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Capítulo 12: Picanté

Por alguna estúpida razón no podía concentrarme en otra cosa que no fuera Joe. Entre todos los sonidos a mi alrededor, mi atención se centraba únicamente en su respiración. Observaba detenidamente cada ridículo movimiento que hacía, cada gesto y cada sutil roce con mi piel.

Discretamente, intentaba ver a través de sus anteojos o ponía mi atención en sus dedos entrelazados, o en el roce de su musculoso hombro contra el mío, lo cual me erizaba la piel. Seguía con la mirada el movimiento de su pecho al respirar y quedaba embelesada cuando su lengua humedecía sus labios resquebrajados. Su fragancia paradisiaca era hipnotizante. El rubor en su rostro lo hacía parecer acalorado, provocando que mi mente imaginara escenarios calientes.

El sólo hecho de observarlo, me hacía desear poner mis manos en esos robustos brazos, besar su cuello y tener sus labios entre mis dientes.

Ahí estaba, tan perfecto y provocativo. Tentándome con su sola existencia.

Angelique, deja de pensar en él, me reprendí. Me preocupaba estar obsesionada con un hombre que tenía tanto ego como descaro, únicamente porque poseía un físico impresionante.

¡No! Me negué. Debía apartar esos sentimientos. Joe era ridículo e insoportable. Un mujeriego, charlatán, sin cerebro.

Al ver a Nina alcanzar los labios de Alan en un lento y apasionado beso, mi deseo de besar a Joseph se intensificó. Cerré los ojos por un instante, tratando de alejar esos pensamientos ansiosos.

Afortunadamente, Joe no podía leer mi mente. Además, mientras lo contemplaba, todo lo que el vampiro hacía era visualizar las avenidas nocturnas.

El cielo comenzaba a teñirse de azul oscuro y la luna brillaba con intensidad.

Cuando Adolph giró repentinamente hacia una carretera desierta, salí de mi ensoñación. Joe se quitó las gafas oscuras, apoyándolas sobre su cabello.

De pronto, escuché el chirrido de los neumáticos haciendo fricción contra el asfalto. Mi corazón dio un respingo en el momento en el que el vehículo se detuvo de forma súbita.

Jadeé por la sorpresa antes de levantar la vista. Mis ojos hallaron al Zephyr del bar de Jacob de pie frente a nuestro auto, bloqueándonos el camino. Sonreía y nos observaba despiadadamente.

—¡Genial! —exclamó Joe con falsa emoción—. El ligue de Angelique ha venido por nosotros.

De acuerdo, tal vez era el momento de permitirme tener miedo.

Había un poderoso demonio de colmillos afilados cazándonos.

Antes de siquiera poder parpadear, vi cómo el vampiro exhibía sus dientes y se precipitaba a toda velocidad hacia nosotros. En menos de medio segundo, lo teníamos frente al parabrisas, amenazándonos con una pérfida mirada.

Sobresaltada, dejé escapar el aire de mis pulmones de golpe.

—¡Adolph, pisa el acelerador! —gritó Nina con urgencia.

Nuestro líder obedeció y aceleró tan rápidamente que su cabello rizado se alborotó ligeramente con la brisa. Escuchamos un estruendo metálico y, cuando miré hacia atrás, nuestro atacante vampiro permanecía impasible en medio de la avenida.

Debía admitir que desde la perspectiva de una víctima asustada, ya no parecía tan atractivo.

—Va a seguirnos, está interesado en Angelique —aseveró Alan, como si estuviera haciendo conjeturas, aunque estaba segura de que era un hecho. Probablemente lo había visto en la mente del vampiro.

¡¿En que me he metido?! Me dije a mí misma.

Nota mental: "Nunca devolver el saludo a un Zephyr que te ha enviado un helado".

Al adentrarnos en un callejón, escuché el sonido de una sirena de patrulla que se acercaba. Me volví hacia atrás y noté las luces azules y rojas del coche de policía destellando. Adolph se detuvo al darse cuenta de que nos perseguían. Apagó el motor y salió del vehículo con mesura.

Desde el espejo retrovisor observé a dos agentes de policía saliendo de la patrulla, uniformados y armados. Pero no eran oficiales comunes; uno de ellos era el mismo hombre que nos había seguido en el Mustang Cobra la última vez, y el otro era el individuo del bar.

El hombre del bar se acercó a Adolph con su arma en mano.

—¡Sube, Crowley! —ordenó, apuntándolo con su revólver y abriendo la puerta trasera para que volviera a entrar al Chevy junto a nosotros.

Joe me levantó rápidamente por la cintura y me sentó en sus piernas para hacer espacio a Adolph. Una vez dentro, el oficial cerró la puerta con fuerza y se sentó al volante. Su compañero uniformado regresó a la patrulla y ambos vehículos aceleraron simultáneamente.

—Finalmente tengo el placer de conocerte, Angelique Moore —rezongó el tétrico Zephyr—. Ya sé lo que ven en ti, has causado controversia. Todos te buscan: vampiros, humanos, cazadores y hechiceras.

En un gesto protector, Joe me rodeó con un brazo. Donovan estaba excesivamente tenso sentado junto a ese paliducho vampiro.

—Muero por probar tu cuello, chiquita —siseó el desconocido.

Las manos de Joe apretaron su agarre con más firmeza. Me tensé en sus brazos.

El vampiro al volante me lanzó una mirada antes de señalarme con su arma, pero Donovan lo detuvo al atrapar la punta del revólver.

—No te atrevas a tocarla —le advirtió, arriesgándose a ser aniquilado.

—Qué tierno, Fox —se burló el Zephyr—. Me encantan las historias de amor, en especial los triángulos amorosos —largó una risotada irónica—. Sea como sea, no toleraremos que se rompan las reglas. He podido notar que el joven Crowley ha perdido el control sobre su pandilla, han infringido un centenar de leyes del código en solo unas pocas noches. No debemos permitir eso, ¿verdad?

—Bartholomeo —intervino Adolph con determinación—. Podemos negociar, ¿hay algo que te interese?

—Sí, podría haber una negociación —insinuó el vampiro cuyo nombre era Bartholomeo—. Edmond parece estar interesado en ser razonable, quizás tenga un interés especial en la chica nueva. He oído que está ansioso por conocerla.

Yo era a quien él se refería como "la chica nueva", pero... ¿quién diablos era Edmond?

—Edmond es el embajador de nuestra raza, querida —respondió Bartholomeo, ¿había estado escuchando mis pensamientos?—. Un Zephyr de gran poder y muy temido.

—No entregaremos a Angelique —dijo Nina con voz temblorosa—. Si tocas a alguno de nosotros, tendrás que enfrentarnos a todos.

Bartholomeo soltó una malévola carcajada.

—¡Ustedes son tan jóvenes! ¿Qué podrían hacerme a mí? —preguntó mientras aproximaba su pistola al pecho de Nina y seguía conduciendo con su otra mano.

Alan soltó un gruñido de furia. Expuso sus dientes a modo de amenaza y en un movimiento veloz logró doblar el brazo de Bartholomeo, causando que una bala se escapara y rompiera una de las ventanas. Bartholomeo giró violentamente el volante al tiempo que Joe aseguraba su agarre sobre mí para evitar que saliera despedida del auto.

—¿No te gusta que toque a tu chica? —inquirió Bartholomeo con sarcasmo—. Consideraré las consecuencias la próxima vez, te lo prometo. Pero ¿sabes qué? No necesito un arma para dejarlos inconscientes a todos. Aunque podría ser divertido usarla —añadió con un cinismo morboso.

Las calles que recorrimos no me resultaban familiares; todo lucía desolado y siniestro. Los faros de nuestro auto y de la patrulla que nos seguía eran lo único que mantenía el pavimento iluminado. Aún me sentía tensa y mi corazón estaba a punto de estallar. Mi cuerpo temblaba de nervios, pero las manos de Joe me calmaban ligeramente. Ansiaba descansar en su pecho y cerrar los ojos hasta que todo pasara. Sin embargo, me mantuve firme para no mostrar debilidad, ni frente al despiadado Zephyr ni ante Joe.

El vehículo disminuyó gradualmente la velocidad hasta detenerse por completo en medio de una carretera desierta. La patrulla también se detuvo en silencio. Bartholomeo apagó el motor y salió del automóvil, haciendo un gesto con la cabeza para que lo siguiéramos.

Donovan, Nina, Adolph y Alan salieron a su encuentro. Joe y yo nos quedamos atrás.

El pánico se reflejaba en cada gesto de mi rostro, algo que Joe notó de inmediato. Extendió su mano para ayudarme a bajar del auto. Cuando estuve a su lado, me besó en la mejilla de manera discreta y sincera. Aquello provocó que se me encogiera el corazón. Sentí una especie de agitación dentro de mi vientre.

—Todo va a salir bien —me susurró antes de darme otro breve y reconfortante beso cerca de la oreja, fuera del alcance de las miradas del resto.

Sus palabras me hicieron sentir como extraviada en otra dimensión, flotando por los aires en medio de nubes oscuras. Él me proporcionaba seguridad e incertidumbre, todo al mismo tiempo. Nunca antes me había sentido tan viva y tan perdida a la vez.

—Angelique, querida —musitó Bartholomeo. El otro Zephyr seguía dentro de la patrulla—. Acércate, preciosa.

Mis piernas oscilaban de miedo ante la idea de ir hasta él. Di la primera trémula zancada y Joe tiró de mi brazo para detenerme.

Me giré para mirarlo. Él negó con la cabeza.

—Está bien, Joe —lo tranquilizó Adolph—. No permitiré que nada le pase.

El viento revolvía mi cabello, haciéndolo volar sobre mi rostro. Las corrientes de aire silbaban en mis oídos como un murmullo en el vacío.

Con extrema cautela, me abrí paso hacia el vampiro de aspecto mortífero. La consternación me provocaba náuseas.

—Pero qué belleza eres, mi niña —canturreó Bartholomeo—. Eres impresionante. Con ese cuerpo, es posible que Edmond te elija para convertirte en su vampiresa.

Una vez que me tuvo delante, me agarró bruscamente, apretando mis brazos y aplastándome contra su pecho con tosquedad.

Un alarido de miedo y dolor escapó de mis labios mientras luchaba por contener las lágrimas y las ganas de vomitar.

Cuando Bartholomeo me obligó a mirar hacia el horizonte, vislumbré una sombra aproximándose. Una silueta masculina emergió lentamente desde la oscuridad. A medida que se acercaba, los faros de los automóviles arrojaban una luz tenue sobre su piel casi traslúcida.

Era un niño con el cabello rubio tan pálido que parecía blanco, labios más rojos que la sangre, ojos escarlata y diáfanos, y un rostro de aspecto tanto inocente como diabólico. Por su altura, aparentaba tener unos once años. Vestía un traje ostentoso y avanzaba con una elegancia destacable. Una traviesa sonrisilla curvó la comisura de sus labios después de echarme un vistazo.

—He aquí los quebrantadores de reglas —proclamó el niño. Su voz era sorprendentemente juvenil para ser tan aterradora. Sus palabras salieron llenas de desprecio, como si fuera un pequeño demonio—. Permíteme presentarme, Angelique. Soy Edmond, tu dueño.

Con una sonrisa en el rostro, chasqueó los dedos y, a partir de ese instante, todo se volvió negro para mí. Perdí el conocimiento.

Cuando recobré la consciencia me hallaba junto a Donovan. Parpadeé varias veces y lo examiné con prudencia. Se acercó a mí con calma, sin embargo, no era el mismo Donovan que conocía. Éste tenía una mirada perdida. Mi piel se erizó.

Frunció el ceño mientras continuaba avanzando hacia mí. Retrocedí insegura, y como un felino salvaje, saltó sobre mí. El impacto de mi cuerpo contra el suelo resonó ensordecedoramente. Donovan sujetó mis brazos y abrió su boca de ampliamente, revelando sus enormes colmillos que se acercaban a mi cuello. Forcejeé y me moví frenéticamente.

Cuando los afilados dientes de color marfil tocaron mi piel…

Desperté.

Mi respiración estaba agitada. Me encontraba en un suelo metálico, mareada y con un dolor punzante en la cabeza. A mi alrededor, vi un espacio pequeño con asientos de cuero desordenados por el suelo. El techo tenía un cableado lleno de bombillas brillantes que lastimaban mis ojos. Mi cuerpo dolía horrores, mi cuello estaba húmedo.

Puse una mano sobre mi nuca y sentí el líquido entre mis dedos. Estaba manchada con mi propia sangre, y un profundo dolor en el cuello me indicaba que había sido mordida. Posiblemente habían bebido demasiado de mí, porque me sentía tan débil que a duras penas podía mantenerme despierta.

Gemí adolorida, pero todo lo que quería era sollozar. Me sentía terriblemente sola y aterrorizada. Con mucho esfuerzo, me incorporé para inspeccionar el resto del lugar. Ventanas rectangulares y transparentes se alineaban a lo largo de las paredes metálicas.

Me encontraba en el interior de un tren destrozado, y junto a mí yacía el cuerpo ensangrentado de un humano. Perdí el control cuando el olor de ese líquido rojo inundó mis sentidos. Me ericé como un gato al que le han arrojado agua. Apreté los labios. Gateando dolorosamente, me acerqué al cuerpo inerte. Mi respiración era irregular mientras lo contemplaba de cerca. Era un hombre de mediana edad, barbudo, con el cabello largo cubriéndole gran parte del rostro.

Tomé una bocanada de aire que casi me hace perder todo el dominio de mí misma. El aroma a sangre hizo arder mis colmillos. Me incliné sobre el hombre, apoyando mis manos en sus hombros. Acerqué mi nariz al hueco de su cuello antes de abrir la boca. Sentí su piel fría bajo las puntas de mis dientes y de pronto escuché su respiración. Su pecho estaba moviéndose con urgencia, la vena de su garganta palpitaba apetitosamente y había abierto los ojos.

Gritó antes de que pudiera morderlo, pero cerré la mandíbula con rapidez y la sangre estalló en mi boca. El hombre continuó chillando mientras mi lengua saboreaba su esencia.

Sus sollozos se apagaron lentamente tras algunos minutos. No me detuve hasta que estuvo muerto y desangrado. Cuando advertí que su piel comenzaba a tornarse azulada, me retiré y relamí mis labios para quitar los excedentes de sangre.

Aún estaba llena de miedo, completamente horrorizada, temblando y con los ojos húmedos por las ganas de llorar. Recorrí el vagón, tropezando con los asientos derribados y los pedazos de latón dispersos en el suelo. Oculta entre rancios escombros, encontré la puerta corrediza que sería mi vía de escape. Con desesperación, forcé la escotilla, pero no cedió; estaba trabada. Y aunque la pateé con todas mis fuerzas, seguía intacta.

Mi cuerpo estaba tan frágil que ni siquiera podía abrir una maldita puerta. Del mismo modo, intenté abrir las ventanas corredizas, pero tampoco se movieron. Largué un grito de frustración, estaba al borde del colapso. Un nudo crecía en el interior de mi garganta, obstruyéndola.

Me precipité hacia el vagón contiguo, que estaba mucho más oscuro. Me aferré a una de las butacas por un segundo para tomar aliento antes de seguir caminando.

Casi solté un grito estridente cuando sentí unos dedos sujetos a mi hombro. Mi corazón latió apresurado, como si quisiera salirse de mi pecho, mi rostro perdió color. Di un respingo, y mi alivio fue inmenso al ver que era Joe, quien me tomó de los hombros y me miró de arriba abajo con preocupación. Respiré profundamente para calmarme.

—¿Estás bien? —preguntó en un susurro.

Su agraciado rostro estaba sutilmente iluminado por algunos pequeños resplandores que venían del exterior.

—Me han mordido —dije, traumatizada ante la idea.

—Lo sé. Perdón.

—¿Perdón?

—Perdón por no haber estado ahí para protegerte —dijo con cierta culpa—. Estoy bien, todos estamos bien. Saldremos de esto.

—¿Qué ha sucedido? —mi voz sonó áspera y aguda, como si hubiera estado llorando.

—Nos han atrapado, pero no te preocupes. Estaremos bien —expresó con la voz ronca—. ¿Vas a llorar?

Mis ojos estaban húmedos y sentía algo pesado en la garganta que me impedía hablar. Estaba luchando contra las lágrimas con todas mis fuerzas.

—No, sólo estaba asustada.

—¡Oh, vamos! Puedes llorar, prometo no reirme.

Negué con la cabeza, no quería permitirme llorar. Sin embargo, sentí cómo una lágrima mojaba mi rostro, recorriendo mi mejilla hasta disolverse en mi cuello. Joe se acercó peligrosamente y su exótico perfume me envolvió.

Puso ambas manos en mi cara y con su pulgar borró los rastros de esa gota salada. Me hizo temblar solo con el roce de su piel. Su cercanía era abrumadora, nuestros cuerpos estaban a punto de tocarse. Mis párpados se cerraron cuando sus dedos acariciaron mis labios. Me regocijé de placer.

Aún con los ojos cerrados, escuché sus palabras susurrantes.

—Angelique —hizo una pausa—. Voy a besarte.

¡Oh, no!

¿Cómo podía decirme eso? ¿Me advertía que iba a besarme?

Aquello rompió la barrera que me salvaguardaba frente a su seducción. Me dejó vulnerable, como un cristal despedazándose.

¡Maldición! No puedo enamorarme de un tipo como Joe. ¡No puedo!

Pero era demasiado tarde, ya lo estaba. Ya estaba irracionalmente encaprichada por ese hombre. Me volvía loca.

Y así, la humedad, calidez y suavidad de sus labios me envolvieron. Ambos estábamos necesitados, sedientos. Con desenfreno, toqué su pecho y subí mis manos a su rostro mientras él devoraba mis labios con maestría. Me aferré apasionadamente a su nuca para corresponder a su beso con arrebato. Mordí sus labios, jugueteando, poseyendo su exquisita boca.

Atrapó mis caderas, juntándolas a las suyas. La pasión de ese beso ardía y quemaba como un fuego vivo. Él era más ardiente que las mismas llamas. Era perfecto, cautivador. Incluso sus defectos eran parte de su encanto. Su egocentrismo, vanidad, sarcasmo y su actitud presumida le conferían un carisma inefable, haciéndolo brillar como una bomba explosiva de calor y carácter.

Mi abuela francesa lo habría descrito como: "Picanté".

No solo me había dejado sin aliento y aturdida, sino aún más enamorada y delirante, como una fanática adicta a sus labios, a sus manos, a sus miradas y a esa sonrisa llena de astucia.

Un segundo más tarde, apartó el cabello de mi rostro y apoyó su frente en la mía, mirándome a los ojos.

—Te deseo —murmuró con suavidad—. Te necesito.

Perpleja, parpadeé antes de responder.

—Yo te amo —confesé por segunda vez, cerrando los ojos por el dolor que me causaba repetir aquellas palabras sin saber si sería correspondida.

—También yo —añadió sin titubear.

Estupefacta, me pregunté si había oído correctamente.

¿Qué acababa de decir?

No puede ser real, pensé. ¿También me ama? ¿Estaba hablando en serio?

Si su objetivo era provocarme un ataque al corazón, lo estaba logrando. En mi estómago se arremolinaron cosquilleos incesables.

¿De verdad? Quería preguntar con reticencia, pero no iba a arriesgarme a que se arrepintiera.

En su lugar, lo besé apresuradamente, con los labios temblando.

—Dilo otra vez —me instó en medio de un beso—. Di que me amas.

—¿Por qué? —vacilé.

—Quiero escucharte una y otra vez diciendo que me amas —contestó él.

Rodeé su cuello con mis brazos.

—De acuerdo, pero sólo si tú lo dices primero.

—Te amo como un loco, Angelique Moore —me besó con vehemencia—. Ahora cumple con tu parte del trato.

Sonreí.

—Te amo, Joseph Blade.

—Dilo de nuevo.

—Te amo, te amo, te amo.

—No voy a cansarme jamás de escucharte decirlo. Es tan ardiente —dijo antes de morder su labio inferior.

¡Cielos! Me tenía exasperada. Completamente enloquecida.

El recuerdo de Donovan me golpeó tan de pronto como un aguacero en medio del verano.

—Joe —balbuceé después de hacer una pausa—. Donovan me ha prohibido estar contigo.

—¿Y seguirás sus reglas? —indagó, receloso—. ¿También lo amas a él?

Su tono se volvió agrio y petulante.

Negué con la cabeza en silencio antes de acariciar su rostro con ternura.

—Te amo a ti.

—¿Sólo a mí?

—Sólo a ti.

—Quiero matar a ese maldito Succubus, lo juro —farfulló—. Aún me debe el puñetazo del otro día.

De repente, volví a la realidad al percibir pasos y captar un aroma en la cercanía. Eran los demás aproximándose. Me alejé de los brazos de Joe lo más rápido que pude, él estuvo de acuerdo. Y volví la mirada hacia distintas direcciones en busca de los chicos. Caminando desde el fondo del vagón, aparecieron entre los escombros mientras esquivaban las butacas derribadas.

Nina iba en brazos de su novio, Adolph tenía un moretón en el ojo. ¿Lo habían golpeado? Donovan iba detrás de ellos, avanzando con las manos en los bolsillos y la cabeza baja. Parecía molesto o incluso afligido, tuve la sensación de que yo era la responsable de eso.

Una oleada de remordimiento me invadió.

Él se adelantó para alcanzarme, y no supe cómo actuar cuando acortó la distancia entre los dos. Me examinó minuciosamente, tratando de averiguar si algo andaba mal.

Acto seguido, me rodeó con sus brazos al tiempo que acariciaba mi cabello e inhalaba una gran bocanada de aire. Mi cuerpo se puso rígido. Pude ver a Joe tensarse, apretando los labios y los puños con fuerza. Con desgana, correspondí a su abrazo.

—Me alegra que estés bien —fueron las primeras palabras que me dirigió desde que me había prohibido estar con Joe.

En parte me sentí feliz. Sabía que Donovan tenía razones obvias para odiarme, pero al menos se preocupaba por mi seguridad.

—¡Oh, cariño! Te has convertido en la hermanita menor que nunca tuve —me acusó Adolph—. Nunca imaginé que tendríamos que cuidarte tanto, ni que te meterías en tantos problemas.

—Lo siento —mascullé silenciosamente.

—No te preocupes —me consoló, mirándome a los ojos y poniendo sus manos sobre mis hombros—. Nada va a sucederte, ¿entiendes? Nadie va a tocar uno de tus cabellos mientras estés con nosotros. Te cuidaremos.

Él me abrazó antes de depositar un paternal beso en mi frente. Cuando Alan puso a Nina en el suelo, los dos se unieron a nuestro abrazo. Por primera vez en mi vida, sentí que tenía amigos de verdad, que realmente se preocupaban por mí.

Después de separarnos, Adolph comenzó a hurgar entre la chatarra metálica esparcida por el suelo del tren. Luego, agarró una vara de hierro de tamaño considerable y se preparó para golpear la ventana, con la intención de romperla para que pudiéramos escapar. Pero antes de que lograra hacerlo, las bombillas empezaron a parpadear, encendiéndose y apagándose.

Un chirrido estridente lastimó mis oídos. Era un ruido metálico, como una verja oxidada cuando se abre, pero mucho más potente.

¡No puede ser! Pensé con indignación.

El tren se había puesto en marcha. Lo que significaba que no podríamos escapar.

Cubrí mis oídos con las manos y perdí el equilibrio cuando el piso comenzó a moverse.

La sacudida fue tan súbita que mis pies flaquearon, y después de tropezar, me desplomé. Iba directamente a estrellarme contra el suelo.

A pesar de que Joe se movió velozmente para atajarme, Donovan fue aún más rápido y me agarró en el aire. Sin embargo, no pudo evitar que el filo de una lámina metálica abriera la piel de mi antebrazo, formando una línea roja de sangre. Emití un bramido sordo.

—Malditos Zephyrs —refunfuñó Adolph.

El ruido de las ruedas metálicas contra los rieles había cesado. Ahora sólo se escuchaba el eco del tren en movimiento dentro de los túneles.

—¿Quién está conduciendo esta máquina? —se quejó Joe.

—No lo sé, pero tal vez si llegamos hasta la cabina del conductor, podamos obligar a ese maldito a detenerse —sugirió Adolph.

—¿Y hacia dónde nos llevan? —pregunté con desasosiego.

—No lo sé. Ni siquiera tengo la menor idea de cómo llegamos aquí —me respondió.

Horas después de buscar la cabina hasta el cansancio y rendirnos, nos encontrábamos tumbados en el suelo, esperando que algo sucediera, probablemente retrasando lo inevitable: ser exterminados por poderosos vampiros de alto rango.

El tiempo pasó, minutos interminables en los que nos sentamos a hablar de tonterías. Todos estábamos angustiados, pero seguimos riendo y bromeando como si nada malo estuviera por ocurrir, como si no hubiéramos sido atrapados por Zephyrs en el interior de un tren.

Al final, la vida no era tan larga como parecía, incluso para un inmortal. Entonces, ¿por qué no disfrutar de esos momentos cuando al siguiente segundo podríamos no estar allí? Bastante sombrío, después de todo.

—Pueden quedarse con el dinero de mi cuenta bancaria si alguno de ustedes sobrevive —bromeaba Nina, recostada sobre el hombro de Alan.

—Espero que sea suficiente, tengo algunas deudas —siguió Joe en tono casual.

—¡Por favor! —interrumpió Adolph—. ¡Nadie va a morir! Entregaremos a Angelique y volveremos con vida.

Aunque era un chiste, la sola posibilidad sonaba aterradora.

—¡Oh! ¿Puedo quedarme con tus zapatos de tacón negros? —me dijo Nina entre risas—. Digo, si te vas con esos vampiros, tendrás mucho dinero, más que suficiente para comprar una colección de zapatos.

Sonreí lánguidamente. Sabía que no lo decía en serio, pero no dejaba de causarme escalofríos.

—Sabes que estamos jugando, ¿verdad? —me preguntó Joseph.

Puso su mano sobre mi omóplato, simulando hacerme un masaje para conseguir que la tensión de mis músculos desaparezca. Aquello me excitó tanto que me dieron ganas de lanzarme sobre él, revolcarnos en el suelo y luego hincarle los dientes en el cuello.

—Lo sé —contesté—. Perdón, todavía estoy afectada.

—Se nota —añadió Donovan.

Además, el sueño me estaba invadiendo. Dejé de hablar y simplemente escuché las conversaciones de mis compañeros. Por un momento, les presté atención hasta que sus voces comenzaron a sonar cada vez más distantes, y yo empecé a confundir mis sueños con la realidad. Los sonidos se mezclaban como ecos y mis párpados se volvían pesados.

Sin darme cuenta, había apoyado mi cabeza en el hombro de Joe. Entre parpadeos, contemplé su ardiente cuerpo, anhelando soñar con él. Cuando levanté la cabeza para admirar sus labios, volvió la vista hacia mí, notando que me movía. Su rostro estaba tan cerca, su sonrisa era tan encantadora y…

De un momento a otro, los bombillos se apagaron con una explosión eléctrica, seguida de un fuego que envolvía el techo y las paredes, extendiéndose en un instante en todas direcciones.

El tren se detuvo, pero una cortina de llamas empezaba a rodearnos.

Reaccionando rápidamente, Adolph se levantó del suelo después de agarrar una pesada vara que encontró, con la cual comenzó a golpear las ventanas y puertas laterales sin demasiado éxito.

Aunque los cristales empezaron a agrietarse, tomaría demasiado tiempo romperlos lo suficiente como para que pudiéramos salir. Tiempo con el que no contábamos, debido a que el incendio se expandía de forma fulminante.

Joe me ayudó a ponerme de pie.

—Esto tiene que ser una broma —gruñó.

Alan se separó de Nina por un instante y arrojó un puñetazo contra una de las ventanas. El vidrio salió disparado hacia todas partes, sus nudillos sangraron.

—¡Adolph, sal primero! Yo sacaré a las chicas —vociferó Donovan.

A través de ese diminuto agujero en el cristal, Adolph saltó al exterior antes de que las llamas pudieran alcanzarlo.

Había humo asaltando mis pulmones. Tosí mientras buscaba apoyo en el brazo de Joe.

Mientras Alan limpiaba la sangre de sus nudillos con su camisa, Donovan ayudó a Nina a salir. Cuando el Succubus se giró hacia mí para alzarme, advirtió cómo mis manos se apretaban a Joseph.

—Yo me encargo —se ofreció Joe antes de apartarlo groseramente.

Me levantó por la cintura y con cuidado me sacó del tren.

Al llegar al otro lado, caí en brazos de Adolph.

Cuando me dejó en el suelo, miré a mi alrededor. Todo estaba inusualmente oscuro. Las únicas fuentes de luz eran las llamas que se escapaban del interior del tren. Con esfuerzo, me di cuenta de que estábamos en una estación abandonada de un tren subterráneo. Era un lugar sombrío, las vías estaban demasiado oxidadas, notablemente envejecidas.

Alan fue el siguiente en aterrizar con firmeza junto a nosotros.

—Esos dos quieren matarse —me dijo en voz baja, refiriéndose a Donovan y Joe

Tan pronto como Donovan salió del tren, Adolph nos indicó que corriéramos. Alan y Nina lo siguieron hacia las penumbras.

—Vamos, Angelique —me dijo Donovan después de agarrar mi muñeca para tirar de mí.

Me zafé de su sujeción. No daría un paso hasta ver a Joe salir.

El humo y el hollín no me dejaban distinguir nada en el interior del tren.

—No podemos dejar a Joe…

—Nos alcanzará más tarde.

—Donovan, hay mucho fuego, ¿por qué no sale? —pregunté con zozobra.

—Él puede cuidarse solo. Vamos, perderemos a los chicos.

—Ve tú si quieres —refuté—. Esperaré aquí.

—¡Dios Santo! ¿Por qué te importa tanto ese infeliz?

Entonces, mil posibilidades cruzaron por mi cabeza.

Las palabras de Alan regresaron a mi mente: "Donovan no es demasiado confiable".

Debía admitir que por un momento lo creí capaz de cualquier cosa.

¿Habría lastimado a Joe? Ambos se odiaban mutuamente, lo cual parecía muy probable.

—Porque lo amo, Donovan. Amo a Joe —confesé, elevando la voz—. Lo siento, pero…

—Cállate —me interrumpió—. No quiero seguir escuchándote.

Se dio la vuelta y se alejó con disgusto.

En ese momento apareció Joe, sin ningún rasguño. Saltó hacia el suelo y aterrizó de forma experta.

Mi rostro se llenó de alivio, a la vez que sentía una pequeña punzada de culpa en mi pecho por haber juzgado mal a Donovan.

Los dos corrimos para llegar hasta los demás.

—No hay salida —explicó Adolph después de explorar el área.

Para ese momento, cada vagón del tren había sido alcanzado por las llamas.

—¿Qué les ha parecido el viaje, mis queridos pasajeros? —resonó como un eco zumbante la voz de ese niño, Edmond.

Lo vimos emerger entre las sombras, vestido con otro elegante traje de gala y zapatos negros de cuero brillante, su cabello rubio peinado hacia atrás. Lo acompañaba Bartholomeo, quien aún llevaba el uniforme de policía.

El calor era sofocante, incluso cuando estábamos relativamente lejos del fuego. Todo estaba teñido de naranja debido al parpadeo de las llamas.

—¿Qué es lo que quieres, Edmond? —profirió Alan, cruzando los brazos sobre su pecho.

—Ustedes saben lo que quiero —contestó Edmond—. Han quebrantado las reglas del código. Podría masacrar a todo su clan, despedazarlos o incinerarlos vivos. O, si prefieren saltarse todo eso, pueden entregarme a su nueva hembra.