El ruido de la puerta hizo que Darcy levantara la cabeza y con el rabillo del ojo vio, con alivio, que Fletcher regresaba de su «encargo».
—Perdón, señor —dijo, tomando el lugar acostumbrado, a la izquierda de Darcy. Luego añadió—: Discúlpeme, señor, esto parece haberse caído. —Se agachó y pareció como si recogiera algo del suelo—. Una moneda, señor Darcy. Que estaba perdida —Fletcher se levantó y puso una reluciente guinea de oro sobre la mesa—, y Shylock en la puerta. Tendré más cuidado, señor. —Darcy asintió, metiendo la moneda en la bolsa. El mensaje de Fletcher era claro. La multitud se había reunido a causa del niño perdido y no estaba dispuesta a aceptar más que sangre por sangre. Darcy bajó la vista hacia el talismán de lady Sylvanie, que todavía llevaba sujeto a la solapa. No quería tener nada que ver con eso. Cualquiera que fuera el resultado del juego, la dama no debería pensar que había sido gracias a su poder. De manera deliberada, Darcy le dio un tirón al alfiler y el talismán cayó en su mano, al tiempo que se oía un iracundo resoplido de frustración que procedía desde atrás.
—Señora. —Darcy se giró y, con una sonrisa fría, desvió el fuego de los furiosos ojos de lady Sylvanie, antes de dejar caer el pedazo de lino entre sus manos. Al mirar nuevamente hacia la mesa, le hizo una señal a Monmouth, que ya estaba listo para echar la moneda a cara y cruz—. Cara —dijo, al mismo tiempo que metía su mano, por iniciativa propia, en el bolsillo del chaleco, buscando los hilos de bordar. Bondad y razón.
Darcy ganó el sorteo y tomó el mazo, lo barajó y se lo ofreció a Sayre para que cortara. Una vez cumplida esa formalidad, comenzó a repartir las cartas de tres en tres, hasta que cada uno recibió doce. Dejó a un lado el resto, tomó sus cartas y, tras identificar rápidamente los triunfos, series y palos que tenía, eligió qué cartas iba a descartar, cerró el abanico y miró a Sayre con una ceja levantada.
Al otro lado de la mesa, separado por la bolsa y la espada, Sayre organizó sus cartas en medio del pesado silencio de todos los caballeros que los rodeaban. Se pasó la lengua por los labios resecos, se mordió el labio inferior y luego el superior, antes de anunciar:
—Blancas. —Tosió y luego volvió a repetir—: B-blancas. —Trenholme soltó un gruñido suave desde el fondo, lo que provocó una orden tajante de su hermano para que «dejara ya de balbucear». Darcy asintió en señal de aceptación y le anotó a Sayre 10 puntos, en compensación por su insólita falta de figuras. Sayre examinó sus cartas con cuidado y, apretando la mandíbula, descartó unas y tomó del mazo otras para reemplazarlas. Una, dos… Darcy no se sorprendió en absoluto al ver que Sayre cambiaba la mitad de la mano y esperó a que dispusiera las nuevas cartas con una mirada de desinterés. Cuando lo hubo hecho, tomó las siguientes dos cartas del mazo y, tal como le correspondía, las miró y volvió a ponerlas, encima. Relajándose un poco, se recostó contra el asiento.
—Darcy —dijo con tono amable, invitándole a hacer lo mismo. Darcy puso sus descartes sobre los de Sayre y tomó tres cartas nuevas del mazo. Tras fijarse rápidamente en su valor, las colocó sobre las otras que tenía en la mano. Enseguida levantó la última carta del mazo, la memorizó y volvió a ponerla sobre la mesa.
—¿Cuál es tu apuesta? —La voz de Darcy atravesó el salón, resonando entre las estanterías vacías.
—Cuarenta y ocho. —Sayre lo miró fijamente, después de poner sobre la mesa su combinación de picas. La atención del salón pasó entonces de las cartas que había sobre la mesa junto a Darcy.
—Cincuenta y uno —contestó Darcy, desplegando su combinación de diamantes.
—Gana el cincuenta y uno —dijo Monmouth jadeando—. Caballeros, los dos tenéis cinco puntos. —Darcy recogió sus cartas y esperó la siguiente jugada de Sayre.
—Seis cartas, el as es la más alta —anunció Sayre y las desplegó frente a él.
—Una cuarta —anunció Monmouth—. Cuatro puntos para Sayre, para un total de nueve.
—Lo mismo. —Darcy desplegó su combinación, para que Sayre la viera. Lord Sayre examinó las cartas con ojo experto y frunció el ceño.
—Nadie gana —informó Monmouth—, pero Darcy tiene una quinta que vale quince puntos, para un total de veinte. ¿Caballeros?
—Un catorce de damas. —Sayre lanzó cada reina como si ellas tuvieran la culpa de la deficiencia previa de su juego.
—De jotas. —Darcy mostró sus cartas.
—Gana Sayre. —Monmouth miró a Darcy con preocupación y anotó 14 puntos más para Sayre—. Veintitrés. —Más que con aire de triunfo, Sayre sonrió con alivio y enseguida se apresuró a sacar un trío adicional, que le daba tres puntos más—. Entonces son veintiséis. —Monmouth contabilizó los puntos de Sayre—. Contra los vein…
Un ruido en la puerta acalló el anuncio de Monmouth y al ver que el viejo mayordomo de Norwycke entraba, Sayre se puso de pie.
—¿Y ahora qué sucede? —rugió, antes de ver con claridad al hombre. Luego exclamó—: ¡Santo Dios! ¿Qué demonios ha sucedido?
Al oír la protesta de Sayre, Darcy se levantó y se puso detrás de la silla, atento a cualquier eventualidad. Buscó a Fletcher y ambos intercambiaron una mirada de alarma, mientras el viejo mayordomo avanzaba hacia el centro del salón. El hombre iba hecho un desastre. La corbata le colgaba deshecha sobre el pecho y tenía torcida la peluca empolvada. Los ojos enrojecidos brillaban atemorizados y, curiosamente, también con tristeza, pensó Darcy.
—Milord… milord —dijo el hombre jadeando.
—¡Sí! ¡Hable! —tronó Sayre.
—¡Yo no puedo, milord! Le he servido a usted, a su padre, a su abuelo… toda mi vida. No puedo traicionar…
—¡Traicionar! ¿Quién me ha traicionado? —estalló Sayre. Su voz se estrelló contra las paredes de la biblioteca, oscilando entre la rabia y el temor. Las damas preguntaron enseguida qué sucedía.
El anciano se tambaleó al ver la rabia de su patrón.
—Los criados, milord. No quieren encargarse de la defensa del castillo. Algunos —dijo y tomó aire—, algunos han dicho que no van a defender la maldad que reina aquí dentro de la justa indignación de los de fuera. ¡Entregue al niño, milord, se lo suplico!
—¡Oh, santo Dios! —gritó Trenholme.
—¿Niño? ¿Qué niño? —rugió Sayre. La pregunta alarmó al resto de los asistentes del salón, que enseguida corrieron hacia el anfitrión, pero Darcy dio media vuelta, pendiente de algo muy distinto.
—¡Fletcher! ¿Dónde está lady Sylvanie?
Mientras todos rodeaban a Sayre con gran alboroto, Darcy y Fletcher examinaron los rincones oscuros en busca de la dama. El caballero notó que, al parecer, algunas de las velas habían sido apagadas, lo que hacía que algunas partes del antiguo e inmenso salón quedaran en la penumbra.
—¡Allí, señor, en la puerta! —La voz de Fletcher fue la señal para salir y, de inmediato, los dos hombres rodearon el grupo de asustados invitados, en dirección hacia la puerta. Tras alcanzarla, salieron a un corredor vacío, iluminado sólo en una dirección por unas cuantas velas de temblorosa y débil luz. ¿Qué camino habría tomado lady Sylvanie?— Señor Darcy, me temo que… —comenzó a decir el ayuda de cámara.
—Sí, se ha ido amparada por las sombras. ¡Vamos! —Darcy se lanzó hacia delante, con Fletcher a su lado, corriendo en medio de una oscuridad cada vez más profunda. Rápidamente llegaron al cruce con otro pasillo, que estaba casi totalmente sumido en tinieblas. ¡Otra decisión!—. ¡Escuche! —ordenó Darcy, tratando de acallar su respiración y el latido de la sangre en sus venas. A lo lejos, el ruido de los zapatos de una dama parecía perturbar la aterradora somnolencia que reinaba en el aire—. ¡Allí!
—Se dirige a la parte antigua del castillo. —El susurro de Fletcher resonó de manera espeluznante, mientras los dos hombres doblaban para seguir aquel sonido amortiguado—. Será totalmente imposible encontrarla si…
—Entonces tendremos que pedir ayuda a la providencia —dijo Darcy por encima del hombro, empezando a caminar a toda prisa por el pasillo, aguzando el oído para seguir los pasos de su presa.
—Ya lo he hecho, señor, y varias veces desde que llegamos a este… lugar.
Como la mayoría de los hombres nacidos en una posición privilegiada, Darcy se había acostumbrado desde muy niño a la presencia de los criados incluso en los lugares más íntimos; como consecuencia, la total ausencia de cualquier miembro de la servidumbre en todo el recorrido a través del castillo le pareció particularmente significativa. El viejo mayordomo había dicho la verdad. De los empleados de Sayre no se podía esperar mucha ayuda, si es que se podía esperar alguna, a la hora de defender Norwycke, y una vez alentados por los del exterior, era muy probable que se unieran a la caza de lady Sylvanie y su dama de compañía. Fletcher y él debían encontrarlas primero, para evitar cualquier tragedia que pudiera recaer para siempre tanto sobre los muros de Norwycke como sobre la conciencia de sus propietarios e invitados.