-Afuera está un hombre... parece ser que tiene su auto descompuesto.
-¿Y eso que tiene de extraordinario, prima? Seguramente espera a la grúa.
-No, Verónica. Parece que él mismo lo arregla. El caballero es muy guapo y a leguas se mira que está forrado de billetes.
Verónica se acercó a la ventana motivada por un instinto de curiosidad.
-Pues sí. Se mira acaudalado el tipo. ¿Qué andará haciendo por estos lugares?
-No lo sé. Quizás… ¡Cielos!- de pronto la mujer dio un respingo -¡Está tocando a la puerta, prima!- Indicó sorprendida.
-No te preocupes, Raquel. Lo más seguro es que pida alguna herramienta. Yo lo atenderé.
Verónica bajó las escaleras. Al llegar hasta la puerta y abrir, tranquilamente lo saludó:
-Buenas tardes. ¿En qué puedo servirle?
Esteban vio a una mujer de piel blanca, de rasgos fijos y con excelente figura. Era la famosa Verónica; la mujer que debía caer en su trampa de seducción; rendida a sus encantos y a su porte fino de millonario y apasionado. Pero Estaban nunca imaginó que fuera tan bella y que además, ¡por. Dios!, tuviera una extensa cabellera negra y lacia que partía desde un fleco encima de sus cejas y que continuaba sobre su cabeza para seguir un camino lleno de ondulados hasta terminar en el final de su espalda. ¡Eso era exquisitamente seductor! Una cabellera larga y con volumen era algo que volvía loco a Esteban y aquella fascinante mujer estaba hecha a su medida.
Pero había algo más en aquella mujer; Esteban no pudo disimular su sorpresa al contemplar sus hermosos ojos; unos ojos tan negros como una obsidiana, tan profundos que podía haberse quedado ahí hipnotizado, mirándolos fijamente hasta quedarse completamente ciego, de no ser porque algo mas fuerte hizo que tuviera que dejarlos en segundo plano; hacia el sur de su cuerpo se erguía la fascinante panorámica de unos pechos redondos y pronunciados, ceñidos a una blusa blanca que parecía que de un momento a otro iba a reventarse.
Verónica era una mujer madura, extremadamente guapa, con un cuerpo de encanto que cualquier mujercita de veinte años envidiaría.
-Mi…- quiso responder con naturalidad pero se aturdió porque además de toda la belleza de su cara y de su cuerpo, se agregaba a ese conjunto unos labios carnosos.
-¿Si, dígame?- insistió Verónica cruzando los brazos encima del busto en evidente resguardo.
-… Mi automóvil se ha quedado frente a su casa. No enciende y olvidé mi celular. Pensé que quizás usted podría...
Los nervios lo estaban traicionando.
Verónica alzó el centro de sus cejas y expresó en su rostro un gesto de estarlo animando a que se diera a entender.
-Es decir, no se si sería mucha molestia que usted me permita usar su teléfono, si no es que inoportuno.
-¿Mi teléfono dice usted?
-Si. No la molestaría si no fuera una urgencia.
-No acostumbro dejar pasar desconocidos a mi casa. Usted comprenderá, pero…
-Lo entiendo, siendo usted una mujer tan hermosa, debe extremar precauciones, pero le ruego haga usted una excepción.
-A eso iba, viendo que se distingue usted por su apariencia de hombre educado, le permitiré que pase.
-De verdad estaré muy agradecido por su cortesía.
Verónica se giró y caminó, a la vez que con sus manos se acomodó el abundante pelo que le caía hasta la cintura.
Esteban no perdió detalle del movimiento que ejecutaban las caderas de la mujer. Esa singular belleza de cuarenta y tantos años despertó sus pensamientos más libidinosos. La siguió hasta el teléfono, tan ocupado en disfrutar de sus formas perfectas.
Tras señalar el aparato, Verónica se apartó unos cuantos metros. Esteban interrumpió el contacto visual con ella para marcar y fingir una conversación con un supuesto mecánico. Realizó una serie de ademanes en su rostro a los que además agregó azotes con la mano en el costado de su pantalón, en señal de protesta acalorada. Después colgó y al volverse hacia Verónica gesticuló compasión por sí mismo.
-¡Vaya que hoy no es mi día! Por más que le insistí, el mecánico de la agencia tardará-. Miró su reloj. -¡Diablos! ¡Está por iniciar la reunión!
Verónica lo veía sin saber qué decirle.
-No queda de otra. Tomaré un taxi, aunque de todas formas llegaré atrasado.
-¿Le urge mucho?- Preguntó ella.
-¡Si! Está por comenzar una junta directiva con importantes accionistas de la empresa, mi empresa-, recalcó. -Se tomarán importantes acuerdos entre mis socios y yo. ¡Debo estar allí lo más pronto posible!
Esteban logró su cometido. Verónica se empezó a contagiar de su desesperación:
-¿Y hacia dónde se dirige?
-Al Hotel Imperial, en la zona centro.
-Algo retirado, y le voy a hacer honesta, por esta zona los autos de sitio no circulan con regularidad. Y bueno, hacer que vengan hasta acá es muy difícil debido a tantos asaltos a mano armada.
-No me diga usted eso, me pone a temblar. He vivido experiencias muy desagradables en ese tema. Hace un par de meses estuve en un hospital con el abdomen perforado. Fui asaltado y casi muero. ¡Soy un tonto! Debí haber girado a la derecha en lugar de haber bajado de la avenida y tomar hacia este rumbo. ¡Me perdí! Y para colmo, el auto se averió.
-Es extraño que una persona como usted circule por estos rumbo
-¿Una persona como yo?
-¡Oh, disculpe! No quise señalarlo. Es solo que viste usted tan elegante y se aprecia pudiente, y eso, sin duda contrasta en mucho con esta zona de la ciudad.
-Me dirigía a conocer un predio que acabo de adquirir para construir unas bodegas de muebles, pero ya ve usted que equivoque el rumbo.
-Es una pena.
-Lo es, y lo será aún más si no llego a tiempo. Autorizan sin mi.
-Yo puedo llevarlo en mi auto.
Cayó. La presa estaba yendo directo a la trampa.
-¿De verdad?
-Llegaríamos en pocos minutos.
-No quisiera ocasionar molestias. Tal vez la esté distrayendo de sus ocupaciones.
-Usted requiere llegar a tiempo y a mi me gusta ayudar a la gente.
Esteban sonrió.
-¿Haría usted eso por mí?
-Claro. ¿Por qué no?
La sonrisa de Esteban se hizo más amplia.
-¡Se lo he de agradecer toda la vida!
-Entonces, acompáñeme.
Ingenua, Verónica tomó su bolso y salió presurosa rumbo al auto seguida del hombre.
La mirada de Esteban volvió a incrustarse en los glúteos de la mujer. Los veía danzar de un lado a otro en un ritmo cadencioso y natural. Ese movimiento le inspiró un pensamiento morboso. Recordó las palabras de Samuel al referirse a Verónica, que era muy guapa y que hiciera con ella lo que quisiera. Y vaya que tenía tantas ganas de hacerle lo que quisiera. Su sola mirada delataba una excitación depravada que lo obligaba a apretar los labios en una expresión de antojo y a que por su frente resbalara un sudor excesivo. Imaginó tantas cosas que le gustaba imaginar cuando veía a una mujer así de bella.
Llegaron a un auto que estaba aparcado bajo la sombra de un árbol frondoso y lo abordaron.
Ajena a los pensamientos que protagonizaba en la mente del hombre, Verónica emprendió la marcha del automóvil justo cuando don Miguel estacionaba su coche tras el de ella.
Desde su auto, don Miguel Altamirano observó de cerca la escena.
Era Verónica, su Verónica, acompañada de un…
-¿A dónde irá con tanta prisa y con ese tipo?
El cerebro del Señor Altamirano comenzó a revolucionar con demasiadas suposiciones.
¿Quién era él? ¿Qué era lo que estaba pasando? Veronica había salido de su casa con ese hombre y lo había hecho a prisa y sin prestar atención a su llegada.
Desconcertado, Don Miguel arqueó una ceja mientras veía como se alejaba el auto de su prometida.
-Pareciera como si huyeran de algo o de alguien.
La duda lo apresó pero trató de despejar su inquietud:
-Tal vez haya recibido noticias malas y ese hombre sea algún familiar, aunque ella me dijo que no le sobrevivía ninguno, solo su prima Raquel... Verónica sabía que yo vendría... Puede parecer que trató de impedir que los sorprendiera... ¡Es por eso que salieron a prisa!
No entró a la casa. Decidió el camino de regreso.