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Life and Death #3: Después del amanecer

El final que vivirá por siempre «Beau no quería que nadie saliera herido. ¿Cómo iba a evitar que algo como eso fuera posible? ¿Es que había alguna posibilidad de que le pudieran enseñar con la suficiente rapidez para que se convirtiera en un peligro para cualquier miembro de los Vulturis? ¿O estaba condenado a ser un completo inútil para ver como su familia moría frente a sus ojos?» Crepúsculo dio rienda suelta a la peligrosa relación de Beau y Edward. Noche Eterna unió sus lazos más que nunca. Y ahora, en el último capítulo de la trilogía, las dudas sobre lo que ahora es Beau empuja a una confrontación con los Vulturis que cambiará sus vida por siempre.

_DR3AM3R_1226 · Book&Literature
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52 Chs

INTERROGANTES

La oscuridad del ocaso cubrió la ciudad. El Palazzo estaba decorado con antorchas que salpicaban la cima de las paredes. Una blanca niebla se había posado sobre los alrededores del lugar, curvándose alrededor de los pilares y cubriendo los canales como un manto, dándole al lugar un encanto misterioso. Beau no podía distinguir si era por la magia o algo natural.

Sobre la fachada de mármol del edificio se encontraban luces mágicas que brillaban y saltaban, moviéndose a cada minuto para formar las palabras «EN HONOR A TODOS LOS HONORABLES GUERREROS DE ELFAME».

Beau no era un fan de las fiestas, pero podía al menos apreciar la razón detrás de ésta en particular. La misión, más bien.

Si fuera posible, a él mismo le gustaría encargarse del rey Oberón. Habría dado su vida para detener lo que estaba por ocurrir. No había pensado demasiado en cómo el resto del pueblo de las hadas veían a los lobos, seguro pensaban que ellos eran unos impuros gracias a su rey que planeaba borrar «la suciedad que representan» de la faz de la tierra. Teniendo a una chica lobo como amiga, podía ponerse en sus zapatos.

Las hadas del pueblo de Elfame tenían muchos guerreros célebres, Beau no se había percatado de lo que significaría para los vampiros tener una victoria para ellos y sus propios héroes de guerra; no solo pensaba en un clan o una familia o una manada, sino héroes que pertenecieran a todo el mundo sobrenatural en conjunto.

Julie se detuvo antes de llegar a la entrada, mirando al horizonte. Beau la miró sabiendo que estaba esperando algo, o a alguien.

—¿No vas a entrar? —preguntó el chico.

—Ustedes adelántense, ahora los alcanzo.

Beau hubiera sido más empático con su amiga si el conjunto de hombres lobo de la entrada no hubiera insistido en registrarlo haciendo que sus pensamientos cambiaran tan de repente. Y dos veces. La seguridad no había sido tan estricta hasta que notaron que Beau era la estrige.

—Esto es ridículo —se quejó—. Ni que escondiera toda clase de armas y bombas bajo todo este disfraz. Soy una estrige, no un terrorista —añadió rápidamente.

El jefe de seguridad, el más alto de los hombres lobo; en opinión de Beau eso tenía sentido, había sido convocado.

—Solamente no queremos ningún problema —le dijo a Beau en voz baja.

—No estaba planeando ser un problema. Solo… —dijo Beau en voz clara—, estoy aquí para divertirme.

—Y yo pensé que solo serían dos de ustedes —murmuró el hombre lobo.

—¿Qué? —dijo Beau—. ¿Dos estriges asesinas?

El hombre lobo encogió sus fuertes hombros.

—Dios, espero que no.

—¿Ya has terminado con mi pareja de baile? Entiendo que es difícil quitarle las manos de encima, pero realmente debo insistir en ello —dijo Edward.

El hombre lobo se encogió de hombros y movió la mano.

—Bien, adelante.

—Gracias —dijo Beau en voz baja y tomó la mano de Edward. Los guardias de seguridad les habían pedido que se quitaran su calzado, pero no le molestó en absoluto ya que no era como que le estuvieran quitando cuchillos ni dagas que era claro que los soldados de aquí llevaban ocultas en su cuerpo—. Esta gente es imposible.

Erictho se acercó una fracción entre Beau y Edward, así que el chico no pudo seguir tomando la mano de su novio.

—Parte de esta gente son mis amigos —dijo Erictho. Después se encogió de hombros y sonrió—. Algunos de mis amigos son imposibles.

Luego, la bruja siguió caminando dejando a sus compañeros detrás. Esa era la señal de que debían de separarse, justo como lo planeado.

Beau no estaba totalmente convencido. Se sintió inquieto por el espacio entre sus manos y las de Edward. Así fue como entraron a la reluciente mansión, con esa pequeña y fría distancia entre ellos.

La canción «El vals del emperador» de Johann Strauss sonaba en el gran salón de baile. Edward vio a cientos de personas enmascaradas con disfraces elaborados bailando al unísono y, alrededor de ellos, había música que podía ser tan bien vista como oída. Como si las hubieran arrancado de una sábana blanca y negra y transformado en formas brillantes y vivas; las notas que flotaban a la deriva en el aire por corrientes de líneas musicales y envolviendo las relucientes máscaras y el elaborado cabello de los bailarines.

Las constelaciones se movían por el techo; no, eran la orquesta. Las estrellas se movían imitando la forma de músicos e instrumentos. Libra era el primer músico tocando el violín, la Osa Mayor era el segundo. Aquila tocaba la viola mientras Escorpio era el bajo. Orión era el chelo y Hércules estaba en percusión. Las estrellas tocaban, las parejas enmascaradas bailaban y las notas musicales se encontraban flotando en medio.

Beau bajó las escaleras de mármol desde el vestíbulo hasta la pista de baile con Edward y Royal detrás como guardaespaldas, no se había percatado del momento en el que Eleanor se había acercado a un grupo de hadas.

—Príncipe Puck —gritó Edward al reconocer al hombre.

El príncipe Puck, que usaba una magnífica máscara de cisne que hacía contraste con su piel azul marino, le sonrió con amargura por sobre la cabeza de sus cortesanos.

—¿Por qué le diriges la palabra al príncipe? —preguntó Beau.

—Necesitamos pruebas de que sí estuvimos en el baile —dijo Edward—. No importa lo insoportables que puedan llegar a ser los hijos del rey Oberón, ni lo mucho que odie estar haciendo este tipo de cosas.

Mientras llegaban a la base de las escaleras, se cruzaron con un hombre en un esmoquin lavanda, cabello blanco peinado hacia atrás y una máscara completa de El Muerto. Royal sonrió.

—Nuestro anfitrión, creo.

—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó el hombre con un ligero acento inglés.

—¿Quién más hubiera podido hacer ésta fiesta? Te felicito por hacer todo lo posible. No hubiera tenido sentido hacerlo a medias —Royal se acercó y le dio la mano—. Dugan Vaze. Ha pasado un largo tiempo.

—Y nos volvemos a ver justo antes de que la década terminara. Y lamento informarte que no, yo no fui considerado esta vez para El Gran Baile.

—Ay, eso sí que suena terrible. Me sorprendió escuchar que te habías mudado a Elfame luego de lo bien que la pasaste en las tierras de Titania.

Dugan alzó su máscara y Royal lo vio sonreír. Esa expresión siempre era un poco dulce más que divertida.

—Lo sé. Una pena que mi ex novia me haya querido tan lejos de su vida que terminé aquí.

—Felicitaciones por ellos —dijo Royal—. Ahora eres un hada disponible ¿Cómo te está yendo? Has estado trabajando en algo y claramente no es tu bronceado.

—Oh, me aventuro en tantas cosas y entre ellas está el planear fiestas…odio que la temática sea menos festiva y por ende, mis servicios no eran requeridos —Dugan señaló con su mano el espectáculo en el gran salón de baile. Evitó su distraída rutina de robarse la noche desde temprano, pero Royal lo había conocido por un tiempo ya, así que sabía que el no haber sido considerado lo tenía molesto—. Me alegra que disfrutes del baile, amigo mío.

Dos personas salieron de detrás de Dugan. Un hada de piel azul verdosa con cabello lavanda y manos palmeadas; y una cara familiar para Beau, el brujo del mercado negro. Bartolomeo. ¿O era realmente Allen? ¿Como en su visión?

Luego, un hombre con una armadura idéntica a la que Silas y Gerrit llevaban, tenía unos lentes de sol en la base de su nariz, lo que era razonable si te parecía que usar lentes de sol en interiores y en la noche era lógico en primer lugar; apareció detrás de ellos. Edward entró, sin querer, en su mente, sabiendo que estaba en pena y ebrio. Sobre sus lentes, Edward vio sus ojos ampliarse en reconocimiento y alejar su vista de él.

Beau trataba de averiguar si el hombre que estaba ahí era el mismo chico de preparatoria o simplemente lo estaba confundiendo.

—Oh, ¿se conocen? Seguro se conocen —dijo Dugan de manera soñadora—. Ella es Tara, una indispensable planeadora de fiestas. Él es Barry, llegó hace tres días y ya me agrada. Y Ronan. Estoy seguro que es indispensable para alguien, solo que para su ex mujer ya no.

Royal señaló a sus acompañantes.

—Este es Edward Cullen, de los vampiros más rápidos que te puedas encontrar por aquí y Beau Cullen, una misteriosa estrige con un misterioso pasado.

Edward lo golpeó con su codo.

—Qué misterioso —dijo Dugan y luego su atención se dirigió a la llegada de diversas tarimas de carne cruda. Miró a su alrededor impotentemente—. ¿Alguien sabe qué hacer con esta carne cruda?

—Es para los hombres lobo. —Tara despidió al repartidor—. Yo me encargaré. De todas maneras, mi atención es requerida en el salón.

Puso su mano en una brillante concha ubicada en su oreja y le susurró algo a Dugan. La sangre desapareció del ya pálido rostro azul del hada.

—Oh, cielos. Si me disculpan. Unas sirenas se han establecido junto a la fuente de champaña y están tratando de ahogar a los invitados. —Dugan se fue apresurado junto a Ronan.

—Estuviste en el mercado negro —le dijo Beau al tal Barry cuando el reconocimiento se instauró en él.

—Nunca antes me has visto —dijo el brujo—. Ni siquiera me estás viendo ahora —y salió corriendo del salón de baile.

Beau observaba la habitación entera con los ojos entrecerrados y un aire de sospecha en su rostro. Varias personas de la multitud le devolvían la mirada con interés.

—Amor, voy a dejar algunas instrucciones para Erictho antes de irnos, quédate aquí no me tardo.

Edward se fue sin siquiera esperar una respuesta de Beau, aunque de todas formas él asintió cuando Edward se desvaneció entre la multitud.

En ese momento, un hada vino dando vueltas. Ella tenía hojas en la parte superior de su cuerpo y estaba envuelta en cintas y hiedra, y no mucho más. Tropezó con una hilera de hiedra y Beau la atrapó.

—¡Buenos reflejos! —dijo alegremente—. También lindos ojos. ¿Estarías interesado en una noche de una alborotada pasión prohibida, con la opción de extenderla a siete años?

—Eh, soy gay —«mintió» Beau.

Aunque era verdad que al chico le gustaban también las mujeres, no pretendía buscar una mejor excusa para librarse de esa seductora hada. Bastaba con hacerle pensar que solo le interesaban los hombres para que no siguiera intentando.

Por supuesto, la declaración podría no significar mucho para las hadas. El hada lo aceptó encogiéndose de hombros, luego miró a Royal y se animó. Algo sobre la vestimenta decorosa o el ceño fruncido parecía atraerla fuertemente.

—¿Y tú, Vampiro Sin Causa?

—No soy gay —dijo Royal—. Gracias por tu oferta. Pero no me interesa.

—¿Tu sexualidad es «no me interesa»? —preguntó el hada con curiosidad.

—Eso es correcto —respondió Royal con ironía.

El hada lo pensó por un momento y luego respondió con alegría:

—¡También puedo asumir la apariencia de un árbol!

—No dije, «no estoy interesado a menos que seas un árbol». Tengo una linda mujer con la cual soy demasiado feliz, gracias.

—Espera —dijo el hada de repente—. Creo que te reconozco. ¡Eres Marlon Brando! He oído hablar de ti.

Royal hizo un gesto de despido.

—¿Has escuchado que me gusta cuando la gente se va?

—¿Puedo tener su autógrafo, Marlon? —preguntó el hada.

Apareció una hoja verde grande y brillante, y una pluma. Royal escribió «DÉJAME EN PAZ» en la hoja.

—Lo apreciaré con mi vida —dijo el hada. Y se fue, apretando la hoja contra su pecho.

—No lo hagas —gritó Royal detrás de ella. Una explosión de música haciendo eco en los pasillos fue su única respuesta. Beau y Royal se estremecieron. Royal lo miró.

—Perdona por eso, pero odio a la gente curiosa.

Beau se rió.

—Sí, lo sé de primera mano.

—Bueno, iré con Elli, la ha de estar pasando de maravilla.

Royal se fue y Beau quedó completamente solo.

Dos de las paredes del salón de baile estaban alineadas con enormes arcos abiertos a la noche, haciendo de la habitación una esfera dorada que se alzaba entre las aguas negras y el cielo oscuro. El piso del salón de baile era una amplia extensión de azul, el azul de un lago en verano. El techo estaba lleno de una orquesta de estrellas, la araña, una cascada de estrellas fugaces que las hadas usaban como columpio. Mientras Beau observaba, un hada empujó a otra de las arañas. Beau se tensó, pero luego se desplegaron alas de color turquesa desde la espalda de la hada y aterrizó a salvo entre los bailarines.

Había hadas volando, hombres lobo revoloteando como acróbatas entre la multitud, los colmillos de vampiros brillando mientras reían y brujos envueltos en la luz. Las máscaras se levantaron y cayeron, las antorchas arrastraron el fuego como cintas ardientes y las sombras plateadas del agua iluminada por la luna bailaban en las paredes. Beau había visto la belleza antes en las brillantes torres de la corte, en la lucha fluida de su hermana Alice y Jasper, en muchas cosas familiares y queridas. No había visto la belleza en lo sobrenatural, hasta Edward.

Y entonces, él apareció.

—Listo —fue lo primero que dijo antes de tomar la mano de Beau—. Ahora, a descender al infierno.

***

En algún punto del camino la mano de Beau fue arrancada de la de Edward. Cuando el caracol de escaleras se volvió tan estrecho que tuvo que saltar para no caer, lo golpeó solo, con fuerza, y rodó hasta detenerse.

Se sentó en el suelo despacio y miró a su alrededor. Estaba en el centro de una alfombra persa extendida sobre el suelo de una enorme habitación de paredes de piedra. Había muebles cubiertos de sábanas blancas que lo convertían en fantasmas jorobados y abultados. Cortinas de terciopelo se combaban sobre ventanales enormes; el terciopelo de un tono gris blanquecino debido al polvo, y las motas de polvo danzaban a la luz de la luna.

—¿Beau? —Edward emergió de detrás de una inmensa forma cubierta con una sábana blanca; podría haber sido un piano de cola—. ¿Estás bien?

—Perfectamente, eso es obvio. —El muchacho se incorporó, haciendo una pequeña mueca. Le seguía doliendo su antebrazo—. Aparte de que el rey Oberón probablemente me matará cuando regresemos. Si tenemos en cuenta que no se da cuenta de que no estamos en el baile.

Edward le alargó la mano.

—Por si sirve de algo —dijo, ayudándolo a ponerse en pie—, me has impresionado.

—Gracias. —Beau miró en derredor—. ¿Así que aquí es donde echan lo que ya no sirve? Porque todavía parece sacado de un cuento.

—Yo pensaba en una película de terror —dijo Edward—. Cielos, no es nada comparado a lo que me imaginaba. No acostumbro a estar tan…

—¿Tan frío?

Beau tiritó con tono burlón. Se quitó la máscara de su cara dándose cuenta de que el frío de la casa, era tan solo un frío físico: el lugar producía una sensación de frío psicológico como si nunca hubiese habido calidez ni luz ni risas en su interior.

—No —respondió Edward—; aunque el frío es impresionante incluso para mí. Iba a decir polvoriento.

A pesar de la poca luz que lograba entrar por las escaleras, el lugar era visible para ellos, como si sus ojos hubieran avivado una linterna.

—Esto es el estudio, y nosotros necesitamos encontrar El Salón de los Reyes. Vamos.

Lo condujo fuera de la habitación por un largo pasillo cubierto de espejos que les devolvieron su reflejo. Beau no había advertido lo atractivo que estaba solo por su pelo que se estaba un poco desaliñado. Intentó alisárselo discretamente y captó la sonrisa burlona de Edward en el siguiente espejo. Por algún motivo, debido sin duda a una misteriosa magia de vampiros que Beau no tenía la menor esperanza de llegar a comprender muy pronto, el pelo de Beau quedó perfecto.

El pasillo estaba bordeado de puertas, algunas de las cuales estaban abiertas; a través de ellas Beau pudo vislumbrar otras habitaciones, de aspecto tan polvoriento y sin usar como el del estudio. El rey Oberón no parecía tener parientes más que sus hijos, según lo visto hasta ahora, así que supuso que nadie había arreglado el lugar tras ser abandonado; había dado por supuesto que el tal Puck había seguido viviendo allí, pero parecía evidente que no era así. Todo respiraba pesar y desuso. En su mente, Beau había imaginado al lugar más «acogedor» de lo que realmente era, le hubiera gustado que al menos algo de eso estuviera allí, en su mente veía un marco dorado de campos verdes y piedras acogedoras; pero eso, se dijo Beau, también había sido una decepción. Estaba claro que Oberón no había vivido realmente allí en años… quizás simplemente lo había dejado allí para que se pudriera, o había acudido sólo muy de vez en cuando con Puck para hablar de su plan, para recorrer los débilmente iluminados pasillos como un fantasma.

Llegaron a una puerta en el extremo del pasillo y Edward la abrió con un empujón del hombro; luego dej�� pasar primero a Beau al interior de la habitación. Este se había estado imaginando un salón al estilo El Salón de la Justicia de la Liga de la Justicia, pero esa habitación era muy diferente, más bien parecía la biblioteca de algún instituto: las paredes repletas con una hilera tras otra de libros, las escaleras montadas sobre ruedecitas para poder alcanzar los estantes elevados. El techo era plano y con vigas, además de que había un escritorio pegado a un vitral en el que varias hadas rodeaban a una trinidad de mujeres. Cortinas de terciopelo verde con los pliegues espolvoreados de polvo blanco colgaban sobre ventanas que alternaban vidrios de cristal verde y azul. A la luz de la luna centelleaban como escarcha de colores. Al otro lado del cristal todo estaba negro.

Se sacudió, como si despertara de un sueño, y cruzó la habitación, con la luz de la luna iluminándole el camino. Se arrodilló para inspeccionar una hilera de libros y se enderezó con uno de ellos en la mano.

—El placer de la guerra en tiempos de crisis —dijo—. Sin duda debe de haber tomado uno que otro consejo.

Edward ya estaba cerca del escritorio con una libreta en su mano.

—Aquí está.

Beau cruzó a toda prisa la habitación y lo tomó de sus manos. Era una libreta de aspecto corriente con una tapa azul, polvorienta, como todo en allí abajo. Cuando lo abrió, el polvo se levantó en masa desde las páginas igual que una congregación de polillas. Para ser un plan ideado hace poco, el polvo sí que era como un torbellino.

Edward cerró la libreta y lo deslizó dentro del bolsillo del saco blanco del joven antes de volverse de nuevo hacia los estantes y rozar apenas con los dedos las hileras de libros, mientras las yemas reseguían los lomos.

—¿Hay alguno que quieras llevarte? —preguntó Beau con delicadeza—. Si quieres…

Edward rió y dejó caer la mano.

—Sólo me preguntaba si podría conseguir alguno que nos permitiera conocer mejor a las estriges —dijo—. Aunque dudo mucho que haya algo que no sepamos, las estriges son tan peculiares —Señaló una hilera de libros, más arriba, encuadernados en idéntico cuero marrón—. Alice nos contó que su amiga hada había estado en una biblioteca como esta hace mucho, dijo que los libros de cuero marrón son cosas demasiado confidenciales para cualquier hada, incluso para los de la realeza. Leyó uno de ellos en una ocasión, resultó ser que el rey Oberón estuvo casado con la reina Titania, pero las diferencias los separaron. Casi la descubren y de haberlo hecho, la hubieran colgado de inmediato.

Una repentina punzada de curiosidad hacia las hadas recorrió a Beau.

—Bueno, el rey Oberón no está aquí ahora.

—Beau… —Empezó a decir Edward, con una nota de advertencia en la voz: pero Beau ya había alargado el brazo arriba y sacado de un violento tirón uno de los libros del estante prohibido, arrojándolo al suelo. Chocó contra él con un satisfactorio golpe sordo.

—¡Beau!

—¡Ah, vamos!

Volvió a hacerlo, derribando otro libro, y luego otro. Volutas de polvo se alzaban de las páginas a medida que chocaban contra el suelo.

—Ahora tú.

Edward lo contempló durante un instante, y luego una media sonrisa asomó burlona en la comisura de su boca. Alzó el brazo, lo pasó por el estante y arrojó al suelo el resto de libros con un fuerte estrépito. Rió… y luego se interrumpió, alzando la cabeza, como un gato que irguiera las orejas ante un sonido distante.

—¿Oyes eso?

«Oír, ¿qué?», estuvo a punto de preguntar Beau, pero se contuvo. Sí que había un sonido, que aumentaba en intensidad: un runruneo y un chirrido agudo, como el sonido de una maquinaria poniéndose en marcha. El sonido parecía provenir del interior de la pared. Dio un involuntario paso atrás justo en el momento en que las piedras que tenían delante se deslizaban hacia atrás con un chillido quejoso y herrumbroso. Una abertura apareció tras las piedras: una especie de entrada, toscamente abierta en la pared.

Más allá de la entrada había una escalera que descendía a la oscuridad.

—Silas olvidó mencionar que aquí había un sótano —dijo Edward, mirando más allá de Beau al agujero abierto en la pared.

Una antorcha se prendió de la nada, y su resplandor rebotó en el túnel que conducía hacia abajo. Las paredes eran negras y resbaladizas, construidas de una piedra lisa y oscura que Beau no reconoció. Los peldaños relucían como si estuviesen húmedos. Un olor extraño emergió a través de la abertura: impasible y mohoso, con un raro matiz metálico que le puso los nervios de punta.

—¿Qué crees que podría haber ahí abajo?

—No lo sé.

Edward avanzó en dirección a la escalera tomando la antorcha; puso un pie sobre el peldaño superior para probarlo, y luego se encogió de hombros como si hubiese tomado una decisión. Empezó a descender los peldaños, moviéndose con cuidado. Descendió unos cuantos, volvió la cabeza y alzó los ojos hacia Beau.

—¿Vienes? Puedes esperarme aquí arriba si lo prefieres.

Beau echó un vistazo al salón vacío, se estremeció y avanzó tras él.

La escalera descendía girando sobre sí misma en círculos cada vez más cerrados, como si se estuviesen abriendo paso al interior de una enorme caracola, mucho más pequeña que la anterior. El olor se intensificó cuando llegaron al pie, ambos sintieron la misma sensación que cuando cruzas un portal; los peldaños se ensancharon finalizando en una gran habitación cuadrada cuyas paredes de piedra estaban surcadas con las marcas dejadas por la humedad… y otras manchas más oscuras. El suelo estaba lleno de marcas garabateadas: un revoltijo de libros y joyas sobre piedras blancas desperdigadas aquí y allá.

Edward dio un paso al frente y los pies descalzos del chico aplastaron algo. Él y Beau miraron abajo al mismo tiempo.

—Huesos —susurró Beau.

No se trataba de piedras blancas después de todo, sino de huesos de todas las formas y tamaños desperdigados por el suelo.

—¿Qué debía de hacer el rey aquí abajo?

La luz de la antorcha brillaba en la mano de Edward, proyectando su fantasmagórico resplandor sobre la habitación.

—Experimentos —contestó Edward en una voz seca y tensa—. Pero ¿por qué nadie dijo…?

—¿Qué clase de huesos son éstos? —La voz de Beau se elevó—. ¿Son huesos de animales?

—No —Edward dio una patada a un montón de huesos que tenía a los pies, desperdigándolos—; no todos.

Beau sintió una fuerza opresiva en el antebrazo.

—Creo que deberíamos regresar.

En lugar de eso Edward levantó la antorcha que tenía en la mano. Llameó con fuerza y luego con mayor intensidad aún, iluminando el aire con un crudo fulgor rojizo. Las esquinas más alejadas de la habitación quedaron claramente enfocadas. Tres de ellas estaban vacías. La cuarta quedaba tapada por una tela que colgaba. Había algo detrás de la tela, una forma jorobada…

—Edward —musitó Beau—. ¿Qué es eso?

Él no respondió. De pronto un murmullo de poca intensidad cruzó por la cabeza de Edward; Beau se colocó en posición de ataque, la ropa que llevaba no estaba hecha para una pelea, pero eso no le importó.

—Edward, no hagas ningún movimiento —dijo, pero era demasiado tarde… el joven avanzó con zancadas decididas y dio un brusco tirón lateral a la tela con su mano; luego la agarró y la lanzó al suelo con una violenta sacudida. Cayó en medio de una creciente nube de polvo.

Edward retrocedió tambaleante; la antorcha se cayó de su mano. Mientras la refulgente luz caía, Beau captó una única visión fugaz de su rostro: era una blanca máscara de horror. El muchacho agarró la antorcha antes de que pudiese caerse y la alzó bien arriba, desesperado por ver qué podría haber conmocionado a Edward hasta tal extremo.

Al principio todo lo que vio fue la forma de una mujer… una mujer envuelta en un sucio trapo blanco, acurrucado en el suelo. Unos grilletes salpicados en sangre de hada le rodeaban muñecas y tobillos, sujetos a gruesas argollas clavadas en el suelo de piedra. «¿Cómo puede estar viva?», pensó Beau, horrorizado, y sintió la ponzoña ascendiéndole por la garganta. La antorcha le tembló en la mano, y la luz danzó a retazos sobre la prisionera. Vio unos brazos y piernas con las mismas marcas que tendría una taza agrietada, daños por todas partes con las señales de incontables torturas. Un rostro que rogaba por piedad se volvió hacia Beau, con una sombra negra bajos los ojos… y entonces se oyó un crujido seco. No era un hada, ni un licántropo, mucho menos un humano, era una vampira.

Beau lanzó una exclamación.

—Edward. ¿Ves…?

—Lo veo. —Edward, de pie junto a Beau, habló en una voz que se resquebrajó igual que cristal roto.

—Silas nunca mencionó a ninguna prisionera, mucho menos una como nosotros.

Edward musitaba algo entre dientes, una retahíla de imprecaciones aterrorizadas. Avanzó tambaleante hacia la mujer que yacía acurrucada en el suelo… y retrocedió, como si hubiese rebotado contra una pared invisible. Al mirar al suelo, Beau vio que la vampira estaba postrada dentro de un pentagrama hecho con la magia de hadas.

—Demonios —susurró—. Creo que no podemos pasar al otro…

—Pero debe de haber algo… —dijo Edward; su voz parecía que se le quebraba—, algo que podamos hacer.

—Quizá yo pueda.

Edward miró a Beau al instante, como si fuera a sugerir una mala idea.

—Soy diferente a cualquier otra criatura, la sangre de hada no me hace daño…eso te debe decir algo.

Antes de que pudiera continuar, acercó su brazo al pentagrama, no había pasado nada aún, solo el dolor de su antebrazo, que iba y venía; retiró los grilletes con tanta facilidad que se sorprendió de lo sencillo que había sido.

De pronto, la mujer soltó un gritó de agonía que hizo retrocede al chico, como si hubiera hecho algo mal. Beau no pudo seguir mirando. Se volvió y enterró la cabeza en el hombro de Edward. El brazo de éste lo rodeó, sujetándolo de un modo tenso y fuerte.

—Todo va bien —le dijo, hablándole entre el cabello—, todo va bien. —Pero el aire estaba lleno de humo y el suelo daba la impresión de balancearse bajo los pies del muchacho.

Hasta que Edward no dio un traspié Beau no se dio cuenta de que no era efecto de la conmoción recibida: el suelo se movía. Soltó a Edward y se tambaleó; las piernas rechinaban entre sí bajo sus pies, y una fina lluvia de polvo se desprendía del techo. La mujer era como una columna más; el pentagrama a su alrededor brillaba con dolorosa intensidad. Beau lo contempló con atención, descifrando su significado, y luego miró a Edward con ojos desorbitados.

—Será que todo este lugar… ¿estaba ligado a esta mujer? Si ella muere, el lugar…

No terminó la frase cuando la mujer paró de gritar y se desmayó en el suelo. Edward ya la había agarrado montándola sobre su hombro y con la otra sujetó a Beau mientras corría en dirección a la escalera, tirando de Beau tras de sí. La escalera misma se levantaba y combaba; Beau mantuvo el equilibrio antes de golpear contra el suelo, pero la mano de Edward sobre su mano no se aflojó. El muchacho siguió corriendo mientras Edward avanzaba con ferocidad con el cuerpo de la mujer y Beau a su cargo.

Llegaron arriba y salieron disparados a una totalmente nueva, pequeña y diferente biblioteca, sin escritorio y con un ángel tocando el arpa decorando el centro. Detrás de ellos Beau pudo oír el quedo rugido cuando el resto de la escalera se desplomó. La situación arriba no era mucho mejor; la habitación se estremecía, los libros caían de sus estantes. Luego la estatua se tumbó convertida en un montón de fragmentos irregulares. Edward soltó la mano de Beau, agarró una silla, y, antes de que este pudiese preguntarle qué pensaba hacer, la estrelló contra una ventana emplomada, sin siquiera soltar el cuerpo de la mujer.

La silla pasó a través de una cascada de vidrios rotos. Edward se volvió y le tendió una mano. Detrás de él, a través del marco irregular que quedaba, Beau pudo ver una extensión de hierba empapada de luz de luna y una línea de copas de árboles a lo lejos. Parecían estar mucho más abajo. Uno de los pesados bustos de mármol que flanqueaban las estanterías superiores se había desprendido y caía hacia él; Beau lo esquivó echándose a un lado, y éste golpeó el suelo a centímetros de donde él había estado, dejando una buena marca en el suelo.

Al cabo de un segundo la mano de Edward lo estrechaba contra la suya con fuerza. El joven se sintió demasiado sorprendido para decir algo cuando Edward lo llevó hasta la ventana rota y se arrojaron sin miramientos al exterior.

Golpearon una elevación cubierta de hierba justo debajo de la ventana y rodaron inmediatamente en una posición agazapada, mirando con atención colina arriba hacia el lugar solariego. Con miles de preguntas, pues ese lugar no era el mismo en el que la fiesta estaba siendo llevada a cabo.

Beau se volvió para mirar hacia donde Edward miraba, pero ya lo había agarrado y lo empujaba contra el suelo en el interior de la depresión entre las dos colinas. Limitándose a lanzar una exclamación de sorpresa cuando lo derribó y rodó sobre él y el cuerpo inconsciente de la mujer, protegiéndolos con el cuerpo a la vez que se oía un enorme rugido. Sonó como si la tierra se desgajara, como un volcán en erupción. Un chorro de polvo blanco salió disparado hacia el cielo. Beau oyó un agudo tamborileo a su alrededor y durante un desconcertante momento pensó que había empezado a llover; entonces advirtió que eran cascotes y tierra y cristales rotos: los desechos del destrozado lugar cayendo a su alrededor como mortífero granizo.

Edward los apretó con más fuerza contra el suelo, con su cuerpo estirado sobre el de ellos.

Beau sabía que no era necesario protegerlo a él, por lo que se quitó justo cuando el rugido del derrumbe se fue apagando poco a poco, como humo que se disipase en el aire. Fue reemplazado por un sonoro piar de pájaros sobresaltados; Beau pudo verlos por encima del hombro de Edward, describiendo círculos, llenos de curiosidad, recortados en el cielo oscuro.

Edward se echó hacia atrás ligeramente, sosteniéndose sobre los codos, y bajó los ojos hacia Beau. Incluso en la oscuridad pudo verse reflejado en sus ojos; el rostro de Edward estaba surcado de hollín y tierra, y el cuello de su camisa estaba roto.

Sin pensar, Beau alzó la mano y sus dedos acariciaron levemente sus cabellos. Sintió cómo él se tensaba y sus ojos se oscurecían.

—Tienes hierba en el pelo —dijo.

Beau sentía como la adrenalina zumbaba por su cuerpo, deteniendo el ardor en su brazo. Todo lo que acababa de suceder —la mujer, ese lugar haciéndose pedazos— parecía menos real de lo que veía en los ojos de Edward.

Finalmente, el cielo empezó a aclarar por el este. Beau, dando traspiés medio extrañado, alzó la cabeza sorprendido.

—El tiempo funciona muy raro en Elfame —soltó Beau—. ¿Es temprano para que amanezca?

Edward lo contempló con desabrido desdén.

—El sol no debería salir hasta dentro de tres horas al menos. Aunque, bueno, estamos en Elfame.

—Debemos volver con los demás.

Demasiado aliviado ante la idea de que ya estaban casi por regresar a casa en cuanto esa libreta llegara a manos de Silas, Beau apresuró el paso. Doblaron un recodo y se encontraron andando por un amplio sendero de tierra abierto en la ladera de una colina. Serpenteaba siguiendo la curva de la ladera y desparecía tras un recodo a lo lejos. Aunque el salón del Gran Baile todavía no era visible, el aire se había vuelto más luminoso, y un peculiar resplandor rojizo surcaba el cielo.

—Debemos de estar muy cerca —dijo Beau—. ¿Conoces algún atajo colina abajo?

Edward tenía el ceño fruncido.

—Algo no va bien —dijo súbitamente.

Se adelantó, medio corriendo carretera adelante, los pies lanzando volutas de polvo que brillaban ocres bajo la extraña luz. Beau corrió para mantenerse a su altura. Doblaron la siguiente curva y Edward se detuvo de golpe. Provocando que Beau chocara contra él. En otras circunstancias podría haber resultado cómico. Pero no en aquel momento.

Las circunstancias hicieron que agachara la mirada, donde se percató de que su saco estaba roto justo donde el antebrazo, que le dolía hace unos minutos atrás, brillaba con intensidad. Beau rompió del saco, dejando al descubierto una marca azul que resplandecía con fuerza.

Estuvo a punto de decirle a Edward, cuando la luz rojiza era más potente ahora, y proyectaba un resplandor escarlata hacia el cielo nocturno, iluminando la colina en la que se encontraban como si fuese de día. Columnas de humo ascendían en espiral desde el valle situado abajo como las plumas de un pavo real negro desplegándose. Por encima del negro vapor estaban unas torres de algún edificio, con sus estructuras cristalinas perforando igual que flechas de fuego en el aire humeante. Por entre el espeso humo, Beau consiguió vislumbrar el saltarín color escarlata de las llamas, desperdigadas por la ciudad como un puñado de refulgentes joyas sobre una tela oscura.

Parecía increíble, pero así era: estaban de pie en la ladera de una colina muy por encima de Elfame, y a sus pies el pueblo ardía.