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66. El juicio

Hercus exclamó con furia y con rapidez agarró la daga con su mano derecha y la alzó, dispuesto a cortarse el brazo izquierdo. El peso ligero del cuchillo y su filo le permitirían hacer un corte limpio y, a pesar de lo que eso significaba, el miedo lo había abandonado. Pero cuando intentó bajar el brazo para hacer el corte, no pudo hacerlo, pues volvió a sentir un frío que lo abrazaba y tanto su cuerpo como su brazo estaban congelados. Sus miradas volvieron a encontrarse y vio el brillo en los ojos de ella. Era como cuando la había atacado; parecía que cada vez que usaba su magia de hielo, sus ojos se tornaban plateado por completo y resplandecían llenos de magia.

—¡Insolente! Yo ordené solo uno, no ambos. —Mostraba un semblante lleno de enojo y rabia.

—Pero eso es lo que intenté hacer —dijo él, tajante—. Sería capaz de cortarme ambos brazos por verla, aunque ya no pueda estar con ella y solo sea para despedirme. Ese es el amor que digo tenerle.

El rostro de la reina se llenó de enojo mientras hacía una señal con su mano. Lady Zelara se acercó a él y retiró la daga de sus manos.

—Has desobedecido y por eso no se te otorgará el último deseo. Tu castigo será que no puedas despedirte. Así lo he dicho y así será. —La expresión de la monarca no cambió, permaneció inmutable—. Prepárenlo y tráiganlo a la sala del trono para su juicio.

La reina de hielo lo descongeló y se dio la vuelta para adentrarse en el castillo de cristal.

—Sí, mi reina, como usted ordene —respondieron, inclinándose ante ella.

Hercus se preguntaba si esa reina era capaz de sentir algo o si le importaba la vida de los inocentes. Había hecho una ejecución frente a sus ojos, sin tener ninguna piedad.

—Ya escucharon a su majestad, prepárenlo para el juicio.

Las cadenas que le habían colocado en los pies lo hacían caminar incómodo. El pedazo de hielo, como una tabla gruesa que sostenían sus hombros, con tres agujeros donde estaban incrustados sus brazos y su cabeza, le pesaba y lo lastimaba. Avanzaba, custodiado por dos guardias a ambos lados, y ahora estaban en la sala del trono. Sus piernas habían sido encadenadas y emitía un peculiar sonido al andar. El amplio lugar donde su majestad celebraba juicios, otorgaba títulos y llevaba a cabo otros eventos. Allí estaban los balcones internos en la parte superior, por donde había irrumpido para enfrentarla. A la izquierda de la sala, había nobles miembros del consejo político y se mantenían de pie, luciendo sus costosas y lujosas vestimentas de lana y lino. En el otro lado, había nobles militares, portando sus relucientes armaduras azules con el emblema del copo de nieve blanco. La multitud lo miraba con desprecio y aborrecimiento, mientras algunos murmuraban palabras ininteligibles. El pregonero que había anunciado el inicio del torneo también estaba presente, y cuando llegaron a la mitad de la sala, se detuvieron y recibió un golpe en la parte trasera de las rodillas, haciéndolo hincarse ante la vista de todos.

—Respetables nobles, miembros del consejo y del ejército de este reino. Recibamos a su alteza real de Glories, la soberana que oscurece los cielos y provoca incalculables tormentas de nieve en el Grandlia y a la que los espíritus de la naturaleza han otorgado el talento de la magia de hielo: a la reina Hileane de la casa Hail. —El pregonero se inclinó, al igual que todos los presentes—. ¡Larga vida a la reina!

—¡Larga vida a la reina! —repitieron al unísono. Hercus fue el único que no repitió esa frase, que tantas veces había proclamado con orgullo y honor.

Su majestad Hileane hizo la entrada a su propia, emergiendo en una tormenta de escarcha, cuyos fragmentos gélidos quedaron flotando en el aire. Su corona y cetro de cristal, además de ese vestido blanco tan bien confeccionados le otorgaban un aura de suprema magnificencia. Se sentó en el ostentoso trono, colocando una de su mano izquierda en el soporte de la mágica silla de hielo, decorada con varios símbolos de copos de nieve y alzada sobre una tarima rectangular de dos pequeños pisos. Desde que había emergido de la nada, sus miradas se buscaron con insistencia, él con enojo y ella sin mostrar ninguna pizca de remordimiento.

—Hoy estamos aquí reunidos para llevar a cabo el juicio contra este campesino que ha golpeado y derribado a varios guardias. Amenazó a la princesa Hilianis, nuestra joven alteza. Además de infiltrarse en la sala del trono de nuestra gran monarca e intentar asesinarla —anunció el pregonero las faltas cometidas, lo cual sonó terrible para él—. La mayoría conoce a Hercus de Glories, el guerrero que arrasó en los juegos de la Gloria, el ganador del camino de la reina y el gran campeón invicto del torneo. Somos testigos de su fuerza y de su sobresaliente técnica de combate. Por lo que Hercus es considerado un peligro inminente y un hombre temible, capaz de dañar a nuestro mejor guerrero.

Hercus entendía que esa era su condena, pero fue su propia decisión. Aceptaba el veredicto que le dieran porque su único arrepentimiento era no poder llevarse a la reina consigo a la tumba. Uno de los nobles del lado izquierdo alzó su mano para tomar la palabra, la cual fue concedida por su majestad.

—Yo, Lord Ryan tomo la palabra para expresar que el juicio no debía extenderse ni tomar mucho tiempo, ya que las faltas que había cometido el acusado son muy graves —dijo con destreza y seguridad, mientras se movía de un lado a otro—. Arremeter contra la guardia ya es un delito de primer nivel, pero no contento con eso, también había atacado e intentado dañar la integridad física de la persona más importante del reino, de su majestad. Lastimarla no solo afectaría a una persona, sino a toda la nación. El caos interno se apoderaría de Glories, y no solo nuestros reinos amigos se verían afectados, sino que nuestros enemigos verían la oportunidad perfecta para atacarnos. Es probable que nuestra amada Glories perezca ante el asalto hostil de nuestros rivales, en especial de Frosthaven, la gran corona del norte que se encuentra bajo la soberanía de la temible reina Melania de la Casa Darkness. Justo ocmo ya se atrevieron a hacer en al final de los juegos de la gloria. Al igual que nuestra monarca, ha sido bendecida por los espíritus de la naturaleza con el talento de la magia de la oscuridad. —Lord Ryan continuó su diestro discurso y, para ser sinceros, cada palabra que pronunciaba era correcta y acertada. A pesar de todo, esa malvada mujer sostenía y dirigía a la nación entera—. Es por eso que el veredicto del juicio es claro y no hay otro castigo para él que no sea decapitación. Todo aquel que esté de acuerdo y vote por la pena de muerte en plaza pública para el acusado, puede levantar el brazo.

Sin demorar ni un solo instante, cada uno de los presentes de lado de los nobles políticos y algunos más de los militares empezaron levantar la mano. Hercus sabía que la hora de su muerte se acercaba, y nada ni nadie podría salvarlo en estos momentos.

Hercus clamó a su familia: Padre, madre, pronto estaré a su lado. Perdónenme por no cumplir ninguna de mis promesas. No pude proteger a mi hermano. Soy solo un tonto que soñaba con algo imposible. Ustedes eran mejores personas y deberían estar vivos, no yo, que no hice nada. Y también te fallé a ti, Heris. Nunca pude convertirme en guardián, ni proteger a la reina, porque ahora deseaba asesinarla. No pudo evitar que el llanto bañara su rostro como un rocío de lluvia triste. El dolor recorría cada parte de su cuerpo al recordar que su alma había sido quebrada y que sus sueños habían sido destruidos en un instante por la persona que estaba sentada frente a él. La impotencia de no poder hacer nada, sabiendo que su fin estaba cerca, provocó que la chispa de la esperanza abandonara sus entrañas.

—Muchos votos a favor de la muerte del campesino. Recordando que el último y de mayor valor es el de su majestad. La decisión entonces...

—¡¿Por qué?! —exclamó Hercus, interrumpiendo a Lord Ryan, con la vista centrada en esa mujer de cabello blanco, gris y semblante inexpresivo. Su voz sonaba quebrada y el dolor le apretaba el pecho, casi sin dejarlo respirar.