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Capítulo 38: Plegarias

—Son dos días de ida y dos de vuelta —argumentó Massimo, preocupado por la situación—. ¿No cree que es demasiado tiempo? Las demás podrían comenzar a presentar la enfermedad y podría ser demasiado tarde.

Resignado, el doctor se encogió de hombros.

—Es lo único que podemos hacer. Entretanto, quienes presenten fiebre, deben ser bañadas con agua fría. También coloquemos compresas de agua helada sobre sus frentes. Es importante intentar disminuir la temperatura corporal.

—Madre Superiora —musitó Rosa, otra de las niñas más pequeñas—. Me he sentido un poco rara desde esta mañana. Me duele la cabeza y estoy algo mareada.

El doctor se movió rápidamente para tocarle la frente.

—Fiebre —se dio cuenta al instante antes de comenzar a guardar sus instrumentos de trabajo en su maletín—. Aislamiento, ahora. Necesitamos que las demás se separen de ellas.

—Doctor —preguntó Fátima con impaciencia—. ¿Es posible que quienes estamos vacunadas nos enfermemos?

El señor se dirigió fuera del dormitorio.

—Lo es, especialmente si fueron vacunadas hace varios años. Pero no se preocupen, si eso pasa, los síntomas serán más leves.

—Salgan del dormitorio, niñas, de inmediato —ordenó Immacolata. Luego le echó una mirada a Rosa—. Tú quédate aquí a cuidar a Laraina conmigo, Rosa —se giró para ver al doctor—. Gracias, doctor. Lo buscaré de nuevo si algo sucede. Hasta luego.

—Hasta luego, abadesa —contestó el hombre antes de marcharse.

Fátima condujo a las niñas más pequeñas fuera del dormitorio.

En ese momento Delilah se dio cuenta de que Laraina había sido abandonada porque estaba enferma. Posiblemente sus padres habían reconocido las pústulas de la viruela y la habían dejado para no verla… morir.

—Yo iré a buscar las vacunas, Madre Superiora —se ofreció la joven—. Esto ha sido mi culpa.

Massimo, que había estado escuchando en silencio, se opuso.

—No seas tonta, Delilah, es un viaje largo y agotador. Tengo que ser yo quien lo haga. Me acompañará algún monaguillo.

—Mejor quédate cuidando a las niñas, Delilah —estuvo de acuerdo Immacolata—. No tienes nada que hacer en Roma.

Por primera vez desde que conocía a Immacolata, Delilah había escuchado cierto tono de molestia en su voz.

—Sé que cometí un error —admitió ella avergonzada—, pero quiero arreglarlo. Haré lo que usted quiera, hermana.

—Massimo —la abadesa puso una mano gentilmente sobre el brazo del muchacho—, gracias por todo lo que haces por nosotras. No sé qué haríamos sin ti.

—No podría hacer menos —replicó humildemente el sacerdote.

Una pequeña punzada de celos atacó a Delilah. Siempre él se llevaba todos los halagos. Era el señor "perfección". Nunca hacía nada malo o precipitado, como ella. Nunca hacía cosas sin pensar, como ella. Nunca ponía en riesgo a las niñas y hermanas del hogar por su impertinencia. Siempre escuchaba. Y era sabio.

Había tenido una buena intención al insistir en acoger a Laraina en el hogar, pero era estúpida. ¿Cómo no se había dado cuenta?

La rabia que sintió contra sí misma hizo que sus ojos se humedecieran.

—No fue tu culpa, Delilah —la voz de Massimo interrumpió sus pensamientos—. Yo habría hecho exactamente lo mismo que tú, creéme.

Al escuchar esas palabras, la muchacha quiso acomodarse en sus brazos para llorar. No obstante, se limitó a secar sus ojos y respirar profundo.

—Regresa pronto, Spaghetti.

Él respondió con una sonrisa triste.

—Lo haré, Patata. Cuídate mucho, cuídense todas.

El joven partió casi en ese mismo momento, luego de prepararse para el extenso viaje. Delilah se dispuso a lavar las sábanas, la ropa, los baños y la cocina a fondo para evitar el contagio. Más tarde, cocinó para todas y lavó la vajilla.

El protocolo para entregarles la comida a sus compañeras era extremadamente cuidadoso, evitando al máximo el contacto.

Las niñas no vacunadas fueron recluidas en otro dormitorio, mientras que Rosa y Laraina permanecieron en la habitación principal de las huérfanas, al cuidado de Immacolata y la hermana Anna.

—Ya puede acostarse, Madre Superiora. Yo me encargo a partir de ahora.

—Gracias, Delilah —suspiró la abadesa, que se encontraba en una cama contigua a la de las pequeñas, luchando para no quedarse dormida—. Por favor despiértame si ocurre algo.

—No se preocupe, todo estará bien.

Delilah sujetó una nueva compresa, la sumergió en el balde de agua junto a la cama y la colocó en la frente de Laraina. Seguidamente, hizo lo mismo con Rosa.

—¿Cómo están, niñas?

Rosa lucía mucho mejor que la otra pequeña. Si bien tenía fiebre y escalofríos, su semblante no era tan pálido y parecía tener más energía.

—Bien —masculló mientras sujetaba su muñeca con fuerza—. ¿Nos cuentas la historia de la monja blanca? Sin que nadie se entere.

Delilah le sonrió. Luego cambió su mirada a Laraina.

—¿Qué tal tú? ¿Quieres que te la cuente?

Ella únicamente pudo asentir con la cabeza, sin hablar. Su mirada estaba fija en algún lugar de la habitación, como si no tuviera energía siquiera para volverse a ver otra cosa.

—¿Me prometen que no le dirán a nadie que se las conté?

Rosa juntó sus dedos índice y pulgar, formando una cruz. Luego besó la cruz en señal de juramento. En seguida, se levantó para coger la mano de su compañera Laraina e imitar el gesto.

—Ella también lo jura.

Delilah se tumbó junto a Laraina en la cama, acariciando su cabello al tiempo que relataba la terrorífica historia. Para este punto, Rosa se había ocultado por completo bajo la sábana, esperando protegerse de la monja blanca de esa manera.

Laraina le agarró la mano con fuerza a Delilah, haciéndole saber que tenía miedo. Así, la joven supo que había sido suficiente de historias de miedo. Lentamente bajó la voz hasta quedarse dormida junto a las niñas.

*****

Al día siguiente, Delilah despertó antes del amanecer para medir la temperatura de Rosa y Laraina y cambiar sus compresas por unas más frías.

Se percató de que las pústulas de Laraina se habían extendido hacia su cuello y eran cientos, deformando su piel. En cambio Rosa despertó con un pequeño brote en su brazo derecho.

Laraina lloraba débilmente del dolor. El estar recostada sobre las pústulas, la lastimaba. Delilah la ayudó a ponerse sobre su costado para disminuir el contacto de su piel contra el colchón.

De pronto, la hermana Anna apareció en la puerta del dormitorio, agitada.

—Tenemos otra niña con fiebre y pústulas —avisó alarmada—. Preparen una cama, Fátima está por traerla.

Immacolata se despertó sobresaltada al oír la conversación y comenzó a acomodar una cama para la nueva chiquilla enferma.

—Están todas contagiadas, ¿verdad? —cuestionó Delilah con nerviosismo.

—Es lo más probable —respondió la hermana Anna antes de santiguarse y besar el colgante en forma de cruz que descansaba en su cuello—. Recemos para que las vacunas lleguen antes de que sigan desarrollando los síntomas.

Ese día transcurrió muy parecido al anterior. Delilah cocinó, limpió y cuidó a las huérfanas. Sin embargo, al atardecer se dirigió hacia el salón de rezos, se arrodilló sobre el reclinatorio, se persignó y juntó sus palmas.

—Dios, sé que he estado muy distante este último año, pero, por favor, necesito que me escuches —murmuró en voz baja contra sus manos—. Casi nunca te pido nada, sólo necesito que las niñas se pongan bien. Que jueguen como antes, que se recuperen. Y que el resto no se contagie. También que Massimo llegue a tiempo con las vacunas. Por favor, te lo pido. Te lo ruego. No podré vivir con mi conciencia si alguna de las pequeñas fallece por mi culpa. Haré lo que sea para que se mejoren —hizo una pausa para pensar en qué podía ella ofrecerle a Dios a cambio de lo que pedía—. Señor, si todo resulta bien y todas las niñas salen de esto con vida, tomaré mis votos permanentes y me convertiré en monja. Lo prometo.

******

Era el quinto día desde la partida de Massimo.

Él seguía sin regresar.

Delilah había dormido un máximo de seis horas en esos cinco días. Sus nervios cada vez eran más evidentes y su coordinación menos.

Mientras preparaba la leche tibia para las tres pequeñas enfermas, se sintió completamente mareada. Su visión estaba nublada.

Dio pasos lentos a través del pasillo, sosteniendo torpemente el plato con el blancuzco líquido humeante. Y cuando llegó al dormitorio, se desvaneció en medio de la puerta, tirando el plato. Lo último que observó antes de que todo se volviera negro, fue a Immacolata corriendo hacia ella.

Al despertar, la hermana Anna y la Madre Superiora estaban a su lado.

Delilah se preocupó, sin saber qué había sucedido. Se incorporó de golpe, buscando con la mirada a las niñas.

—¿Están todas bien?

Sor Anna ahuecó su almohada para que se reclinara sobre ésta.

—Cálmate, Delilah, todo está bien.

Immacolata apretó los labios antes de colocar una compresa fría sobre su frente.

—Tienes fiebre —le informó.

Delilah negó con la cabeza, tratando de levantarse

—Da igual, estoy bien —retiró las sábanas de sus piernas y se sentó al borde de la cama. La habitación parecía dar vueltas a su alrededor—. ¿Las niñas comieron?

—Acuéstate, Delilah, tenemos todo bajo control —le insistió la hermana enfermera.

Immacolata tomó su mano con suavidad.

—Delilah, perdón si he sido dura contigo y te he exigido demasiado en los últimos días —la abadesa le puso el cabello hacia atrás para volver a situar la compresa sobre su cabeza—. Tienes que saber que, pase lo que pase, nada de esto ha sido tu culpa.

Delilah cerró sus adoloridos ojos para no llorar. Necesitaba escuchar esas palabras en ese momento.

Anna comenzó a desabrochar la parte superior de su vestido.

—¿Tienes pústulas, Delilah?