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Capítulo 3: La verdad detrás de la deuda

◊ Manuel Alonso ◊

 

Tan pronto finalizó la última clase de la jornada escolar, me dirigí a las canchas de tenis para dedicarme a mis entrenamientos, donde me recibieron el entrenador Sabaleta y el capitán del club Luis López.

Dado que estaba en dos clubes deportivos, turnaba mis días de entrenamiento, por lo que no tenía tiempo libre, aunque la ventaja era que gozaba de una excelente condición física.

Los lunes y miércoles entrenaba con el club de voleibol, mientras que los martes, jueves y viernes le dedicaba mi tiempo al tenis.

—Como siempre, eres el primero en llegar, Mora —dijo el entrenador al verme.

—Buenas tardes, entrenador —respondí con un dejo de recelo, pues detestaba que me llamasen por el apellido de papá.

—Manuel, buenas tardes… Antes de iniciar con el entrenamiento, quiero decirte que habrá un torneo de tenis el mes que viene, ¿estás interesado en participar? —me preguntó el capitán.

El capitán Luis López, quien estaba en quinto año y me enseñó gran parte de lo que aprendí en el tenis, siempre me incitaba a participar en los torneos regionales que se llevaban a cabo en Pereira, de los cuales había ganado dos en representación del colegio.

—Claro, me encantaría participar —respondí, aunque sin muchos ánimos.

No es que no me gustase el tenis, es simplemente que al participar en un torneo, me veía obligado a ganar por el bien del estatus del colegio.

—No te veo muy animado, y entiendo que sientas presión por representar al colegio, pero en esta ocasión, puedes representarte a ti mismo, e incluso ganar el premio que están otorgando… Si mal no recuerdo, creo que es de ocho mil macros —reveló el capitán.

Los ocho mil macros como premio llamaron mi atención, por lo que mi motivación se disparó de inmediato.

—¡En ese caso, quiero participar! —exclamé emocionado.

—Bien, entonces, ¿podemos ir mañana para que te inscribas? —preguntó.

—Sí, claro… Hablaré con el capitán del club de voleibol para avisarle que estaré ausente mañana —respondí, aún emocionado y con repentinas ansias porque empezase el torneo.

—¡Muchachos! Torres y Valenzuela ya llegaron, así que prepárense para el entrenamiento —exclamó el entrenador desde la entrada a la cancha de tenis.

Abigail Torres era una chica de primer año y tenía un futuro brillante en el tenis, pues aun teniendo doce años, era capaz de rivalizar contra el capitán y conmigo. Mientras que Gerard Valenzuela, al igual que yo, era de tercero, aunque de la sección cinco; él apenas estaba aprendiendo del deporte.

Así que nos fuimos a cambiar y finalmente nos dedicamos a nuestros entrenamientos hasta las dos y treinta de la tarde.

Tras despedirme de mis compañeros y del entrenador, tomé mis cosas y salí del colegio con destino a la parada de autobús.

Ahí tomé el autobús que me dejaba frente a un taller mecánico en el que trabajaba como ayudante y aprendía sobre algunas labores que me enseñaban mis jefes.

No es que fuese un adicto al trabajo, pero siempre y cuando pudiese obtener un ingreso que me permitiesen persuadir los intentos de mamá por querer darme dinero, estaba dispuesto a trabajar.

En el taller, el señor Hermes Díaz y su ayudante Gregorio, más allá de fungir como mis superiores y maestros, también se convirtieron en una segunda familia para mí, sobre todo por la forma en que me trataron cuando llegué para pedir trabajo a mis doce años.

Cuando llegué al taller, ambos mostraron la frustración que enfrentaban mientras trabajaban en un carro de gama vieja, por eso me les acerqué para saludarlos.

—Buenas tardes, señor Díaz… Gregorio, ¿qué tal? —dije al saludarlos, por lo que ambos dejaron sus labores para atenderme.

La expresión de rabia en el rostro del señor Díaz se suavizó cuando me miró, mientras que Gregorio esbozó una sonrisa y corrió hacia mí para abrazarme, aunque antes se detuvo, pues no quiso ensuciarme.

—¡Mi hermanito de otra madre! —exclamó Gregorio emocionado.

Gregorio Martínez, quien tenía diecinueve años, era un estudiante universitario que se formaba en la profesión de mecánica automotriz, por lo que su trabajo en el taller le ayudaba a complementar sus estudios.

Me llevé bastante bien con él desde el primer momento en que lo conocí. De hecho, lo considero un ejemplar hermano mayor al que aprecio mucho a día de hoy.

—Manuel, tan puntual como siempre, que bueno que llegaste —dijo el señor Díaz, en medio de su frustración.

—¿Los puedo ayudar en algo? —pregunté con amabilidad.

Fue gracioso notar la forma en que Gregorio reaccionó, como si mi ayuda se convirtiese en algo celestial.

Gregorio sabía bastante de mecánica, sobre todo por las enseñanzas del señor Díaz, quien lo empleó cuando este era un estudiante de secundaria; de ahí nació su afición por la profesión y su sueño de formarse en la universidad.

—¡Manuel! El jefe no deja de gritarme, y me pone sensible que me hable así —dijo Gregorio a modo de queja mientras hacía un puchero infantil.

El puchero y la fingida victimización de Gregorio me hicieron reír, mientras que el señor Díaz rascó su entrecejo y miró hacia abajo para evitar mostrar su sonrisa.

—Tenemos problemas anillando este motor, así que nos vendría bien que te encargues de limpiar aquellos repuestos para tenerlos listos al terminar aquí —dijo el señor Díaz, que señaló hacia una esquina.

—Enseguida, señor —respondí.

Como llevaba dos años trabajando para el señor Díaz, en una situación similar a la del señor Segovia en su restaurante, tenía un conjunto viejo de ropa en el depósito, así que fui rápido a cambiarme.

A pesar de los dos años que tenía trabajando en el taller, no era mucho lo que sabía de mecánica, pero en ocasiones era capaz de solventar algunos problemas, sobre todo los relacionados con la electricidad.

De hecho, esa tarde, y para sorpresa de nosotros, un lujoso auto entró al taller y se estacionó a unos metros en frente de mí.

Del mismo bajó una elegante mujer que miró en varias direcciones hasta que dio conmigo, aunque antes Gregorio se encargó de atenderla.

Gregorio se le acercó con ese carisma que lo caracteriza, pues era entre nosotros tres quien tenía mejor conexión con los clientes.

Supongo que el hecho de que el señor Díaz tuviese una buena lista de fieles clientes se debía a la simpatía y atención de Gregorio.

Por otra parte, fue la primera vez que un auto de esa gama entraba al taller, al menos en mi presencia, aunque supuse que para el señor Díaz también, pues en su rostro se le notaba el asombro.

Además, la elegancia con que vestía esa mujer, nos permitió deducir que era de la alta sociedad, lo cual me puso bastante nervioso.

—¡Oye, Manuel! Ven aquí un momento —exclamó Gregorio, minutos después de conversar con ella.

Al acercarme a ellos, me sorprendió por instante la belleza de esa mujer, quien de cerca lucía más joven de lo que a simple vista aparentaba; le calculé unos treinta años de edad.

Sin embargo, lo que me mantuvo atento a ella fue su parecido con alguien que no recordé en ese momento; su rostro me resultó familiar.

Ella me miró con desconfianza, y no la culpé por ello, pues a diferencia de Gregorio y el señor Díaz, todavía tenía una apariencia infantil.

—¿En qué te puedo ayudar? —le pregunté a Gregorio, tratando de mantener la compostura y demostrar una seriedad que fuese capaz de persuadir la desconfianza de esa mujer.

—La señorita dice…

—Señora, jovencito —dijo ella con severidad al interrumpir a Gregorio, que incluso enderezó su postura para mostrarle más respeto.

—Perdón… La señora dice que se le apaga el carro de repente. Debe ser una fuga de corriente. Así que busca el multímetro, detecta la fuga y resuelve el problema —respondió Gregorio con voz titubeante, lo cual hizo que la desconfianza de esa mujer se evidenciase más en su rostro.

Algo que admiraba de Gregorio era que sus diagnósticos eran certeros, por lo que hice caso de inmediato y fui en busca del multímetro.

—¿De verdad dejarás que ese niño se encargue de tu trabajo? —le preguntó la mujer a Gregorio, justo al momento en que regresé.

—No se preocupe, este chico está más que capacitado para el trabajo. De hecho, es el encargado de resolver los problemas eléctricos —respondió Gregorio, quien se me acercó y rodeó mis hombros con su brazo.

—No sé si deba confiarle mi carro a un niño —insistió ella, cuya desconfianza pasó a ser disconformidad en su rostro.

—Le aseguro que, en menos de cinco minutos, su problema estará resuelto, y una mujer como usted, de seguro, prioriza mucho el tiempo —replicó Gregorio, quien entró en modo negociador.

—Bueno, está bien. Si me garantiza que resolverá rápido el problema, lo permitiré.

Era mi momento de demostrar que estaba capacitado para el trabajo, aunque eso generó más presión sobre mí, así que apenas pude controlar los nervios.

—¡Bien! Te lo encargo, Manuel, demuestra de lo que eres capaz —dijo Gregorio con entusiasmo y dramatismo, por lo que me animó como si estuviésemos en una especie de juego crucial.

Tras acercarme al auto de la señora, hice el intento de abrir el capó, aunque antes, ella se me adelantó en dicha acción para demostrar que seguía desconfiando de mí.

—No se hubiese molestado, señora —dije con un dejo de vergüenza.

—Descuida —contestó.

Su rostro no dejó de resultarme familiar.

Esas expresiones y ese azul particular de sus ojos, sabía que los había visto en otra parte, pero opté por concentrarme en mi trabajo y logré dar rápido con la fuga de corriente.

—Tal como dijo mi superior, es una fuga de corriente —le dije a la señora.

Ella me miró con recelo y fijó su vista en mis manos.

—¿Cuánto tiempo has estado trabajando aquí? —preguntó de repente.

—¿Eh? —respondí confundido, pues no esperaba semejante iniciativa de conversación.

—Vamos, responde sin titubear —replicó con severidad.

Antes de responder, se me hizo un nudo en la garganta, pues recordé la severidad de mamá, lo cual era bastante aterrador.

—Casi dos años —musité nervioso, y cuestionándome por responder de manera vaga, pues en mi mente tuve mejores respuestas.

—Entiendo —dijo, y por unos segundos se mostró pensativa—. ¿Estudias?

—Sí, estoy en tercer año de secundaria —respondí tratando de no dar muchos detalles.

Como me suele pasar cada vez que hago esa clase de trabajos, lo que creí que sería una conversación casual, se convirtió en un interrogatorio.

Ya estaba acostumbrado a ello, pero esa mujer realmente me intimidó.

—¿Qué tal son tus calificaciones? —preguntó con repentino interés y cambiando su semblante, que se suavizó un poco.

—Soy el segundo mejor de la clase y el sexto a nivel general —respondí con un dejo de orgullo, sobre todo por notar que en su semblante ya no se notaba su severidad.

Por alguna razón, cuando empecé a trabajar en la fuga de corriente, mi temor pasó a segundo plano, por eso pude responder con un poco de naturalidad.

—Entonces eres un buen estudiante… Me da gusto saberlo —dijo con un dejo alivio.

—Bueno, sigo el método de mi mentora… Ella me aconsejó que para ser el mejor de la clase, uno tiene que ir dispuesto a aprender en vez de memorizar —comenté.

—Es un gran consejo —respondió ella—. Dime algo, ¿qué planes tienes para tu futuro?

Su insistencia dejaba en evidencia una preocupación que me resultó incómoda.

Suele pasarme también.

En ocasiones, cuando en medio de mis conversaciones con los clientes revelaba que era de bajos recursos y que necesitaba de varios ingresos para evitar que mamá me diese dinero, las personas demostraban su lástima dándome propinas exageradas que en mi orgullo optaba por rechazar.

—Me gustaría estudiar medicina en la Universidad de Pereira. Con el rendimiento académico que tengo, puedo aspirar a una beca si logro alcanzar el promedio exigido —respondí.

—Me da gusto escuchar eso —musitó con una aflicción que no pudo ocultar.

La severidad que la había caracterizado se desplomó, por lo que me vi obligado a cambiar el tema de conversación; fue oportuno que, justo entonces, terminase mi trabajo.

—¡Bien! Problema resuelto —dije—. Dudo que su auto falle de nuevo, pero si la falla persiste, por favor, venga nuevamente al taller… Llamaré a mi superior para que se encargue de la facturación.

Entonces, llamé a Gregorio y le avisé que había resuelto el problema.

Él guió a la mujer hasta una pequeña oficina donde usualmente se encontraba la señora Díaz, que se encargaba de las finanzas del taller.

Minutos después, cuando la mujer regresó a su auto, me llamó antes de subir al mismo.

Tan pronto me le acerqué, me entregó un billete de cien macros, alegando que era mi propina.

—No es necesario —dije avergonzado y en parte molesto, pues no quería que me tuviese lástima.

—Acéptalo, por favor… Te vi trabajando y se nota que sabes lo que haces. ¿Cuántos años tienes? —preguntó.

—Catorce años —musité.

—¿Y cuál es tu nombre? —preguntó de nuevo.

—Manuel —respondí avergonzado.

—Bien, Manuel, gracias por tu trabajo. Espero que sigas esforzándote en tus estudios y puedas obtener una beca universitaria… Ten mi tarjeta de presentación, es mi información de contacto. Conozco a los directivos de la Universidad de Pereira. Si tienes problemas para inscribirte puedes llamarme, aunque faltan dos años para eso —dijo, a la vez que esbozaba una sonrisa que una vez más me resultó familiar.

—Muchas gracias, aprecio su consideración —fue lo único que pude responder.

Antes de subir a su auto, y tal vez por instinto maternal, me miró como si estuviese orgullosa de mí y acarició mi cabello despeinado cual niño pequeño.

Debido a ello, y por hacer que recordase a mamá, no pude evitar sentirme agradecido y feliz, por lo que le deseé un lindo día y le pedí que volviese en caso de emergencia.

 

♦♦♦

 

Al finalizar mi jornada laboral, a pocos minutos para las cinco con treinta de la tarde, recibí mi paga de setenta macros por parte del señor Díaz; mi ingreso variaba dependiendo de lo que hiciese en el taller.

Estaba un poco emocionado, porque con la propina que recibí, más la paga que me dio el señor Segovia, había reunido una buena suma.

«Definitivamente, hoy es mi día de suerte», pensé, sobre todo por recordar que tenía al quinteto de idiotas bajo presión.

Ansiaba que pasasen rápido los dos meses. Incluso idealicé la alegría de mamá al momento de cancelar la deuda.

Sin embargo, una vez más me enfrenté a ese sentimiento de culpa que me ocasionaba saber que mi manipulación tenía como principal causa aprovecharme de una situación traumática para Corina.

«Maldita sea, no debo pensar más en eso», pensé.

Por suerte, persuadí ese pensamiento al considerarlo una sorpresa para mamá.

Después de cambiarme y despedirme de mis jefes, salí del taller y me dirigí a un abasto cercano.

Fue grato comprar sin la preocupación de quedarme sin dinero, sobre todo por la propina que recibí de esa amable mujer.

Por eso compré medio kilo de carne molida, un poco de tocino, las hortalizas y condimentos necesarios, una salsa de tomate y un kilo de pasta; al final gasté ciento cuarenta macros.

Al salir del abasto, donde algunas personas se quejaron por mi olor a gasolina, con la que pude desprender la suciedad de la grasa en mis manos tras terminar de limpiar algunos repuestos en el taller, tomé la decisión de regresar a casa caminando, pues no quería molestar a los usuarios del transporte público.

Me tomó poco más de una hora llegar a mi vecindario.

El sol se estaba poniendo y algunas personas yacían fuera de sus casas conversando a gusto.

Sin embargo, cuando me acerqué a la calle donde se encuentra el edificio residencial, noté una escena peculiar que me mantuvo pensativo.

Normalmente, cuando una pareja discute en plena vía pública, o la policía realiza operativos en los que suelen llevarse a los vagos de la zona, la gente no duda en salir a curiosear, lo cual estaban haciendo.

También pensé que había sucedido algo en el edificio, pues la mayoría de los curiosos miraba hacia los pisos superiores del mismo.

Creí que hubo un tipo de accidente doméstico, aunque lo que realmente llamó mi atención fue la lujosa camioneta que estaba parqueada frente al edificio.

Junto a la enorme camioneta, dos sujetos de elegante vestimenta conversaban y fumaban cigarrillos.

Cuando me les acerqué, los miré de reojo y noté que tenían un tatuaje peculiar en el cuello, algo que encendió mis alarmas por lo que representaban.

Eran miembros de la mafia, de la peligrosa organización criminal conocida como Cadenas rojas.

«¿Qué harán estos tipos aquí?» Me pregunté aterrado, pues los Cadenas rojas eran sinónimo de asesinatos, extorsión y secuestros.

—¡Ah, Manuel, que bueno que llegaste! —exclamó de repente la señora Gómez, la presidenta de la junta de condominio.

Por dentro, me aterré cuando la señora Gómez mencionó mi nombre frente a tipos tan peligrosos, por eso fruncí el ceño a pesar de los nervios que me invadieron.

—Señora Gómez, ¿qué sucede? —pregunté con fingida calma.

—Estos caballeros buscan a tu mamá… Les dije que llegará después de las siete, pero no me quieren creer —respondió con notable nerviosismo y temor.

«¿A mamá? ¿Qué querrán estos tipos con ella?» Me pregunté aterrado.

—Así que eres su hijo… Sí que te pareces a tu mamá, muchacho —dijo uno de ellos.

—¿Quiénes son ustedes? ¿Por qué buscan a mi mamá? —pregunté receloso y asustado.

—¿Eh? ¿Acaso no te lo ha dicho? —replicó el otro sujeto—. Bueno, puedo entenderlo.

—Me puedes decir Ringo, y él es Lucian.

Miré al tal Lucian, que parecía más tranquilo que el susodicho Ringo; incluso desvió su mirada como si le avergonzase mirarme.

—Tu querido padre le pidió prestado cien mil macros a nuestro jefe hace cinco años, y a esa rata se le ocurrió desaparecer sin considerar que iríamos por tu mamá y por ti —reveló Ringo.

«¡A la mafia, papá! Tenías que pedirle dinero a la mafia», pensé frustrado, a la vez que rascaba mi entrecejo.

—Solo venimos a cobrar la cuota de este mes, así que no te preocupes, no haremos nada malo… Respetamos mucho a Aurora —dijo.

—No digas su nombre con tu sucia boca —intervino de repente Lucian.

El tal Lucian desvió la mirada con vergüenza cuando lo miré; parecía ser tranquilo a diferencia del susodicho Ringo.

—Mamá llegará después de las siete, si gustan pueden esperarla —sugerí asustado.

Fue realmente complicado manejar tantas emociones negativas al mismo tiempo, aunque el temor fue lo que predominó.

—Tranquilo, muchacho, no temas… No les haremos daño. Sabemos la situación que enfrenta tu mamá. Por desgracia, el jefe no puede perder ese dinero —dijo Ringo al notar mi temor.

—Si les digo dónde está mi papá, ¿le darían su merecido? —pregunté.

—Lo mataríamos, esa es la orden, así que mejor no nos digas su ubicación… Es tu papá, después de todo —respondió Ringo.

—Será mejor que nos vayamos —sugirió Lucian—. Ya confirmamos que Aurora no llega ahorita, así que dile que vendremos mañana a las seis de la tarde para cobrar la cuota de este mes.

—Así que tú sí puedes decir su nombre —dijo Ringo con voz socarrona.

Debo ser honesto. No sé qué decir de un hombre que se ruborizó de la forma en que Lucian lo hizo cuando Ringo jugueteó con él.

Tampoco supe cómo enfrentar el hecho de que mamá cautivase a un mafioso, pero opté por ignorar ese detalle debido a la revelación que estaba enfrentando.

Tan pronto los mafiosos se fueron y los curiosos regresaron a sus casas, la señora Gómez corrió hacia mí y me dio un cálido abrazo.

Mi corazón latía con tanta rapidez que creí que sufriría un infarto.

Cuando me reencontré con la calma, pude despedirme de la señora Gómez y subir a mi departamento, donde me tomé el tiempo de reflexionar.

Por instantes odié a papá.

Su irresponsabilidad y falta de amor hacia nosotros cruzó los límites.

También sentí odio por aquellos familiares que lo defendieron, sobre todo por mi abuela Margaret.

En cuanto a mamá, no pude reprocharle el que me ocultase lo de los Cadenas rojas.

Si dijo que le debíamos dinero a un prestamista sin dar detalles, fue porque quería evitarme las preocupaciones que estaba sintiendo entonces.

«Será mejor que tome una ducha antes de preparar la cena», pensé con un dejo de frustración.

Después de ducharme y desprenderme del olor a gasolina, me vestí con ropa cómoda y salí a la cocina para preparar la cena.

El menú fue simple, aunque era uno de los platillos favoritos de mamá; pasta a la boloñesa.

Conforme picaba las hortalizas, no pude evitar pensar en esos tipos.

Me sorprendió una vez más lo imbécil y descuidado que llegó a ser papá al dejarnos semejante problema.

«No sé en qué estaba pensando cuando pidió un préstamo a la mafia», pensé decepcionado, aunque experimenté sentimientos encontrados porque, antes de lo que nos hizo, fue el mejor papá del mundo.

Los recuerdos de mi niñez con papá fueron los que me imposibilitaron el hecho de odiarlo de verdad.

Desde que tengo uso de razón, él siempre estuvo presente y veló por mi bienestar hasta que la cagó.

Siendo honesto, no sé qué o quién lo motivó a cambiar de tal manera.

Pasadas las siete de la tarde, tal como esperaba, mamá llegó hecha un manojo de nervios y preocupación.

Yo recién terminaba de sazonar la salsa de carne y dejarla al gusto, por eso me tomó desprevenido cuando corrió en mi dirección para abrazarme.

—La señora Gómez me contó lo que pasó. Hijo, lamento mucho que hayas tenido que hablar con esos tipos —dijo mamá con notable desesperación.

—No te preocupes, mamá, tú no tienes la culpa… Solo me dijeron que estarían aquí mañana a las seis de la tarde —contesté.

—Me preocupa que te pase algo, esa gente es muy peligrosa —musitó.

—Lo tengo claro, pero mientras no fallemos en los pagos, no hay nada que temer —respondí con intención de animarla.

—Tienes razón —musitó con un dejo de tristeza.

—Estoy preparando tu favorito, pasta a la boloñesa… Así que ve a ducharte mientras termina de cocinarse la carne —sugerí para cambiar de tema.

—¿De dónde sacaste el dinero? —preguntó con repentino recelo.

A mamá no le gustaba que le dedicase tiempo al trabajo, pues siempre decía que se esforzaba para que tuviese una vida normal.

—Bueno, el señor Segovia me dio cien macros, mientras que el señor Díaz setenta. Además de eso, una señora que fue al taller me dio una buena propina por un trabajo de electricidad —respondí.

—¿Una propina? —preguntó con persistente recelo, pues no le gustaba cuando la gente nos ayudaba por lástima.

—Sí, me dio cien macros y me entregó su información de contacto. Me dijo que si no logro obtener una beca, me puede conseguir un cupo en la Universidad de Pereira —respondí.

—Entiendo… Aun así, hijo, ya te he dicho que te centres en tus estudios. No te sobre esfuerces trabajando ni te preocupes por el dinero, ¿está bien?

—Pero, así evito que me des dinero, mamá… No te preocupes, no me estoy sobreesforzando ni descuidando mis estudios. De hecho, soy el segundo mejor de mi clase y mi promedio actual es de nueve punto tres. A finales de este año escolar lograré superar el promedio exigido, te lo prometo —respondí con seguridad.

Mamá dio unas caricias en mi cabello; esa acción me hizo recordar a la mujer en el taller y su instinto maternal.

Una hora después, cuando terminamos de cenar, recogí la mesa y limpié todo lo que ensuciamos.

Mamá me pidió que la dejase hacerlo, pero le dije que se relajase, pues era quien más se esforzaba entre nosotros.

—Manuel —dijo mamá de repente.

Yo giré en su dirección porque estaba terminando de lavar los cubiertos, y por alguna razón, mamá esbozaba una encantadora sonrisa.

No entendí por qué lo hacía, pero me tranquilizó bastante verla así.

—Hijo, estoy muy orgullosa de ti. Eres un chico maravilloso y todos los días doy gracias a Dios por tener un hijo como tú —dijo.

Sus palabras me tomaron desprevenido, por eso no pude evitar la vergüenza que me obligó a retraerme; me sentí como un niño pequeño.

—¿A qué viene eso tan de repente? —pregunté.

—Solo quise hacértelo saber —respondió sin dejar de sonreír.

—Tú…, eres la mejor mamá del mundo. Gracias por todos los esfuerzos que haces por mí —contesté con un dejo de vergüenza.

Mamá se levantó y se me acercó para acariciar mi cabello.

—Todavía sigues reaccionando como un niño cuando te avergüenzas —dijo con ternura—. Bien, ya me voy a dormir, y mañana, seré yo quien prepare el desayuno y el almuerzo, así que no te despiertes tan temprano.

—Está bien —dije—. Aunque no debes preocuparte por el almuerzo, compré suficiente carne y preparé salsa para tres días, así que solo tendrías que hacer la pasta.

—Perfecto —respondió—. No me gusta que trabajes, pero reconozco tu esfuerzo y valoro que hayas comprado suficiente para tres días. Mañana, cuando haga las compras, compraré tu dulce favorito… Buenas noches, hijo, descansa.

Eran apenas las nueve con veinte de la noche cuando terminé de limpiar, así que me dirigí a la sala de estar y me senté en uno de los sofás que nos obsequió la señora Gómez.

Ahí di continuación a la lectura de La Ilíada. Una historia que me atrapó por la forma en que fue escrita y los héroes que la protagonizan.