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Capítulo 10.- ¡En guardia! II

Darcy observó con aprensión cómo Bingley se abría paso entre el corrillo de personas que rodeaba a sus hermanas y se detenía junto al diván, como si quisiera saludar apropiadamente a las recién llegadas. Con cierto alivio, notó que su amigo saludaba a la señorita Bennet con toda formalidad y corrección, aunque, tal vez, con una mirada un poco más intensa de lo habitual. Un chillido, seguido de una risita, atrajo nuevamente la atención de Darcy hacia los oficiales, donde identificó su origen en la tan esperada «señorita Lydia».

A pesar de su decisión, la mirada de Darcy se deslizó otra vez hacia la puerta, que ahora enmarcaba a la última recién llegada. La señorita Elizabeth Bennet. Su llegada hizo que más de un joven oficial abandonara su lugar y avanzara hacia la puerta. Esos movimientos pronto la ocultaron de la vista de Darcy, pero no antes de que él pudiera apreciar en su rostro una expresión de ironía que fue reemplazada por una sonrisa al responder al afectuoso saludo de sus amigos. En realidad, la naturaleza de dicha expresión sorprendió bastante a Darcy. Inconscientemente se levantó de la silla en busca de un ángulo desde el que pudiera observar mejor a la dama, hasta que se encontró, para su disgusto, junto a Charles tras el diván, justo en el momento en que la señorita Elizabeth se inclinaba para saludar a la señorita Bingley. Mirándola fijamente, Darcy tuvo la esperanza de captar algún rastro de esa expresión de ironía que ya comenzaba a atribuirle a su propia imaginación.

La señorita Elizabeth Bennet todavía tenía inclinada la cabeza cuando se levantó, pero Darcy pudo ver que tenía apretado el labio inferior y se lo mordía en un vano intento por evitar que apareciera un hoyuelo. Ella miró fugazmente hacia arriba, antes de bajar nuevamente la mirada como era apropiado.

¡Aja! ¡Sí, yo no estaba equivocado! ¡Qué criatura tan insolente! Darcy se enderezó y se felicitó por no haberse dejado engañar por la modesta expresión que aparecía en aquel momento en el rostro de la señorita Bennet, mientras miraba a su anfitriona.

—Señorita Elizabeth —saludó la señorita Bingley arrastrando las palabras—. ¿Ya conoce a mi hermano, el señor Bingley? —Sin esperar a recibir una respuesta a su pregunta, la señorita Bingley señaló a su hermano, que estaba detrás de ella—. Charles —comenzó a decir, mientras giraba la cabeza para mirar a su hermano por encima del hombro—, la señorita Elizabeth Ben… —Fuese lo que fuese a decir, quedó, de repente, atascado en su garganta, al ver no sólo a su hermano, sino también a Darcy, esperando con ansiedad la presentación—. Señorita Elizabeth Bennet —repitió, forzando un poco la sonrisa.

La invitada se inclinó para hacer otra reverencia, al mismo tiempo que Charles hacía una ligera inclinación. Esta vez, cuando se levantó, Darcy notó que lo hizo con una actitud decididamente más suave.

—Señorita Elizabeth, creo que nos conocimos brevemente durante el baile del viernes pasado, así que ya han transcurrido tres días desde que le debo una disculpa. —La sonrisa de Bingley traicionaba la seriedad de sus palabras.

—¿Una disculpa, señor Bingley? —respondió ella con el mismo ánimo—. Aceptaré encantada cualquier disculpa que tenga que ofrecerme, pero insisto en que primero me informe usted de las circunstancias que la ocasionaron. Por favor, señor, ilústreme, si es usted tan amable.

—¿Insiste usted en recibir una confesión además de una disculpa? —La fingida actitud horrorizada de Bingley le arrancó una encantadora y discreta sonrisa a su interlocutora.

—¡Desde luego! Y hágalo enseguida, o su sentencia será mucho más severa.

—¡Dios me libre, lo confesaré todo! Se trata de lo siguiente: olvidé reclamar el baile que usted tan amablemente me prometió concederme. ¿Una vergüenza, no es así, señorita Elizabeth?

—Sí, así es, señor. Debería estar mortalmente ofendida por semejante descuido.

—Una serie de circunstancias lo justifican, se lo aseguro —se apresuró a explicar Bingley—. Inmediatamente antes de que la música empezara, descubrí que la señorita Bennet necesitaba un refresco, que me ofrecí a ir a buscar, creyendo que tendría suficiente tiempo antes de que la orquesta se organizara. De camino a la mesa fui abordado por dos, no, por tres caballeros…

—¿Salteadores de caminos, sin duda? —lo interrumpió Elizabeth—. Le advierto, señor Bingley, que lo único que calmaría mi indignación sería el ataque de tres asaltantes, como mínimo.

—Sí, fueron tres salteadores, estoy seguro —confirmó Bingley, adoptando tal actitud de desesperación que Elizabeth no pudo reprimir la risa a la que se sumó inmediatamente él.

—Está usted perdonado, señor Bingley, pero sólo porque su abandono se debió al deseo de ayudar a mi hermana. Dicha gentileza siempre debe ser alentada.

—Gracias. Es usted muy amable, señorita Bennet. —Bingley miró a su lado y se encontró con la expresión cautelosa de Darcy—. Pero soy negligente y pronto me veré obligado a ofrecerle otra disculpa, por la cual no seré perdonado con tanta facilidad. —Bingley se enderezó—. Señorita Elizabeth Bennet, ¿me permite presentarle a mi amigo, el señor Darcy?

Darcy no se sintió capaz de interferir en la charada representada por Bingley y la señorita Bennet y justificó su reticencia en el hecho de que no habían sido adecuadamente presentados. La habilidad de la muchacha para responder con ingenio lo sorprendió. Se dejó absorber por completo por la pequeña farsa, pero cuando Bingley retomó el tono formal y los presentó, Darcy volvió de nuevo al presente. La actitud con la que la señorita Bennet aceptó la presentación fue, pensó Darcy, inusualmente contenida, teniendo en cuenta el buen humor que había mostrado con Bingley. Darcy sintió que asumía otra vez su tensa actitud de indiferencia.

—Darcy, tengo el gran placer de presentarte a la señorita Elizabeth Bennet y, si me disculpáis, veo que su hermana parece estar necesitando algo y yo soy el único que sabe dónde está. —Respondiendo con un guiño a la cara de alarma de su amigo, Bingley hizo una inclinación y se marchó apresuradamente hacia donde estaba la señorita Bennet.

—Señor Darcy —murmuró Elizabeth. Una vez que ella hizo la oportuna reverencia y él le correspondió, Darcy trató de buscar algo que decir, mientras se reprendía mentalmente por quedar atrapado precisamente en medio de una situación que había decidido evitar. Sin tener todavía una estrategia para romper el hielo, cayó en las trivialidades sociales que tanto detestaba, mientras fijaba la mirada en algo que estaba aparentemente más allá de la muchacha.

—Encantado, señorita Bennet. ¿Lleva mucho tiempo viviendo en Meryton?

—Toda mi vida, señor Darcy.

—Entonces, ¿nunca ha estado en Londres? —preguntó Darcy con sorpresa.

—He tenido oportunidad de visitar Londres, señor, pero no durante la temporada de eventos sociales, si es a eso a lo que se refiere con «estar en Londres». —La aspereza del tono de la muchacha hizo que Darcy frunciera un poco el ceño, mientras se preguntaba qué habría querido decir y, sin darse cuenta, la miró directamente a la cara. La señorita Elizabeth parecía toda inocencia, pero algo le dijo que aquello no era cierto. Tal vez era la manera casi imperceptible en que había enarcado una de sus bien formadas cejas, o la tendencia de su hoyuelo a asomarse.

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