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En el que una bruja toma una decisión
Xan cogió documentos a montones y los transportó desde el castillo en ruinas
hasta su taller. Libros, mapas, papeles y diarios. Diagramas. Recetas. Material
gráfico. Pasó nueve días sin dormir ni comer. Luna seguía dentro del capullo,
estática en su lugar. Estática también en el tiempo. No respiraba. No pensaba.
Estaba en pausa. Cada vez que Glerk la miraba, sentía una punzada en el
corazón. Se preguntaba si aquello la marcaría de alguna manera.
Aunque no era necesario darle muchas vueltas. Seguro que sí.
—No puedes pasar —le dijo Xan desde el otro lado de la puerta cerrada
—. Tengo que estar muy concentrada.
Y luego la oyó murmurar.
Noche tras noche, Glerk observaba el interior del taller por las ventanas y
veía a Xan a la luz de las velas, examinando centenares de libros y
documentos, tomando notas en un pergamino que iba creciendo a cada hora
que pasaba. No dejaba de refunfuñar. De mover la cabeza de un lado a otro.
De murmurar hechizos en el interior de cajas de plomo y de cerrarlas al
instante, sentándose encima de la tapa para que no se abrieran. Al cabo de un
rato, las abría con cuidado y observaba el interior, inspirando profundamente
por la nariz.
—Canela —decía—. Y sal. Este hechizo tiene demasiado aire.
Y lo anotaba.
O:
—Metano. Esto no iría bien. Podría salir volando sin querer. Y además,
se volvería inflamable. Más incluso de lo normal.
O:
—¿Sulfuro? ¡Madre mía! Pero ¿qué pretendes hacer, vejestorio? ¿Matar a
la pobre chiquilla?
E iba borrando cosas de la lista.
—¿Se ha vuelto loca tía Xan? —preguntó Fyrian un día.
—No, amigo mío —le respondió Glerk—. Pero se encuentra en aguas
más turbulentas de lo esperado. No está acostumbrada a no saber qué hacer.
Y por eso está asustada. Como dice el Poeta:
Cuando el tonto abandona
suelo firme, salta,
y va de lo alto de la montaña,
a una estrella ardiente,
y de allí al espacio negro, negro.
El sabio,
desprovisto de papel,
de pluma,
y de sus gruesos libros,
cae.
Y no hay quién lo encuentre.
—¿Es un poema de verdad? —preguntó Fyrian.
—Pues claro —respondió Glerk.
—Y ¿quién lo ha compuesto, Glerk?
Glerk cerró los ojos.
—El Poeta. La Ciénaga. El Mundo. Y yo. Somos lo mismo, lo sabes bien.
Pero no le explicó qué quería decir con aquello.
Xan abrió por fin las puertas del taller con una expresión de seria
satisfacción.
—Mira —le explicó a un muy escéptico Glerk. Sirviéndose de una tiza,
trazó en el suelo un círculo, dejando una abertura para poder pasar. A lo largo
de la circunferencia, dibujó trece marcas y las utilizó para señalar los
extremos de una estrella—. Al final, se trata de poner en marcha un reloj. Los
días van pasando como por obra y gracia de un motor perfectamente
calibrado.
Glerk negó con la cabeza. No entendía nada.
Xan señaló el tiempo en el círculo casi cerrado, una progresión limpia y
ordenada.
—Es un ciclo de trece años. Es lo que permite el hechizo. Menos aún en
nuestro caso, me temo. El mecanismo sincroniza su biología. Poco más
puedo hacer en este sentido. Luna ya tiene cinco años, de modo que el reloj
se colocará solito en el cinco y parará cuando cumpla los trece.
Glerk frunció el entrecejo. Nada de aquello tenía sentido. Aunque, claro
está, la magia en sí siempre había sido un sinsentido para el monstruo del
pantano. La canción que creó el mundo no hacía mención alguna de la magia,
sino que llegó mucho después, en la luz de las estrellas y de la luna. Para él,
la magia siempre había sido como un intruso, un invitado inesperado; Glerk
prefería la poesía.
—Utilizaré el mismo principio que emplea el capullo protector donde está
dormida. La magia queda contenida en el interior. Aunque, en este caso, será
dentro de ella. Justo en la parte central de su cerebro, detrás de la frente.
Puedo retenerla allí y hacer que tenga un tamaño minúsculo. Como un grano
de arena. ¿Te imaginas?
Glerk no dijo nada. Bajó la vista hacia la niña que tenía en brazos. No se
movía.
—No... —empezó a decir. La voz le salió ronca. Tosió para aclararse la
garganta y empezó de nuevo—: No... destrozará nada, ¿verdad? Me gusta su
cerebro. Querría que saliese ileso de todo esto.
—No digas chorradas —lo regañó Xan—. Su cerebro seguirá
perfectamente bien. O, como mínimo, estoy bastante segura de que así será.
—¡Xan!
—¡Es broma! Por supuesto que no le pasará nada. Y esta estrategia nos
dará tiempo suficiente para garantizar que adquiere el sentido común
necesario para saber qué hacer con su magia en cuanto se despliegue con toda
su intensidad. Hay que educarla. Tiene que aprender el contenido de todos
estos libros. Tiene que aprender los movimientos de las estrellas, los orígenes
del universo y las exigencias de la bondad. Tiene que aprender matemáticas y
poesía. Tiene que formularse preguntas. Tiene que querer aprender. Tiene
que comprender las leyes de causa y efecto y las consecuencias inesperadas.
Tiene que aprender qué es la compasión, la curiosidad y el respeto. Todas
estas cosas. Tenemos que enseñarle, Glerk. Entre los tres. Es una gran
responsabilidad.
De repente, el ambiente en la estancia se volvió denso. Xan refunfuñó y
acabó de dibujar con tiza la estrella de trece puntas. Incluso Glerk, a quien
normalmente no le afectaba nada, empezó a sentirse sudoroso y mareado.
—¿Y tú? —preguntó—. ¿Se acabará ese vaciado que está sufriendo tu
magia?
Xan se encogió de hombros.
—Se ralentizará, espero. —Cerró la boca con fuerza—. Poco a poco, muy
lentamente. Y cuando ella cumpla trece años, se marchará por completo. Se
acabó la magia. Seré un recipiente vacío sin nada que pueda hacer que estos
huesos viejos sigan en movimiento. Y entonces me iré. —Xan habló con voz
baja e inalterable, como la superficie del pantano; una voz encantadora, tanto
como el pantano. Glerk sintió un dolor en el pecho. Xan intentó esbozar una
sonrisa—. De poder elegir, creo que es mejor dejarla huérfana después de
haberle enseñado un par de cosas. De haberla educado adecuadamente. De
haberla preparado. Y prefiero irme enseguida en vez de desgastarme poco a
poco, como el pobre Zósimos.
—La muerte siempre es repentina —dijo Glerk. Empezaban a escocerle
los ojos—. Incluso cuando no lo es.
Deseaba estrechar a Xan entre su tercer y su cuarto brazo, pero sabía que
la bruja no lo soportaría, de modo que abrazó con más fuerza a Luna, y Xan
empezó a desenrollar el capullo mágico. La niña frunció los labios unas
cuantas veces y se acurrucó contra el pecho húmedo del dragón,
transmitiéndole calor. Su cabello negro brillaba como el cielo nocturno.
Estaba profundamente dormida. Glerk observó la forma dibujada en el suelo.
Había aún un paso abierto para que él pudiera entrar con la niña. Pero en
cuanto Luna estuviera colocada en el centro y él hubiera salido de la forma
trazada con tiza, Xan completaría el círculo y el hechizo se pondría en
marcha.
Dudó unos instantes.
—¿Estás segura, Xan? ¿Estás muy muy segura?
—Sí. Suponiendo que lo haya hecho todo bien, la semilla de la magia se
abrirá el día de su decimotercer cumpleaños. No sabemos el día exacto, claro,
pero podemos calcularlo más o menos. En ese momento, llegará toda su
magia. Y entonces me marcharé. Se habrá acabado. Me parece que ya he
disfrutado de suficiente vida en esta tierra. Siento curiosidad por lo que
vendrá a continuación. Vamos. Empecemos.
El ambiente olía a leche, a sudor y a pan recién horneado. Luego a
especias, a rodillas peladas y a pelo mojado. Después a músculos agotados, a
piel enjabonada y a transparentes lagos de montaña. Y también a algo más.
Un aroma oscuro, extraño, terrenal.
Y Luna gritó, solo una vez.
Y Glerk notó que se le abría una raja en el corazón, fina como una línea
trazada con un lápiz. Se llevó las cuatro manos al pecho para evitar que se le
partiera en dos.