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Hagen viajaba en un coche junto a otros cuatro hombres. Sollozzo estaba sentado delante. Obligaron a Tom a ocupar el asiento posterior, entre los dos que le habían sorprendido en la calle. Uno de ellos, el que estaba a su derecha, le tapaba el rostro con su propio sombrero para que no pudiera ver nada.

—No mueva ni un pelo —le advirtió.

El trayecto fue corto, de no más de veinte minutos, y cuando bajaron del coche, Hagen no reconoció el lugar donde se encontraban, pues era ya de noche.

Le condujeron a un apartamento situado en el piso bajo de una casa y le hicieron sentar en una silla de respaldo alto y recto. Sollozzo se sentó sobre una mesa. Su sombrío rostro mostraba una expresión aviesa.

No se asuste —le dijo—. Sé que no tiene usted el nervio de la Familia. Quiero que ayude a los Corleone… pero también quiero que me ayude a mí.

Las manos de Hagen temblaban mientras se ponía un cigarrillo en los labios. Uno de los hombres puso una botella de aguardiente encima de la mesa y le sirvió una buena dosis del fuerte licor en una taza de café de porcelana china.

El cuerpo de Hagen agradeció el trago. Sus manos dejaron de temblar y la debilidad de sus piernas desapareció.

—Su jefe ha muerto —dijo Sollozzo.

Hizo una pausa para ver el efecto que sus palabras producían y se sorprendió al ver lágrimas en los ojos de Hagen.

—Lo cazamos cerca de su oficina, en la calle —prosiguió Sollozzo—. Tan pronto supe que el trabajo había sido realizado, me preocupé de usted. Su labor debe consistir en lograr que se firme la paz entre Sonny y yo.

Hagen no contestó. Se sentía sorprendido ante el dolor que le embargaba. Sus sentimientos eran una mezcla de desolación y de temor. Sollozzo estaba hablando de nuevo:

—A Sonny le gustó mi oferta ¿verdad? Sin embargo, usted sabe que la razón está de mi parte. Los narcóticos es el asunto del futuro. En un par de años podremos conseguir más dinero del que queramos. El Don era un hombre anticuado; su época ya había pasado, pero él no supo darse cuenta de ello. Ahora ha muerto, y nada puede resucitarlo. Estoy dispuesto a hacer una nueva oferta, y quiero que convenza a Sonny para que la acepte.

—No existe la menor posibilidad de que acepte —dijo Hagen—. Sonny le perseguirá implacablemente.

—Ésa será su primera reacción —replicó Sollozzo con impaciencia—. Precisamente, la misión de usted consiste en evitar que tome decisiones de las que luego podría arrepentirse. La familia Tattaglia y toda su gente me respalda. Las otras Familias de Nueva York aceptarán cualquier cosa que ponga fin a una guerra abierta entre nosotros. Saben que nuestro enfrentamiento sería perjudicial para ellos y sus negocios. Si Sonny acepta el trato, las otras Familias, incluso los mejores amigos del Don, considerarán el asunto como algo que no les concierne.

Hagen se miró las manos sin responder.

—El Don iba perdiendo su vigor —prosiguió Sollozzo en tono persuasivo—. Años atrás me hubiera sido imposible cazarle, pero hoy… Las otras Familias vieron con muy malos ojos que le convirtiera a usted en su consigliere, a usted, que no solamente no es siciliano, sino que ni siquiera es italiano. Si se rompen las hostilidades, la familia Corleone será aplastada y todos perderemos, incluso yo. Necesito más los contactos políticos de la Familia que el dinero. Así pues, hable con Sonny, hable con los caporegimi; en sus manos está el evitar que se vierta mucha sangre.

Hagen pidió un poco más de licor.

—Haré lo que pueda —dijo—, pero Sonny es muy testarudo. Además, ni el mismo Sonny será capaz de controlar a Luca. No se olvide de Luca, como no voy a olvidarlo yo, si he de actuar de intermediario.

—Yo me encargaré de Luca —replicó Sollozzo sin alterarse—. Usted ocúpese únicamente de Sonny y de sus hermanos. Mire, puede decirles que Freddie hubiera podido ser eliminado al mismo tiempo que su padre, pero que mis hombres tenían órdenes estrictas de no disparar contra él. No quiero tener más remordimientos que los absolutamente necesarios. Dígales que Freddie está vivo gracias a mí.

Finalmente, el cerebro de Hagen se había puesto a trabajar. Acababa de darse cuenta de que Sollozzo no quería matarlo ni tenerlo prisionero. No pudo evitar avergonzarse por el alivio que experimentaba. Sollozzo le contemplaba con tranquila y amistosa sonrisa. Hagen empezó a considerar fríamente la situación. Si no se avenía a discutir el asunto con Sonny, quizá lo matarían. Luego comprendió que Sollozzo sólo quería que él presentara adecuadamente la oferta, como correspondía a un buen consigliere. Y ahora, al meditarlo, se dio cuenta de que Sollozzo tenía razón. La guerra abierta entre los Tattaglia y los Corleone debía ser evitada a toda costa. Los Corleone debían inclinar la cabeza y olvidar. Tenían que llegar a un acuerdo. Y después, en el momento preciso, podrían descargar toda su fuerza contra Sollozzo.

Al volver a mirar a Sollozzo, que sonreía abiertamente, se dio cuenta de que éste había adivinado sus pensamientos. Entonces, unas interrogantes comenzaron a martillear el cerebro de Hagen: ¿Qué había ocurrido con Luca Brasi para que Sollozzo se mostrara tan tranquilo? ¿Se había pasado a su bando? Recordó que la noche en que Don Corleone había rehusado la oferta de Sollozzo, Luca había sido citado a la oficina del Don para tener una entrevista privada con éste… Pero ése no era el momento de preocuparse por tales detalles. Lo más urgente era regresar cuanto antes a la seguridad de la fortaleza de la familia Corleone, en Long Beach.

—Haré lo que pueda —dijo a Sollozzo—. Creo que tiene usted razón. Es más, estoy seguro de que es lo que el Don hubiese querido que hiciéramos.

—Bien —dijo Sollozzo con expresión grave—. No me gusta el derramamiento de sangre. Soy un hombre de negocios, y la sangre cuesta mucho dinero.

En aquel momento sonó el teléfono. Uno de los hombres que permanecían sentados detrás de Hagen se levantó para contestar. Escuchó durante breves instantes y luego dijo:

—Muy bien, se lo diré.

Colgó el auricular, se acercó a Sollozzo y dijo algo en voz muy baja, con los labios pegados al oído del turco.

Hagen vio que Sollozzo palidecía, a la vez que sus ojos mostraban una expresión de rabia infinita. Sintió miedo; Sollozzo le observaba especulativamente. De pronto, comprendió que no iban a dejarlo en libertad. Adivinó que había sucedido algo que podía significar su propia muerte.

—El viejo sigue con vida —dijo Sollozzo—. Cinco balas en su cuerpo de siciliano y sigue con vida.

Seguidamente, tras una pausa, en tono fatalista y dirigiéndose a Tom, añadió:

—Mala suerte. Mala suerte para mí, mala suerte para usted…