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Doce

AGUANTANDO las ganas de ir a su habitación para ver por qué demonios no había bajado todavía, Leon se paseó por la antesala del palacio y dirigió sus

pensamientos a sus invitados, a quienes Boyet había ido a recoger.

Después de años tratando de convencer a su antiguo amigo para que invitara a una mujer a visitarle a Montéz, casi no podía creer que aquella noche Kaliq fuera a ir acompañado de su futura esposa.

Leon sacudió la cabeza. A pesar de que, en el país de Kaliq, la ley exigía estar casado para heredar el trono, nunca había creído que el frío y cínico jeque sentara la cabeza. De hecho, la primera vez que oyó rumores sobre el compromiso matrimonial de Kaliq, no los creyó. Pero cuando Boyet confirmó dichos rumores, supuso que la mala salud del padre de Kaliq había forzado a éste a buscarse una dócil esposa.

Enterarse de que su amigo había elegido una modelo británica le había sorprendido y preocupado por igual. Aunque, después de pensarlo bien, no era necesario preocuparse por Kaliq ya que, al contrario que Girard, su amigo sabía juzgar a las personas y nunca se casaría con una mujer de la que dudara que sería la reina perfecta y la mejor madre para sus hijos.

Leon dejó de pasearse y se preguntó si la presión que sentía en el pecho era por él mismo y por Montéz. Sin duda, Kaliq tendría un heredero antes de que pasara mucho tiempo. Respiró profundamente, preguntándose durante

cuánto tiempo podría seguir ignorando su deber, un deber que nunca debería

haber asumido.

¿Qué ocurriría si Toria decidía tener un hijo? No, Toria no tenía madera de madre, no podía ser. Sólo se le ocurría pensar esas cosas porque llevaba tres días loco pensando en la versión pelirroja de su cuñada. Cally. Sin embargo, la razón le decía que Toria y Cally no podían ser más distintas.

Toria se había ofrecido a él en innumerables ocasiones desde la muerte de Girard,

pero esa mujer le resultaba tan atractiva como verse atrapado por la telaraña de

una viuda negra. Por el contrario, Cally...

–El jeque A'Zam y la señorita Weston han llegado, Alteza –anunció Boyet

acercándosele.

–Gracias. Justo a tiempo.

Era una pena no poder decir lo mismo respecto a Cally, pensó Leon furioso.

Cally contempló el vestido verde jade colgado en el armario. Leon la había

arrinconado. Si no iba a la cena, no sólo desaprovecharía la oportunidad de mostrar su trabajo, también se arriesgaría a que Leon dedujera que era porque le

encontraba irresistible. El dilema con el vestido era igual. Si se ponía otra prenda, Leon se daría cuenta de lo que ese vestido significaba para ella.

Si se lo ponía, era

como aceptar ser su amante.  Consciente de que no se había dado mucho tiempo para arreglarse, ya que había salido del estudio a las siete y media, se miró el reloj. Las siete y cincuenta y cinco minutos. Trató de contener la angustia que sentía en las contadas ocasiones en las que hacía esperar a alguien.

Pero... ¿y qué si Leon se molestaba? Al fin y al cabo, había estado trabajando para acabar la restauración del primer cuadro con el fin de que los invitados pudieran verlo. Pero sería terrible hacerles esperar, pensó Cally agarrando apresuradamente

el vestido. Además, la cena era por los cuadros. Y no debía olvidarlo.

–Ah, Cally –Leon se volvió mientras ella descendía las escaleras y la miró con una expresión burlona–, ya veo que has decidido reunirte con nosotros.

–No sabía que tuviera elección –susurró Cally apretando los dientes antes

de volver el rostro y sonreír a los invitados, contenta de tener una disculpa para

desviar la mirada de un Leon irresistible con el traje de etiqueta.

–Permíteme que te presente a Su Alteza Real, el jeque AlZahir A'zam, y a su

prometida, la señorita Tamara Weston. Kaliq, Tamara, os presento a Cally

Greenway.

–Encantada de conocerles –dijo Cally con sinceridad mientras les estrechaba

la mano. El jeque era tan digno como había imaginado y Tamara, con ese vestido

color coral, era una mujer deslumbrante.

–¿Vive usted en Montéz? –le preguntó Tamara en tono amistoso mientras se

sentaban a la mesa en el comedor.

–No, estoy aquí, en la isla, trabajando temporalmente...

–Cally está residiendo aquí, en el palacio –interrumpió Leon–. Uno de sus

muchos talentos consiste en restaurar pinturas. Está restaurando los cuadros que compré en Londres, los Rénard, Mon amour par la mer –explicó mirando a Kaliq.

Cally le clavó los ojos, tan sorprendida de que la hubiera interrumpido que

no notó la significativa mirada que acompañó a la respuesta de Kaliq:

–Te felicito, Leon. Debes de estar contento.

–Parece fascinante. Me encantaría verlos –interpuso Tamara, demasiado

educada para dejar ver que no se le había pasado por alto la grosería de Leon.

–Y yo estaría encantada de enseñárselos –respondió Cally, antes de que Leon se lanzara a bombardear a Tamara con preguntas sobre su estancia en la isla y de abrir el champán para celebrar el compromiso matrimonial.

¿Y quién podía reprochárselo?, pensó Cally mientras un ejército de

camareros apareció con bandejas de comida. Aunque Leon hablaba respetuosamente con Tamara, sin duda le había cautivado la belleza de esa mujer, como cualquier hombre.

«Tanto como a ti su belleza», se dijo Cally a sí misma en silencio, incapaz de dejar de mirarle a los labios ni de contener los celos.

–Debe usted de estar acostumbrada a ir sola de visita al extranjero, ¿no? –

preguntó Cally intentando participar en la conversación después de que Tamara

mencionara que ese día había visitado la universidad mientras Kaliq trabajaba.

Tamara asintió.

–Cuando estoy de viaje por motivos de trabajo, no dispongo de mucho tiempo para hacer turismo. Pero no me importa viajar sola.

–Pero puede ser peligroso –intervino Kaliq–. Naturalmente, una vez que

estemos casados, Tamara dejará el trabajo y yo dejaré de preocuparme, como me

ocurre cuando está fuera.

Cally notó la expresión triunfal de Leon. Bien podía imaginarle pensando que el comentario de su amigo corroboraba su idea de que las mujeres sólo

trabajaban hasta asegurarse el puesto de amante o esposa.

Pero Leon estaba equivocado. Cierto que ella acababa de conocer a la pareja, pero resultaba evidente que lo que el príncipe del desierto había dicho se debía a que quería tanto a Tamara que no podía soportar la idea de que corriera ningún riesgo. Por otra parte, sólo con mirar a Tamara uno podía darse cuenta de que ella jamás permitiría que su futuro marido le impidiera trabajar de no ser eso lo que ella misma quería.

La conversación se desvió hacia la boda de los invitados. Más tarde, escuchó a Leon referir sus planes respecto a la universidad. Leon también habló de un

recorte de impuestos y de reforzar los lazos entre Montéz y Qwasir, y a ella le

resultó más y más difícil despreciarle.

Desde el principio había creído que, al igual que David y el resto de su adinerada familia, el regente de Montéz era un esnob cuyo único interés era él mismo. Sin embargo, resultaba innegable que Leon se preocupaba por sus súbditos y que, descontando el palacio y los cuadros, parecía bastante parco para ser un multimillonario.

Aparte de una mujer de la limpieza y de los camareros contratados para servir la cena aquella noche, el único empleado que parecía tener era Boyet. Por otra parte, sus entretenimientos, como bucear, eran igualmente sencillos. Por lo tanto, ¿cómo podía odiarle cuando los motivos para hacerlo disminuían segundo tras segundo?

«Porque la razón principal sigue siendo que sólo te quiere para que le

calientes la cama. Y si te dejas vencer por el deseo, ¿qué revela eso de ti? Que no tienes amor propio. O también que te engañas a ti misma hasta el punto de

empezar a creer otra vez en los cuentos de hadas».

En cualquier caso, Cally sabía que entregarse a su pasión sólo sería el principio del fin, lo que no se lo ponía más fácil.

–Gracias, Leon, la cena estaba deliciosa –dijo Tamara.

Al oír hablar a Tamara, Cally salió de su ensimismamiento.

–Espero que logres convencer a Kaliq para que no deje pasar tanto tiempo

entre sus visitas a Montéz de aquí en adelante –comentó Leon, mirando a Tamara.

Tamara asintió.

–Siempre y cuando tú prometas hacernos una visita en Qwasir lo antes posible; de esa manera, no nos quedará más remedio que devolverte el favor –

añadió Kaliq.

–Una idea excelente –respondió Leon, pero mirando a Cally con deseo.

Un deseo que se incrementó al imaginar hacerla el amor–. Y ahora os ruego que me

disculpéis, pero no sé por qué esta noche me encuentro agotado. ¿Leon agotado? No sabía a qué estaba jugando, pero sí sabía que eso era imposible. Le había visto volver del continente donde había pasado catorce horas de negociaciones y, nada más llegar a la isla, tirarse directamente al mar.

–Quizá, antes de marcharse, al jeque A'zam y a Tamara les gustaría ver los cuadros.

–Eso les servirá de incentivo para repetir la visita –Leon sonrió apretando

los dientes.

–Pero...

Por encima del hombro de ella, Leon hizo una señal a Boyet para que llevara

el coche a la puerta del palacio; después, sacudió la cabeza.

–No es necesario, Cally, gracias.

Cally apenas podía contener la furia mientras los cuatro se despedían. Leon

bajó la escalinata con Kaliq y Tamara y les deseó suerte con los planes de la boda.

Cuando volvió, ella le estaba esperando en lo alto de las escaleras con las

manos en jarras.

–Vaya, por fin has dejado de fingir que mi presencia en la cena no tenía nada que ver con mi trabajo. De todos modos, lo mínimo que podías haber hecho era dejarme que enseñara los Rénard a tus invitados. Pero claro, eso sería pedir demasiado. Además, prácticamente les has echado y ni siquiera son las once de la noche. No puedo creer que seas tan grosero.

–En otra ocasión. Y no es una grosería cuando está tan claro que lo único que quiere una pareja es quedarse a solas.

Cally lo comprendió de repente, obligada a reconocer la perspicacia de

Leon.

–Sí, tienes razón, parecen muy enamorados.

Leon la miró directamente a los ojos.

–No me estaba refiriendo a ellos.

Cally enrojeció y apartó los ojos de los de él.

–En ese caso, además de ser un maleducado, has malinterpretado la

situación.

–¿En serio?

Leon dio un paso hacia delante y ella cerró los ojos para no verle. Pero podía

sentirle, olerle...

–¡Sí, lo interpretas todo mal! ¡Y la cara que has puesto cuando Kaliq dijo que

Tamara iba a dejar su trabajo! Piensas que demuestra tu trasnochada teoría de que las mujeres utilizan su carrera profesional para conquistar a los hombres y que dejan de trabajar una vez conseguido el objetivo; es una estupidez. Kaliq sólo quiere evitar que a Tamara le pase algo, eso es todo.

–¿Así que ahora crees que conoces a mi íntimo amigo mejor que yo?

–Y tú, ¿no crees que es posible que dos personas que trabajan se enamoren y

se casen? –gritó Cally, preguntándose si la pregunta iba dirigida a Leon o a sí

misma.

Leon apretó los dientes. Otra vez el matrimonio. Una palabra que Cally,

supuestamente, detestaba tanto como él. Supuestamente.

–¿Quieres que diga que sí para que así puedas soñar, chérie?

Cally, exasperada, lanzó un suspiro.

–¿No te preocupa acabar tu vida solo?

La expresión de él enfureció.

–No, no me preocupa en absoluto.

–Sí, te creo.

Cally respiró profundamente y, al alzar los ojos hacia ese extraordinario rostro, reconoció que su orgullo era un sacrificio inevitable. Había perdido las ganas de luchar, las había perdido en el sofá del estudio.

Y en un susurro, dijo:

–Lo sé, y yo creía que a mí tampoco me preocupaba. Pero esta noche no

quiero estar sola.