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Es repugnante admitir que espero la presencia de Marisol, a pesar de que su trato solo ha empeorado. Al menos ella trae comida.
El primer día que me trajeron aquí, había voces. Susurros. Ruidos a través de las paredes.
Últimamente, es nada más que silencio.
De vez en cuando, el sonido del agua goteando que dura horas, que antes me volvía loco pero ahora es un descanso de la monotonía de la nada.
El tintineo de las cadenas alrededor de mis muñecas y tobillos resuena en la celda húmeda mientras mastico el trozo de pan en mis manos, su corteza rancia y poco apetecible. Pero el hambre roe mi estómago, y esta es mi única manera de saciarla.
Marisol está agachada a pocos pies de distancia, sus ojos grandes y curiosos mientras me observa comer. Es inquietante, la forma en que me observa como si fuera una especie de criatura exótica en un zoológico. Intento ignorarla, concentrándome en cambio en la escasa comida frente a mí.
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