaron mientras evaluaba las posibilidades. ¿Podría tomar comida sin despertar al cacique? ¿Se atrevería a arriesgarlo todo por un poco de alivio para su hambre?
El momento crucial se acercaba, y el pequeño orco se mantenía inmóvil, sopesando las opciones en su mente. Cada decisión podía tener consecuencias fatales en este mundo oscuro y despiadado.
La sombría figura del cacique orco prevalecía en medio de la penumbra del campamento. Había acaparado todos los víveres, relegando a sus súbditos a la carne de los enanos que había conseguido en su triunfante pero sanguinaria lucha. Los orcos, famélicos y sometidos, devoraban la despreciable comida que se les proporcionaba.
Consciente de la futilidad de enfrentarse al cacique directamente, el pequeño orco trazó su camino con astucia y cautela. Sus movimientos arrastrados sobre el suelo, ocultos en las sombras, lo llevaron hacia los sacos que contenían el anhelado tesoro de alimento. Su cuchillo, pequeño pero decidido, perforó el costal, liberando un festín de carne y una botella de líquido desconocido, un atisbo de esperanza en medio de la adversidad.
Sus manos hábiles agarraron el botín, un recurso vital en su lucha por sobrevivir en un mundo despiadado. Pero antes de huir, un pensamiento ingenioso creció en su mente. Una estratagema sutil y astuta se forjó: una distracción que pudiera liberarlo de los centinelas y allanar su ruta de escape. Rasgando un fragmento de carne, lo lanzó hacia una hoguera distante. El fuego cobró vida, consumiendo la carne en su abrazo ardiente y liberando un aroma que invadió los sentidos de los orcos circundantes.
La discordia se desató en el campamento, una reacción en cadena que inició con acusaciones de robo y traición. La promesa de un manjar más exquisito y fresco provocó un conflicto violento entre los orcos, que se precipitaron hacia el fuego como bestias hambrientas. Voces airadas se alzaron, cargadas de cólera y desconfianza, mientras los orcos se enfrentaban entre sí, ignorando las cadenas de mando y la lealtad.
El pequeño orco observó desde las sombras, su ingenio había desencadenado un caos que él aprovecharía para su beneficio. Mientras la refriega estallaba, su figura se desvanecía sigilosamente, alejándose del conflicto y del cacique poderoso que permanecía ajeno al torbellino que había desatado.
La oscuridad lo acogía nuevamente, brindándole la oportunidad de desvanecerse en las sombras. Con su preciado botín en mano, el pequeño orco avanzó con sigilo, alejándose del campamento y la turbulencia que había desencadenado. Cada paso que daba era una afirmación de su astucia y determinación en un mundo implacable que demandaba su ingenio y voluntad para sobrevivir.
El pequeño orco corrió a través de la oscuridad de la mina, su respiración agitada y su corazón latiendo con fuerza mientras se esforzaba por mantenerse adelante. El rugido del cacique orco resonó en sus oídos, una amenaza que lo perseguía y lo impulsaba a moverse aún más rápido. La lucha en el campamento se desvanecía a medida que se alejaba, pero la urgencia de escapar permanecía intacta.
Finalmente, llegó al puente que lo había llevado a la superficie en un intento anterior por huir. Sin vacilar, descendió por los estrechos pasajes de la montaña, cada paso lo acercaba a la seguridad de la oscuridad subterránea. La velocidad y el miedo lo impulsaban, mientras dejaba atrás el caos y el peligro de la superficie.
Cuando finalmente tocó tierra en el interior de la mina, se apresuró a regresar a la cueva donde había dejado al enano. Su preocupación y ansiedad se mezclaban mientras imaginaba lo que podría haber sucedido en su ausencia. ¿Habría sobrevivido el enano a sus heridas? ¿Estaría aún allí?
La luz tenue de la lámpara iluminó la cueva mientras el pequeño orco se adentraba, su corazón latiendo con fuerza en su pecho. Al llegar al interior, sus ojos se posaron en la figura del enano. A pesar de las dificultades y las heridas, el enano seguía allí, luchando por sobrevivir.