Alice
La chica se marchó del comedor, pero no sin antes dedicarle una miradita seductora a Skay que no me pasó por alto en absoluto. Este hecho me hizo pensar que podría haber pasado algo importante entre aquel par.
Me encontré entonces observando sin darme cuenta al chico, con el ceño fruncido, mientras reflexionaba sobre la posible relación que podría tener con Diana.
Me percaté en que él no parecía corresponder a la chica ni siquiera con una sonrisa tímida y eso hizo que me extrañara todavía más.
Estaba segura de que Skay sabía sobre lo que me estaba pasando por la cabeza en ese momento, ya que respondió a mis miradas sin necesidad de que yo abriera la boca para preguntar nada:
- Diana es mi prometida. – su voz sonó severa y me pareció que lo decía en voz alta no para que yo lo asimilara, sino para que él empezara a aceptarlo.
Las palabras que pronuncié a continuación tenía pensado guardármelas para adentro, pero la situación hizo que no pudiera contenerme a decirlas. ¿Por qué sino las decía yo, quién las diría?
- Pobre chica.
Todos los presentes se quedaron perplejos al escucharme y sentí tres pares de ojos bien abiertos puestos en mí. Fue en ese momento cuando Skay se levantó de repente de su silla, perdiendo todos los modales que le habían enseñado, y todo seguido me gritó enfadado:
- ¡¿Qué sabrás tú?!
Yo me quedé mirándolo desde abajo, sentada en la silla, mientras pensaba en algo magistral que justificara lo que acababa de decir sin pensar mucho.
- ¡¿Tanta lástima te da Diana por tener que casarse conmigo?! – siguió gritando Skay, pasando por alto la mirada de horror que su padre le estaba dedicando por estar gritándome de aquella manera.
- Se ve de lejos que no la quieres. – murmuré en voz alta intentando parecer muy convencida, cuando en realidad yo no era nadie para meterme en este tema.
- ¿Qué sabrás tú? – volvió a preguntar Skay mirándome atentamente desde arriba, pero esta vez en un tono de voz más bajo que el anterior.
- Estás jugando con ella. – seguí hablando, sin saber muy bien en qué me estaba basando para estar diciendo todo aquello que ni me iba ni me venía.
Aquellas últimas palabras hicieron callar al muchacho, que me miró con sus ojos castaños como si me viera por primera vez. Seguidamente, después de la tensión que se había formado, soltó una media carcajada forzada y empezó a caminar, un poco cojo, hasta la puerta de salida.
Skay desapareció tras esta y me pregunté si quizás me había pasado tres pueblos en decir todo aquello. ¿Por qué me importaba lo más mínimo? Representaba que me daba igual a quien besara ese chico. ¿Entonces, por qué me preocupaba tanto que jugara con alguien que tampoco me importaba?
- Alteza. ¿Qué está pasando que nosotros no nos hayamos dado cuenta? – preguntó la reina, que hasta ese momento no había abierto la boca en toda la hora de la comida.
- Nada señora. No tiene importancia. – respondí intentando creérmelo.
Fue en ese momento cuando me di cuenta de que lo único que me molestaba era que la persona que me había tocado, no hubiera resultado ser como yo quería. Reí sarcásticamente para mí misma y me dije que el príncipe honorable y amable que intentaba buscar, en este cuento no existía. Había sido reemplazado por uno arrogante, creído, pervertido y estúpido en toda regla.
La próxima vez que me descontrolara quizá me entraran ganas de clavarle estacas a ese corazón tan "cálido" que decía tener. ¡Qué ciego estaba! Pues en su corazón yo no veía amor, sino arrogancia.
Por alguna extraña razón, se me quitó el hambre después de la discusión que había tenido lugar, por lo que decidí en retirarme yo también de la mesa. Me excusé ante los reyes y salí del comedor.
Una vez en mi habitación, me estiré en la cama boca abajo y grité contra la almohada para desfogarme. ¿Por qué hablaba tanto? Me había comportado como una niña celosa y no lograba saber por qué.
Pasé las horas siguientes de esa manera, encerrada en mi habitación de forma solitaria y sin tener nada que hacer. ¡Cómo echaría de menos mis series de televisión! Nunca sabría quién se quedaba en el trono de hierro en la serie de Juego de Tronos.
Pero había muchas otras cosas que no echaría en falta. La manera en cómo todo el mundo hablaba de mí... como si fuera una enferma a la que no hay que acercarse. A veces olvido las lágrimas que he malgastado por toda esa gente que en realidad no valía nada. La verdad, es que me había pasado toda mi vida sin ser feliz, siempre había estado triste. Y aunque en este lugar no me vieran como si tuviera una epidemia mortal, sí que seguía siendo diferente.
Fue en ese momento, después de haber indagado horas y horas entre mis propios pensamientos cuando decidí que debía hacer algo al respecto. ¿Realmente los fríos en este mundo no eran como yo? Skay había dicho que eran seres sin emociones ni sentimientos, sin corazón, que mataban sin remordimientos. Pero no podía evitar preguntarme si eso era realmente cierto. ¿Y si yo formaba parte de ellos? Puede que todo hubiera sido un malentendido y que en realidad no fuera hija de la reina Opal. Si esto resultara ser cierto, me podía dar por muerta, ya que este hecho era lo único que hacía que me trataran tan bien.
Ya me había levantado completamente de mi enorme cama, dispuesta a indagar entre libros de la biblioteca real, cuando alguien dio dos golpecitos a la puerta para pedir permiso para pasar.
- Adelante. – dije en voz alta.
Me sorprendió ver a la joven cocinera de la noche anterior que me había hecho reflexionar sobre sus extrañas palabras.
Sin embargo, en ese momento me asemejó diferente. Era silenciosa y ya no quedaba ningún rastro de la sonrisa que me había dedicado en su momento. Entró con un carrito lleno de comida y simplemente me informó:
- Le traigo la merienda, alteza. Diana vendrá a buscarla dentro de poco para empezar con su entrenamiento.
La chica se dispuso a salir de nuevo de forma indiferente por donde había entrado. Pero, entonces recordé su nombre y la llamé para preguntarle sobre sus palabras:
- Minerva. – murmuré en un hilo de voz, pero ella no se detuvo -. Minerva, por favor, no te vayas. Tengo preguntas.
La muchacha se detuvo en el último momento y frunció el ceño. Entonces me miró extrañada y me dijo:
- En realidad, me llamo Julia. Nací entre la pobreza, alteza... mis padres jamás me pondrían el nombre de una Diosa.
- Pero ayer por la noche... bueno, en realidad esta madrugada, me dijiste que te llamabas así. – defendí mi posición sin entender absolutamente nada de lo que estaba pasando.
- Imposible. Sólo a la familia real se le permite llamarse de esta forma. Además, esta madrugada no recuerdo haber salido de mi cuarto.
- Pero... - murmuré incapaz de comprender por qué razón me había dicho que ese era su nombre, para después incluso negar que me había visto.
- Lo siento, alteza. Pero llamarme Minerva es un regalo que sólo la misma Diosa puede conceder.