—Salimos de ahí ese mismo día —Íleo tomó su rostro entre sus manos—. ¿Tienes hambre?
—¿Ese día? ¿Cuánto tiempo estuve inconsciente?
—¡Un día! —su voz sonó estridente.
—Tengo sed... —respondió ella—. Su garganta estaba seca y sentía que podría beber un barril de agua.
Íleo quitó la piel y se levantó para traerle una cantimplora. Por el camino encendió una vela y sacó queso y pan de una alforja para ella. Colocó el plato junto a ellos después de fijar la vela en el suelo y luego la ayudó a levantarse. —Te ves pálida, Ana —dijo al darle agua—. Extendió la palma de su mano, que tenía una pasta verde en un pequeño cuenco. —Toma esto. Te ayudará a sanar .
Medicina. Ella lo miró fijamente a los ojos cálidos que parpadeaban dorados bajo la luz tenue de la vela, con duda. Odiaba las medicinas. Odiaba la palabra. —¿Por qué la necesito? Creo que ya estoy bien... —bebió agua.
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