1 Prólogo

— ¡General, están a punto de abrir una brecha en la zona este de la muralla! ¡Necesitamos refuerzos! —El mensajero, a pesar de portar una armadura ligera, resollaba por el esfuerzo.

— ¡La puerta, la puerta está a punto de ceder! —Gritaba otro de los hombres entre la muchedumbre que se asomaba a observar la situación.

(No hay tiempo. Ya hemos perdido a demasiados hombres). Echó un vistazo a la puerta y otro a la inmensa grieta en la muralla. (Que los dioses se apiaden de nuestras almas).

— Preparad a una unidad que se encargue de recoger y apilar todos los cuerpos de los soldados caídos en la muralla hacia la puerta. Los que están ya allí, que los apilen formando una muralla.

— ¿S-señor? —El teniente Felert apenas si podía contener la indignación.

— Nada de señor. ¡Quiero una muralla de cuerpos en la puerta principal, dejad un destacamento protegiéndola y que el resto refuerce la brecha! —En la distancia se escuchaba ya el eco de los cuernos de guerra enemigos-. ¡Rápido!

El mensajero abandonó el lugar a toda prisa, dirigiéndose hacia el oeste.

— ¿Q-qué haremos nosotros, general? —Preguntó otro de los miembros del estado mayor.

— Venid conmigo, todos iremos a defender la brecha. Si no conseguimos rechazar el próximo ataque, la ciudad está perdida.

La mayoría de hombres reunidos en la tienda asintió. Algunos mostrando su entusiasmo por ser partícipes en la batalla. Otros se revolvían incómodos. Sea como fuere, el destino de Daliant y del resto del ejército arasciano estaba sellado.

¡Bum! ¡Bum! ¡BUM! La tercera detonación terminó por abrir la grieta formada en la muralla. Decenas de cascotes volaron en todas direcciones. El general vio cómo un trozo particularmente grande impactaba en la cabeza de un pobre diablo antes de que la humareda los cegara a todos.

— ¡En formación! ¡Preparaos para el asalto!

Los gritos de los soldados enemigos se escuchaban ya muy cerca. No tardó demasiado en ver cómo se dibujaban los contornos de los soldados enemigos.

— ¡Arqueros! ¡Por Arascia!

Una lluvia de flechas cayó allí donde antes había estado la pared de la muralla. Daliant pudo escuchar los gritos y lamentos del enemigo.

— ¡Ahora! ¡Cargad! —Aún quedaba una ligera polvareda, pero si retrasaba más la carga, el enemigo tendría una visión clara de sus posiciones y dada la ventaja que suponía el terreno elevado, no podía permitirse semejante lujo.

Desenvainó la espada y gritando a pleno pulmón se internó en la nube de polvo, cada vez más fina. Lo primero con lo que se topó fue un soldado heresiano que sollozaba y se agarraba de la mano que acaba de perder. El general realizó un movimiento rápido con el espadón y lo descargó contra un costado del soldado, que salió volando, desmadejado, impactando contra los restos de la muralla.

Daliant no se molestó en averiguar si el tipo seguía con vida, ya se hallaba descargando golpes contra el grueso de la formación enemiga. Una, dos, tres… llegó un momento en que perdió la cuenta de las veces que había descargado el mandoble sobre las tropas enemigas, pero de a poco pudo darse cuenta de que sus hombres estaban rechazando el ataque con éxito.

— ¡Por Arascia! —Decapitó a un soldado que bien había perdido su casco o no había tenido los ahorros suficientes para comprarlo—. ¡La victoria es nuestra, avanzad!

Escuchó los gritos de sus hombres y la carga enemiga se debilitaba. No debía faltar demasiado para que ordenaran la retirada. Sabedor de que era un momento clave, continuó blandiendo el espadón, describiendo círculos amplios y llevándose a cualquier imbécil que tuviera valor de acercársele. Justo entonces notó un pinchazo debajo de la axila que hizo que perdiera todo el aire que llevaba en los pulmones.

— ¡Ugh! —Intentó decir algo, pero solo logró resollar, antes de caer al suelo.

— ¡El general ha caído! ¡Cargadlo! ¡Seguid con el ataque! —Fue lo último que escuchó antes de perder el conocimiento.

Escuchaba voces, veía luces fluctuando en la oscuridad en la de la inconsciencia. Escuchaba risas. Sí, las risas de sus padres en el hogar, cuando él no era más que un crío. El olor a pan recién horneado, a tierra mojada después de las primeras lluvias de enero. Sus sollozos cuando su madre cayó enferma por culpa de la hambruna. Daliant lo recordó todo vívidamente.

— ¿Daliant? ¡Daliant! —De repente despertó, se incorporó a toda velocidad y un dolor de mil demonios le obligó a tumbarse de nuevo sobre la cama—. ¡Agh!

— General, ¿cómo se encuentra?

Giró la cabeza con lentitud hacia el lugar del que provenía la voz y vio a su mayordomo, Reginald.

— Mal, como si me acabaran de dar una paliza.

— Pero con vida y ánimo, por lo que veo.

— Vete a la mierda, Reginald —mientras lo insultaba, recordó dónde estaba—. Espera, ¿qué ha pasado con la ciudad?

El mayordomo esbozó una amplia sonrisa. Rechazamos el asalto y el grueso del ejército de Heresia se ha retirado. Ayer llegaron los refuerzos desde Iveltia. Enhorabuena por la victoria, general.

Daliant dejó escapar un largo suspiro. Lo había conseguido. Lo habían conseguido.

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