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Capítulo 27.- Amagar y eludir IV

Tan pronto como retiraron el último plato, Elizabeth se disculpó y regresó arriba a seguir cuidando a su hermana. Una vez que se hubo retirado, Darcy tuvo mucho gusto en complacer a Bingley y aceptó acompañarle, junto a Hurst, al salón de armas para degustar un brandy. Pero antes de que se levantara de la silla, la señorita Bingley pidió la atención de todos.

—Bueno —dijo, resoplando con dramatismo—, ¡me atrevo a decir que nunca en la vida había visto modales más intolerables! ¡En un momento nos trata con insufrible orgullo y al siguiente con total impertinencia!

—¿De quién estás hablando, Caroline? —preguntó Bingley, a quien pareció posársele sobre la frente una nube negra. Darcy también miró a la señorita Bingley con silencioso desconcierto. Se recostó en la silla, cruzó las piernas y, sin darse cuenta, comenzó a retorcer la servilleta.

—De la muchachita que acaba de salir por la puerta, Bingley —fue la respuesta, que provino del lugar más inesperado. Hurst se quitó la servilleta—. ¿Podéis imaginarlo? ¡Preferir un plato sencillo a un ragout! No tiene la mínima pizca de estilo, ni capacidad de conversación. Silenciosa como una monja hasta que uno la presiona y entonces sale con una barbaridad tan descabellada.

—¡Vaya, señor Hurst! —exclamó la señorita Bingley riéndose—. ¿Acaso su «belleza» no compensa esos defectos? He oído decir que sus ojos son preciosos. —La única respuesta de Hurst fue un gruñido peyorativo que hizo que Darcy le diera otra vuelta a su servilleta.

—Tiene usted mucha razón, señor Hurst —dijo su esposa—. En resumen, lo único que se puede decir de ella es que es una excelente andarina. Jamás olvidaré cómo apareció esta mañana. ¡Realmente parecía medio salvaje!

—En efecto, Louisa. Cuando la vi, casi no pude contenerme. —La señorita Bingley bajó la mirada a su plato y luego miró a Darcy con disimulo—. ¡Qué insensatez venir hasta aquí! ¿Qué necesidad tenía de andar corriendo por los campos sólo porque su hermana tiene un resfriado? ¡Cómo traía el cabello, tan despeinado, tan desaliñado!

—Sí. ¡Y las enaguas! ¡Si las hubieseis visto! Con más de una cuarta de barro, estoy segura. —La señora Hurst se rió.

Aunque Darcy se había vuelto inmune a la costumbre de las hermanas Bingley de destrozar a sus conocidos, no podía tolerar durante un minuto más aquellos ataques gratuitos contra Elizabeth. Eso lo ponía ante un dilema. ¿Debería oponerse al malicioso chismorreo? Hacerlo probablemente sólo provocaría que los ataques contra la señorita Elizabeth se intensificaran y además se complementaran con una interminable sarta de insinuaciones dirigidas a él. ¿Debería contenerse? Después de todo, él era un invitado. Tenía que haber alguna manera de…

—Tu descripción puede que sea muy exacta, Louisa —dijo Bingley rápidamente—, pero todo eso a mí me pasó inadvertido. Creo que la señorita Elizabeth Bennet tenía un aspecto inmejorable al entrar en el salón esta mañana. Casi no me di cuenta de que llevaba las faldas sucias.

Bien hecho, pensó Darcy. Tal vez Bingley demostraría que estaba a la altura y anularía aquella intolerable costumbre de sus hermanas sin ninguna interferencia de su parte.

Sin amilanarse y con la atención todavía fija en Darcy, la señorita Bingley profundizó todavía más en la cuestión.

—Estoy segura de que usted sí se fijó, señor Darcy; y me figuro que no le gustaría que su hermana diese semejante espectáculo.

—Claro que no —contestó Darcy, sintiendo un ligero temblor al recordar el espectáculo que su familia casi no alcanza a evitar.

La sonrisita de satisfacción que se dibujó en los labios de la señorita Bingley le hizo ver que su reacción no había pasado inadvertida. Ella se inclinó hacia él con seguridad.

—Me temo, señor Darcy —observó a media voz—, que esta aventura ha afectado bastante la admiración que sentía usted por los bellos ojos de la señorita Elizabeth.

Darcy clavó sus penetrantes ojos negros en la señorita Bingley, al tiempo que sus labios esbozaban una enigmática sonrisa.

—En absoluto —replicó—, con el ejercicio se le pusieron aún más brillantes.

Fletcher ya se había retirado y había cerrado la puerta de la alcoba, pero Darcy seguía sentado frente al tocador, con la mirada perdida en el espejo. Era cierto cuando lo dijo, reflexionaba en silencio, y después de pensarlo un poco más seguía siendo cierto: «Eso disminuirá significativamente sus oportunidades de casarse con hombres de alta condición».

El tema había sido las relaciones tan poco respetables que sus invitadas tenían en Londres y la influencia que esas conexiones tendrían sobre las perspectivas de ambas jóvenes. Bingley había demostrado una alarmante disposición a debatir con sus hermanas sobre el estatus de las Bennet, hasta que Darcy había intervenido en la conversación con aquella apabullante afirmación. A Charles no le gustó y cayó en un silencio que Darcy deseó que sus hermanas imitaran. Pero en lugar de seguir el ejemplo de Bingley, ellas continuaron intercambiando comentarios burlones a expensas de aquellas a quienes acababan de profesarles su preocupación. Darcy no podía entender qué las había impulsado a acudir a la habitación de la señorita Bennet para hacerle una consoladora visita después de haber hecho semejante despliegue, pero en eso habían ocupado su tiempo hasta que anunciaron que el café estaba servido.

A solas en su habitación, Darcy sacudió la cabeza, pues la inquietud por la velada le espantaba el sueño. Caroline Bingley. Con ese rostro, esa figura y esa fortuna, ella se movía fácilmente entre los primeros círculos de la aristocracia y bien podía aspirar a entrar en los de la nobleza, a pesar del hecho de que su fortuna provenía del comercio. Aunque la aprobación social de su familia era reciente, se comportaba con la misma altanería que una duquesa y con tan poca compasión como una piedra. Darcy se estremeció al pensar que una mujer como ésa pudiera ser su compañera en la vida y la dueña de sus propiedades y empleados. Sus pensamientos se detuvieron entonces en la persona más agradable pero más compleja de Elizabeth Bennet. Ella era la hija de un caballero que provenía de una larga línea de caballeros y, a pesar de su ridícula madre y sus lamentables hermanas menores, había heredado la distinción en su totalidad. Pero debido a que su familia había caído en tiempos de estrechez, su posición, aunque era reconocida en los alrededores de Hertfordshire, había pasado de ser bien recibida a ser apenas tenida en cuenta en el panorama más amplio de la sociedad.