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Capítulo 13: Transilvania

—Entonces pelearemos —respondió Donovan.

—No alberguen esperanzas de salir con vida. Son jóvenes e indefensos, no podrán competir contra mí —prosiguió el niño—. Si prefieren oponer resistencia, les irá muy mal.

¿Jóvenes? Pensé con socarronería. Ese chico no es más que un mocosuelo, apenas un infante.

—No soy sólo un niño —me contradijo con un acento extranjero sofisticado—. Que no te engañe mi apariencia. Tengo mil quinientos noventa y cuatro años. —¡Cielos! ¿Y todavía los cuenta?—. Voy a divertirme mucho con ustedes.

Cerré los ojos y, cuando los abrí, un ejército de vampiros había surgido de todas partes. Varias decenas de esos monstruos Zephyrs se escondían en la oscuridad, observándonos con sus ojos rojos, colmillos brillantes, cuerpos pálidos y atuendos negros de pies a cabeza.

—Maldición —oí murmurar a Joe.

Corrió hacia mí, pero los vampiros lo interceptaron y lo sometieron. Lo mismo sucedió con el resto de los chicos, fueron capturados antes de que pudieran defenderse. Y yo estaba ahí, en medio de todo el revuelo, sin saber qué hacer.

—¿Qué harás para salvar a tus amigos, guapa? —me cuestionó Bartholomeo.

¡Oh, Dios mío!

¿Qué debo hacer?

¿Qué hago?

Iracunda, fruncí el ceño antes de mostrar mis dos colmillos superiores.

—Suéltalos —intenté que no se notara el espanto en mi voz.

—¿Por qué? ¿Qué harás al respecto? —me desafió el hombre.

Te mataré, pensé, aunque sabía que no tenía el poder para hacer algo así.

—Seré yo quien mate a estos cinco vampirillos de la peor forma posible. Los torturaré hasta que me rueguen que les dé la muerte —explicó Edmond mientras caminaba amenazadoramente alrededor de mí—. Eso es lo que merecen los desobedientes. —Se acercó para levantar mi barbilla con un dedo, pero retiré el rostro a un lado—. El peor castigo será para tu creador. Mr. Blade será el último en morir. Me aseguraré de que su sufrimiento se extienda el mayor tiempo posible. Cada uno de sus amiguitos pagará por sus actos. Tendrá que observar cómo acabo con ellos de uno en uno. ¿Qué me dices de esto?

—No dejes que te manipule, Angelique —me advirtió Alan.

Mi rostro palideció al presenciar la brutal bofetada que Alan recibió en el rostro, causando que su labio se rasgara y comenzara a sangrar. Me quedé paralizada durante unos instantes, observando cómo la herida se cerraba frente a mis ojos a una velocidad completamente asombrosa e imposible.

Tragué saliva antes de hablar.

—Si liberan a los demás, me entregaré a ustedes.

—¿Qué estás diciendo? No seas ridícula, ¿puedes mantener la boca cerrada? —gritó Joe mientras braceaba para soltarse de los Zephyrs.

—Qué chica tan inteligente —señaló Edmond, sonriendo.

Lo último que vi fue su chasquido de dedos antes de desvanecerme y perder el conocimiento una vez más.

Cuando recobré la consciencia, percibí un ligero aroma a rosas. Mantuve los ojos cerrados y escuché el silencio a mi alrededor. Me concentré en cada detalle: sábanas limpias y suaves envolviéndome sobre un colchón cómodo, un tenue olor a madera, una incómoda prenda que me cubría, la luz filtrándose a través de mis párpados… Todo estaba impregnado de diversas fragancias y perfumes florales, que enmascaraban ligeramente el olor a sangre en la cercanía.

Entreabrí los ojos para evitar que la luz me cegara por completo. Me encontraba en una habitación con paredes blancas, amplios ventanales, una gran cama de roble y una mesita de noche con una lámpara elegante. Sobre la mesa había tres cosas: Un pequeño ramo de rosas en un jarrón, un vaso con sangre y... una daga con empuñadura de oro.

Mi cuerpo estaba envuelto en un colosal vestido de color dorado que parecía sacado de la época victoriana. Tras capas y capas de tela, un corsé se ajustaba a mi pecho.

¡Mierda!

¿Cómo había llegado ese vestido a mi cuerpo? ¿Qué había sucedido?

Me enfermaba la idea de que el maldito Edmond pudiera haber hecho cualquier cosa conmigo mientras estaba inconsciente gracias a sus poderes.

Al levantarme de la cama, experimenté un dolor agudo en las costillas debido a la presión del corsé. Me sentía mareada, así que bebí la sangre del vaso con impaciencia.

La habitación en la que me encontraba tenía un aire infantil, como si le hubiera pertenecido a una niña.

Con los pies descalzos, me dirigí hacia la puerta. Intenté abrirla, pero estaba cerrada con llave. Habían decidido encerrarme.

Regresé a la cama, desorientada y sintiendo la opresión del vestido.

Echo de menos a Joe, suspiré. Lo extrañaba terriblemente, lo necesitaba. ¿Dónde estaría?

Tan pronto como el pomo de la puerta comenzó a zarandearse, me preparé para cualquier eventualidad. Antes de que la puerta se abriera, tomé la daga que yacía en la mesa y la oculté entre mi ropa. Bartholomeo entró de golpe. Apoyándose en el umbral, bloqueó la salida con su cuerpo.

—Mi hermano quiere verte —anunció. ¿Su hermano? Pensé. Al notar mi confusión, aclaró—: Mi hermano Edmond.

—¿Eres el esclavo de tu hermano menor? —manifesté de forma burlona y mordaz.

El vampiro frunció el ceño antes de aproximarse a mí.

—No me pongas una mano encima —le advertí, alejándome.

—¡Qué miedo tengo! —se mofó con aburrimiento.

Me agarró el brazo con brusquedad y me arrastró fuera del dormitorio hacia un pasillo oscuro, donde apenas podía distinguir las paredes.

—¡Suéltame, miserable infeliz! —protesté.

—¿Puedes callarte?

—¿Y si no lo hago? ¿Irás a quejarte con tu hermanito menor?

—¡Perra! —masculló entre dientes.

Podría haber sacado la daga para enfrentarlo, pero tenía la impresión de que Edmond sería aún más peligroso y que la necesitaría más tarde. Bartholomeo me empujó dentro de un salón y se quedó afuera. La sala parecía ser una especie de oficina, con un escritorio grande y un imponente sillón de cuero. Sentado sobre éste se encontraba el pequeño y siniestro rubio, con una sonrisa astuta y demoníaca.

Le sonreí amargamente.

—Hablemos —me propuso.

—Bien, ¿por dónde empezamos? ¿Debo decirte cuánto te repudio y te aborrezco? —escupí esas palabras cargadas con veneno.

—Te haré mi esposa —soltó de manera calmada. Mi cara perdió su color—. Ofreciste tu vida por la de tus amigos, ahora serás mía.

—Qué buena broma —resoplé—. ¿Casarme con un niño? ¿Qué clase de enferma crees que soy?

Mi comentario no fue de su agrado. Pareció a punto de perder el control.

—¿Tienes idea de con quién estás hablando?

—No me importa si eres un embajador con poderes vampíricos, el rey de Transilvania, un mafioso o si tienes cuarenta mil siglos de vida. Sigues siendo un mocoso malcriado.

Igual que un gato salvaje, Edmond se abalanzó sobre mí. Atrapó mi cuello con sus manos, estrujándome con mucha fuerza.

—Será mejor que te comportes —amenazó—, porque todavía tengo a tus amigos en mi poder, y te dolerá mucho ver a tu amante sufrir.

Mi garganta ardió cuando intenté tragar; sus dedos me oprimían con tanta fuerza que temí que mis huesos se quebraran. El chiquillo era increíblemente fuerte para su juvenil apariencia.

Finalmente, liberó mi cuello y acarició mi cabello como un desvergonzado.

—¿Dónde están? —balbuceé entre tos y bisbiseos.

Me sonrió, repleto de malevolencia.

—¿Quieres verlo a él? Puedo adivinar que los otros no te importan en absoluto, solo ansías verlo a él —acusó—. Sé quién eres, pequeña pecadora.

¿A qué se refería?

Edmond me estaba empujando contra la pared, y cuando finalmente me soltó, caí al suelo. Luché por controlar mi pulso y mi respiración. Él se arrodilló frente a mí, a mi nivel. Sujetó mi rostro y me besó a la fuerza. Traté de empujarlo sin éxito hasta que por fin se apartó. Después de limpiar mis labios con mi brazo, me puse de pie.

Él abrió la puerta de la oficina.

—Llévala a ver a su amante —le ordenó a Bartholomeo, quien aún aguardaba afuera—. Trátala bien.

El hermano de Edmond me llevó a través de pasillos oscuros antes de arrastrarme por unas escaleras que descendían.

Se detuvo delante de una enorme puerta de madera y, con una llave dorada, la abrió. Del interior emergieron decenas de murciélagos. Instintivamente, me cubrí el rostro con los brazos hasta que los animales se alejaron volando.

Estupefacta, contemplé el interior de la habitación. Las paredes estaban cubiertas de espejos de todas las formas y tamaños, como en una casa de los espejos, todo tan sombrío y aterrador. Millones de reflejos me observaban.

Joe se encontraba sentado en el suelo, reclinado contra uno de los largos espejos, con la mirada baja y los brazos apoyados en las rodillas.

Cuando corrí en su dirección, la puerta se cerró a mis espaldas.

Él se encogió y retrocedió un poco, como si temiera que lo lastimara, como si yo fuera una amenaza.

—Angelique —su voz fue una alerta—. No me toques.

Me arrodillé a su lado, luchando con mi voluminoso vestido.

—Si me tocas, recibiré descargas eléctricas hasta quedar calcinado. —Levantó la bota de su pantalón para mostrarme un dispositivo electrónico que rodeaba su tobillo como un grillete.

De cerca, vi las magulladuras y moretones en todo su cuerpo. Sus labios estaban lacerados, había rastros de sangre en sus mejillas y sus brazos estaban cubiertos de hematomas. Lucía demasiado frágil.

—¡Oh por Dios! No puedes estar hablando en serio —exclamé, con el corazón en un puño.

—Lo sé, es un maldito enfermo —respondió—. Me pusieron esto hoy para que vinieras a verme. Es una especie de tortura mental, quiere que estemos juntos sin poder tocarnos.

—¿Fue Edmond?

—No exactamente Edmond, pero él da las órdenes.

—¡Mierda! ¿Qué te hicieron? —pregunté con voz temblorosa por la angustia.

Deseaba tocar su rostro, sanar sus heridas, pero temía lastimarlo.

—Sólo he tenido unas cuantas peleas —dijo—. Pero estoy bien. No creas que fui el único que recibió golpes, esos vampiros también obtuvieron lo que se merecen. Lo importante es que tú estás bien, te ves hermosa.

Me sonrojé en menos de un segundo.

A pesar de las heridas, Joe lucía atractivo. Sentí el impulso incontrolable de aliviar el dolor de sus labios magullados con un beso suave y apasionado. Sentí ganas de sostenerlo entre mis brazos.

—Te lastimaron —murmuró. No era una pregunta, sino una afirmación—. ¿Quién te hizo esto? —preguntó mientras miraba mi brazo.

Fue entonces cuando noté las marcas de dedos en mi piel.

—Bartholomeo me ha apretado muy fuerte.

—Y tu cuello, también está marcado.

—Eso fue obra de Edmond —respondí rápidamente.

—Voy a matarlos —habló con los dientes apretados.

Cuando lo miré a los ojos, me di cuenta de lo mucho que lo extrañaba. Estaba justo frente a mí, pero no era suficiente. Ansiaba su boca, sus brazos fuertes, su aliento en mi cuello, su cuerpo apretado contra el mío, sus manos en mi cabello, sus caricias en mis labios, su calor en mi piel, su peso sobre mí. Deseaba que saboreara mis curvas, mi lengua, que me hiciera el amor…

Suspiré, anhelándolo intensamente.

—Angelique, perdóname —me dijo, su mirada fija en la mía.

—¿Por qué?

—Por haber sido un cretino contigo —expresó finalmente—. Estaba enojado y celoso. ¿Sabes? Siempre te quise para mí y, cuando creí que serías mía, sólo estabas interesada en Donovan. Eso me enfurecía. Fui un idiota, lo sé, pero ¿me perdonas?

—No lo sé, tendré que pensarlo —respondí, tratando de bromear.

Él sonrió de manera seductora.

—No tienes idea de cuánto deseo besarte —confesó.

Uff, por supuesto que tenía idea. Yo sentía las mismas ganas de fundirme en sus labios, pero... ¿Por qué tenía que decirme esas cosas? ¿No sabía que me hacía derretirme como una barra de chocolate en un horno microondas?

—Joe... ¿Cuando dijiste que siempre me quisiste para ti te referías a desde la noche del baile de máscaras?

Para mi sorpresa, negó con la cabeza.

—La primera vez que te vi fue hace dos años —admitió, sonrojándose—. Yo era un cazador y escuché que una jovencita muy popular celebraría su fiesta de cumpleaños. Mucha gente asistiría. El lugar perfecto para capturar vampiros que salen a alimentarse. Así que decidí presentarme.

Separé los labios, asombrada por aquellas declaraciones. Luego esbocé una sonrisa traviesa, haciendo memoria de lo que había ocurrido en aquella época.

—Entonces ésa es la razón por la que tanta gente asistió a mi fiesta sin invitación.

Su mirada estaba fija en un punto imaginario, como si recordara aquel momento.

—Definitivamente, esa noche fuiste la protagonista. Te robaste la atención de todo el mundo. Incluso la mía —hizo una pausa—. A primera vista pensé que eras ingenua e inocente, pero luego descubrí que no era así. De todas formas, siempre me gustó tu lado oscuro.

Parpadeé repetidamente, atónita.

—¿Has estado ahí todo este tiempo? ¿Sabías de mí desde hace años y yo ni siquiera sabía de tu existencia?

—Creo que he estado enamorado de ti desde que te vi por primera vez. Te observaba desde lejos, pero nunca me acerqué porque eras despiadada y caprichosa —susurró, aproximándose a una distancia dolorosamente segura para los dos—. Sé perfectamente quién eres, Angelique Eve Moore. Tu vanidad, tus caprichos. Te dedicabas a humillar a cada ser que se interponía en tu camino. Recuerdo aquel día en los juegos interescolares de tu secundaria cuando besaste a Brad, el novio de tu amiga. La destrozaste, la hiciste sufrir y te reíste luego. Él ni siquiera te gustaba, parecía que sólo querías demostrar tu superioridad ante todos. Y aunque ese lado tuyo siempre me atrajo, sabía que no me convenía involucrarme con una chica como tú. Eras tan déspota… Y, ¿por qué? Simplemente nunca te entendí. Lo tenías todo, la mejor ropa, autos, chicos, belleza, ¡tu familia te amaba! Eras tan envidiada como adorada.

—Todo menos a ti —proferí.

Él tenía razón. Sabía quién era yo realmente. Siempre tan malvada, despiadada y sanguinaria. Me escondía detrás de una fachada inocente y lastimaba a todos pero, ¿por qué?

Honestamente no tenía ninguna excusa que justificara mis actos. Simplemente había algo que me faltaba en la vida, algo que no podía identificar, pero su ausencia me hacía sentir vacía, a pesar del amor que me rodeaba. Y aún ahora me preocupaba seguir siendo esa misma joven sin empatía.

Edmond lo había dicho: "Los otros no te importan en absoluto, solo ansías verlo a él". En lo más profundo de mi ser, sentía que Joe me llenaba tanto que no podría amar a nadie más. Como si todo mi corazón le perteneciera y no existiera lugar para otra persona. Era una sensación frustrante. Estaba profundamente enamorada, pero ¿por qué? ¿Por qué él?

¿Cómo pasó todo esto? Me pregunté.

La culpa me estaba consumiendo, todo era verdad. Siempre había tenido ese lado oscuro en mí, oculto detrás de una máscara. No obstante, lo que más me había desconcertado era que él realmente me conocía, ¿y aún así me amaba?

Conociendo mi cara sombría, sabiendo que no era la persona que aparentaba, me amaba, tal como era. Pero me costaba creer que él sintiera lo mismo que yo. Lo mío era tan diferente, tan posesivo. Nunca antes había experimentado algo así. No era una simple atracción, no era un amor adolescente ni un capricho. Era como si ambos nos perteneciéramos.

Confesarme a mí misma que lo amaba fue incluso más difícil que confesárselo a él. Me negaba a aceptar que tal vez me había obsesionado con Joe.

—No te sientas mal —murmuró—. Yo tampoco he sido precisamente un santo.

—No te conozco lo suficiente.

—Me conoces más de lo que crees. Tú y yo nos parecemos bastante.

—No lo creo. Tu pasado... Eras un cazador, hacías el bien. Entonces, ¿por qué dices que no eras tan bondadoso? —indagué.

Sus rasgos se suavizaron antes de responder. Podía oír su respiración calmada.

—Solo me convertí en un cazador para vengar la muerte de mi familia, pero no es lo que parece... Ellos murieron por mi culpa.

A pesar de que Joe parecía querer continuar, se interrumpió a sí mismo. El silencio reinó nuevamente.

—No lo entiendo, ¿por qué sería tu culpa?

Permaneció callado durante mucho tiempo, y me aterrorizaba romper ese silencio. Su mirada era fría y profunda.

No me responderá. Supuse.

Me dolió que se negara a hablarme de sí mismo. ¿Acaso no confiaba en mí?

Mi corazón se hundió y una sensación de opresión llenó mi pecho.

—Ha sido suficiente —intervino una voz severa a mis espaldas.

Era Bartholomeo, que giraba en su dedo un aro del que colgaba esa llave dorada y antigua. Su silueta se reflejaba en todas partes, lo cual me impedía saber en dónde se encontraba realmente. Miré a Joe con angustia, preocupada por dejarlo solo.

—Anda, vete —me tranquilizó—. Estaré bien.

Me puse de pie para marcharme y caminé hacia la salida, levantando la falda de mi vestido para no tropezar.

El hermano de Edmond me condujo al mismo dormitorio donde había estado antes. Una vez a solas, batallé para deshacerme del corsé que me estaba apretando las costillas.

Durante todo el día, permanecí encerrada bajo llave en la misma habitación. Los ventanales estaban sellados y bloqueados, lo que me hacía imposible escapar o ver lo que sucedía afuera. Pero podía escuchar el sonido de la lluvia, lo que me proporcionó cierta sensación de tranquilidad.

A la mañana siguiente, una doncella humana me llevó el desayuno a la cama, que incluía un poco de sangre, y dejó un vestido al pie del colchón al que apenas presté atención.

—Edmond quiere que uses este traje hoy —habló la muchacha con una vocecita tímida y nerviosa.

Cuando la joven se retiró, la oí asegurar la cerradura desde el otro lado.

Aparté la comida a un lado para salir de las sábanas. Examiné el atuendo que habían elegido para mí. Un vestido corto de un delicado tono rosa pálido, aparentemente costoso. En la mesa de noche encontré joyas: una gargantilla plateada, un anillo, pendientes y una pulsera hecha de… ¿esos eran diamantes?

Sentí como si estuviera a punto de vender mi alma al diablo o firmar un pacto peligroso si me ponía esa ropa y joyas. De modo que lo descarté y di un par de mordiscos a las tostadas francesas que me habían traído antes de beberme la sangre.

Después de unas horas, Bartholomeo irrumpió en la habitación.

—¿Por qué no te has puesto el vestido? —dijo con amargura.

—Porque no lo haré.

El hombre dio un par de zancadas hacia mí, su semblante se endureció.

—Deberían pagarme por esto —refunfuñó—. Escúchame, creo que preferirías ponerte la ropa tú misma antes que me vea obligado a hacerlo yo por la fuerza.

Aunque sentía miedo, no iba a permitirme actuar como una tonta asustada.

—¿Qué vas a hacer? ¿Golpearme? Eres despreciable —lo repudié—. Sí, debí haber sabido que eras poco hombre.

Los ojos de Bartholomeo se encendieron como llamas, apretó los puños y se acercó aún más a mí con pasos pesados. Me hubiera gustado saber lo que estaba pensando, parecía que quería matarme.

—Lo diré una última vez —me amenazó—. ¿Vas a vestirte o lo hago yo?

De acuerdo, lo haré, pensé para mí misma.

Bartholomeo sonrió.

—Así me gusta. Si no fuera porque Edmond me pidió que te tratara bien, te habría cortado la cabeza, pequeña zorra.

Dije mil maldiciones en mi cabeza. Si él podía leer mentes, sabría que lo estaba mandando al infierno.

—Voy a esperarte fuera —me indicó antes de marcharse.

Con manos temblorosas de furia, me desvestí para ponerme el vestido. Después de colocarme también las joyas, salí al encuentro de Bartholomeo.

Una vez más, me llevó a ver a Joe. Era como si quisiera torturarnos. Porque aún tenía ese dispositivo en su tobillo. Ambos queríamos tocarnos, besarnos, abrazarnos… Pero si lo hacíamos, saldría lastimado.

Aquel día Joseph parecía más herido y frágil que el anterior, cuando se suponía que debería haber sanado. No quería ni imaginar lo que le estaban haciendo en mi ausencia. Me destrozaba verlo así.

Durante toda esa semana, transcurrieron sucesos similares: me mantenían en reclusión, me trataban con excesivos lujos, ropa cara, joyas y comida en la cama. Aunque Bartholomeo no se atrevía a tocarme siquiera un cabello, su tortura era psicológica.

Una vez al día me ponía en el salón de los espejos junto a Joe, sin darme la posibilidad de tocarlo. Y cada día que pasaba lo veía más herido físicamente. Pasábamos nuestro tiempo conversando, básicamente diciendo tonterías, como si fuéramos amigos o… ¿novios?

Desde nuestra captura, ninguno de los dos había tenido noticias del resto de los chicos. La situación me tenía preocupada; tan solo unos días en ese lugar me estaban enloqueciendo. Pensaba en escapar, pero primero tenía que liberar a Joe y hallar a los demás.

En uno de nuestros encuentros habituales, hacía tanto frío en el cuarto de los espejos que parecía el interior de un refrigerador. Joe estaba a mi lado, sentado tan cerca que si se movía un poco, estaría rozándome. No me cansaba de contemplarlo mientras luchaba contra la tentación de tocarlo.

Mis dedos anhelaban sentir su piel cuando lo veía sonreír, o apoyar las manos sobre sus muslos, o cuando hacía esos gestos graciosos cada vez que hablaba. Cuando me miraba con esos hipnotizadores ojos o cuando su ropa se apretaba a su cuerpo a causa de la tensión de sus músculos.

—Esto es insoportable, una tortura —le susurré.

¡Dios Santo!

Me moría por besar el lunar junto a su mentón y sentir su rasposa barba incipiente sobre mis mejillas. Mientras veía la vena que sobresalía en su cuello, imaginaba sus colmillos penetrando en mi garganta.

—Da igual —me respondió—. Ya es suficiente tortura cuando no estás aquí. Me basta con sólo mirarte.

—¿Has bebido sangre? —inquirí, preocupada.

—No, nada desde que me trajeron aquí.

¿Cómo podían torturarlo de esa manera?

Sin saber qué responder, me quedé callada. Joe hizo lo mismo, posando la vista en sus manos. Lo único que se escuchaba eran nuestras respiraciones y latidos.

Al cabo de innumerables minutos, corté súbitamente ese silencio:

—¿En qué piensas?

—En mi hermano —dijo antes de hacer una pausa—. Te juro que lo que hice no me deja dormir. ¿Cómo pude matarlo? Era mi única familia, lo único que me quedaba. Ahora no tengo a nadie.

Por el tono quebradizo de su voz, parecía que tenía ganas de llorar. Lo escuché tragar saliva y maldecirse a sí mismo.

—Lo siento mucho, ha sido mi culpa —agaché la cabeza, avergonzada.

—¿De qué estás hablando? —Se giró para ver mis ojos—. Escucha, sé que te dije que tenías la culpa, pero no es así. Soy el único culpable. ¡Dios! Soy una bestia. No debes creer todo lo que digo; no hago más que herir a la gente. Siempre he sido tan malo amando…

—Pero eres muy buen amante —lo animé.

Una pequeña sonrisa destelló en su rostro.

—Siempre sabes cómo levantarme el ánimo. Te quiero, chica diabólica.

—¿Chica diabólica? —cuestioné, alzando una ceja mientras le sonreía—. Lo tomaré como un cumplido.

—Créeme, lo es —me dedicó un coqueto guiño.

Mi sonrisa se borró tan pronto como recordé en dónde estábamos.

—Joe, tenemos que salir de aquí.

—No seas ilusa, no podemos enfrentarnos a esos despiadados monstruos, son demasiado poderosos.

Antes de que pudiera replicar, él comenzó a gritar de dolor, sacudiéndose en el suelo.

¿Qué está pasando?

—¡Joe! ¿Qué sucede? —chillé, consternada.

¡Santo cielo! Era el dispositivo, le estaban enviando descargas eléctricas.

¡Pero ni siquiera nos habíamos tocado!

No sabía qué hacer, ni cómo detener su sufrimiento. Estaba presa del pánico.

Después de unos segundos, dejó de gritar, quedándose completamente inmóvil. Su pecho subía y bajaba agitadamente. Su rostro aún tenía una mueca de dolor, con los ojos cerrados y los labios apretados.

—¿Qué te han hecho? No te he tocado. ¿Qué clase de enfermos son Edmond y su hermano? —mi voz temblaba, estaba al borde de las lágrimas.

Mientras Joe todavía largaba gemidos cortos de dolor, la puerta se abrió detrás de mí.

—Joe, ¿estás bien? Dime algo, por favor.

—Vete, es hora de que te vayas —murmuró con voz lastimera, intentando sentarse al tiempo que su cuerpo trepidaba.

Sin mirar hacia atrás, sentí una poderosa presencia a mis espaldas, como si alguien me estuviera observando.

Cuando me giré para comprobarlo, vislumbré bajo el umbral a nuestra posible salvación.

—¡Oh, Darius! Dime que viniste a sacarme de aquí —exclamé al verlo ahí parado, con su típica indumentaria antigua y su palidez mortal.

—¿De qué estás hablando? —interrogó Joe, recuperándose.

—Darius ha venido a sacarnos de este lugar.

Darius se adentró en el salón.

—¿Quién? —dijo Joe, llevando una mano a su frente.

—Darius Ross —lo señalé—, el chico del que te hablé.

—¿Te sientes bien? —cuestionó Joseph, poniéndose de pie.

—Sí, lo estoy —proferí, extrañada—. ¿Por qué lo preguntas?

—Por nada.

—Angelique, salgan de aquí —indicó Darius—. La zona está despejada.

—Vámonos, Joe. Hay que salir de este lugar.

Él sacudió la cabeza en señal de negación.

—Si salimos de aquí, me atraparan y me cortarán en pedacitos.

—Joe, no hay nadie afuera. Es nuestra oportunidad para escapar —argumenté.

—No, Angelique, esto no va a funcionar.

—Por favor, Joe. ¿Cuándo te volviste tan cobarde?

—Es por ti, no quiero que te pase nada —insistió en tono firme.

—No va a pasarme nada, y a ti tampoco. Confía en mí, Darius nos ayudará.

Él guardó silencio, mirándome como si quisiera rebatir mis palabras.

Finalmente, suspiró con frustración.

—Angelique, no hay ningún Darius —explicó de forma calmada—. Aquí sólo estamos tú y yo…

Largué un resoplido burlón.

—¿Qué quieres decir?

—Entiendo que puedas estar un poco alterada. A veces, en situaciones como ésta, nuestra mente nos juega trucos... —Estaba dando rodeos, sin llegar a lo que realmente quería decir—. Tu amigo Darius no está aquí.

—¡Joe, él es Darius! —Apunté mi dedo hacia mi amigo, que estaba justo a mi lado.

Él negó con la cabeza.

—No hay nadie aquí salvo nosotros dos, Angelique —repitió pacientemente.

¿Qué demonios está diciendo? No lo entiendo. Pensé, mirando a Darius con incredulidad.

Él estaba ahí, claro que lo estaba.