«Qué preciosidad», pensó Elisabeth. «Así es como debe ser. Un abeto de verdad. Y lo decoraremos todos juntos».
Estaba junto a la entrada con el abrigo y el sombrero puestos, y observaba a Gustav y a Humbert arrastrar el gran abeto hacia el vestíbulo. Los niños los seguían a una distancia prudencial, porque Gustav les había dicho que si alguien tocaba el abeto antes de que estuviera colocado, se quedaría pegado a él hasta Navidad.
—¡Tía Lisa, tía Lisa! —exclamó Dodo, y la rodeó con los brazos dejando su abrigo claro salpicado de manchas húmedas—. Todos vamos a colgar una bola. ¡Tú también!
Elisabeth la aupó y le contó que el día de Navidad también colgarían deliciosas galletas de especias, pero Dodo ya lo sabía por Henni.
—¿Es cierto que pronto te irás muy lejos, tía Lisa?
—¿Quién ha dicho eso?
—Auguste se lo ha dicho a Else.
Pues claro. Las criadas tenían oídos en todas partes. ¡Esa chismosa de Auguste!
—No te creas nada.
Volvió a dejarla en el suelo y Dodo se marchó reconfortada. Arriba por fin apareció Marie, intercambió varias frases con la señorita Schmalzler y después bajó al vestíbulo. Allí tuvo que rodear con cuidado el abeto, que seguía tumbado esperando a que lo colocaran en el pedestal de madera.
—¿Dónde te habías metido? —la reprendió Lisa—. Llegaremos tarde…
Marie no respondió porque en ese momento los gemelos se abalanzaron sobre ella y la avasallaron con su parloteo. Que dónde estaban las bolas de colores. Y los pajaritos de cristal. Y el espumillón plateado…
—¿Sabéis que? Subid con la abuela, ella os lo enseñará todo…
—¡Sííí!
La pequeña jauría subió las escaleras liderada por Liesel. Alicia lo tendría difícil para tranquilizarlos.
—¿Mamá no lo sabe? —preguntó Elisabeth en voz baja.
—He preferido no decírselo. No quería que se hiciera ilusiones que quizá después se quedasen en nada.
Elisabeth se dio cuenta de que Marie no había pegado ojo a causa de los nervios. Ella también había dormido mal. Kitty tenía un dolor de cabeza espantoso y estaba en la cama.
—Seguro que es uno de ellos, Marie. Lo intuyo —dijo, y se agarró del brazo de su cuñada—. ¡Hoy lo traeremos de vuelta a la villa de las telas!
—¡Que Dios te oiga, Lisa!
La tarde anterior habían recibido la noticia de que un tren con prisioneros de guerra liberados llegaría de Rusia a la estación de Augsburgo ese mismo día hacia las once. No había confirmación oficial, tampoco había salido en los periódicos. Sin embargo, medio Augsburgo era presa de la emoción, y sin duda la estación estaría a rebosar de familiares esperanzados.
Al bajar la escalera exterior, Lisa y Marie sintieron en ellas numerosas miradas. Entre los empleados se había extendido la noticia de adónde se dirigían, y todos estaban muy agitados. Humbert había preparado el coche, le había puesto gasolina y aceite y había limpiado los cristales. La tarde anterior, Gustav y su abuelo habían apartado la nieve del acceso a la carretera. Nadie se lo había pedido, lo habían hecho por su cuenta.
Lisa condujo despacio, con mucho cuidado de no salirse del camino o de cometer algún error tonto. Tuvo que esperar un rato a la salida del parque porque pasaron varios camiones cargados de nabos y patatas en dirección a la ciudad. Marie iba sentada a su lado muy tensa y en silencio, con la vista fija en la carretera. A Lisa tampoco se le ocurrió ningún tema de conversación. Tenía los dedos helados, debería haberse puesto los guantes de cuero.
Como era de esperar, la estación estaba rodeada por una multitud, así que dejaron el coche en Prinzregentenstrasse y fueron hasta allí a pie. Habían enviado a la policía para que la muchedumbre no se descontrolara; por todas partes se oían instrucciones: «Caminen despacio», «No se amontonen», «Lleven a los niños de la mano».
—Ya son las once —dijo Marie con la mirada puesta en el reloj de la estación.
—¡Te dije que llegaríamos tarde!
Marie se quedó rezagada en la entrada y le preguntó a Lisa si no sería mejor que esperaran allí. Pero los que llegaban detrás de ellas las arrastraron como una riada, así que tuvieron que salir al andén, quisieran o no. Allí se apretujaban sobre todo mujeres, jóvenes y mayores, esposas, madres, abuelas, acompañadas de hijos adolescentes con ojos asustados y muy abiertos, y niños pequeños que lloraban. Algunos iban bien vestidos, otros llevaban chaquetas gastadas y zapatos con suela de madera, pero todos tenían en común la esperanza dibujada en el rostro.
La multitud empujaba a Lisa y a Marie, que pasaron junto a un sinnúmero de personas que aguardaban, y finalmente encontraron un sitio ante las vías vacías. El tren venía con retraso. No era de extrañar, suponiendo que la situación fuera similar en todas las estaciones en las que se detenía.
«Va a ser imposible encontrar a nadie entre esta muchedumbre», pensó Lisa con angustia. «Estamos tan atrás que no vamos a ver a los soldados cuando se apeen».
Le agarró la mano a Marie y la apretó para infundirle valor.
—Tendríamos que habernos quedado en casa —dijo Marie—. ¡Cuánta gente! Vamos a morir asfixiadas.
En efecto, había empujones, gritos de enfado, niños que lloraban. Aun así, la mayoría conservaba la calma, y todos intentaban tener cuidado con los demás en la medida de lo posible. Los de atrás preguntaban impacientes a los de delante si ya veían el tren, pero de momento no habían recibido la respuesta que esperaban.
—¿Te acuerdas? —preguntó Marie—. Hace cinco años y medio también estuvimos aquí. Tú repartías bocadillos entre los soldados y yo corría junto al tren para alcanzarles tazas de café caliente.
—Dios mío, que si me acuerdo —se lamentó Elisabeth—. Los compañeros de clase de Paul fueron de los primeros en marcharse. Y el pobre Alfons…
—Sí —dijo Marie con amargura—. Qué emocionados estaban. Qué seguros de la victoria. Aquellos jóvenes nos sonreían y se despedían con alegría, y nosotras nos sentíamos bien por estar repartiendo bocadillos y café a los futuros héroes.
—Todos pensaban que estarían de vuelta para Navidad —murmuró Elisabeth—. La Navidad de hace cinco años…
Un movimiento recorrió la multitud, en el borde del andén se oyeron gritos enérgicos.
—¡Atrás! ¡Cuidado! ¡Aparten a los niños!
Alguien pisó a Lisa. A Marie la empujaron hacia atrás, junto con otras jóvenes. Se perdieron de vista. Entonces Lisa vio el humo gris de la locomotora y el corazón se le aceleró. Paul. Su hermanito Paul. Ojalá fuera verdad.
—Por favor, Dios —susurró para sí misma—. Por favor, Dios…
El tren entró muy despacio en la estación. Muchas de las ventanillas estaban bajadas y los hombres se apretaban en ellas para ver a la multitud que los esperaba en el andén. Aquí y allá se oía algún grito, algún nombre, algún sollozo. Alguien había reconocido a su esposo, a su hijo, a su hermano. Entonces el chirrido de los frenos ahogó cualquier otro sonido.
Varias mujeres empujaron a Lisa hacia delante, chocó contra el poste de una farola de arco y se quedó allí. No muy lejos de ella se había abierto una de las puertas, y del tren bajaban hombres con pantalones y chaquetas gastados, rostros grises y chupados, algunos ni siquiera llevaban zapatos sino que se habían envuelto los pies con trapos. Lisa sintió un escalofrío. ¿Eran aquellos los mismos muchachos optimistas que se habían marchado? Qué mayores estaban, qué desmejorados, muchos cojeaban, otros llevaban vendas, parches, avanzaban a duras penas con muletas. Al principio se detenían, confusos, pero después avanzaban para que los demás pudieran bajar; solo algunos afortunados recibían los abrazos de esposas y madres. Lisa intentó imaginar qué aspecto tendría Paul después de todo lo que había vivido. ¿Lo reconocería? Miraba fijamente a los que pasaban junto a ella, pero ninguno era su hermano.
¡Qué caos! Decidió quedarse quieta y esperar a que el gentío se dispersara un poco. Por todas partes veía a personas llorando abrazadas, mujeres deshechas en lágrimas, niños llorosos, hombres que no podían creer que hubieran regresado a casa. Al cabo de un rato sintió que la agarraban del brazo: era Marie, que por fin la había encontrado.
—Se habrá apeado y nos estará esperando en algún lado —dijo—. Supondrá que hemos venido…
Se cogieron de la mano y lo buscaron con la vista hasta donde pudieron. Los que se habían reencontrado se dirigían a la salida. Otros estaban igual que ellas, aguardando esperanzados. Los repatriados de los que no se ocupaba nadie recorrían lentamente el andén, algunos llevaban fardos con lo poco que les quedaba. Después se oyó el siseo y el bufido de la locomotora, de nuevo envuelta en vapor. Las puertas se cerraron, los rostros habían desaparecido de las ventanillas, un revisor volvió a cerrarlas.
Marie y Lisa esperaron hasta que el tren salió de la estación, después recorrieron el andén mirando constantemente a su alrededor, observando con atención a cada retornado. Estuvieron un rato en el vestíbulo, caminaron entre la gente, buscaron, vagaron, trataron de conservar la última esperanza.
—Puede que no lo hayamos visto —dijo Lisa en tono neutro—. No sería raro con tanto ajetreo. Tal vez haya ido a la villa en tranvía.
—Es posible —respondió Marie, derrotada.
Las dos se aferraron a esa remota posibilidad. Cómo se reiría Paul de ellas cuando llegaran a casa. Mientras lo buscaban en la estación, hacía tiempo que él estaba en casa tomando café.
Recorrieron presurosas las calles hasta el automóvil y pasaron junto a familias felizmente reunidas, mujeres solitarias de mirada decepcionada, niños que no entendían por qué los habían arrastrado hasta allí. Vieron a Tilly, que también había ido a la estación, y gritaron su nombre, pero ella no se dio la vuelta.
—¿No decían que el doctor Moebius estaba desaparecido? —preguntó Marie, acongojada, una vez se sentaron en el coche.
—Creo que sí —contestó Lisa—. Pero supongo que aun así tenía esperanzas.
Esperanzas. Elisabeth condujo despacio por las calles, se detuvo una y otra vez para ceder el paso a peatones o ciclistas, siguió a los carros de caballos que iban al trote. Cuando dejaron atrás la puerta Jakober comenzó a llover. Al girar hacia el parque vieron que el acceso volvía a estar cubierto por una fina capa de nieve. Lisa pasó junto al arriate redondo del centro del patio y se detuvo un poco antes de la escalinata de entrada. Se quedaron un momento en el coche aferrándose al último y precioso pedacito de esperanza. Entonces Humbert abrió las puertas, junto a él apareció Auguste. Su rostro esperanzado dictó sentencia.
—Quizá todavía esté de camino —dijo Elisabeth.
Marie negó con la cabeza, cansada.
—Me temo que no, Lisa. Hemos hecho bien en no decirle nada a mamá.
—Algún día volverá —insistió Elisabeth—. ¡Estoy completamente segura, Marie!
Se abrazaron, luego bajaron del coche. Subieron los escalones de la entrada, aspiraron el aroma navideño del vestíbulo y vieron a Else, a la cocinera y a Hanna desaparecer por la escalera de servicio a toda prisa. ¿Se habrían colocado para recibir al «joven señor»? Bueno, ahora ya todos sabían que Paul Melzer no había regresado de su cautiverio en aquel tren.
—¡Ahí estáis! —Era la voz de Alicia—. Kitty os estaba buscando. Al parecer habéis ido a la ciudad a por algo para ella.
Alicia les sonreía desde la barandilla de la escalinata que subía al primer piso; observó los esfuerzos de Gustav por darle al abeto una elegante forma piramidal con ayuda de las tijeras de podar y una sierra.
—Enseguida iré a ver a Kitty —dijo Marie—. Antes quiero hacer una llamada rápida a la fábrica.
—Hoy no deberías ir a trabajar, Marie —la reprendió Alicia—. Mañana es Nochebuena, y esta tarde vamos a adornar el árbol. Los niños se mueren de ganas.
Marie no dijo ni que sí ni que no, y subió con una sonrisa amable a llamar por teléfono desde el despacho.
—Dile al señor Von Klippstein que será un placer recibirlo como invitado tanto en Nochebuena como en Navidad —dijo Alicia mientras se alejaba. Después se volvió hacia Elisabeth como si de repente hubiera recordado algo importante—. Ay, sí, ese profesor te está esperando, Lisa. Lo he hecho pasar al salón de caballeros y le he dicho que comeremos hacia la una.
—¿El señor Winkler? ¡Mamá, por qué no me lo has dicho antes!
Alicia suspiró y comentó con un deje de reproche que aquella visita le parecía inapropiada. No causaba buena impresión que la familia Melzer mantuviera contacto con un socialista condenado y antiguo miembro de la república consejista.
Elisabeth se quitó rápidamente el abrigo, dejó el sombrero y subió a toda velocidad. Se detuvo un instante ante la puerta del salón de caballeros para recuperar el aliento. Había llegado el momento decisivo. Debía conservar la calma. Ser amable. Complaciente con su amigo. Apoyarle en los momentos difíciles…
Sebastian Winkler se había sentado en uno de los sillones y leía el periódico. Cuando Lisa apareció, dejó el diario en la mesa y se levantó. ¡Qué delgado seguía estando! La maldita señorita Jordan solo le daba una ración de la comida del orfanato, pero un hombre adulto no podía saciarse con aquello. Sin duda la preocupación por su futuro también lo atormentaba. Y quizá su amor por una mujer inalcanzable…
—¡Sebastian! Siento que haya tenido que esperar. Mi cuñada y yo estábamos en la estación.
Él lo entendió enseguida. Por supuesto, también se había enterado de que muchos prisioneros de guerra regresaban a casa desde Rusia. Y por su gesto afligido dedujo que su hermano Paul no había sido uno de ellos.
—No pierda la esperanza, Elisabeth —dijo—. Vendrán más trenes. En cuanto a mí, no me ha importado esperar. Solo me preocupaba ser una molestia para su madre.
Hablaba despacio y a veces se detenía para pensar la frase siguiente o encontrar la expresión apropiada. A Elisabeth le encantaba su carácter prudente, la sonrisa tímida que se dibujaba en su rostro sin que él se diera cuenta. Y admiraba la firmeza que se escondía detrás de su apariencia sencilla.
—Mamá está un poco alborotada —comentó sin darle importancia—. Los preparativos de Navidad son un quebradero de cabeza para ella. Pero dejemos eso, Sebastian. Sentémonos.
—Como quiera.
Esperó hasta que ella tomó asiento y se situó enfrente. Elisabeth sintió que se acaloraba. Lo que se proponía hacer con él no era decoroso. No lo era en absoluto. En muchos sentidos.
—He dedicado un tiempo a meditar su oferta —comenzó a decir él entre titubeos—. Para mí fue toda una sorpresa y temía perjudicarla si la aceptaba. Esa era mi mayor preocupación, Elisabeth. Jamás me perdonaría que su reputación quedara en entredicho por mi culpa.
Qué tierno era. Le habría gustado acariciarle la mano, rodearle el cuello con sus brazos. Pero esas familiaridades solo lo habrían confundido.
—En ese sentido puede estar tranquilo —dijo—. Nadie se enterará. Y Pomerania está lejos.
Él sonrió y asintió con la cabeza. No parecía feliz. Pero ella tampoco esperaba que lo fuera. El objetivo era que su Sebastian se sintiera muy desgraciado. Al fin y al cabo, lo estaba enviando lejos.
—Usted lo ha dicho, Elisabeth —prosiguió, y sacó el pañuelo para secarse la frente—. Pomerania está lejos. Pero es lo que me merezco.
Estaba inclinado hacia delante con la cabeza gacha. Cuando levantó la vista apesadumbrado, ella tenía el corazón en un puño. Pero debía mantenerse firme. Él jamás se prestaría a ese juego voluntariamente. Debía guiarlo hacia su propia felicidad con triquiñuelas.
—Pensé que le gustaría la idea de ordenar la extensa biblioteca de mi tía —comentó esperanzada—. La inició mi bisabuelo, y todas las generaciones posteriores la ampliaron. Seguro que esconde tesoros, Sebastian…
Sabía que era un bibliófilo, pero su entusiasmo tenía límites. La finca de los Von Maydorn estaba muy apartada: en coche de caballos se tardaba tres horas en llegar a Kolberg. Y el correo solo se entregaba una vez a la semana.
—Si acepto el puesto, Elisabeth, será porque algún día quiero entregarle a usted la biblioteca organizada.
El corazón le latía con fuerza. Había ganado.
—¿Así que acepta? —le preguntó con la respiración contenida.
—¿Cómo podría rechazar una oferta tan amable y generosa?
Se esforzó por sonreír, pero en el fondo se sentía derrotado. Había recibido su condena, lo enviaban al destierro. A Pomerania, donde daba la vuelta el aire. Elisabeth luchaba contra sus remordimientos, y se dijo que lo hacía todo por su propio bien.
—Me alegro mucho, Sebastian —dijo con un profundo suspiro—. Naturalmente, espero noticias regulares sobre sus progresos.
Aquello era una oferta para un intercambio de correspondencia. Al parecer la idea lo animó, ya que la miró agradecido. Pero después su gesto se endureció y se quedó absorto.
—Hubo un tiempo, Elisabeth, en que forjaba planes descabellados. Soñaba con un mundo en el que un industrial rico y un pobre profesor se relacionarían de tú a tú. Y realmente creía que sería posible unir nuestros destinos.
Negó con la cabeza como si no diera crédito a lo ingenuo que había sido.
—Yo también tenía los mismos sueños, Sebastian —dijo Lisa en voz baja—. Pero la realidad nos ha obligado a despertar. El mundo es como es, y es un error resistirse a su curso. Los recientes acontecimientos nos lo han demostrado una vez más.
Esa confesión fue recompensada con una mirada prolongada. Qué cálidos y profundos podían ser sus ojos. De pronto tuvo dudas sobre lo que se proponía. ¿Podía exigirle algo así? Era un hombre decente. Tenía principios morales. ¿Y si perdía su amor?
—Al final ha decidido no divorciarse, ¿verdad? —preguntó él de forma inesperada.
Ella solo lo había mencionado de pasada, pero sabía que la noticia le preocupaba.
—Sí —admitió, y pensó rápidamente qué podía contarle—. Mi esposo sufrió heridas de guerra muy graves, y no me vi con fuerzas de exigirle el divorcio. Las mujeres no podemos evitar ser compasivas. Seguiré a su lado, aunque ese matrimonio no me aporte más que frialdad y soledad.
Lo miró de tal manera que él tuvo que contenerse para no tomarla en sus brazos. Ofrecerle consuelo y calidez, toda la ternura que le faltaba. Pero no se atrevió, y ella no hizo nada para alentarlo.
—La señorita Schmalzler, nuestra ama de llaves, también viajará a Pomerania en enero para pasar allí su jubilación. Quizá podría ir con ella.
Sebastian asintió resignado y dijo que sin duda sería muy práctico, ya que la dama conocía la zona. A continuación recogió su sombrero, que había dejado en el sillón de al lado, y se levantó.
—Cuente conmigo, Elisabeth —dijo con una breve inclinación—. Haré cualquier cosa con tal de serle de utilidad.