Manuel Alonso
Al finalizar la primera clase, tal como tenía previsto, me levanté de mi puesto para ir al cafetín del colegio para desayunar.
Me emocionó un poco la idea a pesar de lo costosas que eran las cosas, pues con lo que me dejó el señor Segovia como pago, podía permitirme un pequeño lujo en el desayuno.
Sin embargo, también pensé que era buena idea saltarme el desayuno y guardar ese dinero para casos de emergencias, ya que, a pesar de que mamá tenía un buen salario, usualmente quedábamos sin nada más por el pago de la cuota mensual de la deuda.
En otras palabras, mamá pagaba la renta del departamento, los servicios básicos, los mercados que hacia semanalmente y otros pequeños gastos que surgían, pero que no descompletaban el monto de la cuota mensual de la deuda.
«Si salto el desayuno, podría descompensarme», pensé, y lo peor del caso, es que en casa no había nada para preparar un almuerzo al llegar, pues tenía que esperar a que mamá hiciese las compras.
Fue un dilema personal que me impidió prestar atención, momentáneamente, al pequeño alboroto que se llevó a cabo dentro del salón de clases.
Por eso sacudí mi cabeza al comprender que más allá de mis problemas personales, había un mundo a mi alrededor.
—¡Oye, Cori! ¿Qué tienes? —le preguntó Sofía González.
—Sí, amiga, mantén la calma —continuó Alexa Márquez.
—¡Cori! ¿Qué pasa? —insistió Anabel Estrada.
Las tres chicas, sus mejores amigas, estaban preocupadas por el estado que mostró Corina antes de salir del salón de clases.
Fue como si hubiese visto un fantasma o algo horripilante, pero, al recordar lo sucedido en el callejón, supe la causa de ese trauma.
A nuestro alrededor, cuando nuestros compañeros notaron el terror que sufría Corina, empezaron a murmurar e incluso a considerar que, realmente, había visto un fantasma.
Nadie pudo relacionar ese miedo con la presencia de un estudiante al que todos admiraban, a unos metros de la salida de nuestro salón de clases.
—Cori, mírame… ¿Qué sucede? —le preguntó Anabel con insistencia.
Dado que Corina no reaccionaba, me vi en la necesidad de acercarme a ella para mostrarle mi apoyo, esto considerando que yo fui quien la sacó de un gran aprieto en el callejón.
Al notar mi presencia, Corina se mostró asombrada, aunque luego, la expresión en su rostro se suavizó.
—¿Estás bien? —le pregunté a Corina.
Apenas asintió a mi pregunta y esbozó una sonrisa forzada, pero de pronto, volvió a mostrar su temor; tal vez por saber que Álvaro estaba cerca.
Álvaro se percató de mi presencia y notó mi malestar, por eso mostró un dejo de temor y arrepentimiento en su expresión. De hecho, hizo el intento de irse, pero lo detuve haciendo un gesto de negación y pidiéndole que entrase al salón.
Corina entró en pánico al notar mi gesto, tanto que incluso tomó mi brazo con sus dos manos; la forma en que empezó a temblar me generó una mezcla de tristeza y rabia.
Cuando estuvo a unos tres metros de nosotros, le pedí a Álvaro que se detuviese y esperase a que Corina se calmase, aunque sabía que eso no iba a pasar.
Además, el muy idiota se convirtió en el centro de atención de algunas compañeras de clases que no dudaron en mostrar su admiración; eso me generó repulsión, pero no las culpé de ello.
—Ve directo al grano y di lo que tienes que decir —le dije a Álvaro con severidad.
Las miradas de quienes nos rodeaban se centraron en un Álvaro que, en vez de mostrarse genial como todos lo idealizaban, se mostró sumiso.
—Hablo por mí y por mis amigos —musitó Álvaro—. Queremos pedirte perdón, Corina. Nos avergüenza profundamente lo que hicimos, y juramos que no se volverá a repetir, contigo ni con nadie.
Tales palabras, patéticas y sin sentido, me hicieron molestar.
No podía tolerar que intentase salir airoso de la situación con el simple hecho de pedir perdón.
—Eso no cambia las cosas —dije con seriedad.
En un acto de atrevida valentía, me acerqué un poco a Álvaro para susurrarle las siguientes palabras:
—Y nuestro acuerdo tampoco se cancela.
Debo decir que fue un tanto fascinante ver el asombro en su rostro, aunque mantuve la compostura para no llamar mucho la atención.
—¿Por qué? —replicó Álvaro con inconformidad.
—Tú sabes por qué —respondí, a la vez que rascaba mi entrecejo para mantener la compostura.
Álvaro tensó la mandíbula y empuñó sus manos, pero no se movió ni intentó atacarme como pensé que lo haría.
—¿Sabes? Me parece patético que esos cobardes a los que llamas amigos no estén presentes, pero es admirable que al menos tú tengas la valentía de dar la cara y pedir perdón, ¿verdad, Corina? —le pregunté a ella.
Nuestros compañeros de clases, tan pronto llamé cobardes al resto del quinteto, empezaron a murmurar y sacar sus propias conclusiones, pero no me dejé llevar por eso y me centré en Corina.
—¿Eh? Ah, sí, eso creo —respondió Corina con voz temblorosa.
Álvaro se retiró del salón igual de preocupado como llegó, mientras que yo seguí en mi plan de ir a desayunar, aunque antes de irme, Corina me lo impidió al tomarme del brazo.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Solo quiero darte las gracias —respondió Corina.
Sus ojos tenían un brillo particular, como si intentase reprimir sus lágrimas.
—De nada —respondí, intentando zafarme de su agarre.
Al notar la forma en que Corina me sostenía el brazo, Anabel frunció el ceño y me miró fijamente, aunque de pronto se centró en su amiga.
—¡Cori! ¿Qué fue eso? —preguntó Anabel.
—Solo fue una pequeña discusión que tuve con Álvaro esta mañana, pero Manuel… ¿Eh? ¿Y Manuel?
Me había zafado de su agarre y hecho el distraído con tal de irme a desayunar, pero una vez más, Corina me retuvo.
—Espera, no te vayas —musitó.
Su voz suplicante casi me hizo ceder, pero mantuve mi voluntad de querer irme.
—Tengo hambre, quiero ir a desayunar —dije.
Era cierto.
Incluso mi estómago rugió cuando imaginé el delicioso sándwich de pollo que me quería comer.
—Espera un momento, por favor —dijo Corina con voz temblorosa.
Evidentemente no quería sentirse desprotegida.
Lo que el quinteto de idiotas le hizo bastó para traumarla; no fue para menos.
Sin embargo, que sus amigas y el resto de nuestros compañeros de clases nos mirasen con asombro, me resultó demasiado incómodo.
Lo peor del caso, y es algo que me hizo sentir miserable, fue que me aproveché de su sufrimiento para beneficiarme económicamente, pero no había vuelta atrás y no podía arrepentirme.
—Álvaro ya se fue y te aseguro que no volverá —musité, avergonzado por el sentimiento de culpa que se apoderaba de mis pensamientos. Ni siquiera tuve la valentía de darle la cara.
El agarre de Corina se hizo más fuerte, como si de esa forma intentase convencerme de quedarme a su lado.
—Pero…
—¡No volverá! No te preocupes —dije con fingida desesperación, creyendo que, con un comportamiento severo y cortante, se molestaría conmigo.
—¿Qué hago si él regresa con sus amigos? —preguntó preocupada.
«Maldita sea, esta chica es intensa», pensé, con ese sentimiento de culpa aumentando con el paso de los segundos.
—No estás sola, tus amigas te defenderán —respondí sin ocultar la desesperación.
Incluso miré a Anabel con gesto suplicante para que me ayudase.
—¿Puedo ir contigo? —preguntó Corina, mirándome fijamente con gesto suplicante.
—No —respondí con contundencia, al punto de fingir molestia, aunque fue un intento fallido, pues no me creyó.
Corina, quien en segundos anteriores estaba aterrada y temblorosa, frunció el ceño e hizo un puchero.
Admito que se veía tierna, pero no quería que me hiciese compañía, ni siquiera éramos amigos.
—¿Por qué no? —preguntó con insistencia.
—Porque quiero estar solo —respondí a secas.
—Al menos déjame agradecerte por haberme ayudado —insistió, y ya parecía una niña malcriada.
Dado que la situación empezó a tornarse un tanto infantil, y hasta divertida para aquellos que nos rodeaban, tomé las riendas del asunto y retomé la seriedad.
—Corina, no sientas la necesidad de agradecerme, no te impongas esa obligación moral… Lo que hice fue simplemente una casualidad —sentencié.
Fui sincero al respecto.
No necesitaba que me agradeciese, pues el sentimiento de culpa siguió aumentando y ya me estaba reconociendo a mí mismo como un hipócrita.
Por suerte, Corina finalmente me soltó y me dejó ir, aunque sabía que tarde o temprano, volvería a buscarme.
Estaba cien por ciento seguro de que su orgullo, amabilidad y simpatía no le permitirían pasar por alto lo que hice por ella.
♦♦♦
El comedor estaba repleto de estudiantes y el bullicio me permitió persuadir la imagen de Corina, quien, en su miedo y preocupación, me transmitió el trauma que la atormentaba.
Esto me hizo sentir mal, culpable y miserable.
Incluso pensé en encontrarme con el quinteto de idiotas para decirles que olvidasen nuestro trato.
Sin embargo, no podía desistir ante la gran posibilidad de saldar la deuda que papá nos dejó, por lo que me encontré en un dilema agobiante.
Casi perdí el apetito cuando me senté en un lugar alejado del resto, pero había gastado treinta macros en mi sándwich de pollo acompañado con un té frío de limón.
A mi alrededor solo escuchaba risas y conversaciones animadas, por eso sentí que no encajaba en ese lugar, donde la gran mayoría de estudiantes provenían de familias adineradas.
«¿Qué problemas o preocupaciones podrían tener estos ricos de cuna?» Me pregunté, aunque lo hice desde la envidia y la desesperación.
A pesar del sentimiento de inferioridad que por instantes experimenté, reflexioné al respecto y llegué a la conclusión de que era imposible que ninguno de ellos no tuviese algún problema, por pequeño o grande que fuese, pues a fin de cuentas, todos los tenemos.
«¿Podrán esos idiotas conseguir el dinero?» Me pregunté al notar la presencia de Álvaro junto a sus amigos.
Incluso a ellos, quienes sufrían la presión de mi manipulación, se les notaba alegres, pasando un rato agradable con los otros miembros del equipo de fútbol.
«¿Por qué están tan felices y tranquilos?»
«¿Acaso tener tanto dinero te permite ignorar los problemas de tal manera?»
Eran preguntas lógicas con respuestas fáciles de responder, pero la impotencia no me permitía aceptarlas.
Yo era de los pocos estudiantes que asistía a uno de los colegios más prestigiosos de Pereira siendo de bajos recursos.
Si logré entrar al reconocido y prestigioso colegio católico privado San Sebastián, fue gracias a la beca que obtuve por parte de los directivos cuando notaron mi potencial académico y deportivo.
De hecho, tras finalizar mis exámenes de admisión, obtuve una calificación perfecta, y cuando entrené con los clubes de tenis y voleibol, tanto los entrenadores como los capitanes influyeron en la asignación de mi beca.
Es por eso que, más allá de mantener un excelente promedio académico, debía destacar en ambos clubes deportivos, dónde había ganado dos torneos individuales en tenis y un campeonato colegial de voleibol.
Mis esfuerzos con ambos clubes deportivos fueron tales que, cuando empecé a cursar el segundo año de secundaria, los entrenadores me pidieron que fuese el capitán, pero dado que tenía responsabilidades con el trabajo que conseguí por la tarde, no podía aceptar esas propuestas.
—Mora, buen provecho —dijo de repente el profesor de inglés, quien me sacó de mis pensamientos.
Estuve tan sumido en mis pensamientos que ni siquiera había dado el primer mordisco a mi sándwich.
El hielo de mi té casi estaba derretido y el pan de mi sándwich se endureció un poco, aunque de igual manera comí a gusto por el hambre que retornó gracias a la distracción del profesor.
Charles MacMillan, el carismático profesor de inglés, era un hijo de ingleses que nació y creció en Colombia.
Estaba casado con una mexicana que también era profesora, aunque en otro colegio, y tenían una hija llamada Carla.
Su dominio del inglés le permitió ser un excelente profesor, y fue de los pocos profesores con los que me llevé bien en el colegio, a pesar de que tenía treinta y nueve años en ese entonces.
No es que fuésemos amigos cercanos, pero había tenido la confianza de decirme cosas respecto a su vida privada, así como yo le conté parte de mi historia, salvo la situación con la deuda.
—Profe, recuerde que es Alonso, mi apellido es Alonso —dije con un dejo de molestia.
—Cierto, lo siento… Es la costumbre de ver tu nombre completo en la lista de asistencia —contestó.
—¿Puedo ayudarle en algo? —pregunté, pues usualmente cuando se me acercaba, era para pedirme algún favor.
—Bueno, la verdad es que quiero hacerte una propuesta —respondió con un dejo de emoción.
—¿En serio? —repliqué con sarcasmo.
El profesor MacMillan, por lo general, me pedía apoyo con las tareas de su hija.
Resulta que Carla tenía dificultades con Matemática y Literatura, y, dado que sus padres apenas tenían tiempo para velar por su bienestar, me pedía que yo le diese clases intensivas cuando no podía entender ciertos temas.
Carla iba en primer año para entonces, y teníamos en común que éramos becados en el colegio, aunque en su caso, fue gracias a la influencia de su padre.
Sin embargo, el profesor MacMillan no me buscaba para que ayudase a su hija, sino que realmente tenía una propuesta para mí.
—Dime una cosa, Manuel… ¿No estás interesado en la escritura? —preguntó.
«¿En la escritura?», pensé confundido.
Creo que la expresión en mi rostro respondió a su pregunta, pues éste de inmediato resaltó que mi escrito inspirado en Orgullo y prejuicio, libro que recién había terminado de leer en una lectura conjunta con mamá, tenía un excelente planteamiento a pesar de ser de una página.
—Tu pronunciación en inglés está mejorando considerablemente, pero lo que llamó mi atención fue la redacción de tu escrito… Estoy seguro de que, con un desarrollo adecuado de la idea, podrías obtener una excelente historia —comentó el profesor.
Una afición que el profesor y yo compartimos fue la lectura, aunque su amor por la literatura iba más allá, pues también se dedicaba a la escritura.
—La verdad es que no me siento capacitado para la escritura. Mi mente no es tan privilegiada como para desarrollar una idea que surgió de una simple inspiración —dije, apegado al sentido común que me caracterizaba.
—Evidentemente, la escritura conlleva a tener conocimientos de muchas cosas, pero no lo podrás aprender si no te atreves —contestó el profesor, a quien se le empezó a notar la insistencia de convencerme.
Fue raro verlo tan insistente, casi al punto de parecer un cazatalentos obsesionado.
De hecho, sus ojos brillaban y su sonrisa era más amplia de lo habitual.
—¿Sabe algo, profesor? Me está asustando —dije sin temor a una reprimenda.
Por suerte, aceptó que se estaba dejando llevar por la emoción, así que carraspeó su garganta, se irguió un poco y me explicó las ventajas de ser escritor.
—Todo suena maravilloso, no lo voy a negar. Sin embargo, mis aspiraciones profesionales son otras. Si algún día llego a interesarme en la escritura, le aseguro que apenas sería un pasatiempo —alegué con la esperanza de que no insistiese más.
El brillo en sus ojos regresó y una vez más volvió a sonreír emocionado.
—¡Eso es más que suficiente! —exclamó—. Te enseñaré todo lo que sé respecto a la escritura. También te apoyaré en lo que respecta a la publicación de tu historia y la búsqueda de una editorial.
Ante semejante ofrecimiento, no pude evitar desconfiar y analizar muy bien sus palabras, por eso fui directo al grano al preguntar la razón de su interés.
—Quiero que sea honesto, profesor… ¿Qué ganaría usted con todo eso? —pregunté.
—Solo estoy siendo egoísta… Me gustaría ser quien impulse a un joven inteligente y talentoso a destacar con algo que tenga su esencia —respondió.
Fue una respuesta aceptable, lo admito, pero eso no fue lo suficientemente motivante como para convencerme.
—¿Qué hay de los otros escritos? Pues no fui el único que presentó uno hoy —pregunté.
—Ni siquiera eran historias, y lo sabes… La única persona que te superó con una historia de terror fascinante fue la señorita Ortiz —respondió.
—No esperaba menos de Estela —dije con un dejo de envidia y al mismo tiempo admiración.
—A ella también le ofrecí la misma oportunidad que a ti, así que no estarías solo —reveló.
No era para menos. Estela Ortiz fue la mejor estudiante de la clase y la número uno a nivel general.
En ese entonces, era la única que tenía garantizada una beca universitaria gracias a su promedio de nueve punto nueve.
¿Por qué era la única?
Pues, porque Estela realmente estudiaba para aprender y no para memorizar como, a día de hoy, sigue haciendo la mayoría de estudiantes.
De hecho, fue gracias a ella que fui el segundo mejor de la clase, aunque el sexto a nivel general. Debido a eso, no podía optar a una beca universitaria, pues el promedio mínimo para ello era de nueve punto cinco.
—Tendré en consideración su propuesta, aunque no garantizo que la aceptaré —dije.
El profesor no se mostró contento con mi respuesta, pero como sabía un poco de mi situación personal, entendió mi postura y se despidió deseándome un buen día.
«Qué oportunas son las distracciones», pensé al terminar de comer.
Así que me levanté y boté los desechos en el basurero.
Luego, un poco más aliviado y teniendo en mente la idea de ser escritor, me dirigí al salón de clases y esperé a que empezase la siguiente clase.