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16

Flotaba hacia ellos, las piernas y los brazos abiertos, girando en todos sentidos, con jirones de su manchada túnica blanca flotando tras él, los cabellos y la barba enmarañados, la boca abierta, los ojos desorbitados. Uno de sus pies estaba aplastado, y la sangre seca manchaba los restos de su túnica a la altura de las rodillas.

Fyodor se giró para mirar en aquella dirección. Lanzó un grito prolongado, cubriéndose los ojos con las dos manos.

—Ya ve —dijo Cull, sin el menor asomo de malevolencia en su voz—. X está muerto.

Lamentaba haber sacado a relucir el tema. Pero su intención, al hacerlo, había sido tan sólo animar un poco al eslavo y apartar sus pensamientos de la suerte que les esperaba.

—Una nube de maná se está formando allá abajo, ante nosotros —dijo. Pero Fyodor mantuvo las manos sobre sus ojos.

Phyllis echó una indiferente mirada en la dirección señalada por Cull, y luego miró hacia «abajo»,

—Al menos tendremos algo que beber y comer —prosiguió Cull—. No moriremos de inanición.

—No es eso lo que me estoy preguntando… —gimió Fyodor.

—¡Pero es lo único que le queda, quiéralo o no! —gritó Cull salvajemente—. ¿Por qué he tenido que atarme a ustedes dos?

—Eres demasiado estúpido para saber cuándo estás vencido —dijo Phyllis.

—Sabré que estoy vencido cuando esté muerto —respondió él—, ¡y entonces será demasiado tarde para que lo admita!

Calló, mirando a la nube que se espesaba y se hacía más oscura. Más tarde —podía ser tanto media hora como tres horas después—, penetraron en la masa de la nube. Inmediatamente se hallaron inmersos en la oscuridad y notaron una resistencia. El interior de la nube era suave y húmedo. Cull sentía los ligeros filamentos deslizarse a lo largo de su cuerpo y posarse como una máscara sobre su rostro. Palmeó la masa para hacer un hueco en el que poder respirar. Phyllis lanzó un grito que a Cull le pareció lejano y débil, como si la mujer y él estuvieran separados por una infinidad de tenues velos.

Le gritó algunas palabras de ánimo y continuó apartando el maná. Algunos filamentos oscuros, más densos y duros, rodeaban sus hombros, y uno de ellos se había posado en su frente. Los apartó con la mano e hizo un poco más de espacio ante él. Luego empezó a comer los filamentos que apartaba de su rostro. Si no moría asfixiado y conseguía atravesar la nube antes de que ésta se solidificara, al menos llenaría bien su estómago, asegurando así una prolongación a su existencia.

Pero los filamentos se hacían cada vez más numerosos, pegándose a él por todos lados. Ahora, a medida que lo iba apartando, el maná se formaba de nuevo y parecía dilatarse en las bolsas de aire que él creaba. Cull tenía la impresión de permanecer suspendido, sin avanzar en absoluto. Si realmente estaba inmóvil, el anhídrido carbónico que expelía se acumularía a su alrededor. Muy pronto perdería la consciencia y moriría.

Lanzó un último rugido de rabia e impotencia. Luego vio una forma más oscura que la nube atravesar esta última. Era enorme, y se precipitó hacia él antes de que tuviera el tiempo necesario para prevenir el choque.

Recibió un golpe que le hizo perder el aliento y lo envió girando a través de la nube, arrancando los filamentos marrón que le cubrían. Fue golpeado de nuevo, y de nuevo rebotó.

Esta vez, sus manoteos no fueron en el aire: tocó algo cuyo contacto le era familiar. Carne. Reconoció a Phyllis por los gritos de ésta. Sin duda el golpe había roto el círculo de hilo telefónico y arrojado a la mujer cerca de él.

Phyllis gritaba tan fuerte que no conseguía hacerse entender por ella. En el momento en que abría la boca para ordenarle que se callara, recibió un nuevo golpe, aunque esta vez menos fuerte que los anteriores.

La oscuridad se disipó, y la nube con ella. Ahora giraban en el luminoso aire. Cull se dio cuenta de ello al ver una gran esfera por debajo de ellos. Giraba a su alrededor, o era él quien giraba, o tal vez giraban los dos. Cull veía al enorme objeto negro aparecer bajo sus pies, luego desaparecer, luego volver a aparecer, y así una y otra vez.

La bola se acercaba a toda velocidad, y le golpeó una vez más. Pero esta vez Cull tendió la mano para sujetarse a cualquier cosa que se pusiera a su alcance. Bruscamente, dejó de girar. Se encontraba sobre terreno sólido, con los dedos sujetando el extremo de un cilindro parecido a aquél en que sus compañeros y él habían efectuado su viaje. Un cilindro que emergía de la gran bola de tierra que les había golpeado.

Sujetándose desesperadamente a él, examinó la situación. Phyllis y Fyodor estaban a su lado, ya que el hilo telefónico los había mantenido unidos. El lugar donde se hallaban no era, como había creído Cull al principio, un gran esferoide. Era, tal como podía darse cuenta por las numerosas porciones de túneles que surgían aquí y allá de la gran bola, un conjunto de túneles de albañal y conductos de aireación que debía haber sido arrancado del cuerpo principal, y proyectado al aire. Grandes masas de tierra, piedras y conjuntos rocosos se habían ido aglomerando a su alrededor, dándoles aquella forma redondeada.

A un centenar de metros de ellos, una torre emergía del suelo. Su cúspide había sido arrancada, y una gran parte de su fachada, hecha de piedras y cemento, se había desmoronado. Pero la entrada permanecía intacta y, sobre ella, Cull pudo leer, grabadas en la roca, las palabras:

… Y LA VIDA

—¡Una de las casas de X! —murmuró—. ¡La Casa de los Muertos!

—¿Qué dices? —preguntó Phyllis, atontada aún por el choque.

—Nada. Síganme. Hagan lo que les diga.

Tomando la precaución de mantenerse sujeto con una mano al túnel, se desembarazó del hilo telefónico enrollado alrededor de su cuerpo, ayudó a los otros dos a hacer lo mismo, y luego se quitó las alas. Pero no las tiró como objetos inútiles, sino que las metió en el túnel. Miró a su interior, y vio que las alas habían golpeado el suelo y rebotado, y que ahora comenzaban a flotar lentamente hacia «arriba». Cull explicó a los otros lo que tenía intención de hacer, recomendándoles que imitaran cada uno de sus movimientos si no querían salir volando hacia el espacio.

Se sujetó con las dos manos al borde del túnel y se, izó, introduciéndose luego con un empujón por la abertura. Golpeó violentamente contra la pared. Sus manos, tendidas ante él, recibieron el choque, haciendo que sus brazos se doblaran. Pero se halló en la seguridad del interior del túnel.

Un instante después se preguntó si la expresión «en la seguridad» era la más acertada. Antes de haber tenido tiempo de apartarse, fue golpeado por Phyllis, y ambos fueron a chocar contra la pared. Al rebotar, entraron en colisión con Fyodor.

Este último se quejó de contusiones en la cabeza y en los talones debidas a su brutal encuentro con la pared en el momento en que se giraba para meterse en el túnel. Pero el roce había frenado un poco su velocidad, y su choque no fue tan violento como el de los otros dos.

Sin detenerse a evaluar los daños, Cull volvió a su modo de locomoción por rebotes sucesivos, único medio de desplazarse a lo largo de aquellas redondeadas y lisas canalizaciones, avanzando de través de una pared a otra y dándose un nuevo impulso en cada ocasión. En sus esfuerzos por cambiar de dirección, a veces se descubría cabeza abajo, o girado en una dirección distinta a donde quería ir, lo cual le ocasionaba contusiones cuando rebotaba en el otro lado. Pero muy pronto recuperó su habilidad en esta maniobra, cuyos principios había adquirido en el otro cilindro. Fyodor y Phyllis le siguieron un poco más atrás. Los tres consiguieron avanzar muy aprisa en zigzag a lo largo del túnel, controlando sus movimientos en aquel medio que escapaba a las leyes de la gravedad.

Llegaron a una bifurcación del túnel. Cull los condujo hacia la izquierda, y continuaron su trayecto.

La oscuridad no era total, como podían haber esperado. Por el contrario, al fondo se divisaba un círculo de luz que les permitía orientarse fácilmente. Cull frenó su velocidad antes de llegar a aquel orificio, y luego se izó con precaución al exterior, dispuesto a meterse de nuevo rápidamente si se hallaba en presencia de cualquier peligro.

Vio una enorme sala, completamente vacía de todo ser vivo, humano o demonio, pero ocupada por numerosos aparatos de extraño aspecto. Además de la abertura en la que estaban ellos, había una puerta al fondo, y otra en lo alto de una escalera de caracol, al otro extremo de la sala. La luz, cuya fuente no era visible, iluminaba toda la sala con una intensidad uniforme.

La sala en sí era un cubo de unos trescientos metros de lado. Grandes muebles metálicos llenaban su suelo, dispuestos según un esquema que Cull no pudo determinar. Suavemente y con infinitas precauciones, se propulsó hacia ellos. Toda su parte anterior estaba llena de botones, palancas y otros instrumentos de mando y control, instalados en placas metálicas llenas de inscripciones en caracteres incomprensibles. Muchos de aquellos grandes muebles estaban conectados a gruesos cables, mientras que otros parecían no poseer ninguna conexión eléctrica.

Cull se desplazó flotando en el aire de uno a otro mueble, deteniéndose ante algunos e intentando comprender su finalidad. Ninguno de ellos podía compararse a los aparatos electrónicos que había conocido en la Tierra. Claro que los recuerdos que tenía de estos últimos habían sido siempre muy vagos y, a medida que transcurría el tiempo, se habían ido haciendo más y más nebulosos.

Se detuvo más tiempo ante uno de los muebles, considerando que al menos podía intentar un experimento. Era un mueble de una altura doble de la suya, y tan ancho como alto. En una especie de plataforma se hallaban una docena de discos negros de forma ovalada, de unos cuatro centímetros de diámetro por un milímetro de espesor. Estaban colocados, debajo de una ranura abierta en el frontal del mueble. Este poseía dos mandos aparentes: un botón muy grande, provisto de una aguja blanca y rodeado de una hilera de marcas, y un pulsador.

Cull se situó cerca del mueble, de modo que pudiera sujetarse con una mano a la plataforma, e intentó meter uno de los discos negros por la ranura. Pero el disco era demasiado grande, y no había ninguna forma de forzarlo.

Cull apretó el pulsador, que instantáneamente se iluminó. Inmediatamente después, un disco cayó por la ranura. El pulsador se apagó.

El siguiente ensayo produjo idéntico resultado. El pulsador se iluminó, y un segundo disco cayó sobre la plataforma.

Cull hizo girar el botón a lo largo de la hilera de marcas al mismo tiempo que apretaba el pulsador. Esta vez cayeron seis discos sobre la plataforma antes de que el pulsador se apagara.

Tomó tres discos en su mano y se propulsó al siguiente mueble. Éste también estaba provisto de una plataforma y una ranura; pero, a diferencia del otro, uno de sus lados estaba abierto. En su interior había una cavidad más que suficiente para contener a un hombre de pie.

Cull introdujo uno de los discos en la ranura y esperó.

Inmediatamente, el interior de la cavidad se llenó de una cegadora claridad, que zigzagueaba como formando rayos. Parecían venir de todos lados, cruzándose y retorciéndose.

A la luz producida por aquel entrecruzar de hilos luminosos, Cull observó algo. El lado del mueble no estaba abierto como había creído, sino recubierto de una materia transparente parecida al cristal.

Las líneas de luz continuaban entremezclándose, pero algo estaba tomando forma en el interior de la cavidad. Cull se protegió los ojos con la mano y entrecerró los párpados para resistir la cegadora luz. Al primer momento no distinguió más que una masa oscura en el centro de la luz… una forma humana. Por un momento creyó ver un esqueleto de pie ante él; luego los órganos —pulmones, corazón, vísceras— fueron situándose en su lugar correspondiente; después la osamenta se cubrió de músculos, y los músculos de piel. Pero todo ocurrió tan aprisa que Cull no estuvo seguro de haber visto realmente todo aquello. Quizá era víctima de una alucinación debida al vacilante y demasiado intenso destellar de la luz.

Unos instantes más tarde supo que no se trataba de una visión. Un hombre estaba de pie en la cavidad. Cull podía verlo ahora claramente, ya que el resplandor y la luz habían cesado. Ninguna materia vítrea parecía sellar en este momento la entrada de la cavidad.

El hombre era alto y bien proporcionado. Tenía largos cabellos castaños y una barba de la misma tonalidad. Su rostro era el de un hombre joven de unos treinta años, y tenía la agresiva belleza de las aves de presa.

—¡X! —exclamó Cull.