En la estéril habitación del hospital, el ambiente estaba cargado con una quietud sombría. El suave pitido de las máquinas y el distante sonido de pasos en el corredor eran los únicos signos de vida.
Minjun se sentaba junto a la cama, las lágrimas aflorando en sus ojos.
Al lado de Minjun estaba la Abuela, encorvada, y sus nudosas manos sujetaban un pañuelo. Sus ojos estaban rojos de tanto llorar.
La cama del hospital estaba cubierta con una tela blanca, su superficie extrañamente quieta. June yacía debajo de ella.
Minjun extendió la mano y tomó la de la Abuela, sus dedos se entrelazaron en un silencioso gesto de duelo compartido. Sus miradas se encontraron, y en ese momento, su dolor se incrementó mil veces. No se pronunciaron palabras; no hacían falta.
—Es como un nieto para mí, Minjun. Lo he visto crecer desde un niño de mirada vacía al talentoso joven que es hoy —la voz de la Abuela temblaba cuando rompió el silencio.
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