5
En el que un monstruo del pantano se
enamora
Glerk no estuvo de acuerdo con la decisión de la bruja, y lo dijo el mismo día
que llegó el bebé.
Y volvió a decirlo al día siguiente.
Y al otro.
Y al otro.
Xan se negó a escucharlo.
—Bebés, bebés, bebés —cantaba Fyrian. Él sí que estaba encantado. El
minúsculo dragón se había posado en una rama del árbol que había delante de
la puerta de casa de Xan, había extendido al máximo sus alas multicolores y
arqueado el cuello hacia el cielo. Su voz sonaba potente, con gallos y
terriblemente desafinada. Glerk se tapó los oídos—. ¡Bebés, bebés, bebés,
BEBÉS! —continuó Fyrian—. ¡Cómo me gustan los bebés!
El dragón no había visto en su vida un bebé, o al menos no lo recordaba,
pero los adoraba.
Desde la mañana hasta la noche, Fyrian cantaba y Xan protestaba, y
nadie, en opinión de Glerk, quería entrar en razón. A finales de la segunda
semana, su habitáculo se había transformado por completo: pañales, ropa de
bebé y gorritos llenaban los tendederos que habían instalado; biberones de
vidrio recién soplado se secaban en estanterías de reciente construcción al
lado de un fregadero nuevo; habían conseguido una cabra (Glerk no tenía ni
idea de dónde la habían sacado) y Xan tenía tinajas de leche distintas para
beber, fabricar queso y batir mantequilla; y, de repente, el suelo estaba
repleto de juguetes. En más de una ocasión, el pie de Glerk había aterrizado
sobre algún sonajero de madera y había acabado aullando de dolor. Y
entonces lo mandaban callar y lo invitaban a salir para no despertar al bebé, o
asustar al bebé, o matar de aburrimiento al bebé con su poesía.
A finales de la tercera semana, estaba harto.
—Xan —dijo un día—. Debo insistir en que no te enamores de ese bebé.
La anciana resopló, pero no respondió.
Glerk puso mala cara.
—De hecho, te lo prohíbo.
La bruja rio a carcajadas. El bebé rio con ella. Constituían una especie de
sociedad de adoración mutua, y Glerk no lo aguantaba.
—¡Luna! —canturreó Fyrian, que entró volando a través de la puerta
abierta. Revoloteó por la estancia como un pájaro sordo—. ¡Luna, Luna,
Luna, LUNA!
—Basta ya de cancioncillas —le espetó Glerk.
—No le hagas ni caso, Fyrian, querido —dijo Xan—. A los bebés les
viene genial que les canten. Todo el mundo lo sabe.
El bebé pataleó y balbuceó. Fyrian se posó en el hombro de la bruja y
canturreó sin seguir ninguna melodía. Una mejora, evidentemente, pero
tampoco la panacea.
Glerk gruñó de frustración.
—¿Sabes lo que dice el Poeta de las brujas que crían niños? —preguntó.
—No sé por qué los poetas se creen en el derecho de hablar sobre los
bebés o sobre las brujas, pero no me cabe la menor duda de que debe de ser
maravillosamente interesante. —Miró a su alrededor—. Glerk, ¿podrías
pasarme ese biberón?
Xan estaba sentada en el suelo de madera con las piernas cruzadas, y el
bebé instalado en el hueco que formaban sus faldas.
El dragón se acercó a ella, inclinó la cabeza sobre la pequeña y la miró
con escepticismo. El bebé tenía el puño metido en la boca y los dedos llenos
de babas. Agitó la otra manita para saludar al monstruo. Sus labios rosados
esbozaron una amplia sonrisa alrededor de los nudillos mojados.
«Lo hace a propósito —pensó Glerk, esforzándose por borrar la sonrisa
de sus grandes mandíbulas—. Se hace la adorable y seguro que no es más que
una horripilante treta para irritarme. ¡Es una criatura malvada!»
Luna lanzó un grito de alegría y sacudió los piececitos. Cuando sus ojos
se encontraron con los del monstruo del pantano, brillaron como estrellas.
«No te enamores de este bebé», se ordenó Glerk, tratando de mantener
una expresión seria. Tosió para aclararse la garganta.
—El Poeta —dijo con énfasis, y entrecerró los ojos sin dejar de mirar al
bebé— no dice nada sobre brujas y bebés.
—Perfecto —observó Xan, acercando la nariz a la naricilla de la pequeña
y haciéndola reír con el gesto. Lo hizo otra vez. Y otra—. En ese caso, no
tenemos que preocuparnos. ¡Por supuesto que no! —exclamó con voz aguda
y cantarina, y Glerk puso los ojos en blanco en un gesto de exasperación.
—Mi querida Xan, creo que no lo entiendes.
—Lo que tú no entiendes, con tanto refunfuñar y gruñir, es de qué va
tener un bebé. La niña no se va a ninguna parte, y punto. Los bebés humanos
son minúsculos por un instante y luego su crecimiento es veloz como el
aleteo de un colibrí. ¡Disfrútalo, Glerk! Disfrútalo o lárgate.
A pesar de que lo dijo sin mirarlo, Glerk percibió la frialdad hiriente que
emanaba la espalda de la bruja y casi se le parte el corazón.
—Pues a mí me gusta mucho —indicó Fyrian, que estaba posado en el
hombro de Xan y observaba con interés los pataleos y gorjeos de la pequeña.
No tenía permiso para acercarse tanto a la niña. Xan le había explicado
que era por el bien de ambos. La pequeña, llena a rebosar de magia, era como
un volcán durmiente: energía interna, calor y fuerza que podían ir en aumento
y entrar en erupción sin previo aviso. Xan y Glerk eran prácticamente
inmunes a la volatilidad de la magia (Xan gracias a sus artes y Glerk porque
era más viejo que la magia y le daban igual esas tonterías) y no tenían que
andar tan preocupados, pero Fyrian era delicado. Además, era propenso a los
ataques de hipo. Y estos solían ir acompañados de llamaradas.
—No te acerques tanto, Fyrian, cariño. Quédate detrás de tía Xan.
El dragón se escondió detrás de la arrugada cortina del cabello de la
anciana y observó al bebé con una combinación de miedo, celos y deseo.
—Quiero jugar con ella —gimoteó.
—Ya jugarás —dijo Xan, sosegándolo, mientras colocaba a la niña para
que pudiera tomar su biberón—. Lo único que quiero es asegurarme de que
no os hacéis daño el uno al otro.
—Jamás le haría ningún daño —dijo Fyrian sorprendido. Y entonces
estornudó—. Me parece que soy alérgico al bebé.
—Qué vas a ser alérgico al bebé —refunfuñó Glerk.
Justo en aquel momento, Fyrian lanzó una llamarada hacia la nuca de
Xan, que ni siquiera se inmutó. En un abrir y cerrar de ojos, el fuego se
transformó en un vapor que limpió varias manchas de babas de sus hombros
que aún no se había tomado la molestia de desaparecer.
—Te lo agradezco, querido —afirmó Xan—. Glerk, ¿por qué no te llevas
a Fyrian a dar un paseo?
—No me gusta dar paseos —protestó Glerk.
De todos modos, se llevó con él a Fyrian. O, más bien, Glerk echó a andar
y Fyrian a revolotear detrás de él, de lado a lado y hacia delante y hacia atrás,
como una mariposa pesada y gigantesca. El pequeño dragón decidió
entretenerse recogiendo flores para el bebé, un proceso que interrumpían sus
ocasionales ataques de hipo y estornudos, cada vez acompañados de las
obligatorias llamaradas que acababan reduciendo siempre las flores a cenizas.
Pero él ni se daba cuenta. Fyrian era un pozo sin fondo de preguntas.
—¿Se convertirá la niña en un gigante como tú y como Xan? —preguntó
—. Tiene que haber más gigantes, entonces. En el mundo, me refiero. En el
mundo de más lejos. Cuánto me gustaría ver lo que hay más allá, Glerk.
¡Quiero conocer a todos los gigantes de todo el mundo y a todas las criaturas
que son más grandes que yo!
A pesar de las protestas de Glerk, las ilusiones de Fyrian seguían
inamovibles. Y aunque tenía el tamaño de una paloma, Fyrian continuaba
creyendo que era más grande que el típico humano y que por eso debía
permanecer alejado de ellos, para que no lo avistaran por casualidad y
sembrara el pánico mundial.
«Cuando llegue el momento, hijo mío —le había dicho su gigantesca
madre momentos antes de zambullirse en el volcán en erupción y abandonar
para siempre este mundo—, conocerás tu objetivo en la vida. Eres, y serás, un
gigante en esta tierra. Nunca lo olvides.»
Fyrian tenía muy claro el significado de sus palabras. Era Simplemente
Enorme. No cabía la menor duda. Y se lo recordaba a sí mismo a diario.
Por eso Glerk llevaba quinientos años hecho una furia.
—La niña crecerá como crecen los niños, espero —dijo Glerk, en tono
evasivo.
Y viendo que Fyrian insistía, Glerk decidió fingir que iba a echar una
siesta a la sombra de los alcatraces de la ciénaga y cerró los ojos hasta que se
quedó dormido de verdad.
Criar un bebé —sea mágico o no— es todo un reto: los llantos inconsolables,
los mocos casi constantes, la obsesión con llevarse objetos muy pequeños a
una boca llena de babas.
Y el ruido.
—¿No puedes hacer magia para que se esté callada? —le había suplicado
Fyrian en cuanto pasó la novedad de tener un bebé en la familia.
Xan se negó, naturalmente.
—La magia nunca debe utilizarse para influir en la voluntad de una
persona, Fyrian —le repetía Xan una y otra vez—. ¿Cómo quieres que le
haga aquello que debo enseñarle a no hacer jamás en cuanto tenga capacidad
de comprensión? Eso es hipocresía, pura y dura.
Luna no callaba ni siquiera cuando estaba a gusto. Murmuraba,
parloteaba, balbuceaba, gritaba, reía, resoplaba, chillaba. Era una cascada de
sonidos, incesante, interminable. Y no callaba nunca. Balbuceaba incluso
dormida.
Glerk fabricó un hatillo para cargar con Luna a la espalda cuando
caminaba a seis patas. Adquirió la costumbre de pasear con el bebé; salía del
pantano, pasaba por el taller, por las ruinas del castillo y luego volvía,
recitando poesía todo el rato.
No era su intención querer al bebé.
Pero aun así...
Recitaba el monstruo:
A partir de un grano de arena,
nace la luz,
nace el espacio,
nace el tiempo infinito,
y hacia ese grano de arena
regresan todas las cosas.
Era una de sus favoritas. El bebé lo miraba mientras paseaban, estudiando
sus globos oculares prominentes, sus orejas cónicas, sus labios finos y sus
potentes mandíbulas. Extasiada, contemplaba sus verrugas, sus bultos, las
protuberancias limosas de su cara plana. Un día, extendió una manita y, con
curiosidad, le introdujo un dedo en la nariz. Glerk estornudó y la niña se echó
a reír.
—Glerk —dijo entonces el bebé.
Lo más probable es que fuera un poco de hipo o un eructo, pero a él le
daba igual. Había pronunciado su nombre. Lo había dicho. Casi se le sale el
corazón del pecho de la ilusión.
Xan, por su parte, se esforzaba por no decirle «Te lo dije». Y casi siempre
lo conseguía.
Durante aquel primer año, tanto Xan como Glerk observaron constantemente
al bebé en busca de cualquier indicio de una erupción mágica. Pese a que
ambos veían los océanos de magia que tamborileaban con estrépito por
debajo de la piel de la niña (y los percibían cada vez que la cogían en brazos),
seguían contenidos en su interior, una ola en movimiento que no llegaba a
romper.
Por las noches, la luz de la luna y de las estrellas se derramaba sobre el
bebé y bañaba su cuna. Xan cubría las ventanas con cortinas tupidas, pero
siempre las encontraba abiertas, y a la niña bebiendo luz de luna mientras
dormía.
—La luna —se decía Xan— está llena de trucos.
Pero la preocupación seguía allí. La magia continuaba rugiendo en
silencio.
Durante su segundo año de vida, la magia del interior de Luna fue en
aumento, se duplicó en densidad y potencia. Glerk lo notaba. Xan también.
Pero todavía no entraba en erupción.
«Los bebés mágicos son peligrosos», intentaba recordarse Glerk día tras
día. Cuando no estaba acunando a Luna. O cantándole. O susurrándole poesía
al oído mientras dormía. Al cabo de un tiempo, incluso el latido de la magia
bajo la piel empezó a parecerles normal. Era una niña llena de energía.
Curiosa. Traviesa. Y todo esto ya era bastante por sí solo.
La luna seguía inclinándose sobre la pequeña. Y Xan decidió dejar de
preocuparse por ello.
Durante el tercer año de vida, la magia volvió a duplicarse. Xan y Glerk
apenas se dieron cuenta. Estaban ocupadísimos con una niña que exploraba,
buscaba, garabateaba los libros y lanzaba huevos a las cabras; una vez trató
de saltar una valla y acabó con las rodillas peladas y un diente partido.
Trepaba a los árboles e intentaba capturar pájaros, y a veces le gastaba
bromas a Fyrian, que acababa llorando.
—La poesía le irá muy bien —decía Glerk—. El estudio de la lengua
ennoblece incluso a la bestia más revoltosa.
—La ciencia le ayudará a organizarse el cerebro —decía Xan—. ¿Cómo
se puede ser tan travieso mientras se estudian las estrellas?
—Le enseñaré matemáticas —decía Fyrian—. Mientras esté ocupada
contando hasta un millón, no podrá gastarme bromas.
Y así fue como empezó la educación de Luna.
Glerk le susurraba poemas cuando Luna dormía la siesta en invierno.
Los suspiros son promesas de primavera.
Los árboles dormidos
sueñan sueños verdes;
la montaña desnuda
se despierta en flor.
Las olas de magia seguían agitándose bajo su piel. No rompían al llegar a
la orilla. Todavía no.
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