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Capítulo 20: La trayectoria de las estrellas

Hogar y Convento Católico Santa Mesalina de Foligno - Mondovì - Reino de Italia - 1911

Pese a que hacía varios meses los soldados italianos habían partido a Libia para conquistar el territorio, en el norte del Reino de Italia la idea de la guerra parecía ser muy lejana.

Era esa época del año en la que nevaba y decoraban el gran árbol en las afueras del hogar. En la que cantaban villancicos en piamontés y cenaban un gran banquete al terminar la tarde.

Sin embargo, Delilah tenía prohibido asistir a la cena. De acuerdo a la abadesa Bruna, debía ayunar para eliminar el pecado de su cuerpo debido a que, accidentalmente, le había puesto sal en lugar de azúcar al Panettone de Navidad mientras ayudaba a cocinar.

—¡Gaudenzia! —la hermana Bruna gritó para convocar a su secuaz, que frecuentemente actuaba como su verdugo—. ¡Castiga a esa pequeña del demonio para que aprenda a no ser torpe!

Con una larguísima y pesada regla de madera, Gaudenzia golpeó el hombro de Delilah para que se arrodillara en las piedras, levantando su falda para que la piel desnuda estuviese en contacto con el filo de las rocas congeladas debido a la reciente nevada.

La jovencita obedeció y levantó los brazos a la altura de su pecho. Gaudenzia le asestó varios golpes sobre sus dedos con aquella regla de madera. Incluso antes de que comenzara a aporrearla, sus nudillos ya estaban enrojecidos y magullados debido a los múltiples castigos que solía recibir.

—¡Pon los dedos rectos, monstruo! —vociferaba Gaudenzia cuando el impacto le hacía doblar los dedos a Delilah y cerrar los puños.

Acostumbrada, la huérfana no lloró. No obstante, las manos y rodillas le ardían y sus ojos se encontraban húmedos.

—¡...noventa y nueve, cien! —contó la hermana el último golpe—. Y ahora te quedarás ahí de rodillas hasta contar hasta mil. Te estaré vigilando.

Bruna y Gaudenzia se retiraron, dejándola en el jardín con sus rodillas sobre la blanca nieve.

Dentro podía escuchar a sus amigas cantando en coro, acompañadas de la melodía de piano tocada por Pia, en el calor de la mansión, mientras ella temblaba por el frío, con el cabello repleto de copos cristalinos.

De pronto, vio a Cannoli subir la montaña rápidamente. El perrito corría emocionado para saludarla. Massimo caminaba detrás, sus grandes pies hundidos en la nieve, su enorme silueta alta y esbelta oscurecida debido a que estaba de espaldas al sol, su largo cabello negro, con ligeras ondas, rozando su frente y mejillas sonrosadas por el frío.

Ella alzó en sus brazos a Cannoli y dejó que le besara la cara.

—¿Qué has hecho ahora, Patata? —le cuestionó Massimo, ocultando algo tras su espalda.

—Accidente culinario —ella se puso de pie para tratar de observar aquello que su amigo sujetaba, sus rodillas se encontraban rojas y marcadas por las piedras—. ¿Qué traes ahí?

—Nada —el joven se movió para evitar que ella se diera cuenta de lo que traía—. No es de tu incumbencia.

—¿Por qué no? ¡Ya no me cuentas nada! —Delilah dio saltitos para alcanzar ver tras su espalda mientras él la esquivaba, escondiendo sus manos.

Caminando hacia atrás para que ella no descubriera lo que encubría, se dirigió al interior del hogar. En ese momento, su amiga notó que algunas coloridas flores se asomaban ligeramente tras su saco.

Enfadada, lo siguió.

¿Cómo era posible? ¿Flores? ¿Para quién?

—¡¿Para quién es eso?! —protestó al tiempo que llenaba de nieve la entrada trasera—. ¡No seas grosero y dime, Spaghetti!

Tan pronto como estuvieron en el salón, el sonido del coro de las huérfanas se agudizó. Las hermanas Gaudenzia y Bruna observaron con rencor a Delilah, quien se encogió de hombros y les hizo señas para comentarles que ya había contado hasta mil, sin interrumpir la canción de las jovencitas.

Noche de Paz finalizó armoniosamente, tal como si un coro de ángeles la hubiera interpretado. Pia tocó las últimas notas en el piano con emoción, para impresionar a todos.

A continuación, Massimo dejó ver dos hermosos y enormes ramos de peonías del jardín. Aquellas que él mismo había cultivado y cuidado hasta que florecieron.

Con suspicacia, Delilah cruzó los brazos, preguntándose por qué llevaba aquello. ¿A quién se las entregaría? ¿Acaso tenía una enamorada secreta de la cual no le había hablado?

El muchacho apartó una flor del ramo, le dio vueltas entre los dedos y aspiró ligeramente su aroma. A Delilah el corazón le dio un vuelco, casi parándose en su pecho, cuando se la ofreció. Después de un momento de estupefacción, sonrió abiertamente y la cogió, llevándola a su pecho.

¿Qué quería decirle? ¿Qué significaba aquel gesto?

Ella observó a sus compañeras por encima de su hombro, con orgullo, presumiendo aquella flor.

—Feliz Navidad, Patata Piccolina —dijo Spaguetti con una voz dulce y suave.

Pero la sonrisa de la joven se borró cuando Massimo agarró una segunda peonía y se la entregó a Pia, que seguía sentada frente al piano. Luego entregó la tercera a Immacolata, la siguiente a Bruna, la próxima a Gisela… hasta haberle dado una a cada una de las mujeres y niñas del hogar.

—Sólo quería darles un pequeño obsequio en esta época tan hermosa —se explicó él antes de marcharse nuevamente hacia el exterior para seguir trabajando.

Pia largó un bufido burlón.

—Te vi los ojos, Delilah. Creíste que te regalaría flores sólo a ti —se rió—. ¡Ilusa! Massimo es un caballero, por eso siempre nos tiene en cuenta a todas. No importa que tú seas su amiguita.

Las mejillas de Delilah se tornaron carmesí de vergüenza mientras la ira se apoderaba de su semblante.

—¿Te gusta Massimo, Delilah? —cuestionó Gisela con ilusión.

—¡Jamás! ¡Claro que no! —refutó la acusada en voz alta—. ¿Cómo podría gustarme un tonto Spaguetti sin salsa, que ha dejado de jugar con nosotras para estudiar y trabajar todo el día? De ninguna manera podría enamorarme de alguien así. ¡Nunca! Es más, ni siquiera voy a amar de forma romántica a ningún hombre en toda mi vida.

—Está muerta por él —la desmintió Pia, poniendo los ojos en blanco—. Por supuesto que no jugará contigo, Delilah. Está ocupado en cosas más importantes, como conseguir una esposa. Y se le nota que se muere por mí. Si fueses más madura, te darías cuenta.

—Te derrites por él, Delilah, admítelo —la presionó Alfonsina—. Mira cómo tus mejillas se han vuelto coloradas…

—¡Qué asco! ¡He dicho que no!

Al unísono, todas comenzaron a sonar las palmas mientras cantaban: "Le gusta, le gusta, le gusta…".

—¡Basta! —las hizo callar Bruna—. Dejen sus tonterías y hagan silencio. Dios las va a castigar por pecaminosas y atolondradas. En especial a ti, monstruo —comentó, refiriéndose a Delilah.

—¡Pero si no he hecho nada! —se quejó ella, indignada.

—¡Que te calles, he dicho!

En su interior, más que molesta por las acusaciones de sus amigas o los gritos de Bruna, Delilah estaba enfadada porque ellas habían cambiado.

Ya no eran las mismas, habían perdido a su niña interior. Ya no querían hacer travesuras en las noches y a duras penas iban a reunirse al pasadizo secreto. Delilah solía encontrarse ahí con las más chiquillas y nuevas del grupo, mientras que las mayores permanecían en el dormitorio, conversando sobre muchachos toda la noche.

De hecho, ese año, Pia y Alfonsina habían prometido marcharse del hogar y recorrer el mundo juntas, con sus futuros esposos. Alfonsina planeaba encontrar un marido y Pia casarse con Massimo, a como diera lugar. Una vez que dejasen el noviciado, serían mujeres libres.

En cambio Delilah, aún con dieciséis años, pensaba en jugar, correr, en rodar por las montañas y quedarse horas tumbada en la pradera para ver la nieve caer a su alrededor. Todavía quería perseguir ovejas y cabras con Cannoli y pretender que era una guerrera, una baronesa, una bruja o un hada pirata.

Sus compañeras habían perdido lo que les quedaba de niñez, pero Delilah no estaba dispuesta a dejarla ir. Esa pequeña dentro de sí necesitaba ser cuidada y protegida. Necesitaba esperar a conocer a su madre para irse, o simplemente quedarse para siempre.

*****

Desde que el padre Flavio había dejado de darles clases a los huérfanos del hogar, Massimo había estado asistiendo a la iglesia a diario para educarse clandestinamente con el sacerdote.

El nuevo profesor particular que le había designado la abadesa Bruna se enfocaba casi exclusivamente en enseñar religión o alguna otra temática a un nivel superficial y totalmente teórico. Su método de enseñanza se basaba en memorizar, mas no en aprender.

Es por eso que continuó acudiendo a escondidas a la parroquia y al observatorio. Quería que el padre Flavio le hiciera aprender y le motivara a pensar por su cuenta. Quería estimular su cerebro y conocer todo lo que el hombre estuviese dispuesto a enseñarle. Necesitaba descubrir la verdad detrás de todo lo que le rodeaba, detrás de la existencia y de la no existencia. Estaba dispuesto a darles respuestas a todas aquellas preguntas que su mente le planteaba día tras día. Estaba siendo atormentado por su propio pensamiento y tenía sed de conocimiento.

A su vez, Delilah también le había pedido que, todo lo que aprendiese, se lo trasladara a ella. Para ella era más difícil y notorio si se fugaba a estudiar en la iglesia, pero no quería quedarse atrás. No quería únicamente aprender lo que se suponía que debía aprender según su sexo. No quería vivir en la ignorancia que se le imponía a las mujeres.

De modo que, cada vez que Spaghetti tenía un breve espacio de tiempo libre, le enseñaba a Patata lo que había logrado aprender en la semana.

Aquella tarde, el castigo habitual de la niña era estar encerrada en una oscura habitación, con una sola ventana. Sin cama, sin muebles, sin comida. Ella había pasado dos días en ese lugar debido a que había llamado a la abadesa Bruna "cara de gallo", después de que la señora le dijo inútil por no haber limpiado correctamente la cocina.

Spaghetti se hallaba recostado del alféizar de la ventana que daba hacia el jardín, del lado de afuera. Sostenía un cuaderno, pluma y tinta. Delilah, desde dentro del diminuto cuarto, atendía a su explicación al tiempo que comía del trozo de pan que su amigo le había traído.

—Y después de que observamos durante horas a través del telescopio, el padre Flavio y yo hemos descubierto que las estrellas no se desplazan de forma aleatoria, sino que van más o menos de esta manera —el joven dibujó la trayectoria de las estrellas, tal como la había visualizado.

—Pareciera que están quietas, pero no es así —concordó Delilah—. Cuando las observas durante el tiempo suficiente, te das cuenta de que se mueven.

—Así es… —Massimo continuó dibujando en el cuaderno, pero antes de que pudiese seguir con su explicación, fue interrumpido por el rechinar de la puerta.

La hermana Immacolata entró al cuartito con cierta urgencia.

—Alguien ha venido a buscarte, Delilah —le comunicó—. Hay alguien en la puerta preguntando por ti.