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Seis

ME PERMITE que le lleve esto a su habitación, señorita Greenway? Cally abrió la boca con incredulidad cuando, a la mañana siguiente, al bajar las escaleras, se encontró a Boyet rodeado de innumerables cajas y bolsas.

–Espero que entre todo eso haya algo que pueda ponerme para trabajar.

Pero sí, gracias, Boyet. Déjeme que le eche una mano.

A pesar de las protestas del empleado, Cally ayudó a Boyet a subir los cincuenta y cuatro envoltorios. Pero después de abrir todos los paquetes, confirmó que su suposición había sido errónea. Sí, entre los zapatos de tacón, vestidos de

cóctel y embarazosa multitud de prendas de lencería, encontró algún que otro par de pantalones de lino y unos vaqueros de diseño, pero nada apropiado para quedar manchado de pintura. En realidad, era la clase de vestuario apropiado más

para una amante que para una empleada.

Por fin, se decidió por los vaqueros antes de irse a trabajar.

                            ***

Cally dudaba que las tijeras de cortarse las uñas volvieran a servirle para ese menester, pero veinte minutos después sentía una rebelde alegría mientras bajaba las escaleras con las perneras de los vaqueros de diseño recién cortadas, ahora le llegaban a medio muslo, y una blusa de seda azul atada a la cintura.

El estudio era tres veces más grande que el de Cambridge. Unas altas puertas de cristales, de cara al mar, dejaban entrar la luz natural en abundancia. Por lo demás, la estancia estaba escasamente amueblada: una hilera de armarios, una pila, un sofá con una manta roja encima y un equipo de música en un rincón.

Y, por supuesto, los dos Rénard dominando el espacio. Sin embargo, aunque Leon parecía haber decidido dejarla tranquila aquella mañana, igual que el resto del día anterior, descubrió con perplejidad que no se encontraba tan centrada como otras veces al iniciar un trabajo, cosa sumamente sorprendente tratándose de los Rénard.

Arrimó el taburete a las dos obras maestras y respiró profundamente, forzándose a concentrarse en la tarea entre manos a pesar de que la cabeza le daba vueltas.

Quizá el silencio eraexcesivo, estaba acostumbrada a que el ruido del tráfico se filtrara por la ventana. Se acercó al estéreo y examinó la colección de DVD... Aunque se sintió tentada de ponerlo, sabía que sólo serviría para recordarle aquella noche, lo que la dejaríacompletamente confusa. Al final, se decidió por jazz contemporáneo y después se sentó en el taburete.

Su principal habilidad era su capacidad de concentración, siempre lo había sido. Pensó en el curso de restauración que había hecho en Cambridge. Había

habido estudiantes con mucho más talento natural que ella; pero, según la opinión de su propio profesor, nadie se esforzaba ni estudiaba tanto.

Por fin, volviendo al trabajo, dijo en voz alta:

–Lo primero, unas fotos. Así es como voy a empezar.

Se levantó del taburete, agarró el bolso y sacó su usada cámara. Después,

dio un paso atrás y enfocó con la cámara.

–¿Pensando en tu querido portafolio, chérie?

Al oír la voz de Leon, bajó la mano con sentimiento de culpabilidad. Tan pronto como lo hizo, se dio cuenta de lo ridículo que era; no obstante, ahora le temblaba la mano demasiado para continuar.

Pero sólo porque Leon la había sobresaltado, pensó.

¿Cómo había entrado sin hacerse oír? Le molestaba no saber cuánto tiempo llevaba allí observándola y apuntó mentalmente no olvidar bajar el volumen la próxima vez que oyera música, aunque no estaba alto.

–Sacar fotos del estado de la obra antes de empezar en ella forma parte del proceso de restauración –contestó Cally a la defensiva al tiempo que se volvía de cara a él.

El aspecto de Leon la tomó por sorpresa. Estaba sentado en uno de los brazos del sofá con un par de pantalones vaqueros gastados que moldeaban sus muslos y una camiseta blanca que ensalzaba su vientre liso, pero aquella ropa informal no traicionaba el poder que emanaba de él.

Con la garganta repentinamente seca, tragó saliva.

–¿Querías algo? –preguntó ella.

–Sólo venía para asegurarme de que la cortadora de césped del palacio no te

ha atacado –comentó él burlonamente al tiempo que le mostraba dos perneras

cortadas de un vaquero–. Stéphanie se ha quedado preocupada al ver esto cuando limpiaba tu habitación.

Cally sonrió.

–Como puedes ver, estoy bien.

–Es una pena no poder decir lo mismo de los vaqueros.

–Lo que es una pena es que no me permitieras que me trajera mi propia ropa.

¿Cómo voy a trabajar con ropa de diseño ceñida? Tienes suerte de que no

haya decidido imitar a Julie Andrews y me haya vestido con cortinas.

–¿Qué? –las palabras de Cally le sacaron de su estado de media erección.

Nada más entrar en la habitación, se había quedado trastocado con las pequeñas nalgas y las bien formadas piernas de Cally enfundadas en esa especie de pantalones cortos caseros. Pero ahora se daba cuenta de que el trabajo de tijera había sido un acto de protesta por el hecho de que no la hubiera dejado salirse con la suya.

–Ya sabes, Julie Andrews en Sonrisas y lágrimas: hace ropa a los niños con tela de cortinas. ¿No la has visto?

–No.

Cally le miró con nuevos ojos, comprendiendo realmente y por primera vez que no era sólo un hombre imposiblemente atractivo que la había dado un beso

antes de humillarla y mentirle. Leon pertenecía a la realeza, era el regente de una isla mediterránea.

Cuando ella de pequeña se había pasado las vacaciones con su hermana viendo películas en la televisión mientras sus padres trabajaban, ¿qué había estado haciendo Leon?

¿Inaugurar una universidad aquí, hacer una visita de

estado allá? Le resultaba difícil imaginarlo, aunque quizá fuera porque él mismo había descrito su papel en ese lugar como un trabajo.

Pero eso era ridículo, porque ser miembro de la realeza no era un trabajo, era ser quien era. Sin embargo, ¿cómo era que Leon había parecido encajar perfectamente en aquel bar de Londres cuando debería haber parecido más fuera de lugar que un Van Gogh en unos servicios

públicos?

Rápidamente, volvió a meter la cámara en el bolso y se sentó en el taburete.

–¿No tienes nada que hacer hoy por la mañana?

Leon nunca se había alegrado tanto de que alguien se sentara en un taburete en vez de en una silla al ver que, por el borde de los pantalones cortados, asomaba la incipiente redondez de una nalga perfecta.

–Nada... hasta la reunión, más tarde, con el presidente de Francia.

–Ah. En ese caso, supongo que tendrás que prepararte antes para la reunión

–comentó Cally tratando de concentrarse mientras vertía agua destilada en una

jarrita.

–Si no interfiere con tu trabajo, me gustaría quedarme aquí un rato viendo lo que haces.

No era una pregunta, teniendo en cuenta la altanería con que había sido pronunciada. Y le resultó imposible contestarle que, si se quedaba, corría el peligro de atravesar el lienzo con el bastoncillo de algodón.

Pero había trabajado muchas veces en presencia de más gente y, al fin y al cabo, ahora no tenía que hacer nada

más que quitar polvo a las pinturas. Lo único que necesitaba era un poco de

concentración.

–Como quieras.

Leon notó su titubeo y sonrió para sí mismo.

–¿Puedes trabajar sin haber recibido el material de París?

Cally se sintió algo más relajada, contenta de hablar de trabajo.

–La limpieza, sí. Al principio, es más una cuestión de paciencia que de materiales y herramientas.

–Eso pasa con muchas cosas –dijo él pronunciando las palabras con intencionada lentitud.