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Capítulo 37: Laraina

—¡Madre Superiora! —gritó Delilah con especial entusiasmo mientras ascendía por el sendero hacia el hogar, sujetando la mano de una pequeña niña.

Las dos se apresuraron para llegar al edificio tan rápido como pudieron, jadeando por el cansancio.

—Quédate aquí —le avisó Delilah a la chiquilla antes de perderse en el interior de la casa.

Cuando regresó al jardín junto a la abadesa, la pequeña seguía en el mismo lugar, esperándola con las manos detrás de su espalda al tiempo que balanceaba su cuerpo de atrás hacia adelante.

—¿Quién es ella, Delilah?

La joven se encogió de hombros con una sonrisa.

—La encontré cuando estaba arreando al ganado. Se hallaba oculta tras un árbol, mirando hacia el hogar.

—Pero ¿quién es, Delilah?

—No lo sé, sólo me dijo que sus padres le habían dicho que tenía que quedarse en este lugar.

En ese momento Immacolata comprendió que la habían abandonado. Se agachó para estar a la altura de la niña.

—¿Cómo te llamas, cariño?

—Laraina —afirmó la chiquilla, sonriente.

Por algún motivo, sus mejillas lucían extremadamente sonrojadas. Y su rizado cabello oscuro tenía aspecto sudoroso.

—¿Cuántos años tienes?

Ella alzó su mano para mostrar cinco dedos. Immacolata suspiró.

—¿Y tus padres?

Laraina señaló colina abajo.

—Se fueron corriendo hacia allá —murmuró con una dulce voz aguda—. Me dijeron que debía quedarme aquí mucho tiempo y no seguirlos.

Esa declaración hizo que el pecho de Delilah doliera. Por un momento pensó en si era más doloroso no haber conocido a tus padres o haberlos conocido, pero que voluntariamente te abandonaran y estar consciente de ello.

La abadesa Immacolata exhaló aire en señal de preocupación. Los casos como ese solían representar muchos problemas legales a la hora de acoger al niño en el hogar de manera oficial. Si tenía padres, eso haría el proceso muy complejo.

Por otra parte, se dio cuenta de que la niña estaba bien vestida, limpia y peinada. Como si hubiesen cuidado de ella muy bien.

—Se quedará aquí, ¿verdad? —interrogó Delilah.

Gaudenzia, que había estado oyendo la conversación cuidadosamente desde el interior del salón, se asomó a la puerta para dar su opinión.

—Su aspecto es extraño, no parece una niña que alguien ha abandonado —merodeó alrededor de ella—. ¿Y si es una trampa para acusarnos de secuestro? Yo digo que la entreguemos a la policía. Que ellos se encarguen.

—¡No podemos hacerle eso! —protestó Delilah con enojo—. ¿Sabes lo terribles que son otros hogares de huérfanas? No podemos permitir que termine en cualquier lugar. Si la han dejado aquí, es por algo.

Immacolata tomó la diminuta mano de la niña.

—Aunque me cueste admitirlo —confesó—, Gaudenzia tiene razón. Hay algo raro en esta situación.

—¿Por qué? —continuó la joven—. ¿Acaso no fue Massimo abandonado frente al hogar de la misma manera?

—En condiciones totalmente diferentes —refutó Gaudenzia—. Era un sucio y pobre niño, como todos los huérfanos. No tenía un vestido caro ni un par de zapatos finos.

Delilah largó un bufido.

—No puedes juzgar a esas personas sin conocer la situación. ¿Y si la dejaron para protegerla?

Laraina se frotó los ojos.

—¿Cuándo vuelven papi y mami?

—¿Sabes dónde viven papi y mami? —le preguntó Immacolata.

Ella señaló a la distancia, hacia el sendero que conducía al pueblo de Mondovì.

—Allá, muy lejos.

—¿Podrías decirle a Massimo que la lleve en el carruaje a la comisaría del pueblo, Delilah?

Indignada, Delilah negó con la cabeza.

—Madre Superiora, disculpe mi atrevimiento, pero no puedo creer que se haya vuelto tan desalmada con los años. ¿Cómo es posible que no le importe el destino de una indefensa criatura a la que sus padres dejaron sola?

La abadesa respiró profundamente.

—No se trata de eso, Delilah. Prefiero que permanezca en la comisaría antes de acogerla. Es necesario una investigación más profunda de su familia, de su vivienda y de su situación antes de que podamos darle un lugar aquí. Cada vez las leyes son más estrictas y su caso es algo sospechoso.

La muchacha agarró con fuerza la otra mano de Laraina.

—No permitiré que se la lleven. Sé muy bien que luego no volverá.

—¡No seas testaruda, hija del demonio! —vociferó Gaudenzia—. ¿Acaso no lees las noticias? Terminaremos en la cárcel si se cree que la hemos secuestrado.

Immacolata le hizo un gesto a Gaudenzia para que se callara.

—De acuerdo, Delilah —accedió la monja—. Se quedará aquí, pero le escribiré a las autoridades informando de su paradero. Si en el futuro ellos determinan que debe irse, no podremos hacer nada. Y será peor para ti y para todas, una vez que nos encariñamos con ella.

Sin decir otra palabra, Delilah asintió. Sabía que la abadesa tenía razón, pero esperaba proteger a la chiquilla tanto tiempo como le fuese posible.

Sentía que si la niña había llegado hasta ahí, debía haber una buena razón para ello.

—Tengo sueño —dijo Laraina en voz baja—. ¿Cuándo viene mami?

*****

—Tiene fiebre —comentó Sor Anna al tiempo que ponía una experta mano sobre la frente de Laraina.

Habían pasado unos siete días desde su llegada, pero los últimos dos, se había estado sintiendo terriblemente. Si bien la niña lucía pálida, sus mejillas ardían de color rojo vibrante. Se encontraba temblando y sudando, envuelta en varias capas de mantas.

—¿Massimo fue a traer al doctor? —le preguntó Immacolata a Fátima.

—Sí, deben estar por llegar en cualquier momento.

—Tengo… frío, hermana. Mu…, mucho frío —se quejó Laraina con una débil voz llorosa—. Me… duele.

Pese a que tenía más de tres mantas encima y la chimenea estaba encendida, no dejaba de tiritar. El cabello negro se le pegaba en la frente, sudoroso. Sus ojos enrojecidos prácticamente no se abrían.

El resto de las huérfanas aguardaban expectantes alrededor de su cama, intentando darle ánimos. Lo único que se oía en el dormitorio, aparte de sus susurros, era la leña quemándose en el fogón y el llanto endeble de Laraina.

—Te regalo mi muñeca —otra pequeña le entregó su muñeca tejida.

La chiquilla enferma no tenía fuerzas siquiera para elevar la mano y agarrarla, de modo que su compañera la dejó sobre su almohada, al costado de su cabeza.

—¿Y si te cuento una historia? —sugirió Fátima, en su último esfuerzo por darle energía.

Laraina únicamente pudo mover una vez lánguidamente su cabeza de arriba abajo. Luego de un breve instante de silencio, la monja inició su relato.

—¿Te sabes la historia de la princesa que perdió a sus padres en una tierra mágica?

La pequeña ni siquiera respondió. Se limitó a tragar saliva con mucha dificultad. Delilah le acercó una copa de agua a sus resecos labios, ayudándola a beber.

—Sé que te pondrás bien, tienes que ser fuerte. Mira estos grandes músculos —señaló sus delgados brazos—. ¿Te sabes la historia del fantasma de la monja blanca?

—¡Delilah! —gritaron las niñas y monjas al unísono.

—¡No le cuentes esa historia! —la amonestó Gisela—. Cuando me la dijiste por primera vez, ¡no pude dormir por una semana!

—¿Cuál… es… esa historia? —masculló en voz baja la niña enferma.

Los ojos de Delilah brillaron de emoción.

—¿Vieron? ¡Le encanta mi historia! —tomó una vela de la mesa para iluminar su rostro desde abajo de forma tenebrosa—. El fantasma de la monja blanca, vestida en una túnica tan pálida como la nieve…

Gisela puso una mano encima de la boca de Delilah, interrumpiendo su narración.

Quienes ya sabían aquella leyenda inventada por Delilah, como Fátima, le dieron una mirada de desaprobación al tiempo que siseaban para que hiciera silencio.

Cuando alguien golpeó repetidamente la puerta del dormitorio, todas se sobresaltaron. Las más pequeñas dejaron escapar alaridos y sus corazones se aceleraron por los nervios. Laraina esbozó una diminuta sonrisa con sus delgados labios púrpura.

—¡Adelante! —anunció Immacolata justo cuando el padre Massimo entró en la habitación con el doctor.

Tan pronto como el hombre bajito de traje y bigotes adelantó a Massimo, las monjas y niñas se movieron para despejar la cama. Él saludó a las hermanas en silencio antes de comenzar a examinar a Laraina.

Al retirar las mantas que cubrían el cuerpo de la chiquilla, se percató del calor que emanaba. Puso un termómetro bajo su axila después de desabrocharle el camisón para auscultar su pecho con el estetoscopio.

Al poner a la niña de espalda para trasladar el auscultador a su dorso, advirtió que había cientos de protuberancias rojizas cubriendo la zona de sus costillas.

En ese mismo instante detuvo la inspección.

El silencio se volvió eterno antes de que dijera otra palabra.

—¿Sus niñas están vacunadas contra la viruela?

Aquella pregunta hizo que la sangre de Immacolata se helara.

—Las más mayores lo están. Hace mucho tiempo que no nos envían vacunas desde Roma.

El doctor sacudió la cabeza, desaprobando.

—Para esta niña es demasiado tarde, ya tiene pústulas —aclaró—. Una vacuna a estas alturas de la enfermedad sería totalmente ineficiente. Necesito que aíslen completamente a la pequeña de sus compañeras no vacunadas. Y las que están vacunadas, deben lavar bien las sábanas y todas las superficies en las que ha estado. Es bastante posible que la mayoría de las niñas ya estén contagiadas. La buena noticia es que mientras no tengan síntomas, todavía podemos vacunarlas de forma exitosa. Por lo tanto, alguno de ustedes debe viajar en busca de las vacunas. Es un viaje de al menos un par de días hasta Roma, pero debemos actuar de forma inmediata antes de que el resto de las pequeñas empiecen a presentar los síntomas.

Nadie se atrevió a decir una palabra después de eso. Todos estaban consternados. Laraina era tan pequeña… Tenía toda una vida por delante.

—¿Va a estar bien? —susurró Immacolata luego de un solemne silencio.

El hombre negó lentamente con la cabeza.

—Ya sabe que cuando se trata de la viruela hay una alta posibilidad de… —no concluyó la frase para no asustar a las pequeñas—. Yo me preocuparía más por el resto de las niñas. Si no son vacunadas a tiempo, la tragedia será más grande.