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Diez

MEDIO cubierta por la colcha marrón que cubría el sofá, Cally sintió frío

instantáneamente. No habían utilizado un preservativo.

Por la ventana, miró el negro mar y luego a Leon, que estaba a su lado reposando con los ojos cerrados. ¿Cómo podían haber sido tan estúpidos? No eran un par de adolescentes, sino adultos.

Él era un príncipe, para quien la utilización de un preservativo debía de ser aún más importante que para el resto de los

hombres; y ella, normalmente, tenía tanto sentido común que jamás salía de casa sin un paraguas y una caja de tiritas. En ese caso, ¿por qué ninguno a ninguno de los dos se les había ocurrido algo tan fundamental?

Cally abrió la boca para comentar con él su falta de responsabilidad, pero volvió a cerrarla. Protección. Cerró los párpados con fuerza al recordar la conversación que habían tenido hacía un rato. «Yo no necesito protección», le había dicho ella.

Leon debía de haberlo interpretado como que ella tomaba anticonceptivos.

Involuntariamente, había hecho creer al hombre más viril que jamás había

conocido que ella estaba protegida, y era mentira. Y ahora cabía la posibilidad de que la semilla de Leon estuviera firmemente arraigada en ella.

«No seas ridícula, Cally», se reprochó a sí misma. «A pesar de lo que puedas ver en las películas, las posibilidades de quedarte embarazada por acostarte con un hombre una vez son mínimas. Mira Jen, le llevó más de un año quedarse embarazada de Dylan y Josh.

Lo que te pasa es que todo te preocupa y te sientes culpable por haberte comportado de forma imprudente por una vez en tu vida».

Volvió a mirar a Leon, cuyo cuerpo estaba completamente relajado después de haber hecho el amor. ¿De qué serviría decirle que había malinterpretado sus

palabras? Probablemente se reiría de ella por estar preocupada. O eso, o pensaría que lo había hecho a propósito porque quería que la dejara embarazada.

Volvió la cabeza y miró los cuadros; después, bajó los ojos al periódico en el suelo. Al instante, se dijo a sí misma que tenía preocupaciones más reales que ese posible embarazo. Preocupaciones menos problemáticas que las que le suponía pensar en por qué nunca hasta ese momento se había dado cuenta de que hacer el

amor podía ser tan maravilloso y por qué quería volver a los brazos de él y

quedarse allí durante todo el tiempo que Leon se lo permitiera.

Preocupaciones como si todavía conservaba ese trabajo o si corría el peligro

de ser despedida.

Horrorizada por esa posibilidad, se levantó del sofá, desnuda, y no notó el

modo como las aletas de la nariz de Leon se movían debido a una nueva erección por verla desnuda y, rápidamente, colocarse el vestido sin molestarse en ponerse la ropa interior.

Cally se acercó de puntillas a donde estaba el periódico y lo agarró. Echó un vistazo al artículo y luego dejó el periódico, con ganas de gritarle a Leon por lo poco razonable que se había mostrado al respecto.

Con los párpados pesados, Leon la observó. Cally tenía el cabello revuelto y los ojos tan empañados como la noche de la subasta. Le pareció extraño recordar el

momento en que sospechó que Cally era la clase de mujer a la que el corazón le

nublaba el entendimiento, cuando la vio vestida para seducir.

Pero pronto le resultó evidente que todo había sido una treta, que lo que ella realmente quería era la clase de aventura amorosa sin compromisos a la que estaba acostumbrada.

Al fin y al cabo, ¿por qué si no iba a estar tomando la píldora? ¿O por qué se había levantado para vestirse en vez de quedarse abrazada a él como habría hecho

cualquier mujer emocional y apasionada?

No le satisfizo tanto como debería. Por el contrario, le hizo preguntarse,

irracionalmente, con cuántos hombres había hecho lo mismo que con él para

conseguir lo que quería. Sin embargo, no había tenido un orgasmo. Por primera

vez en la vida, sintió un momentáneo pánico ante la posibilidad de no ser buen

amante, pero rápidamente lo descartó.

Cally había estado a punto de alcanzar el clímax, pero lo había evitado a propósito. ¿Para demostrarle que no perdía el control?, se preguntó enfadado, irritado consigo mismo por no haber sido él también capaz de controlarse.

–Lo primero que haré mañana por la mañana es hablar con Jen para hacerle

comprender que jamás se debería haber mencionado los cuadros –dijo Cally con

voz queda sintiendo los ojos de Leon en la espalda–. Y te doy mi palabra de que jamás, por mi culpa, se volverá a quebrantar tu ley.

Una sombra oscureció el rostro de él al notar el tono de desaprobación de Cally.

–No es mi ley. La familia real de Montéz siempre ha prohibido la interferencia de los medios de comunicación. Y con motivo. Que te sigan como a una estrella de televisión sólo serviría para obstaculizar nuestro trabajo en la isla.

–Pero tu hermano...

–Mi hermano sólo dejó de cumplir con las reglas establecidas cuando

conoció a Toria.

Cally arqueó las cejas y le miró a los ojos por primera vez desde que se

había levantado del sofá.

–¿Cambió la ley?

–Podría decirse que sí –Leon respiró hondo sin saber por qué sentía la necesidad de dar una explicación–. Toria vino a Montéz un verano a rodar una película barata mientras yo estaba en la Marine Nationale.

No tenía talento como actriz, pero era increíblemente atractiva y quería ser famosa. Cuando se enteró de que el príncipe regente prefería mantenerse en el anonimato a ser famoso, le pareció una tontería y decidió ir a por él.

Girard era quince años mayor que ella y se encontraba solo, y se sintió halagado. Leon dibujó algo con la uña de un dedo en el brazo del sofá y, sin alzar la

mirada, continuó:

–Cuando volví de visita a casa, Toria le había convencido para que se casara con ella; y cuando llegó el momento de la boda, le había convencido de que era vital para su carrera que los medios de comunicación estuvieran presentes. Lo que no habría sido tan aborrecible si ella hubiera aceptado algún papel después de la cobertura mediática a la que mi hermano había accedido someterse. Le dijo que

estaba esperando a que le ofrecieran un buen papel y, entretanto, le obligó a posar para revistas, a aparecer en muestras de cine, a ir a fiestas de famosos... En fin, fue malo para Montéz y Girard estaba cada vez más agotado.

La expresión de Leon se tornó sombría y dura cuando añadió:

–Por fin, todo acabó. Les habían invitado a una entrega de premios en

Nueva York el mismo día en que se celebraba una misa de difuntos por la muerte

de mi madre. Toria le exigió que la acompañara a Nueva York. Yo le dije que jamás

le perdonaría si lo hacía.

–Se fue con ella –dijo Cally recordando la tragedia que había tenido lugar en

Estados Unidos.

–No, intentó hacer ambas cosas –Leon apretó los dientes–. Toria se marchó

antes que él. Girard asistió a la misa de difuntos y se marchó para reunirse con ella en la ceremonia de entrega de premios... pero se durmió al volante del coche entre el aeropuerto JFK de Nueva York y el auditorio –la pena le empañó los ojos–.

Cuando Toria me llamó para darme la noticia, lo único que se le ocurrió preguntar

era por qué no había pedido un chófer.

–Lo siento –susurró Cally. Quería decirle que él no tenía la culpa, porque

veía en su expresión que se culpaba a sí mismo–. No sabía nada.

–Muy poca gente lo sabía. Después de su muerte, todo el mundo quería

entrevistar a la pobre y desolada viuda –Leon lanzó una amarga carcajada–. Fue la mejor actuación de su carrera.

–Así que tú volviste a implantar la ley, ¿no?

–Sí, fue más o menos en esa época.

–¿Y Toria?

–Nunca me ha perdonado privarla de la publicidad aquí en Montéz, por eso

decidió volver a Nueva York. De vez en cuando viene por aquí con inútiles

amenazas.

–Lo siento –repitió Cally, que ahora comprendía por qué Leon había supuesto que quería utilizar el trabajo que realizara ahí para alcanzar fama y que lo del artículo era intencionado. Miró el periódico que aún tenía en la mano y lo apretó con fuerza–. En serio, Leon, te aseguro que esto no volverá a ocurrir.

Cally no vio los ojos de Leon clavados en su mano ni la mueca de asco de su boca, como si se hubiera dado cuenta de que, involuntariamente, había

fraternizado con el enemigo.

–Muy bien –dijo él al tiempo que recogía sus pantalones–. Porque exijo

absoluta lealtad de mis amantes.