—¡Chisss!
La estúpida puerta emitió un crujido. Dodo asomó la cabeza por la rendija y trató de distinguir algo en la penumbra.
—¡Quita! —dijo Leo tras ella, y le tiró del vestido.
—Déjame…
—¡No podemos mirar ahí dentro!
La puerta volvió a crujir porque Leo pasó junto a su hermana. En el cuarto de la abuela apenas había luz, las cortinas estaban cerradas. Se distinguía la cama de matrimonio con los adornos dorados, al lado los contornos del tresillo, el tocador con los tres espejos móviles y la cómoda con superficie de mármol. La abuela parecía muy pequeña en esa cama tan grande. Estaba tumbada de espaldas y tenía la tez muy pálida.
—¿Está muerta? —susurró Leo.
—No —musitó Dodo—. Está durmiendo la siesta. Tiene migraña.
—Con eso se puede morir.
Dodo se llevó el dedo a la sien para indicarle que estaba loco. Su hermano era tontísimo.
—Pero si respira. Fíjate…
Leo entrecerró los ojos y comprobó que el pecho de la abuela subía y bajaba a intervalos regulares. No sabía si eso lo ponía alegre o triste. Más bien alegre. Aunque la muerte era un misterio que lo tenía fascinado.
—¡No podemos despertarla! —dijo Dodo muy seria, como hacían los adultos—. ¡La abuela necesita descansar!
Leo resopló. Dodo siempre lo sabía todo. «No podemos entrar en la despensa. No podemos pintar con los pinceles de mamá. No podemos arrancar hojas de las plantas de la galería…». Las niñas se creían muy listas.
—Igual se despierta sola —reflexionó.
—Sí, más tarde —susurró Dodo—. Ha prometido jugar con nosotros a papás y mamás.
Leo cerró despacio la puerta del dormitorio. Esta vez crujió más fuerte. No tenía ningunas ganas de jugar a ese estúpido juego. Siempre le tocaba hacer de papá. O de hijo. Y ninguna de las dos cosas era divertida. Él prefería ser ladrón. O pirata. Pero a eso solo jugaban con mamá, y ella nunca tenía tiempo.
—¡No puedes hacer eso!
Él se volvió bruscamente hacia ella y se puso el índice sobre los labios. Dodo enmudeció, lo miraba con los ojos muy abiertos. Estaba prohibido entrar en ese cuarto. Rosa se lo había dicho muchas veces. Nadie podía entrar excepto la abuela. Y Else, que a veces lo limpiaba. Pero nadie más. Ni siquiera mamá.
Leo había decidido hacer de ladrón. Bajó la manija y se apoyó contra la puerta. No quería abrirse.
—Está cerrada con llave —susurró Dodo a su espalda—. ¿Lo ves?
Un auténtico ladrón no se contentaba con un «lo ves». Leo empleó todas sus fuerzas, empujó la puerta con el hombro, y de pronto cedió. Casi se cayó dentro de la habitación, y con él Dodo, que se le había agarrado.
Los recibió un olor raro. A alfombra, a cortinas, a ropa de cama y un poco al abuelo. Eso que colgaba del armario seguramente era su levita.
—No podemos estar aquí —susurró Dodo, pero lo siguió con mucha curiosidad hacia el reino de lo prohibido.
Las cortinas de color azul claro solo estaban echadas a medias, de manera que se veía el cielo gris y cargado. Todo estaba como si el abuelo siguiera con ellos. La cama llena de cojines, los periódicos y los libros apilados en la mesilla, incluso sus gafas de leer. Sus zapatillas descansaban sobre la alfombrilla de pelo suave, y se oía el fuerte tictac del despertador redondo. El abuelo lo necesitaba para despertarse por la mañana. Leo se preguntó si el abuelo seguiría viviendo allí. ¿Y si estar muerto significaba volverse invisible?
—Como la abuela se dé cuenta…
El reloj de pulsera estaba sobre la cómoda, delante del espejo. Al lado, la brocha de afeitar. La navaja plegada descansaba sobre un platillo de cristal. Leo vaciló, porque la navaja lo tentaba, pero se decidió por el reloj. No fue fácil alcanzarlo porque la cómoda era alta y él todavía no había cumplido los cuatro años.
El reloj brillaba y era redondo, bajo el cristal se veían las agujas y los números. Leo ya sabía contar con los dedos hasta cien. Bueno, casi todos los números. No sabía escribirlos, solo decirlos.
—Hay que darle cuerda con esa ruedecita —dijo Dodo, atenta—. Funciona así.
—Ya lo sé —gruñó él.
La giró un poco, oyó un suave crujido y lo dejó estar. La abuela le había dicho que algún día ese reloj sería suyo. Pero que antes lo llevaría papá. Cuando regresara de Rusia. Leo no se acordaba muy bien de su padre. Dodo tampoco. Mamá tenía muchas cartas suyas en el escritorio. Y dibujos que él había pintado. Casas y árboles y gente, eran bastante aburridos. Y también había un caballito tallado en madera al que le faltaba una pata.
—¡Dodooo! ¡Leooo!
Los dos se sobresaltaron, y Leo dejó el reloj en la cómoda tan rápido que se cayó al suelo. Por suerte aterrizó en la alfombra y no se rompió.
—¡Dodooo! —gritó Henni mientras se acercaba sigilosa por el pasillo—. ¡Leooo!
Los gemelos siempre hacían frente común contra Henni. Dodo recogió el reloj de pulsera y lo puso en su sitio, y Leo ya estaba junto a la puerta para cerrarla tras ellos sin hacer ruido.
—Ahí no podéis entrar.
Los había visto. Henni estaba en medio del pasillo, un angelito de rizos dorados y ojos grandes tan azules que parecía que el cielo se reflejaba en ellos. Y eso que en realidad era un diablillo. Al menos a veces.
—No hemos entrado —mintió Leo.
Henni se quedó perpleja un instante. Su mirada escrutadora iba de Leo a Dodo y parecía estar reflexionando.
—Te he visto cerrar la puerta —le dijo a Leo.
—¿Y qué?
—Eso es que habéis estado dentro —concluyó la pequeña detective.
—¡No es verdad!
—¿Y por qué estaba abierta?
Leo lanzó una mirada rápida a su hermana para asegurarse de que estaba de su parte. El rostro de Dodo mostraba una determinación firme.
—Solo estábamos mirando —se arriesgó Leo, y Dodo asintió.
—Mirar también está prohibido —respondió Henni, contenta—. ¡Os vais a llevar una buena tunda!
Leo se indignó con la fierecilla. Si jugaban con ella, tenían que bailar a su compás. Si se enfadaba, se iba corriendo a los brazos de Rosa y se echaba a llorar. Y así siempre conseguía lo que quería. Porque Henni era la más pequeña y los niños mayores tenían que aprender a ceder.
—¡La que se va a llevar una tunda eres tú! —la amenazó entrecerrando los ojos.
Henni ladeó la cabeza y trató de averiguar si la amenaza iba en serio. Al fin y al cabo, Rosa estaba abajo en la cocina y no podía protegerla. La abuela dormía justo al lado, seguro que intervendría si gritaba lo bastante fuerte. Pero la abuela no era tan fácil de enredar porque Leo era su nieto preferido.
—Después quiero jugar con vosotros —exigió—. Y yo seré la hija, ¿vale?
Leo miró a Dodo y sintió alivio al ver que su hermana asentía.
—Está bien. Pero irás en el carrito y yo te empujaré.
—Pero no muy fuerte —pidió Henni.
La última vez, el viejo cochecito se volcó y Henni se cayó sobre un montón de piezas de construcción de madera. Le dolió mucho y desde entonces no había querido volver a ser la hija…
Al otro lado del pasillo se abrió una puerta y apareció la tía Kitty. Se había arreglado para salir y llevaba un abrigo amplio de lana roja que le llegaba por debajo de las rodillas. La parte baja era muy estrecha, de manera que la mamá de Henni parecía un gran globo rojo.
—Henni, cariño… Ven aquí, tesoro. Rosa te cambiará enseguida, vamos a la ciudad.
El entusiasmo se reflejó en la cara de los gemelos. ¡Se habían librado de ella! Henni fue con su madre, le tironeó del abrigo y le preguntó por qué tenía un cuello tan grande.
—Para poder levantarlo, cariño. ¿Ves? ¡Así!
El cuello casi le cubría la cabeza por completo, solo asomaba el pelo.
—¿Podré comer caramelos?
—Solo si te portas bien. Ven, cielo. No hagas ruido, la abuela tiene migraña.
Kitty volvió a su cuarto en busca de su bolso, rebuscó dentro, cogió un poco de dinero del cajón secreto del escritorio y lo guardó en el monedero.
—¿Rosa? Póngale las botas. Y el abrigo blanco con el cuello de pelo. Y el gorro de lana…
—Nooo —se resistió Henni—. El gorro de lana no, mamá. ¡Pica mucho!
—Pero está nevando…
—Me subiré el cuello. Como tú.
Entonces Kitty le ordenó que se pusiera una bufanda. Recordaba de su infancia el horrible picor de los gorros de lana. Lo peor eran las medias de lana. Por eso a Henni solo le compraba medias de algodón.
Agarró a su hija de la mano y bajaron las escaleras. El vestíbulo ya estaba adornado con ramas de abeto y estrellas doradas de papel hechas por los niños. La Navidad se hallaba a la vuelta de la esquina, por fin una Navidad sin guerra, pero, por lo que parecía, también sin su Paul. Seguían sin tener noticias de él, nadie sabía decirles si estaba sano o cuándo lo dejarían volver por fin a casa. Mamá había dicho en voz baja en una ocasión que era mala señal que ya no escribiera. Pero desde la muerte de papá, mamá estaba de un humor sombrío, dominada por el pesimismo, siempre esperaba lo peor.
—¿Tendremos árbol de Navidad, mamá?
Kitty no estaba segura de si su madre iba a permitirlo tan pocos meses después del fallecimiento de papá. Por otro lado, para los niños sería maravilloso; durante los últimos tres años no habían podido poner un árbol grande por culpa del hospital. Ay, qué bonito era cuando Gustav y su abuelo traían el abeto del parque y lo adornaban todos juntos. Lucía espléndido. Todo el vestíbulo olía a abeto, y en Nochebuena, Auguste y Else colgaban las galletas de especias de las ramas.
—Sí, yo creo que sí, Henni. Y será gigante. Casi hasta el techo.
—¡Hasta el cielo! —exclamó llena de alegría la niña, y descendió a saltos los peldaños de la entrada.
Abajo, en la entrada, las esperaba Humbert. Había quitado la nieve del coche y estaba secando el parabrisas con un pañuelo.
—Adelante, señora —dijo abriendo la puerta del conductor con un gesto elegante.
—Pero usted tendrá que sentarse atrás con Henni.
—No se preocupe, señora. Y arranque con suavidad. No acelere demasiado. Sienta el motor…
Kitty se sentó al volante sin hacer caso de las protestas de Henni. Humbert llevaba varias semanas enseñándole a conducir, lo que no era nada fácil, ya que por lo visto ella carecía de sensibilidad para la técnica. Pero perseveraba, al fin y al cabo Lisa también había aprendido.
—No quiero que conduzca mamá —se quejó Henni, sentada en el regazo de Humbert—. ¡Tengo miedo!
—El arranque…, el embrague…, primera…, muy bien. Cambiar de marcha…, levantar…, suave…, suave…
El primer intento fracasó. El vehículo dio un brinco, Henni gritó y se aferró a Humbert. El segundo intento salió mejor. Kitty metió primera a duras penas y consiguió poner el coche en marcha. Recorrieron despacio el acceso nevado del parque en dirección a la entrada. Incluso logró meter la segunda y la tercera sin más incidentes. Solo falló al frenar delante de la puerta, el coche se desvió y acabó en la hierba. Pero eso fue culpa de la nieve.
—Lo ha hecho muy bien, señora. Un par de días más y conducirá a toda velocidad. Ponga el freno de mano, por favor.
—Ay, sí, casi se me olvida.
Cambiaron de sitio. Humbert enfiló el coche hacia la carretera y condujo hasta la ciudad. Los copos de nieve se pegaban al cristal, y tenía que utilizar el limpiaparabrisas constantemente para ver mejor.
—No quiero que conduzcas, mamá —refunfuñó Henni—. Da botes todo el rato.
—Pero, cariño, tengo que aprender porque Humbert se va a Berlín en enero. ¿O quieres que vayamos a pie a todas partes?
—Pues que conduzca la tía Lisa.
Kitty guardó silencio, disgustada. Era innegable que su hermana conducía tranquila y segura. Pero sus planes eran insólitos, nadie sabía si se marcharía pronto de la villa.
—Déjenos en Maximilianstrasse, Humbert. Recorreremos el último tramo a pie. Está todo tan bonito cuando nieva…
—Como desee, señora.
A pesar de la difícil situación económica, la ciudad se preparaba para las fiestas. En la amplia Prachtstrasse habían levantado un par de casetas de madera adornadas con ramas de abeto donde los comerciantes ofrecían sus productos. Se podían comprar juguetes tallados, velas, dulces de colores y castañas asadas; en un puesto había ángeles de pan de oro, cascanueces con uniforme de gala y todo tipo de juguetes metálicos de cuerda. Bandadas de niños vestidos con ropa gastada y demasiado grande rodeaban la caseta de los juguetes, lanzaban miradas de deseo a los coches de hojalata y las muñecas de porcelana, y el dueño los ahuyentaba una y otra vez.
—¡Caramelos, mamá! ¡Ahí hay caramelos de frambuesa!
Kitty compró una bolsa de caramelos coloridos y pegajosos y advirtió a su hija que esta vez tuviera cuidado. Hacía poco se tragó un caramelo de frambuesa sin querer y por poco se ahogó.
Henni se metió la golosina en la boca ante las miradas de envidia de los niños pobres y siguió a su madre a través de la nieve hasta el estudio de Sibelius Grundig. Kitty odiaba tener que pasar por delante de los mendigos e inválidos, y justo en esa época previa a la Navidad estaban por todas partes. Incluso se habían sentado en la nieve, con una manta debajo y los hombros cubiertos con una capa andrajosa. Rebuscó la calderilla que llevaba y la repartió; habían enviado a esos hombres a la guerra y ahora estaban allí, lisiados, ciegos o sordos por culpa de la patria. Los habían traicionado a todos.
¿Qué habría pasado si Alfons hubiera regresado mutilado? Prefería no imaginárselo.
La campanilla tintineó cuando abrió la puerta del estudio de fotografía de Grundig. Dentro se habían retirado casi todos los muebles, la pequeña estufa proporcionaba un calor agradable a la estancia vacía. Kitty comprobó que sus cuadros todavía estaban embalados y apoyados en la pared, así que había mucho que hacer.
—¡Aquí estás! ¡Y has traído a la pequeña Henni!
Tilly salió de la habitación contigua y cogió a Henni, que se abrazó a ella. El recibimiento fue muy cariñoso, Tilly era la tía favorita de Henni.
—Vaya, pero qué mejillas tan pegajosas tienes —dijo Tilly riéndose.
—Caramelos de frambuesa —farfulló la niña.
—¿Quieres ayudarnos?
Sí que quería. Le encargaron sostener la cajita de los clavos mientras mamá y Tilly quitaban las telas que habían protegido a los cuadros durante el transporte.
—Tela de papel de la fábrica —dijo Kitty con una sonrisa—. Ya no la vendían, así que me la he llevado. Es perfecta como envoltura protectora.
Tilly plegó con cuidado las telas color marrón y observó a Kitty colocar sus lienzos a lo largo de la pared. Eran mezclas curiosas de rostros y paisajes floridos, Tilly nunca había visto algo parecido. Eran caras de soldados, se veían los cascos y las gorras. Todos eran grises o azulados, tenían los ojos hundidos, muchas bocas dibujaban una mueca.
—Me temo que nadie querrá comprarlos —dijo Kitty—. A todos les parecen fantásticos, pero eso no quiere decir que estén dispuestos a colgarlos sobre el sofá. Y además tienen que conjuntar con la decoración. Sujeta aquí, Tilly. Más alto, a la izquierda… Muy bien.
Trajeron una escalera y Tilly cogió un clavo de la cajita. Henni observó con curiosidad cómo se subía a la escalera y lo clavaba en la pared con unos cuantos martillazos.
—Perfecto —exclamó Kitty—. Es usted maravillosa, doctora Bräuer.
—No vayas gritándolo por ahí. Queda mucho para eso.
—Lo conseguirás. Primero el bachillerato y después la carrera de Medicina en Múnich. Yo te ayudaré, te lo prometí.
—Ay, Kitty… No me resulta fácil hacerlo a vuestras expensas…
—No digas tonterías. Después podrás curarnos a todos gratis, nos ahorraremos mucho dinero.
Tilly suspiró y cogió el cuadro que le tendía Kitty para que lo colgara. Estaba estudiando el bachillerato como alumna externa en el instituto masculino de Santa Ana, y quería examinarse en primavera; de momento era la única posibilidad para las mujeres. Si todo salía bien, comenzaría la universidad en el semestre de invierno del año siguiente. Pero solo podría hacerlo si los Melzer la apoyaban económicamente, ya que, como suponían, a ella y a su madre no les había quedado nada. Vivían en la casa de Frauentorstrasse gracias a Kitty, pues Alfons le había regalado la propiedad justo después de su boda. Kitty no les cobraba el alquiler, de vez en cuando incluso les daba algo del dinero que ganaba vendiendo sus cuadros. Oficialmente ese dinero era para reformas.
—¿Señora Bräuer?
La señora Grundig se asomó a la puerta, lanzó una mirada crítica a los cuadros de Kitty y entonces descubrió a Henni y en su rostro se dibujó una cálida sonrisa.
—Ay, ha traído a la pequeña. Elise se pondrá muy contenta. ¿Puede venir?
—Si ella quiere…
A Henni no le hizo mucha gracia separarse de la cajita con los bonitos clavos, además Kitty sabía que los ojos raros de Elise le daban un poco de miedo. Aunque fuera muy cariñosa con ella y le hiciera barcos y pajaritas de papel.
—Aquí hay alguien que quiere hablar con usted, señora Bräuer.
La señora Grundig pronunció esa frase en voz baja, en tono misterioso, y después se llevó a Henni a la vivienda y dejó la puerta abierta. Tilly bajó de la escalera y vaciló un momento, acto seguido dijo que tenía que comprar un par de ganchos metálicos en la ferretería de enfrente, se puso el abrigo y salió.
Kitty se quedó allí con sentimientos encontrados. Qué vergüenza. A plena luz del día. Y en un local donde podían verlos por el escaparate. Por un instante tuvo la tentación de salir corriendo, pero era demasiado tarde.
—Solo un par de minutos —dijo Gérard—. No quería marcharme sin decirte adiós.
Cerró la puerta tras él y se quedó a la expectativa, no sabía cómo reaccionaría ella a ese encuentro sorpresa. Kitty lo miraba con los ojos muy abiertos.
—¿Quieres volver a Francia?
—No tiene sentido quedarme aquí más tiempo.
Ella guardó silencio, confusa. Naturalmente tenía razón. Se habían estado viendo a escondidas durante meses, casi siempre en aquel pequeño café a las afueras de la ciudad, donde solo había dos mesas y cuatro sillas. Eran encuentros sofocados, horas demasiado cortas, en las que hablaban de todas las locuras posibles y jamás expresaban lo que sentían de verdad. Otras veces se veían en el parque o en la calle, caminaban juntos un trecho, parloteaban de asuntos triviales y se separaban con una frase alegre. Kitty creía que todo aquello no significaba nada; encuentros con un viejo conocido, un buen amigo. Nada de romances ni cosas parecidas. Esos días habían pasado. Ahora se daba cuenta de lo mucho que echaría de menos su presencia.
—Es… es una pena —dijo, y en ese mismo momento supo que no era eso lo que sentía.
—Así es como debe ser, Kitty. De lo contrario se me partirá el alma.
Se atrevió a acercarse varios pasos, y ella tuvo que contenerse para conservar la calma. Se había dicho cientos de veces que era una tonta. ¿Qué tenía él que no conociera ya? En París se amaron todos los días, incluso varias veces, ay, qué locuras hicieron juntos… Pero entonces todavía era una niña, y ahora era una mujer adulta y tenía una hija pequeña.
—¡No! —exclamó alterada—. No sigas. De ningún modo. ¡Ni un paso más!
Él se detuvo, obediente, la miró con gesto dubitativo y después sonrió.
—No me tengas miedo, Kitty —dijo en voz baja—. Ya no soy el que era. Mis años salvajes pasaron. Mira…
Se llevó una mano a su cabellera rizada y le mostró los mechones de las sienes. Efectivamente, tenía algunas canas, y eso que estaba en la treintena. A Kitty no le pareció menos atractivo por ello, más bien al contrario.
—Los dos nos hemos hecho adultos —dijo mientras asentía muy seria.
Él siguió observándola sonriente. Empezó a ponerse nerviosa ante su mirada, cada vez le resultaba más difícil dominarse. Claro que echaba de menos que un hombre la abrazara. Pero no era eso. Lo que la empujaba hacia él era otra cosa. Una extraña familiaridad, el deseo de llegar a un lugar que has buscado en vano durante mucho tiempo. A casa.
—Sí, somos adultos —respondió él—. Pero ha sido la guerra la que nos ha cambiado. Los dos hemos vivido experiencias amargas…
Durante sus encuentros a veces hablaban de Alfons, más adelante también de su padre. Gérard le dedicaba palabras de consuelo y comprensión, pero apenas mencionaba sus propias vivencias. Kitty solo sabía que la fábrica de seda de su padre estaba en la ruina y que todo el mundo odiaba a los alemanes por lo que habían hecho en Francia.
—¿Qué harás ahora? —le preguntó—. ¿Volverás con tu familia?
Sí, se lo debía. A pesar de las desavenencias, sus padres se alegrarían de volver a verlo sano y salvo. Lo demás ya se vería. Les había escrito para anunciarles su llegada.
Kitty no tenía ninguna opinión al respecto. Muchos deseos de ver a sus padres no albergaba, de lo contrario no se habría quedado varios meses en Augsburgo y habría regresado de inmediato a Francia. Era un misterio cómo se había mantenido económicamente durante ese tiempo. Le había ofrecido dinero un par de veces, pero él lo había rechazado.
—Entonces…
Tuvo que carraspear porque de pronto sintió un nudo en la garganta.
—Entonces esta es… ¿la última vez que nos vemos?
Habló con un hilo de voz casi lastimero.
Los grandes ojos de él parecieron abrirse aún más, la absorbieron por completo, la acariciaron, la besaron, le susurraron palabras de amor y deseo.
—¿Es eso lo que quieres, Kitty?
Ella tragó saliva, se pasó la mano por el pelo y después por la cara. Pero era imposible liberarse del influjo de sus ojos negros.
—No —murmuró—. Desearía que te quedaras, Gérard…
Sucedió lo que tenía que suceder. Dos pasos más y ella cayó en sus brazos, sollozó en su pecho, le pidió que no la abandonara, y solo enmudeció cuando él cubrió sus labios con los suyos. El beso fue aún más maravilloso de lo que había imaginado en sueños. Era nuevo y distinto, lleno de pasión y al mismo tiempo contenido, amargo y de una ternura infinita.
—No puede ser, mi amor —le dijo él al oído—. Nunca me he sentido más cerca de ti que ahora, Kitty. Nunca te he amado tanto como estos meses, porque eras inalcanzable. Pero lo nuestro no puede funcionar ahora que la guerra ha envenenado de odio el alma de nuestros pueblos.
Ella se apretó contra él y respiró su aroma, tan familiar, y al mismo tiempo tan nuevo. Le pasó los dedos por el pelo y recorrió con delicadeza la línea de sus cejas.
—Eso no es cierto —lo contradijo—. A nadie de mi familia le importará que seas francés. Menos aún a Marie, que dirige la fábrica junto con Klippi. Tú entiendes de sedas. Únete a ellos.
Sintió que el cuerpo de él temblaba. Se estaba riendo de ella. Y eso que lo decía en serio. ¿No era una idea fantástica? Gérard como segundo director de la fábrica de paños Melzer.
—Eres una soñadora —musitó él, y volvió a besarla—. No, cariño mío. Si es posible, levantaré la fábrica de Lyon y volveré al negocio con nuestras sedas.
Durante un instante Kitty vio varios rostros al otro lado del escaparate: un grupo de niños aplastaban la nariz contra el cristal. Pero, como solo veían cuadros, enseguida perdieron el interés y se marcharon.
—De acuerdo —dijo Kitty, y se sorbió la nariz—. Si eso es lo que quieres, entonces hasta siempre. Tenía la esperanza de que aceptaras mi propuesta.
Él la apretó contra sí y, aunque ella fingió resistirse, se dejó hacer. No quería volver a perderlo. Si se marchaba a Francia, jamás volvería a verlo. ¿No decían que la frontera estaba cerrada para los alemanes?
—No ahora y no así —dijo muy serio—. Te has convertido en una artista y te admiro profundamente. Pero ¿quién soy yo? Un don nadie. Un prisionero de guerra liberado que sale adelante con pequeños negocios en el mercado negro. Un hombre que no puede dirigirse en público a la mujer a la que ama. Un hombre que no puede dejarse ver con ella en ningún sitio. ¿Quieres que siga?
Ella negó enérgicamente con la cabeza y se tapó los oídos. Entonces protestó diciendo que no la había escuchado. Cuando fuera director de la fábrica de paños Melzer…
—Calla, amor mío —susurró él con dulzura—. Mejor dime si me esperarás. Aunque tarde meses, o incluso años.
—¿Años? —repitió ella sin comprender.
—Eres mi gran y único amor, Kitty. Lo fuiste entonces y lo eres ahora, eso no ha cambiado. Acaparabas todos mis pensamientos cuando creía que iba a morir. Y si regreso a Francia, solo lo hago para ganarme el derecho a pedir tu mano algún día.
Un grito estridente interrumpió sus palabras. Salía de la garganta de Henni, que al parecer se aburría y llamaba a su madre. Gérard sonrió y besó a Kitty en la nariz para despedirse.
—La pobre Tilly está congelada delante de la ferretería —comentó medio en broma, medio compasivo—. Ha llegado el momento de que me vaya.
Kitty sintió frío cuando él la soltó. Intentó sostenerle la mirada. Al menos un ratito más…
—Te esperaré —dijo en voz baja—. Escríbeme.
—Lo intentaré.
La campanilla de la puerta sonó cuando salió. Kitty se acercó al escaparate y lo vio alejarse como una sombra entre los remolinos de nieve.