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Capítulo 1

Una semana más tarde, después de haber rellenado los informes correspondientes y haber recibido los cuidados de un mago sanador, el general abandonó Geria, la ciudad que había defendido con éxito, para poner rumbo hacia la capital, junto a medio centenar de heridos y soldados que habían sido relevados del puesto. Tardó cinco días en llegar a caballo y cuando accedió por la puerta norte de la ciudad –la más concurrida–. Pudo sentir las miradas de admiración de la población de la capital. La gente de apartaba a derecha e izquierda, dejando que la columna avanzara con rapidez hacia el recinto amurallado interior, lugar en el que se alzaba el palacio real.

Durante el ascenso por la avenida principal, Daliant pudo observar una buena cantidad de ancianos, lisiados y enfermos tirados en las calles, pidiendo limosnas o hurtando productos aquí y allá. El ambiente en la ciudad era festivo, sí. Pero al general le dio la impresión de que se debía más a la promesa del fin de la guerra que a la victoria que acababan de obtener.

Los pasillos del palacio estaban adornados con tapetes bordados con hilo de oro, cuadros con un detalle asombroso y esculturas creadas por artistas cuyos nombres el tiempo ya ha olvidado. El salón del trono era incluso más ostentoso: columnas kilométricas se alzaban hasta alcanzar unos techos con frescos que escenificaban las hazañas más grandes llevadas a cabo por los héroes de Arascia.

En el fondo de la sala, se encontraba el rey sentado en su inmenso trono de plata y oro. A ambos lados le precedían la guardia real y la corte, llena de ministros, bufones y concubinas. Antes de entrar a palacio, los consejeros del rey ya le habían hablado de la etiqueta, por lo que cuando se aproximó al trono, hincó la rodilla en el suelo y se quedó mirando al suelo.

El murmullo de la corte se detuvo y el rey, a duras penas, se levantó de su butaca aterciopelada.

— Daliant, hijo de Frecha y Aladio, hombre libre de las tierras de Ludbel, alza la cabeza con orgullo y observa a tu rey —siguiendo las instrucciones, pudo ver la figura de un hombre de unos cuarenta años, pelo canoso y cuerpo tonificado—. Me han hablado de ti. Antes de la batalla de Geria, eras conocido por ser un general muy exigente con la tropa: duros castigos, ejercicios y maniobras constantes y constantes expulsiones de hombres en tu regimiento —Daliant tragó saliva. El rostro del rey era indescifrable—. ¡Eres un general inigualable! ¡Mi padre, como buen héroe de guerra que fue, estaría orgulloso de tener bajo su mando a un soldado tan formidable como tú!

El hombre esbozó una sonrisa.

— Y de orígenes humildes. Quién nos iba a decir que el héroe de Geria sería un hombre de la más baja cuna —soltó una carcajada—. No me desagrada. No me desagrada en absoluto.

Varios ministros y nobles importantes murmuraban a ambos lados del rey.

— ¡Silencio! No pienso tolerar semejante ofensa a nuestro héroe —el rey tomó asiento—. He estado pensando en una recompensa digna y ya lo he decidido: ascenso a capitán general con su correspondiente recompensa y el rango de conde, además, recibirás por tus servicios las tierras del valle de Aderion. Por lo que por la gracia de los dioses y como soberano de Arascia, a partir de ahora serás conocido como Daliant Aderion, conde Aderion, del valle del mismo nombre.

Había caras de estupor, otras de enfado y algunas de curiosidad. Lo que estaba claro, es que a nadie le había sido indiferente la declaración del monarca.

— No soy merecedor de tal honor, su majestad. Pero haré todo lo que esté en mi mano para defender vuestro honor y convertir esas tierras en la envidia de vuestra nación.

Se alzaron voces, protestas y algunas muestras de indignación. El rey, por su parte, se limitó a sonreír.

— Espero mucho de vos, Aderion. No me defraudéis —dicho eso, con un gesto de la mano mandó a todos a callar—. Aquí acaba la vista.

Daliant abandonó el palacio montado en su caballo de guerra –que se le acababa de regalar, por cortesía del rey–, con una bolsa llena de monedas de oro: quinientas monedas que eran una fortuna. Si las sumaba a las dos mil que había acumulado durante los ocho años de tortuosa campaña militar.

¿Y ahora qué? ¿Ir al valle? ¿Yo solo? Había detenido el caballo junto a los muros interiores, pensando cuál sería su siguiente movimiento. En ese preciso instante una figura ataviada con una túnica color granate se le acercó.

— ¿Sois su señoría Daliant Aderion?

— Sí —estudió la figura que se escondía bajo la túnica. Debía de tener unos cincuenta años. Bastante mayor, calvo y de rostro enjuto—. ¿Con quién tengo el placer de hablar?

— Soy el vinter Saud. La orden me ha puesto a vuestra disposición.

— No quiero faltaros al respeto, vinter, pero… ¿no se supone que debería asignarse a un hombre más…?

— ¿Joven? Sí, pero la orden atraviesa dificultades, como todo el país. Andamos faltos de recursos.

A Daliant le vino a la cabeza la imagen de los ancianos y enfermos mendigando en la avenida de la capital.

— Son tiempos difíciles, sí. ¿Tenéis montura, vinter?

El hombre negó con la cabeza y el recién nombrado conde suspiró.

— Montad conmigo, vamos a comprar una. Espero que vuestros consejos y sabiduría valgan el oro que me dejará en ella.

Saud parpadeó varias veces antes de reaccionar. Cuando al fin lo hizo, fue para realizar una reverencia.

— Agradezco el ofrecimiento, mi señor. Haré que no os arrepintáis.

Tras dejarse cinco monedas de oro en una buena montura junto a la parafernalia necesaria para montar a la bestia, Daliant se paró a discutir con el sabio.

— ¿Conocéis mis circunstancias, cierto?

El vinter asintió.

— Os aguardan muchas dificultades, mi señor. Desarrollar y asentarse en un lugar salvaje como el valle va a ser complicado. Es un lugar fronterizo, peligroso y a pesar de que la región cuenta con una buena cantidad de recursos, se halla lejos de las rutas de comercio.

— Va a ser complicado atraer a jornaleros y otras gentes. ¿Tenéis alguna idea?

— Podríais comprar mano de obra esclava. Es barata y servirá para desarrollar la infraestructura básica de la región.

— ¿Esclavos? No quiero dejarme la mayor parte de la fortuna en mano de obra.

Saud esbozó una sonrisa.

— La guerra contra Heresia y Sagulia ha provocado un excedente inmenso. Ahora es el mejor momento para comprar.

Daliant caviló durante unos segundos. Iba a ser imposible encontrar a una buena cantidad de gente que le ayudara a desarrollar con rapidez el condado. Había que preparar el terreno, talar y preparar la madera, hacerse con roca y levantar una buena cantidad de edificaciones…

— Está bien. Visitemos a un buen esclavista de la zona.

Se dirigieron a los bajos fondos de la capital. Allí, las calles estaban descuidadas y un olor acre dificultaba el respirar. El vinter lo acompañó a uno de los edificios más grandes de la zona. El cartel de la entrada rezaba: Compañía Canvil.

En la entrada los recibió un hombre de mediana edad, que se encontraba ocupado tras un mostrador con una buena cantidad de papeleo.

— Buenos días, caballeros, ¿en qué los puedo ayudar? —El hombre ni siquiera se molestó en levantar la vista de los papeles.

— Vengo a ver la mercancía. Me gustaría comprar una buena cantidad de esclavos, si la calidad es buena.

El hombre, ahora sí, alzó la cabeza y esbozó una sonrisa.

— ¡Por supuesto! Faltaría más. Síganme —antes de iniciar el viaje por las instalaciones, colgó un cartel en la puerta de la entrada del edificio y cerró con llave—. Luego, los condujo por un pasillo lateral, que daba hacia un patio interior en el que se podía ver a algunos niños correteando—. ¿Qué clase de mercancía buscaba? Tenemos toda clase de…

— Mano de obra, soldados, herreros, arquitectos... me gustaría verlo todo.

La sonrisa del esclavista de ensanchó.

— Disculpe mi falta de decoro, su señoría, ¿con quién tengo la suerte de hacer negocios?

— Conde Daliant Aderion.

Los ojos del hombre se abrieron como platos.

— No solemos recibir la visita de alta nobleza, pero le aseguro que nuestra mercancía es de primerísima calidad, al igual que los precios —atravesaron una puerta que los llevó hasta un salón inmenso. En él, casi un centenar de personas se repartían el espacio. Había mantas y colchones de paja en el suelo. La mayoría de ellos estaban bien ataviados—. Estos son algunos de nuestros mejores esclavos. Están en buena forma física, son jóvenes y tienen experiencia. ¡Solo dos oros cada uno!

El conde les echó un vistazo rápido. Todos eran humanos.

— ¿Tiene elfos?

La pregunta hizo que el esclavista diera un respingo.

— S-sí, pero no le aconsejo que se haga con ellos. Los esclavos que ve aquí son mucho más confiables, se lo aseguro.

— Enséñeme a los elfos.

El hombre miró hacia la sala llena de esclavos en buena condición y luego a su cliente, finalmente se dio por vencido.

— Por supuesto, síganme.

Descendieron unas escaleras de caracol hasta llegar a un nivel inferior, peor iluminado y mantenido. Desde el pasillo, Daliant pudo escuchar el sonido de toces y algún que otro sollozo. El esclavista sacó un manojo de llaves y abrió una puerta de metal enorme. Lo que había al otro lado sorprendió tanto al conde como al vinter: una sala del mismo tamaño que la anterior, ocupada por el triple esclavos, afinados y sin apena espacio para estirarse. La mayoría malnutridos, cansados y asustados.

— Le había recomendado ignorar esta mercancía porque viene de Heresia. La mayoría ni siquiera habla nuestro idioma —el hombre les lanzó una mirada de asco—. Se suelen emplear en minas y otros trabajos peligrosos que requieren de mercancía barata y desechable. Los elfos no suelen tener buen aguante físico.

— Mi señor, creo que debería quedarse con los esclavos que vimos…

— ¿Hay familias? ¿Niños? —Le interrumpió el conde.

— Sí, pero no se preocupe, las podemos separar si así lo requiere.

— ¿Cuántos hay aquí?

— Doscientos cincuenta y cuatro.

— ¿El precio?

El esclavista le echó una última mirada al montón de elfos afinados en la sala y luego se la mantuvo a Daliant.

— Por ser usted, cien monedas de oro.

El conde estiró una mano y esbozó una sonrisa.

— Trato hecho.

— ¡Perfecto! Voy a preparar el papeleo —el hombre se dispuso a cerrar la puerta, pero el conde lo detuvo en el último momento—. ¿Ocurre algo?

— Quiero estar a solas con la mercancía unos minutos, ¿me permite?

El hombre arqueó una ceja.

— ¿Está seguro? —Suspiró—. Tenga cuidado, no me responsabilizo de lo que pueda pasarle ahí dentro.

Daliant entró en la habitación, todas las miradas estaban posadas sobre él.

— ¿Herreros? ¿Artesanas? ¿Arquitectos? Que levanten la mano.

Los elfos, hasta ahora apáticos y temerosos, se miraban los unos a los otros, perplejos.

Uno de ellos alzó la mano.

— Yo era herrero, trabajaba en las forjas del emperador.

El conde esbozó una sonrisa.

Otro también la levantó.

— Trabajaba en un pueblo fronterizo como aprendiz de herrero.

— He trabajado en la construcción como ayudante de arquitectura.

— Mampostería.

— Artesana del cuero.

— Granjero.

Poco a poco, todos los elfos fueron dando a conocer sus profesiones.

— Bien, a partir de ahora soy vuestro señor. Pronto partiremos hacia nuestro destino.

Los ojos de los elfos seguían clavados en él, expectantes.

— No. No vais a trabajar en minas. Tengo otros planes. Ninguno de ellos peligroso.

La mayoría pareció relajarse, otra parte se mantuvo tensa. Era lo normal: a pesar de haber mantenido una conversación en élfico, no había ninguna razón para creer las palabras de un hombre que compraba esclavos.

— ¡M-mi señor! ¿En qué momento…?

— He pasado la mayor parte de mi vida en Heresia. Hubiera sido estúpido por mi parte no aprender el idioma local. ¿Cómo creéis que se gana uno la confianza de las gentes a las que ocupa y de los informantes a los que paga?

— Entiendo. Sois un hombre con una cantidad de recursos formidable —Daliant no sabía qué le molestaba más, si los halagos del rey o los del vinter. Aunque en el caso del anciano, su tono de voz denotaba más sorpresa que adulación.

— Volvamos a preparar los papeles. Aún queda mucho por hacer.

El esclavista se hallaba firmando los documentos de la transacción, con una sonrisilla en el rostro. Cuando los tuvo listos le indicó dónde debía firmar. Una vez le entregó la cantidad que debía, volvieron a los negocios.

— Me había pedido mano de obra especializada, ¿verdad? Siento decirle que solo contamos con humanos especializados, los elfos…

— He cambiado de opinión. Lo que necesito son soldados con experiencia y quiero que se añada el contrato de sangre.

— Soldados con contrato incluido, entiendo.

— No, no solo los soldados. Quiero celebrar el contrato con todos los esclavos que he comprado.

El esclavista tenía la mandíbula desencajada. Le costó unos segundos procesar lo que acababa de escuchar.

— Mi señor, ¿es consciente de que cada contrato cuesta dos piezas de oro?

— Muy consciente, esclavista.

El hombre parpadeó varias veces, luego se limpió el sudor de la frente con un pañuelo de tela.

— E-entiendo —trató de recomponer la sonrisa—. ¿Quiere inspeccionar el resto de la mercancía ahora?

Daliant asintió y se pusieron en marcha.

Los esclavos con experiencia en combate estaban ubicados en otra ala del edificio, bajo la supervisión de una docena de guardias bien pertrechados.

— ¿Tiene en mente algo que quiera ver, mi señor?

— Elfos, enanos.

El hombre asintió y los guio hasta una salita en la que había una docena de enanos sentados, charlando y discutiendo. Sus rostros y brazos, llenos de cicatrices, además de sus miradas curtidas, le dijeron al conde que eran los hombres que necesitaba.

— El lote se vende entero. Trabajaban en una compañía mercenaria al servicio de su majestad hasta que desertaron durante un asalto en la campaña del sur de Sagulia.

— ¿Desertores?

El esclavista asintió.

— Son buenos combatientes, tienen experiencia. El precio final incluye el contrato de sangre, por lo que desertar no supondrá un problema.

— ¿Cuánto cuesta el lote?

— Trescientas monedas, mi señor.

El vinter, que había caminado en silencio detrás de Daliant, dejó escapar un comentario poco digno de su posición. El esclavista lo ignoró.

— Puedo dejarle el lote en doscientas cincuenta si se lleva otra de mis mercancías —el hombre se frotó las manos.

— ¿Qué clase de mercancía? ¿Más mano de obra?

— No, mi señor. Sígame, enseguida se la muestro.

Volvieron sobre sus pasos, hacia una sala situada en el ala centra del edificio. Las instalaciones aquí estaban más cuidadas, daba la impresión de tratarse de una posada de alta clase.

— ¿Hombres o mujeres? —Inquirió el hombre—. Quiero que sepa que aquí tratamos con total discreción y sin juzgar a nuestros clientes.

— ¿A qué se refiere?

— Sus preferencias personales, mi señor.

El conde dejó escapar un suspiro.

— Enséñeme a las esclavas más baratas que tenga, por favor.

El esclavista no intentó ocultar su decepción.

— Claro, pase por aquí.

Volvieron a bajar a un nivel inferior y recreando la escena de antes, se volvieron a encontrar en una planta del edificio poco cuidada. Daliant pudo observar varias telarañas en el techo.

El esclavista abrió una puerta custodiada por dos guardias. Después de entrar, gritó un par de órdenes y dio el visto bueno para que el conde accediera al interior de la estancia. Había casi dos docenas de mujeres elfas. Ataviadas con ropas sencillas y que dejaban poco a la imaginación.

Daliant conocía de sobra a las mujeres elfas. Había tratado con ellas a diario a lo largo de toda la guerra. Eran mujeres que poco parecido tenían con respecto a las arascianas: decididas, atrevidas y muy curiosas.

Supongo que tiene que ver con los valores que se buscan en una mujer. La sociedad heresiana y la arasciana tenía una buena cantidad de diferencia y esta era una de las más notables. Los arascianos preferían las mujeres sumisas, reservadas y delicadas. El conde se había alistado a los catorce años, poco antes de alcanzar la mayoría de edad y se había pasado los últimos siete años viviendo junto a mujeres y hombres extranjeros. Por eso, cuando escuchaba las conversaciones de la tropa sobre estos temas, no entendía muy bien cuál era el atractivo extra que encontraban en las damas de Arascia.

— ¿Hablan nuestro idioma?

El esclavista asintió.

— La mayoría lo habla con fluidez. Las más jóvenes aún no lo dominan bien, pero aprenden muy rápido.

Daliant estudió a las mujeres: piernas largas, cuerpos esbeltos, rostros orgullosos y miradas nerviosas. Nada fuera de lo habitual.

Se dispuso a abandonar la estancia cuando una de las muchachas que se hallaba al fondo de la estancia llamó su atención. Más baja que el resto y con más curvas.

— ¿Cuánto pide por cada mujer?

— Cincuenta piezas de oro, mi señor.

— ¿Y por la medio elfo?

El hombre dio un respingo.

— ¿Cuarenta? —Le mantuvo la mirada—. T-treinta monedas.

El conde asintió.

— Me la llevo. Los enanos también.

Terminados los negocios en la Compañía y realizados los contratos, Daliant extendió un cheque por valor de novecientas sesenta monedas de oro y se hizo con el número exacto de niños, hombres y mujeres que había comprado. El resto del día lo invirtió comprando dos caravanas, ropa suficiente para todos los esclavos y herramientas de trabajo. Acabó desembolsando otras setencientas monedas.

Una vez hubo caído la noche, se hizo con dos habitaciones en una posada famosa de la ciudad.

— Mi señor —inició la conversación Saud mientras cenaban cochinillo—. Después de verlo hoy desenvolverse en la ciudad me pregunto si realmente me necesita para algo.

Daliant esbozó una sonrisa.

— Me has guiado por todo el entramado de calles y presentado muy buenos comerciantes. Claro que te necesito a mi lado.

— No merezco sus palabras, pero las aceptaré con humildad —el anciano se llevó una buena porción de carne a la boca, que saboreó durante un minuto—. Debo decir que jamás había visto a una persona tan decidida con sus finanzas como usted. No le tiembla el pulso a la hora de tomar decisiones que involucran cientos de piezas de oro, mantiene la calma… casi da la impresión de que es usted un mercader curtido.

— Tuve que aprender a la fuerza. Comerciar en Heresia durante la campaña me enseñó algunas tácticas interesantes. Al final del día, el campo de batalla es solo una parte muy pequeña de la guerra que libramos. La mayoría de batallas se libran con palabras y no con el acero.

Saud soltó una carcajada.

— Interesante, ¡muy interesante! Estoy seguro de que llegará muy lejos, mi señor.

— Oh, no lo dudéis ni un instante.

Esa noche, el conde durmió pudo conciliar el sueño tranquilo. Se levantó bien entrada la mañana y tras desayunar, se dirigió a uno de los distritos más modestos de la capital, para acabar entrando en una herrería que se escondía en un callejón de mala muerte. Desde la entrada, el sonido de los martillos trabajando el acero y los gritos de un capataz impidieron que su voz se hiciera escuchar.

— ¡Disculpen! ¡Vengo a comprar! —Gritó tan alto como le fue posible.

— ¿Qué? ¡Oh, sí, comprar! ¡Pasen por aquí! —Un hombre corpulento, bañado en sudor y bien entrado en años los condujo hasta una salita, alejada de las forjas—. Díganme, ¿en qué les puedo ayudar?

— Necesito una docena de espadas de buen acero. Cinco arcos, muchas flechas y otra docena de armaduras pesadas enanas. También un hacha de guerra.

El hombre se rascó la cabeza.

— Las armaduras enanas ahora mismo están bastante caras. Hay mucha demanda.

— Calcule el presupuesto y dígame el precio.

— En seguida.

Pasados un par de minutos, el hombre accedió desde una puerta lateral, papel en mano.

— Trescientos oros. He incluido media docena de armaduras de cuero, como regalo.

— Perfecto, hay trato —Daliant le extendió la mano y recibió un apretón de manos que le recordó a los que solía darle el comandante durante la campaña de guerra.

Solo quedaba por comprar semillas, grano y otros alimentos básicos. El conde sabía que no le iba a salir barata la compra, no después de las miserias que había atravesado el reino y de las hambrunas que se cebaban con las tierras del sur. Pero si no quería que se produjera la misma situación en su territorio, tendría que emplear todo el dinero que fuera necesario.

— Doscientas monedas —dijo la dependienta—. Aunque haya comprado en tanta cantidad, no pienso hacer rebajas. Ya bastante mal está el negocio como para regalar mis productos.

Daliant sacó una bolsa llena de monedas de oro.

— Aquí hay doscientas. Vendré a pagar y recoger lo encargado en un par de horas.

La mujer asintió.

— Muy bien. Así me gustan a mí los clientes: directos al grano y con pago en efectivo.

Organizar tremenda cantidad de esclavos y trasladarlos hasta el lugar en el que se hallaba la inmensa caravana no iba a ser tarea fácil. El esclavista había tenido el detalle de darles un baño el día anterior, por lo que solo tuvo que repartir las ropas nuevas y asegurarse de que todos y cada uno de ellos habían celebrado el contrato de sangre. Los enanos, ataviados en sus nuevas armaduras, se mantenían en la vanguardia y retaguardia de la formación, que avanzaba hacia las afueras de la ciudad. Veinte carretas, tiradas por una buena cantidad de caballos, se movían lentamente, como si de un desfile se tratara. Cientos de personas se congregaban en las calles y observaban desde la distancia el convoy.

— Parece que seremos la comidilla de la capital durante un tiempo, vinter.

Saud dejó escapar una risita.

— No todos los días se ven espectáculos como este y tengo la impresión de que muchos nobles estarán atentos a lo que haga de ahora en adelante.

— Eso lo daba por sentado —Daliant endureció la mirada—. A la sangre azul no le interesa la competencia. El rey se ha granjeado más de un enemigo con la declaración que ha hecho.

— Y vos también.

El conde soltó un bufido.

— Los grandes duques y condes del reino tienen asuntos más importantes que atender que estar al tanto de lo que un veterano de guerra hace en los confines del reino.

— Solo le pido que tenga cuidado. Ya sabe, mi señor, los próximos meses van a ser claves para sus aspiraciones.

Eso era algo de lo que Daliant era muy consciente. Había apostado, invirtiendo todos sus ahorros en el desarrollo de sus tierras. Una mala decisión, un tercero involucrado o incluso un infortunio podían suponer su caída en desgracia. Aunque siendo sincero, después de la campaña heresiana, había pocas cosas en el mundo que le provocaran verdadero terror y desde luego, reducir sus ingresos a cero no era una de ellas.

El conde giró la cabeza hacia detrás y observó de reojo a la esclava que se aferraba a su cintura. Le había comprado varios vestidos sencillos, pero adecuados para la vida en el campo. ¿De qué iba a servirle un vestido propio de un salón de bailes en medio de un valle virgen?

— Creo que aún no nos hemos presentado —dijo en un élfico impecable—. Mi nombre es Daliant Aderion, encantado de conocerte….

— Seritia. Seritia Lyndion.

Mantuvo una conversación superflua con ella durante un rato, él le habló del valle al que se dirigían, las condiciones del terreno que esperaba encontrarse y del clima de la región. Ella le habló del lugar en el que nació y se crio, aunque de forma muy vaga y sin entrar en detalles. Daliant tuvo la impresión de que la muchacha prefería no seguir tratando el tema, por lo que en cuanto pudo, guardó silencio y continuó pendiente del camino.

— ¿Un noble humano hablando en élfico? —Escuchó preguntar a uno de los enanos en su idioma al capitán de los guardias—. ¿Es eso normal, Dakross?

El líder, negó con la cabeza.

— Qué va, es la primera vez que escucho a uno utilizando el idioma. No sé mucho élfico, pero por lo que he escuchado, el tipo lo domina.

Con que tipo, ¿eh?

— ¿Sabemos algo del lugar al que vamos?

— Poca cosa. Un valle en el culo del mundo y buen montón de esclavos. Probablemente pretenda usarlos para levantar un poblado lo más rápido posible. La idea no es mala, pero solo se ha traído consigo esclavos. Parece que nuestro amo es un tipo bastante raro.

— ¿Raro? ¿Qué tengo de raro? —Preguntó Daliant a los enanos con un marcado acento.

Ambos se lo quedaron mirando con la boca abierta.

— ¿Primero élfico y ahora enano? —Preguntó entre risas el vinter—. Está hecho toda una caja de sorpresas, mi señor.

— Caja de sorpresas o no, mostrad un poco más de respeto hacia vuestro señor, ¿entendido?

Asintieron. Dakross tragó saliva.

— M-mi señor, ¿cómo aprendió el idioma?

— Estuve al mando de una unidad de élite enana durante el asalto de Arkays.

— ¿Arkays? ¿La campaña heresiana? —El enano no salía de su asombro.

— Sí, lideré el asalto a la brecha del muro. Mi unidad fue la primera en atravesar las defensas enemigas. Ese día se derramó demasiada sangre.

Dakross soltó un silbido.

— No todos los días se encuentra uno con un conde tan valiente como usted, amo.

Daliant descartó la idea con un movimiento de la mano.

— Nací hijo de jornaleros. El título lo he ganado por méritos propios.

— Entonces puedo descansar tranquilo conociendo vuestra competencia en las artes militares —el enano esbozó una sonrisa que al conde se le antojó perversa—. Espero que algún día podamos combatir juntos.

— Y yo espero que ese deseo tuyo no se cumpla pronto.

Dakross se dio la vuelta para mirar el convoy de caravas.

—Supongo que tendré que esperar —suspiró—. Aunque estoy seguro de que valdrá la pena.

— No te preocupes que tú y los tuyos tendréis trabajo suficiente mientras tanto.

— ¿A qué se refiere?

— El valle de Aderion y los terrenos colindantes hacen frontera con Heresia. Tal y como están las cosas, dudo que pasemos una sola estación sin incidentes.

— ¡Já! —El enano levantó la inmensa hacha de guerra—. Los invito a probar mi acero. Según he oído los elfos son incluso más débiles que los humanos.

El conde no respondió. Sabía que aquel rumor era cierto. Los elfos poseían mayores capacidades mágicas y el número de hacedores de magia en las filas del ejército del emperador doblaba a las del Reino de Arascia, pero eran incapaces de replicar la esgrima y carecían de la fuerza necesaria para hacer frente en combate singular a un humano que hubiese recibido el mismo entrenamiento.

La única ventaja que tenían estaba en los números. Cientos de miles de milicianos, soldados y arqueros, criados desde muy pequeños para servir al imperio como carne de cañón. Un destino peor que la esclavitud. Se dijo Daliant para sus adentros.