Sonriendo, X salió de la cavidad. Miró a su alrededor, parpadeando varias veces, como si acabara de despertarse. Un grito surgió del otro extremo de la sala.
—¡Es X! —gritó Fyodor—. ¡Ya vengo, Maestro!
—Apoyándose contra un mueble, el viejo se propulsó con todas sus fuerzas, con los brazos tendidos para abrazar a X. Pero falló la altura y pasó a unos cincuenta centímetros por encima de la cabeza de X. Lloriqueando y agitando los brazos, planeó a través de la inmensa sala hasta estrellarse contra la pared opuesta. Antes incluso de golpear contra ella, gritó; luego se oyó un choque sordo. Fyodor rebotó en la pared y flotó de vuelta, inconsciente, hacia el lugar de donde había partido. Su rostro y su frente estaban cubiertos de cortes, de donde manaba sangre.
El primer pensamiento de Cull fue acudir en su ayuda. Luego recordó la adoración del viejo por X Todo lo que él, Cull, pudiera decirle o hacerle a X, traería inevitablemente consigo una intervención de Fyodor: era mejor dejarlo flotar, impotente, en el aire.
—¿Qué puedo hacer por ti, hijo mío? —preguntó X, acercándose a Cull.
—Lo primero que puedes hacer es dejar de llamarme hijo tuyo —dijo Cull irritadamente—. Sé franco. O al menos intenta serlo. Dime la verdad.
—¿Qué es…? —empezó X.
—Sí, ya sé —cortó Cull—. Siempre lo mismo: ¿qué es la verdad? Bueno, hablemos entonces de mí. ¿Qué estoy haciendo aquí? Háblame del lugar donde estamos. ¿Qué es? ¿Por qué existe?
X frunció ligeramente el ceño, luego sonrió de nuevo y empezó:
—Erase una vez un hombre que llevaba una vida virtuosa. Al menos, eso es lo que él creía. Y un hombre es lo que cree ser, ¿no?
»Mientras los resultados de su virtuosa vida se acumulaban a su alrededor, ese hombre se convirtió en un viejo de cabellos blancos y rostro arrugado. Poseía una gran casa, una esposa fiel y sumisa, muchos amigos; estaba repleto de honores; tenía muchos hijos e hijas, y aún muchos más nietos, e incluso algunos bisnietos. Pero, como suele ocurrirles a todos los hombres, vio llegar su última hora y se halló tendido en su lecho de muerte. Hubiera podido ofrecerse los mejores médicos y los más eficaces medicamentos, pero todo ello…
—¡Ya basta, ya basta! —interrumpió Cull—. Conozco esta historia. La he oído más de cien veces. ¡Ahora escúchame! ¡Ya no quiero oír más tus parábolas ni tus enigmas! Quiero respuestas a mis preguntas. Respuestas sencillas, claras y precisas. Si alguien conoce estas respuestas eres tú. ¡Así que dámelas! —Escrutó a X con una mirada furiosa, cerrando fuertemente su puño libre. Luego su mirada se apagó, sus ojos se desorbitaron, su mandíbula cayó y exclamó—: ¡Pero tú has salido andando de este mueble! ¡No flotas! ¡Te mantienes en pie!
—Cualquiera que tenga fe —dijo X con tono sentencioso— puede andar cuanto quiera mientras los demás flotan.
Cull tuvo que contenerse para no estallar en una risotada histérica.
—¡No quiero ni proverbios ni parábolas! —aulló—. ¡Quiero respuestas a mis preguntas!
—En primer lugar —dijo X—, tienes que aprender a enunciar correctamente tus preguntas. Y para esto, hijo mío, hace falta paciencia, trabajo, sabiduría. También hay que creer…
—¿Creer que existe una respuesta a esas preguntas? —dijo Cull—. Ya te he dicho que no quería palabras de doble sentido. ¡Quiero saber! ¡Inmediatamente!
X tendió la mano en un claro gesto de bendición y dijo:
—Erase una vez un hombre que llevaba una vida virtuosa. Al menos, eso es lo que él creía. Y un hombre es lo que cree ser, ¿no?
»Mientras los resultados de su virtuosa vida se acumulaban a su alrededor, ese hombre…
Lanzando un rabioso grito, Cull se lanzó sobre X.
Mientras hendía el aire, sacó del lazo de hilo telefónico su cuchillo de sílex.
X, sin moverse, prosiguió su relato.
Cull se agarró a él y lo sujetó por el cuello con su brazo. Ambos cayeron al suelo, mientras Cull golpeaba a X con su cuchillo. Chocaron violentamente contra el piso, pero Cull se obligó a no soltar su presa, ya que temía ser arrastrado lejos de X y quedar flotando en el aire. X parecía tener peso, y Cull quería aferrarse a ese peso, mientras seguía clavando rabiosamente su cuchillo en el pecho de su adversario.
La sangre surgió a borbotones de una herida inmediatamente debajo de la barba, y se esparció en una infinidad de gotitas que fueron arrastradas por el aire. X quiso hablar, pero la despiadada presa del brazo que rodeaba su cuello lo asfixiaba.
Cull golpeó más abajo, en la región del plexo solar. La sangre burbujeó en la garganta de X, y luego surgió a chorros de su boca.
Cull tuvo consciencia de oír gritar a alguien. Era Phyllis.
Se apartó de X de un talonazo y planeó por el aire hasta uno de los grandes muebles metálicos, al que se sujetó. Entonces giró la cabeza para mirar a X. Estaba muerto y, al morir, había perdido su peso. Bajo el efecto del empuje que le había dado Cull, flotaba, con el rostro hacia abajo, a pocos centímetros del suelo. Muy pronto su cuerpo golpeó uno de los muebles y quedó allá, completamente inmóvil.
—¡Cállate! —gritó Cull a Phyllis—. ¡Cállate!
Ésta, que se mantenía sujeta a otro mueble, un poco más lejos, dejó de gritar, pero empezó a sollozar. Parecía aterrorizada.
—¡No tengas miedo! —le gritó Cull—. ¡Lo he matado, y no han caído rayos del cielo! ¡Lo he matado, ¿entiendes?! ¡Y puedo hacer aún más! ¡Mira!
Metió otro disco negro en la ranura, e inmediatamente vio brillar, danzar y entrecruzarse las líneas de luz. Luego, paso a paso, vacilando, aparecieron los huesos, los órganos, las venas y las arterias, los músculos. Finalmente, la luz se apagó y se halló en presencia de un nuevo X. O de algo que se parecía exactamente a X.
En el mismo momento en que vio al hombre barbudo salir de la cavidad, Cull metió un tercer disco en la ranura. Luego un cuarto. Al cabo de tinos minutos, tres X estaban de pie ante el mueble metálico.
—¡Bueno! —gritó Cull—, ¿por qué no os ofrecéis mutuamente, los tres, la Santísima Trinidad, uno de vuestros discursos? Sería para vosotros una experiencia interesante oíros el mismo cuento que habéis servido en bandeja a tanta gente. Y además podríais responderos los unos a los otros, y yo estaría escuchando para intentar captar el fin de la historia, saber lo que tendría que haber hecho el viejo. ¿A menos que no lo sepáis ni siquiera vosotros?
—¿Qué está ocurriendo? —gritó Phyllis—. ¡No comprendo nada! ¿Qué es lo que haces? ¿De dónde vienen esos hombres?
—¡No lo sé! —gritó él—. ¡Pero voy a saberlo, incluso si para ello debo desollarlos vivos, despedazarlos, arrancarles los nervios uno a uno, extraerles la verdad junto con las entrañas!
Los tres X se giraron para enfrentarse a Cull y dijeron al unísono:
—No será necesario. Voy a decirte ahora lo que sabrás de todos modos dentro de muy poco. Pero no te será permitido transmitir a nadie lo que vas a conocer. No puedes ser profeta aquí, como no podían serlo tampoco aquéllos a los que tú llamas demonios.
Cull comprendió inmediatamente que alguien estaba usando a los tres X como portavoces mecánicos de sus palabras. Y también como receptores.
—¿Quién eres? —preguntó—. ¿Dónde estás?
—Al otro lado del casco que forma este mundo, hombre —dijeron con una sola voz los tres X—. Iba a entrar cuando se iluminó una señal de alarma. Busqué la causa, y descubrí que una persona, que manifiestamente no había recibido ninguna autorización al efecto, estaba usando los discos X. El transmutador alma-cuerpo no produce normalmente tantos X en tan poco tiempo. Es por ello por lo que, sirviéndome del instrumento apropiado, cuyo nombre no significaría nada para ti, me he puesto en contacto con los X.
—Has respondido a la segunda de mis preguntas —dijo Cull—. Pero aún no me has dicho quienes sois.
—¿Y cómo voy a decírtelo? —respondieron los X—. ¿Los inmortales? El calificativo es exacto, pero no nos permitiría distinguirnos de vosotros. ¿Los precursores? Llamarnos así no te daría más que una descripción parcial de nosotros. ¿Los moralistas? Es un título exacto, pero también incompleto. Digamos mejor los salvadores.
—¿Los salvadores? —repitió Cull—. ¿Pero a quiénes salváis? ¿Y de qué modo?
Hubo un largo silencio. Los tres hombres barbudos permanecían de pie, mudos, observando a Cull con una expresión bovinamente triste. Sus brazos colgaban a lo largo de sus cuerpos, y sus miradas parecían contemplar a Cull sin verlo.
Luego, precisamente en el instante en que Cull se preguntaba si sería mejor huir antes de que el pretendido salvador hiciera su aparición, los tres X tomaron la palabra, siempre con una sola voz:
—He luchado contra la tentación de aparecer en persona. No me mostraré ante ti, ya que la visión de mi aspecto te parecería tan horrible que no podrías soportarlo. Y no creas que tu forma sea agradable de ver para mí, físicamente, por supuesto, aunque te siga amando en tanto como ser. Así pues, seguiré hablándote por mediación de estas máquinas.
—¿Máquinas? —repitió Cull.
—Estos autómatas hechos de carne y de metal. Sí, estos agentes son sintéticos. No tienen alma, porque son demasiado sencillos como para estar dotados de la menor inteligencia. Ni siquiera poseen un rudimento de consciencia. Su sistema nervioso está tan desarrollado como el de los verdaderos seres humanos, pero casi no tienen cerebro, en el sentido en que lo entendéis vosotros. Cuando nosotros no controlamos sus actos, son puramente automáticos.
»Pueden andar por el suelo puesto que poseen en sus cuerpos un minúsculo elemento regulador de la gravedad. Si disecaras a uno de los que tienes ante ti, tomarías este elemento por un órgano más.
Cull miraba con aire pensativo al X muerto que flotaba a muy poca altura del suelo.
—No intentes quitarle el elemento a ese cadáver —le dijeron los X—. No podrías utilizarlo más que si estuviera conectado a tu sistema nervioso. Y de todos modos sería destruido por un dispositivo de control a distancia.
De pronto, con una rapidez que hizo sobresaltarse a Cull, dos de los X se elevaron del suelo y se lanzaron a través del aire hacia la salida que se hallaba en lo alto de la escalera, al otro extremo de la sala. Uno de ellos se detuvo un instante para observar a Fyodor, que seguía flotando inconsciente, y luego reemprendió su vuelo.
—Han partido en busca de otros supervivientes del cataclismo —dijo el tercer X—. Éste se quedará aquí para instruirte acerca de lo que hace tanto tiempo que deseas conocer. De todos modos, temo que no te das cuenta de que serías mucho más feliz en la ignorancia.
Cull se estremeció de nuevo: alguien acababa de tocarle por detrás.
Se giró tan bruscamente que estuvo a punto de perder apoyo y quedar flotando, impotente, por encima de las máquinas. Pero la mano de Phyllis sujetó la suya y lo atrajo hacia la plataforma del mueble a la que estaba sujeta la mujer.
—Perdona que te haya asustado —dijo ella—. Lo he oído todo. De pronto me he sentido muy sola, y he querido estar cerca de ti. ¡Por favor, Cull, tengo tanto miedo!
Cull respiró varias veces profundamente, sintiéndose tranquilizar. Se sentía henchido de amor y piedad hacia Phyllis. Ambos eran dos pobres seres miserablemente pequeños y débiles, que se necesitaban mutuamente más que no importa qué otras criaturas de aquel mundo.
Se giró hacia el hermoso autómata de aspecto inteligente y, hablando con una audacia bajo la que intentaba disimular su terror, dijo:
—¿Cómo os habéis atrevido a actuar así con respecto a nosotros? ¿Tratarnos como si fuéramos tan autómatas como X? Hace un instante, hablando del alma, decías que los seres pensantes poseían una. Si es así, Phyllis posee un alma y yo otra. Entonces, ¿por qué nos habéis puesto aquí contra nuestra voluntad, sin siquiera tomaros la molestia de explicarnos por qué lo hacíais?
—Tenía que ser así —dijo el X—. En cuanto a las almas… no existen. No al estado natural. Los seres nacen, viven, mueren. Y éste es el fin absoluto. Al menos, lo sería si no interviniéramos nosotros.
»Intentaré ser breve pero claro. No responderé a todas tus preguntas, porque para hacerlo necesitaría una buena parte de la eternidad. Bastará, pues, decirte que mi raza es originaria de un planeta perteneciente a una galaxia a tres distancias temporales de ésta. Nuestra galaxia se ha apagado y desintegrado, y una nueva galaxia ha nacido de las cenizas de aquélla. Luego la segunda también se ha apagado, y ha nacido una tercera.
»Nuestro planeta dio nacimiento, hará unos cincuenta mil millones de vuestros años, a una raza pensante: la mía. Tras haber conocido la civilización durante una decena de miles de vuestros años, adquirimos una tecnología suficiente como para poder poner a punto un alma artificial, un medio científico de asumir la inmortalidad.
»Es horrible pensar que varios miles de millones de seres de mi raza murieron, perdidos para siempre en la noche de los tiempos, antes de que lográramos descubrir el alma sintética. Esto no parece justo, pero nuestro universo no conoce la justicia. Además, aún no hemos abandonado la esperanza de darles un día un alma a esos desaparecidos. Existen medios de… Pero no voy a entrar en detalles.
»Somos lo que vosotros llamaríais seres eminentemente morales. No nos interesamos tan sólo en nuestra propia especie y en su conservación. Amamos la vida, la consideramos sagrada. Y esto en un universo que parece engendrar y matar a los seres por miles de millones, como si no fueran más que simples subproductos de alguna reacción cósmica…
»Habiendo descubierto el medio de hacerlo, hemos decidido que todo ser dotado de sensibilidad que viva en el universo… sí, incluso nuestros animales familiares… así como un cierto número de representantes de todas las especies existentes, deberían poseer un alma.
Cull levantó los ojos hacia Fyodor, esperando verle recuperar el conocimiento. El pequeño eslavo quería de tal manera saber, creía tan firmemente en lo sobrenatural, tenía una tal fe en su X… No, de hecho, era mejor que permaneciera inconsciente. Ya que el final de la historia no era en absoluto el que él hubiera deseado. Descubrir que aquel X al que tanto reverenciaba no era más que un ensamblaje de carne y metal desprovisto de cerebro hubiera constituido una penosa decepción para él.
—He empleado la palabra «alma» —dijo el X—. Pero ¿qué es el alma? ¿Una partícula? ¿Una onda? No, su naturaleza no es electromagnética; es una forma de energía cuya existencia ni siquiera sospechan los de tu raza. Cuando la conozcan, serán capaces de crear almas. Pero su trabajo no será más que una nueva versión del nuestro, y su utilidad será nula.
»Demos al alma el nombre de "quantum", y a los aparatos que producen y transmiten las almas el de "generadores de quanta". Hemos construido estos generadores, los hemos hecho indestructibles, y los hemos instalado en numerosos puntos del universo. Así, incluso si algunos de ellos llegaran a ser destruidos, otros estarían en disposición de proseguir su trabajo.
»Estos generadores transmiten constantemente quanta, cuya velocidad no se limita a la de la luz, puesto que dan la vuelta completa al universo en menos de una hora terrestre. Llenan el universo, de modo que ningún ser dotado de sensibilidad puede nacer sin encontrar alguno en el momento requerido.
»Cada quantum está provisto de un elemento que le permite "aferrarse" al interior de un ser recién formado, un bebé aún en el seno materno. Detiene su actividad tan pronto como entra en contacto con este ser, y permanece en él durante todo el transcurso de su vida.
»Una vez se ha "aferrado", ninguna otra alma-quantum puede penetrar en este ser. Teóricamente al menos, ya que a veces ocurre por accidente que más de un quantum se aferra al mismo ser, lo cual explica algunos tipos de esquizofrenia.
»Tan pronto se halla aferrado a un cuerpo, el quantum empieza a registrar todo lo que concierne a éste: la evolución de las moléculas y las células, las modificaciones que se producen en la energía electroquímica, los influjos nerviosos… en una palabra, todo.
»Acumula provisionalmente estos registros a medida que se efectúan, y luego los elimina para reemplazarlos por otros. Y así constantemente, hasta que el ser sufre la muerte física seguida de la inevitable descomposición.
»El registro definitivo es la suma de todos los que se han ido acumulando de modo permanente en el quantum. La descomposición lo libera. Henchido con los registros del ser que acaba de morir, el quantum parte de nuevo a toda velocidad a través del universo. Finalmente, es detectado por nuestros receptores de almas y capturado. Cuando es atrapado, sus registros son "pasados" por un aparato análogo a éste en el que tú has introducido los discos negros.
»El alma, desde todos los puntos de vista, es ahora el individuo tal como era en el momento de su muerte; alberga en su interior todo lo que constituye su esencia.
»Cuando lo deseamos, podemos insertar el disco en lo que podríamos llamar una máquina de resucitar. Esta reproduce entonces, de acuerdo con los datos proporcionados por el disco, el protoplasma del cuerpo, así como todo lo que constituía el individuo.
»»Así pues, como puedes ver, existe realmente una vida después de la muerte, Y ésta no nos es dada por medios sobrenaturales, como esperaban los primitivos, sino por mediación de la ciencia y de los científicos.
Cull y Phyllis permanecieron unos instantes silenciosos. Luego, Cull, con voz ronca, como si hubiera recibido un fuerte golpe en pleno cráneo, balbuceó:
—Entonces… yo no he sido resucitado… Éste no es mi verdadero yo… Eso que soy ahora no es más que un registro encarnado bajo una forma semejante a la que era antes la mía…
—No formules juicios erróneos —dijo el X—. El alma-quantum es tanto tú mismo como la piel que le crece a uno después de haber caído. Es mucho más que una excrecencia provisionalmente aferrada a ti. ¿Pretendes decir que un alma creada sobrenaturalmente e introducida en tu cuerpo no sería tú? Entonces, ¿por qué decir que un alma creada científicamente no lo es? Si recibieras un golpe que te hiciera perder el conocimiento, ¿dirías, al volver en ti, que no eres el mismo individuo? El alma-quantum es y continúa siendo tú mismo. La muerte de tu cuerpo no es más que un estado temporal, un sueño. Tu ser, al abandonar su estructura física, se convierte en inmaterial, para recuperar inmediatamente después su apariencia física. Pero esto no es más que un paso intermedio: tu yo permanece.
Cull no dijo nada. Tenía tantas preguntas que hacer que no sabía por cuál comenzar. Pero Phyllis tomó la palabra en su lugar para preguntar, con una voz temblorosa y excesivamente aguda:
—¿Qué es lo que está ocurriendo ahora? ¿Por qué estamos a punto de ser aniquilados? Quiero decir, ¿por qué estos seísmos, este cataclismo, esta masacre de tantos y tantos de nosotros?
—Porque… —el X se interrumpió, y giró ligeramente la cabeza hacia un lado para mirar hacia la entrada situada en lo alto de la escalera. Cull, siguiendo la dirección de su mirada, vi a un demonio que flotaba en la abertura. Su piel era escarlata, y cuatro delgados cuernos en espiral partían de la parte alta de su calva cabeza. A modo de brazos tenía dos largas alas de murciélago. Una cola surgía de su parte trasera, como una pequeña alita de cuero sostenida por dos membranas cartilaginosas—. Aquí hay alguien que va a responder a vuestras preguntas —dijo el X—. Ha sido relevado de su obligación de guardar silencio en lo que concierne a vosotros. Ahora os reconoce como uno de los suyos.