Tercera parte 03 - LOS ALCALDES (03)
—Debemos… porque el futuro no es
nebuloso. Ha sido calculado y previsto
por Seldon. Cada crisis sucesiva de
nuestra historia está trazada y cada una
depende, en cierta medida, del buen
desenlace de las anteriores. Ésta no es
más que la segunda crisis, y sólo el
Espacio sabe el efecto que una minúscula
desviación tendría al final.
—Esto es más bien una especulación
vacía.
—¡No! Hari Seldon dijo en la Bóveda
del Tiempo, que en cada crisis nuestra
libertad de acción quedaría limitada hasta
el punto en que sólo sería posible una
línea de acción.
—¿Para mantenernos siempre en la
línea recta?
—Para evitar que nos desviemos, sí.
Pero, al contrario, mientras sea posible
más de una línea de acción, no se habrá
llegado a la crisis. Debemos dejar que las
cosas sigan su curso tanto tiempo como
podamos, y por el Espacio, esto es lo que
me propongo hacer.
Verisof no contestó. Se mordió el
labio inferior con malhumorado silencio.
Sólo hacía un año que Hardin había
hablado por vez primera de aquel
problema con él… del verdadero
problema; el problema de contrarrestar
los preparativos hostiles de Anacreonte.
Y sólo porque él, Verisof, se había
rebelado ante nuevos apaciguamientos.
Hardin pareció seguir el curso de los
pensamientos de su embajador.
—Preferiría no haberle hablado nunca
de todo esto.
—¿Qué le impulsa a decir tal cosa?
—exclamó Verisof, sorprendido.
—Porque ahora hay seis personas,
usted y yo, otros tres embajadores y
Yohan Lee, que tienen una idea
aproximada de lo que nos espera; y me
temo mucho que la intención de Seldon
era que nadie lo supiera.
—¿Por qué?
—Porque incluso la adelantada
psicología de Seldon era limitada. No
podía manejar demasiadas variables
independientes. No podía trabajar con
individuos más allá de cierto período de
tiempo; del mismo modo que usted no
podría aplicar la teoría cinética de los
gases a simples moléculas. Trabajó con
multitudes, poblaciones de planetas
enteros, y sólo con multitudes ciegas que
no
poseyeran
de
antemano
el
conocimiento de los resultados de sus
propias acciones.
—Eso no está claro.
—Yo no puedo evitarlo. No soy lo
bastante psicólogo como para explicarlo
científicamente. Pero ya lo sabe: no hay
psicólogos competentes en Términus y
ningún texto matemático de la ciencia.
Está claro que no quería que los de
Términus fuéramos capaces de predecir
el futuro. Seldon quería que actuáramos
ciegamente, y por lo tanto correctamente,
según las leyes de la psicología de masas.
Tal como le dije en una ocasión, no sabía
adónde nos dirigíamos cuando expulsé
por primera vez a los anacreontianos. Mi
idea había sido mantener un equilibrio de
poder, nada más que esto. Sólo después
creí ver un esquema en los
acontecimientos; pero estoy decidido a no
actuar basándome en este conocimiento.
Una interferencia debida a la predicción
destrozaría el Plan.
Verisof asintió pensativamente.
—He oído argumentos casi tan
complicados en los templos de
Anacreonte. ¿Cómo espera situar el
momento exacto de la acción?
—Ya está situado. Usted admite que
una vez el crucero de batalla esté
arreglado nada evitará que Wienis nos
ataque. Ya no habrá ninguna alternativa a
este respecto.
—Sí.
—Muy bien. Esto, en cuanto al
aspecto exterior. Mientras tanto, admitirá
que las próximas elecciones verán un
Consejo nuevo y hostil que forzará la
acción contra Anacreonte. No hay
ninguna alternativa.
—Sí.
—Y en cuanto desaparecen todas las
alternativas, la crisis sobreviene. Incluso
así… estoy preocupado.
Hizo una pausa, y Verisof aguardó.
Lentamente, casi de mala gana, Hardin
continuó:
—Tengo la idea, la ligerísima idea, de
que las presiones externas e internas
obedecen
al
plan
de
aparecer
simultáneamente. Tal como están las
cosas, sólo hay unos meses de diferencia.
Probablemente Wienis ataque antes de la
primavera, y para las elecciones aún falta
un año.
—No parece nada importante.
—No lo sé. Puede deberse
simplemente a inevitables errores de
cálculo, o al hecho de que yo sé
demasiado. Nunca he permitido que mi
adivinación influyera en mis actos, pero
¿cómo puedo asegurarlo? ¿Y qué efecto
tendrá la discrepancia? Sea como fuere
—levantó la vista—, he decidido una
cosa.
—¿Qué?
—Cuando la crisis esté a punto de
estallar, me iré a Anacreonte. Quiero
estar en el lugar… Oh, es suficiente,
Verisof. Se hace tarde. Salgamos y
tomemos una copa. Quiero descansar un
poco.
—Entonces descanse aquí mismo —
dijo Verisof—. No quiero ser reconocido,
o ya sabe lo que diría ese nuevo partido
que sus queridos concejales están
formando. Pida el coñac.
Y Hardin lo hizo…, pero no pidió
demasiado.
3
Antiguamente, cuando el imperio
galáctico abarcaba toda la Galaxia y
Anacreonte era la prefectura más rica de
la Periferia, más de un emperador había
visitado el Palacio Virreinal con gran
pompa. Y ninguno de ellos se había ido
sin hacer por lo menos un esfuerzo para
demostrar su habilidad con el fusil de
aguja contra la emplumada fortaleza
volante que llamaban el ave Nyak.
El renombre de Anacreonte no había
decaído con el paso del tiempo. El
Palacio Virreinal era una confusa masa de
ruinas a excepción del ala que los
trabajadores de la Fundación habían
restaurado. Y hacía doscientos años que
no se veía a ningún emperador en
Anacreonte.
Pero la caza del Nyak seguía siendo
el deporte real, y el primer requisito de
los reyes de Anacreonte era tener buena
puntería con el fusil de aguja.
Leopold I, rey de Anacreonte y —
como se añadía invariablemente, aunque
sin veracidad alguna— Señor de los
Dominios exteriores, a pesar de no tener
aún dieciséis años había probado su
destreza muchas veces. Había abatido su
primer Nyak a los trece años recién
cumplidos; había abatido el décimo una
semana después de su subida al trono; y
ahora regresaba de abatir el cuadragésimo
sexto.
—¡Cincuenta antes de llegar a la
mayoría de edad! —había exclamado—.
¿Quién apuesta?
Pero los cortesanos no apuestan
contra la habilidad del rey. Existe el
mortal peligro de ganar. Así que nadie lo
hizo, y el rey se fue a cambiar de ropa de
muy buen humor.
—¡Leopold!
El rey se detuvo en seco ante la única
voz que podía lograrlo. Se volvió de mal
humor.
Wienis se hallaba en el umbral de su
cámara y dominaba a su sobrino.
—Despídelos
—ordenó
impacientemente—.
Quítatelos
de
encima.
El rey asintió cortésmente y los dos
chambelanes hicieron una reverencia y
retrocedieron hacia las escaleras. Leopold
entró en la habitación de su tío.
Wienis contempló con displicencia el
traje de caza del rey.
—Muy pronto tendrás cosas más
importantes que hacer aparte de cazar el
Nyak.
Le dio la espalda y se precipitó hacia
su mesa. Como se había hecho demasiado
viejo para ejercicios al aire libre, el
peligroso salto al alcance de las alas del
Nyak, el balanceo y subida del vehículo
volador a un metro escaso, había
abandonado toda clase de deportes.
Leopold
reconoció
la
actitud
amargada de su tío y, no sin malicia,
empezó entusiásticamente:
—Tendrías que haber venido con
nosotros, tío. Levantamos uno en el erial
de Samia que era un monstruo. Lo mejor
es cuando se acercan. Lo hemos tenido
durante dos horas por lo menos volando
en cien kilómetros cuadrados de terreno.
Y entonces me dirigí en línea recta hacia
el cielo —lo explicaba gráficamente,
como si volviera a encontrarse en su
vehículo—, y bajé súbitamente en picado.
Lo atrapé en el ascenso justo debajo del
ala izquierda. Esto lo enloqueció y
empezó a volar de lado. Acepté su
desafío y viré hacia la izquierda,
esperando la caída vertical. Y llegó.
Estuvo a tiro antes de que yo me moviera
y entonces…
—¡Leopold!
—¡Bueno! Lo abatí.
—Estoy seguro de ello. ¿Me
atenderás ahora?
El rey se encogió de hombros y se
dirigió hacia la mesa del rincón, donde
mordisqueó una nuez de Lera con
evidente malhumor. No se atrevió a
enfrentarse con la mirada de su tío.
Wienis dijo, a modo de preámbulo:
—Hoy he ido a la nave.
—¿Qué nave?
—Sólo hay una nave. La nave. La que
la Fundación está reparando para la flota.
El viejo crucero imperial. ¿Me explico
con la suficiente claridad?
—¿Ésa? ¿Ves?, te dije que la
Fundación la repararía si se lo pedíamos.
Toda esta historia tuya de que querían
atacarnos no es más que una tontería.
Porque si así fuera, ¿por qué iban a
arreglar la nave? No tiene sentido,
¿verdad?
—¡Leopold, eres un idiota!
El rey, que acababa de tirar la cáscara
de la nuez de Lera y se llevaba otra a los
labios, enrojeció.
—Vamos a ver, escúchame bien —
dijo, con una ira que apenas sobrepasaba
el malhumor—; no creo que debas
decirme tal cosa. Te olvidas de algo.
Dentro de dos meses cumpliré la mayoría
de edad, ya lo sabes.
—Sí, y estás en una posición ideal
para asumir responsabilidades reales. Si
dedicas a los asuntos públicos la mitad
del tiempo que consagras a la caza del
Nyak, entregaré la regencia con la
conciencia limpia.
—No me importa. Ya sabes que esto
no tiene nada que ver con el caso. El
hecho es que, aunque tú seas el regente y
mi tío, yo sigo siendo el rey y tú eres mi
súbdito. No deberías llamarme idiota ni
sentarte en mi presencia. No me has
pedido permiso. Creo que deberías tener
cuidado, o es posible que haga algo…
muy pronto.
La mirada de Wienis era fría.
—¿Puedo referirme a vos como a
«Vuestra Majestad»?
—Sí.
—¡Muy bien! ¡Vuestra Majestad es
un idiota!
Sus ojos oscuros despedían chispas
por debajo de las enmarañadas cejas y el
joven rey se sentó lentamente. Por un
momento,
hubo
una
sardónica
satisfacción en el rostro del regente, pero
se desvaneció rápidamente. Sus gruesos
labios se separaron en una sonrisa y una
mano cayó sobre el hombro del rey.
—No importa, Leopold. No tendría
que haberte hablado tan duramente. A
veces es difícil conducirse con verdadera
propiedad cuando la presión de los
acontecimientos es tal como… ¿Lo
comprendes? —Pero, aunque las palabras
eran conciliadoras, había algo en sus ojos
que no acababa de suavizarse.
Leopold dijo con inseguridad:
—Sí. Los asuntos de Estado son
endemoniadamente
difíciles.
—Se
preguntó, no sin aprensión, si no iba a
verse sometido a una incomprensible y
detallada explicación sobre el año
comercial con Smyrno y la interminable
disputa sobre los mundos dispersos del
Pasillo Rojo.
Wienis hablaba de nuevo:
—Muchacho, había pensado hablarte
antes de esto, y quizá tendría que haberlo
hecho, pero sé que tu joven espíritu se
impacienta frente a los áridos detalles del
arte de gobernar.
Leopold asintió.
—Bueno, eso está muy bien…
Su tío le interrumpió firmemente y
continuó:
—Sin embargo, dentro de dos meses
alcanzarás la mayoría de edad. Además,
en los tiempos difíciles que vendrán,
tendrás que tomar parte plena y activa.
Serás rey de ahora en adelante, Leopold.
Leopold asintió de nuevo, pero su
expresión continuaba siendo vacía.
—Habrá guerra, Leopold.
—¡Guerra! Pero hay una tregua con
Smyrno…
—No es con Smyrno. Es con la
misma Fundación.
—Pero, tío, han accedido a reparar la
nave. Dijiste…
Su voz se desvaneció al observar el
fruncimiento de labios de su tío.
—Leopold. —Algo de la amabilidad
había desaparecido—. Vamos a hablar de
hombre a hombre. Tiene que haber guerra
con la Fundación, reparen la nave o no; lo
antes posible, en realidad, puesto que
están reparándola. La Fundación es la
fuente del poder y la fuerza. Toda la
grandeza de Anacreonte, todas sus naves
y ciudades y su pueblo y su comercio
dependen de las migas y sobras del poder
que la Fundación nos concede a
regañadientes. Me acuerdo de la época en
que las ciudades de Anacreonte se
calentaban con carbón y petróleo
ardiendo. Pero eso no importa; no podrías
comprenderlo.
—Parece
—sugirió
el
rey
tímidamente— que tendríamos que
estarles agradecidos.
—¿Agradecidos? —bramó Wienis—.
¿Agradecidos por que nos den los restos
de mala gana, mientras se reservan el
espacio para ellos mismos… y lo guardan
con quién sabe qué propósito? Sólo para
dominar la Galaxia algún día.
Dejó caer la mano sobre la rodilla de
su sobrino, y entornó los ojos.
—Leopold, eres el rey de Anacreonte.
Tus hijos y tus nietos pueden ser reyes
del universo… ¡si obtienes el poder que
la Fundación nos oculta!
—Hay algo de razón en esto. —Los
ojos de Leopold empezaron a brillar y
enderezó la espalda—. Al fin y al cabo,
¿qué derecho tienen de reservarlo para
ellos solos? No es justo, ya lo sabes.
Anacreonte también cuenta para algo.
—¿Ves?
Estás
empezando
a
comprender. Y ahora, muchacho, ¿y si
Smyrno decide atacar a la Fundación por
su parte y nos gana todo ese poder?
¿Cuánto tiempo crees que tardaríamos en
convertirnos en una potencia vasalla?
¿Cuánto tiempo conservaríamos el trono?
Leopold se excitaba por momentos.
—Por el Espacio, sí. Tienes toda la
razón, ¿sabes? Hemos de atacar los
primeros. Es cuestión de defensa propia.
La sonrisa de Wienis se ensanchó
ligeramente.
—Además, una vez, nada más
comenzar el reinado de tu abuelo,
Anacreonte estableció una base militar en
el planeta de la Fundación, Términus…
una base que la defensa nacional
necesitaba vitalmente. Nos vimos
forzados a abandonar esa base como
resultado de las maquinaciones del líder
de la Fundación, un hombre vil, sin una
gota de sangre noble en las venas. ¿Lo
comprendes, Leopold? Tu abuelo fue
humillado por ese villano. ¡Lo recuerdo!
Tenía aproximadamente la misma edad
que yo cuando vino a Anacreonte con su
infernal sonrisa y su infernal cerebro… y
el poder de los otros tres reinos
respaldándole, combinados en una
cobarde unión contra la grandeza de
Anacreonte.
Leopold se sonrojó y brilló una
chispa en sus ojos.
—¡Por Seldon, si yo hubiera sido mi
abuelo, hubiera luchado incluso así!
—No, Leopold. Decidimos esperar…
para devolver la afrenta en un momento
más apropiado. El último deseo de tu
abuelo antes de su muerte fue pensar que
él sería el que… ¡Bueno, bueno! —
Wienis se volvió un momento. Entonces,
simulando estar muy emocionado—: Era
mi hermano. Y, sin embargo, si su hijo
estuviera…
—Sí, tío, no le decepcionaré. Lo he
decidido. Lo más conveniente es que
Anacreonte deshaga esa red de
agitadores, inmediatamente.
—No, no inmediatamente. Primero
debemos esperar a que se termine la
reparación del crucero. El mero hecho de
que estén dispuestos a realizar este
arreglo demuestra que nos temen. Los
muy tontos tratan de aplacarnos, pero no
conseguirán apartarnos de nuestro
camino, ¿verdad?
Y el puño de Leopold golpeó la
palma abierta de su mano.
—No, mientras yo sea rey de
Anacreonte.
Wienis frunció los labios
sardónicamente.
—Además, hemos de esperar que
llegue Salvor Hardin.
—¡Salvor Hardin! —El rey se quedó
de pronto con los ojos muy abiertos, y el
juvenil contorno de su rostro imberbe
casi perdió las líneas duras en que estaba
crispado.
—Sí, Leopold, el líder de la
Fundación en persona vendrá a
Anacreonte por tu cumpleaños…,
probablemente para calmarnos con
palabras suaves. Pero no le servirá de
nada.
—¡Salvor Hardin! —No era más que
un debilísimo murmullo.