La invitación a bailar la tomó por sorpresa, y para cuando se había recuperado, ya estaban en el centro de la pista. A diferencia de la mayoría de las damas presentes, ella nunca había recibido clases, pero no por falta de interés. Nunca tuvo el tiempo ni el dinero. Las clases de etiqueta eran para las mujeres de élite, a las que ella no pertenecía.
—No sé bailar —le susurró a Alejandro.
—¿Así es? —respondió Alejandro con una sonrisa ubicando su mano en la cintura de la joven—. Este es un buen momento para aprender.
A Catalina le alegró que la música fuera suave y lenta, lo cual no requería demasiada coordinación. Su mente luchaba por controlar sus pasos, y no tenía capacidad para entablar conversación. Le pisó los pies con fuerza dos veces y su rostro se ruborizó de vergüenza.
—Lo siento —se disculpó rápidamente, cerrando los ojos.
Pero Alejandro sólo pudo reír. Le resultaba entretenido, mientras la chica bailaba incómodamente, como un pato. Era terrible. Sentía que era el peor desastre del mundo.
—Tranquila —le respondió haciéndola girar.
Mirando a sus ojos, agregó: —Nadie aprende sin algunos errores. Si no has cometido un error y aprendido algo de él, no has aprendido nada en absoluto.
Sus palabras la motivaron. Tras algunos minutos aprendió a dejarlo guiar, y seguir su paso le resultaba fácil. De pronto, las luces del salón principal se apagaron, y Cati contuvo la respiración al sentir los dedos de Alejandro en su cuello.
—Veo que la has cuidado —escuchó que susurraba en su oído mientras sus dedos recorrían la cadena en su cuello.
Cati observó la torre alta, que parpadeaba. Eran las once en punto.
—¿Tienes un chofer de vuelta a casa? —le preguntó Alejandro.
Respondió negando con la cabeza. Por un momento pensó que él la llevaría, pero ese no fue el caso.
—Me encargaré de conseguirte un chofer para que llegues a salvo.
Llamó a un guardia cercano y le ordenó preparar un carruaje. Aunque quería pasar más tiempo con él, no se atrevía a preguntarle algo semejante. Seguramente tenía cosas de las que encargarse y ella sólo sería una interrupción. Le agradó que Nicolás se acercara para despedirse. Había sido muy amable toda la noche cuando estuvieron juntos, y se sentía agradecida por este gesto.
Alejandro acompañó a Cati a su carruaje. El viento soplaba cuando salieron, y las hojas se sacudían suavemente. Un mechón de cabello se salió de su moño y llegó junto a su mejilla. Alejandro la observaba cuando los caballos del carruaje llegaron frente a ellos. Era hermosa, tan suave y dulce por naturaleza. Despertó a la bestia que llevaba dentro, que quiso contaminar esa alma pura. Había notado la forma en que los hombres la miraban, y esto lo enfureció. Se divertía con Carolina porque le resultaba útil. Un peón que podía ser usado y desechado, lo que no le importaba.
Alejandro sabía que tenía que mantener a Catalina alejada si quería protegerla. Había muchas personas que querían descubrir sus debilidades para vencerlo y Catalina era una simple humana. Los enemigos siempre acechaban, como el que estaba tras el pilar en este instante.
El chofer descendió del carruaje para abrir la puerta y que Cati pudiera subir, pero alguien salió. Elliot Havok, el tercero a cargo del Señor Alejandro estaba de pie con una enorme sonrisa en su rostro, su cabello ondulado corto sobre las orejas, con un mechón largo adelante que descansaba en su frente.
—Elliot —dijo Cati haciendo que el hombre brillara como el sol.
Sylvia, que había salido a hacer diligencias, acababa de regresar, y sonrió al notar a la joven.
—¡Cati, me recuerdas! Te extrañé—dijo Elliot al abrazarla y darle vueltas en sus brazos como si fuera una niña.
Cati reía suavemente. Lo recordaba leyéndole historia tras historia. Aunque el recuerdo era evasivo, Cati jamás podría olvidar a Elliot. Fue su amigo, al igual que Sylvia, cuando vivió en la mansión. Aunque Alejandro y los demás no habían ido a visitarla, se aseguraron de saber que la joven estaba bien mientras vivía con las personas a quienes fue asignado su cuidado y recolectaban información.
Observó a Alejandro y notó que entrecerraba muy ligeramente los ojos cuando Elliot tomó su mano. Finalmente habría algo de color en la mansión. Era evidente que Elliot sentía una enorme alegría al ver a Cati, pensó Sylvia. Cati era como una hija adoptiva para él. No podía esperar a ver lo que sucedería desde este momento.
Elliot y Sylvia acompañaron a Cati en el carruaje y ella no podía ser más feliz. Al llegar a la aldea tras dos horas, Cati descendió y se despidió con una sonrisa cuando el carruaje se alejó. No podía esperar a contarle a su tía cómo había sido su noche.
La noche era oscura y fría cuando golpeó la puerta para entrar. Todos se habían ido a dormir. Golpeó con más fuerza y encontró que la puerta estaba abierta, lo cual le resultó extraño. Al entrar, se dirigió a la cocina para buscar a su tía, pero se detuvo de inmediato cuando vio la sangre en el suelo. Tanto su tía como su tío estaban en el suelo. Sus gargantas habían sido cortadas.
—No —murmuró sacudiendo la cabeza.
—¡Rafa! —llamó a su primo, pero no escuchó sonidos además de su agitada respiración.
Corrió al cuarto de Rafa y encontró todo destrozado y esparcido por el suelo. La sangre cubría la pared, pero su primo no estaba. Bajó de nuevo a donde estaban sus tíos e intentó sacudirlos con manos temblorosas, pero estaban muertos.
—¡¿Qué sucedió?!
Sylvia había entrado a darle a Cati una caja de chocolates que había olvidado entregarle antes. Por alguna extraña razón, tuvo un presentimiento en la aldea: se sentía muy tranquila, aunque había humanos viviendo en esta parte del Imperio del Sur, Mythweald. Cuando entró en la casa, olió sangre, y pronto encontró la fuente, alguien había asesinado a la familia de Cati.
—Elliot, los cuerpos...
—Está en todas partes —interrumpió Elliot con el ceño fruncido mientras ella lo miraba confundida—. Huele.
Tenía razón. Sylvia respiró profundo y sintió la sangre en el aire. No sólo en esta casa. Salía de todas las casas.
—¿Cati? —llamó Elliot, pero no hubo respuesta.
Caminó hacia Cati y se sentó frente a ella, pero la expresión de la joven era vacía. Cati no había notado a Elliot ni a Sylvia y la escena frente a ella la dejó paralizada. Cuando sintió que alguien sacudió su hombro, giró para encontrar a Elliot de pie junto a ella. Su mirada regresó a su familia y sus emociones salieron como una avalancha incontrolable.
—Tiene un ataque de pánico —notó Sylvia con la agitada respiración de la joven y los ojos vacíos—. Cati, debes respirar. Eso es todo, inhala y exhala —indicó a la joven.
Pronto notó que comenzaba a respirar de forma constante.
El chofer, llegando a la puerta, anunció: —Señor Elliot, en todas las casas hay cadáveres.
—Es una masacre —susurró Sylvia horrorizada—. ¿Ahora qué?
Elliot, dirigiéndose al chofer, ordenó: —Ve a avisarle al Señor Alejandro.