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25

Tras graduarse, Kay Adams se empleó como maestra en una escuela de su ciudad natal, New Hampshire. Durante los seis meses que siguieron a la desaparición de Michael, telefoneó cada semana a la señora Corleone, preguntándole por él. La anciana siempre le decía lo mismo:

—Eres una buena chica, pero debes olvidarte de Mikey y buscar un marido que te convenga.

Las palabras de la señora Corleone no ofendían a la muchacha, quien comprendía que lo decía por su bien.

Cierto día, terminado un primer semestre escolar, Kay decidió ir a Nueva York para comprar algo de ropa y ver a algunas de sus antiguas compañeras de estudios. También pensó que tal vez le convendría buscar un empleo allí. Hacía mucho tiempo que no visitaba la gran ciudad. Durante casi dos años había vivido como una solterona, leyendo y enseñando, sin salir con muchachos ni con amigas. Incluso había dejado de telefonear a Long Beach. Sabía que tenía que cambiar de modo de vida, pues se sentía cada vez más irritable y desgraciada. Siempre había creído que Michael le escribiría o que, al menos, le haría saber de él. Pero no lo había hecho, y eso hacía que se sintiera profundamente humillada; no comprendía por qué Michael desconfiaba de ella.

A la mañana siguiente, Kay tomó el tren, y a media tarde se encontraba ya en un hotel de Nueva York. Pero todas sus amigas estaban trabajando; tendría que llamarlas por la noche. Por otra parte, no tenía ganas de ir de compras, pues el largo viaje en tren la había fatigado. Sola en la habitación del hotel, pensó en las veces que ella y Michael habían hecho el amor, y el recuerdo la llenó de tristeza. Entonces se le ocurrió telefonear a la madre de Michael.

Contestó una ruda voz masculina cuyo acento era típicamente neoyorquino. Kay pidió por la señora Corleone, y al cabo de unos minutos de silencio, oyó la inconfundible voz de la madre de Michael, que preguntaba quién le hablaba.

La muchacha se sintió un poco turbada al responder:

—Soy Kay Adams, señora Corleone. ¿Se acuerda de mí?

—Desde luego que me acuerdo. ¿Por qué dejaste de telefonearme? ¿Acaso te has casado?

—¡Oh, no! Es que he tenido mucho trabajo.

A Kay le sorprendió el que a la anciana le hubiese disgustado que dejara de llamarla.

—¿Ha sabido algo de Michael? —quiso saber Kay—. ¿Está bien?

Tras unos segundos de silencio, la señora Corleone, con voz firme, contestó:

—Mikey está en casa. ¿No te ha llamado? ¿No os habéis visto?

Kay sintió un vacío en el estómago, y con voz temblorosa y lágrimas en los ojos, preguntó:

—¿Cuándo ha llegado?

—Hace seis meses.

Se sentía avergonzada por el hecho de que la madre de Michael supiera que éste la había tratado de modo tan descortés. Luego notó que la cólera se apoderaba de ella. Cólera contra Michael, contra su madre, contra todos aquellos italianos incapaces de mantener una amistad aun cuando el amor hubiera desaparecido. ¿Es que Michael no había pensado que ella sufriría por él? ¿Es que ignoraba que en la vida de una mujer no todo se reducía a hacer el amor? ¿Es que la había tomado por una de esas chicas italianas que se suicidaban cuando el hombre que la había seducido se negaba a casarse con ellas?

—Muchas gracias, señora Corleone —dijo intentando contener la furia—. Me alegro de que Michael haya regresado y de que esté bien. No volveré a telefonear, se lo prometo.

La voz de la señora Corleone llegó impaciente a través del hilo, como si no hubiese oído nada de lo que Kay había dicho:

—Sé que quieres ver a Mikey, y quiero que vengas enseguida. Le darás una agradable sorpresa. Toma un taxi, y cuando llegues, di al hombre que está en la puerta que pague la carrera. Dile al conductor que le pagarás el doble de lo que marque el taxímetro, pues de lo contrario no querrá venir a Long Beach. Pero no le pagues. De eso se ocupará el hombre que estará en la puerta.

—No voy a ir, señora Corleone —repuso Kay, secamente—. Si Michael deseara verme, me habría telefoneado. Es evidente que no quiere reanudar nuestras relaciones.

Con aspereza, la madre de Michael replicó:

—Eres muy simpática y tienes las piernas muy bonitas, pero la inteligencia no te sobra. No vendrás para verlo a él, sino a mí. Soy yo la que quiere hablar contigo. Ven de inmediato. Y no pagues el taxi. Te estaré esperando.

La señora Corleone colgó el auricular.

Kay podría haber vuelto a llamar para decir que no iría, pero sabía que tenía que ver a Michael y hablar con él. Si se hallaba en su casa, significaba que ya no corría peligro. Saltó de la cama y comenzó a arreglarse. Se maquilló y vistió con sumo cuidado, procurando que todo fuera perfecto. Pero cuando se disponía a partir, se miró en el espejo. ¿Era más atractiva que antes? ¿O menos? Sus curvas eran más pronunciadas, sus labios más llenos, y sus senos habían aumentado de tamaño, algo, pensó Kay, que gustaba a los italianos, aun cuando Michael solía decirle que le gustaba el que fuera delgada. Sin embargo, ya nada de eso importaba. Estaba claro que Michael ya no quería saber nada de ella. Su silencio lo demostraba.

El taxista se negó a conducirla a Long Beach hasta que, sonriendo, Kay le dijo que le pagaría el doble de lo que marcara el contador. El trayecto duró casi una hora, y al llegar la muchacha comprobó que la finca había cambiado desde la última vez que estuvo allí. La rodeaba una valla, y una gran puerta de hierro cerraba la entrada. Un hombre vestido con pantalones holgados, camisa de color rojo y chaqueta blanca, abrió la puerta, acercó la cabeza a la ventanilla del taxi, para leer lo que marcaba el taxímetro, y dio unos billetes al conductor. Cuando vio que éste no se quejaba de la cantidad recibida, bajó del coche y se encaminó hacia la casa principal. Para sorpresa de Kay, quien abrió la puerta fue la señora Corleone, que la abrazó cariñosamente. Luego, con expresión crítica, la miró de arriba abajo, y sentenció:

—Eres una chica hermosa. Mis hijos son unos estúpidos.

Seguidamente condujo a Kay a la cocina. Sobre la mesa había una bandeja llena de comida, y en el hornillo una cafetera.

—Michael no tardará en llegar —dijo la anciana—. Se llevará una gran sorpresa.

Se sentaron la una al lado de la otra, y la anciana insistió en que comiera algo, mientras procedía a interrogarla. Se mostró complacida al enterarse de que era maestra, había viajado a Nueva York para ver a sus amigas y tenía veinticuatro años. A cada respuesta de Kay, la señora Corleone asentía con la cabeza, como si todo concordara con lo que ella había imaginado. La muchacha estaba tan nerviosa, que se limitaba a contestar escuetamente las preguntas que la madre de Michael le formulaba.

A través de la ventana de la cocina, Kay vio que un coche se detenía frente a la casa. De él se apearon tres hombres, uno de los cuales era Michael, que se puso a hablar con uno de sus acompañantes. De pronto Kay observó que tenía el lado izquierdo de la cara desfigurado. Curiosamente, pensó que seguía siendo igual de atractivo que antes, pero no pudo contener las lágrimas. Le vio sacar un pañuelo del bolsillo y sonarse la nariz, mientras se dirigía a la entrada de la casa. Luego, oyó abrirse la puerta.

Momentos después, Michael apareció en la cocina. Al verla, permaneció impasible para, a continuación, esbozar una sonrisa. Kay, que hubiera querido limitarse a saludarlo fríamente, se puso de pie y se echó en sus brazos. Michael la besó en la húmeda mejilla, y ambos permanecieron abrazados hasta que ella dejó de llorar. Entonces, Michael la condujo hasta donde estaba su automóvil, despidió a los guardaespaldas, y juntos salieron a dar un paseo en coche.

—Siento haber llorado, Michael —se disculpó Kay—. Es que no sabía que la herida fuera tan grave.

Michael rió y se palpó la parte izquierda del rostro.

—¿Te refieres a esto? No tiene importancia. Sólo me produce algunas molestias en el seno nasal. Ahora que estoy en casa seguramente me someteré a tratamiento médico. No podía escribirte, Kay, ni podía comunicarme contigo de ninguna manera. Ante todo, quiero que comprendas eso.

—Lo comprendo, Michael.

—Tengo un apartamento en la ciudad —dijo Michael—. ¿Quieres que vayamos allí o prefieres comer en un restaurante?

Por unos instantes, mientras el coche avanzaba por la carretera que conducía a Nueva York, ambos permanecieron en silencio, hasta que Michael preguntó:

—¿Terminaste tus estudios?

—Sí. Y ahora soy maestra en una escuela de mi ciudad. ¿Encontraron al verdadero asesino del policía? Supongo que sí, puesto que estás en casa otra vez.

Michael tardó unos segundos en contestar.

—Sí, lo encontraron. La noticia apareció en todos los periódicos de Nueva York. ¿No la leíste?

Kay dejó escapar un suspiro de alivio al saber que Michael, según él mismo acababa de declarar, no era un criminal.

—El único periódico neoyorquino que se recibe en mi ciudad es el Times. Debí de pasar por alto la noticia. Si la hubiese leído, habría llamado a tu madre de inmediato. Es gracioso, pero por la forma en que tu madre hablaba, casi llegué a creer que eras tú el asesino. Y justo antes de que llegaras, mientras bebíamos una taza de café, me explicó que el criminal había confesado.

—Es que quizá mi madre también pensó, al menos al principio, que había sido yo —dijo Michael.

—¿Tu propia madre?

—Las madres son como los policías: siempre creen lo peor.

Michael aparcó el coche en un garaje de la calle Mulberry. El propietario parecía conocerlo. Luego la condujo hasta una vieja casa situada a la vuelta de la esquina, que era como tantas otras del humilde vecindario. Pero cuando Michael abrió la puerta del apartamento, Kay se encontró con que el interior era sumamente lujoso. Consistía en una enorme sala de estar, una espaciosa cocina y un dormitorio. En un rincón de la primera habitación, había un bar, y Michael preparó bebida para ambos. Se sentaron en un sofá, el uno junto al otro, y Michael propuso:

—¿Por qué no nos vamos al dormitorio?

Kay, después de beber un buen sorbo, sonrió y repuso:

—Bueno.

Para ella, todo fue casi igual a como había sido antes, salvo que Michael era ahora más rudo, más directo, menos tierno. Parecía permanentemente en guardia contra ella. Pero Kay no quería quejarse; los hombres eran más sensibles en situaciones como ésa, pensó. Por otra parte, le sorprendió ver que después de casi dos años de ausencia consideraba la cosa más natural del mundo el acostarse con Michael. Era como si nunca se hubieran separado.

—Podías haberme escrito, podías haber confiado en mí —dijo Kay, acurrucándose contra su cuerpo—. Habría practicado la omertà de Nueva Inglaterra. Los yanquis somos muy reservados.

Michael rió quedamente y dijo:

—Jamás imaginé que me esperarías después de lo que sucedió.

—Nunca creí que hubieras matado a aquellos dos hombres. A pesar de que tu madre, por la forma en que me hablaba, me hizo dudar, en realidad nunca lo creí. Te conozco demasiado bien.

En la oscuridad de la habitación, Kay oyó que Michael suspiraba.

—Si lo hice o no lo hice, es algo que no importa. Eso es lo que quiero que comprendas.

A Kay le asombró el tono gélido de su voz.

—Dímelo claramente ¿fuiste o no fuiste tú? —inquirió.

Michael se sentó en la cama y encendió un cigarrillo.

—Si te pidiera que te casaras conmigo ¿tendría que responder a esta pregunta antes de que me contestaras?

—Te quiero, Michael, y eso es lo único que me importa. Y si tú me quisieras, no tendrías miedo de decirme la verdad. No temerías que pudiera denunciarte a la policía. ¿Que eres un gángster? Me tiene sin cuidado. En cambio, lo que sí me preocupa es el hecho de que no me amas. Y lo prueba el que ni siquiera me telefonearas a tu regreso.

Un poco de ceniza del cigarrillo de Michael cayó sobre la desnuda espalda de Kay, quien, al sentir la quemadura, dijo, bromeando:

—Deja de torturarme; no hablaré.

Michael no se rió. En voz baja y átona, dijo:

—Cuando llegué a casa no sentí auténtica alegría al ver a mis padres, a mi hermana Connie o a Tom. Me gustó volver a estar con ellos, por supuesto, pero nada más. En cambio, esta noche, al verte a ti en la cocina, he sentido una alegría enorme. ¿Es eso lo que tú entiendes por amor?

—Más o menos —repuso Kay.

Volvieron a hacer el amor. Esta vez, Michael fue más tierno. Y cuando hubieron terminado, él saltó del lecho para ir al bar, a preparar una nueva bebida para ambos. Al volver al dormitorio, se sentó en un sillón, frente a la cama.

—Hablemos en serio, Kay. ¿Deseas casarte conmigo?

Ella sonrió y le señaló la cama. Michael le devolvió la sonrisa y prosiguió:

—Hablo en serio. No puedo contarte lo que ocurrió. Ahora trabajo para mi padre. Me estoy preparando para hacerme cargo del negocio de importación de aceite de oliva. Pero ya sabes que mi familia, mi padre, sobre todo, tiene enemigos. Aunque no es probable, siempre existe la posibilidad de que te convirtieras en una viuda joven. Si nos casamos, no te contaré todo lo que ocurra diariamente en la oficina. Nunca te hablaré de mis negocios. Serás mi esposa, si me aceptas, naturalmente, pero no serás mi socio ¿comprendes? Por lo menos, no un socio con igualdad de derechos. Eso no podría ser.

Kay se sentó en la cama. Encendió la lámpara de la mesilla de noche, se llevó un cigarrillo a los labios, se recostó en la almohada y dijo:

—Me estás confesando que eres un gángster ¿no es cierto? Me estás confesando que eres responsable de la muerte de algunas personas, además de otras cosas casi tan horribles. Y me dices que no tengo derecho a preguntarte nada, que ni siquiera debo pensar en esas cosas. Es como en las películas de terror, cuando el monstruo le pide a la bella que se case con él.

Michael hizo una mueca de disgusto, y entonces Kay, apenada, añadió:

—Lo siento, Mike. Te prometo que al decir esto no pensaba en tu cara, te lo juro.

—Lo sé —respondió Michael, riendo—. Incluso he llegado a acostumbrarme. Si no fuera por las molestias de la nariz…

—Ahora soy yo la que te pide que hablemos en serio —dijo Kay—. Si nos casamos ¿qué clase de vida será la mía? ¿Como la de tu madre, como la de las demás esposas italianas? ¿Mi misión consistirá en tener hijos y cuidar de la casa? ¿Y si te ocurre algo? Porque supongo que siempre existirá el peligro de que te metan en la cárcel…

—No, no es posible. Que me maten, sí puede ser; que me encierren, no.

La seguridad de Michael hizo reír a Kay, que, entre orgullosa y divertida, preguntó:

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

Michael suspiró y replicó:

—Esto forma parte de las cosas que no puedo ni quiero decirte.

Kay permaneció en silencio durante un buen rato, hasta que, finalmente, dijo:

—¿Por qué quieres casarte conmigo, si ni siquiera te has molestado en telefonearme durante estos meses? ¿Tan buena soy en la cama?

—Lo eres, desde luego, pero no es por eso por lo que quiero casarme contigo. Comprende que no tendría por qué hacerlo. Mira, no quiero que me respondas ahora. Seguiremos viéndonos. Puedes hablar del asunto con tus padres. Tengo entendido que tu padre es un hombre muy duro, a su manera. Escucha su consejo.

—Todavía no me has dicho por qué quieres casarte conmigo —insistió Kay.

Michael sacó un pañuelo blanco del cajón de la mesilla de noche, se sonó y dijo:

—Ésta es la mejor razón para que no te cases conmigo. ¿Crees que te gustaría vivir con un hombre que continuamente tuviera que sonarse la nariz?

—Vamos, Michael, déjate de bromas. Te he hecho una pregunta.

Con el pañuelo en la mano, Michael dijo:

—Muy bien. Ahí va mi respuesta. Eres la única persona por la que siento afecto, la única persona que me importa de veras. Si no te llamé, fue porque estaba convencido de que ya no sentías interés por mí, después de lo que ocurrió. Y ahora voy a decirte algo que no quiero que repitas, ni siquiera a tu propio padre. Si todo marcha bien, dentro de cinco años la familia Corleone será completamente respetable. La cosa no va a ser fácil, desde luego, pero se conseguirá. Y es en el curso de esos cinco años que existe la posibilidad de que te conviertas en una viuda rica. Me preguntas por qué deseo casarme contigo. Voy a decírtelo: porque te amo y porque me gustaría formar una familia. Quiero tener hijos. Y no quiero que mis hijos reciban de mí la influencia que yo recibí de mi padre. No estoy diciendo que mi padre influyera deliberadamente en mí. Mentiría, si afirmara tal cosa; ni siquiera quiso que me mezclara en los negocios de la Familia. Quería que su hijo menor fuera médico, profesor o algo por el estilo. Pero las cosas vinieron muy mal dadas, y me vi moralmente obligado a luchar por mi familia. Tuve que luchar porque quiero y admiro a mi padre. Nunca he conocido a ningún hombre más digno de respeto que él. Siempre ha sido un buen marido y un buen padre, y también un buen amigo para aquellos a quienes la vida no ha tratado demasiado bien. Hay otras cosas en su personalidad, ya lo sé, pero como hijo no me interesan. De todos modos, no quiero ser para mis hijos lo que mi padre ha sido para mí. Deseo que seas tú quien ejerza influencia sobre ellos, no yo. Deseo que sean totalmente americanos. Tal vez ellos, o sus nietos, puedan llegar a ser políticos destacados. Incluso es posible que uno de ellos llegue a ser presidente de Estados Unidos. —Michael sonrió—. ¿Por qué no? En Dartmouth, en el curso de Historia, al estudiar los antecedentes familiares de los presidentes de Estados Unidos vimos que los padres o los abuelos de algunos de ellos no terminaron en la horca por pura suerte. Me gustaría que mis hijos fueran médicos, músicos o profesores. Nunca los querré en los negocios de la Familia. Antes de que terminen los estudios, yo me habré retirado. Y tú y yo nos haremos socios de algún club de campo. Llevaremos la vida típica de la familia media americana. ¿Qué opinas de mi proposición?

—Maravillosa. Pero me escama lo de mi posible viudez.

—De veras, no es probable que ello ocurra. Sólo lo dije para ver cómo reaccionabas.

Michael volvió a sonarse la nariz.

—No puedo creerlo —dijo Kay—. No puedo creer que seas un hombre así. No comprendo nada, nada en absoluto. ¿Cómo pudiste llegar al asesinato?

—No voy a darte más explicaciones, no puedo hacerlo. Pero recuerda que no tienes que mezclarte en mis negocios. Tú estarás completamente al margen, y nuestra vida en común no será diferente de la de otras muchas familias americanas.

Kay sacudió la cabeza con expresión de desesperanza y dijo:

—¿Cómo puedes querer casarte conmigo, cómo puedes insinuar que me amas, si no confías en mí? ¿Cómo puedes desear una esposa en la que eres incapaz de depositar tu confianza? Tu padre confía en tu madre. Me consta.

—Sí, desde luego; pero eso no significa que se lo cuente todo. Además, tiene mil razones para confiar en ella. Y no por el solo hecho de que sea su esposa. Pero le dio cuatro hijos, en una época en que traer hijos al mundo no era tan fácil como ahora. Fue su ángel tutelar en los momentos difíciles. Creía en él. Durante cuarenta años le ha sido absolutamente leal. Cuando tú hayas hecho todo esto, es posible que te cuente algunas cosas.

—¿Tendremos que vivir en la finca? —preguntó Kay.

—Sí, pero en nuestra propia casa. Mis padres no se inmiscuirán en nuestra vida. Mientras no transcurran los cinco años de que te he hablado, nuestro domicilio estará en la finca.

—Porque si vivieras en otra parte tu vida correría peligro ¿verdad? —señaló Kay.

Por vez primera desde que lo conocía, vio a Michael furioso. Era una ira fría, una ira que ni los gestos ni la voz exteriorizaban; era una frialdad de muerte, visible sólo a través de la palidez de su cara. La muchacha pensó que, si algo le hacía decidir no casarse con Michael, ese algo sería la ira fría que en ese momento dominaba al hombre a quien amaba.

—Lo que ocurre —dijo Michael— es que has visto muchas películas y has leído demasiados periódicos sensacionalistas. Tienes una idea muy equivocada de mi padre y de la familia Corleone. Voy a explicarte algo más. Mi padre es un hombre de negocios que trata de ganar dinero para mantener a su familia y ayudar a sus amigos necesitados. No acepta los dictados de la sociedad, porque tales dictados lo hubieran condenado a una vida indigna de un hombre de su inteligencia y personalidad. Lo que quiero que comprendas es que él se considera al mismo nivel que un presidente, un primer ministro, un juez del Tribunal Supremo o un gobernador de cualquier estado. Se niega a aceptar que alguien le imponga su voluntad. No quiere acatar las leyes dictadas por los otros hombres, unas leyes que lo habrían condenado a ser un fracasado. Ahora bien, su mayor deseo es entrar a formar parte de esa sociedad, pero como miembro poderoso de ella, ya que la sociedad sólo protege realmente a los poderosos. Entretanto, actúa basándose en un código que él considera muy superior a las estructuras legales de la sociedad.

—Pero eso es ridículo —dijo Kay con expresión de incredulidad—. ¿Qué pasaría si todos hicieran lo mismo? Volveríamos a la época del hombre de las cavernas. ¿Es verdad lo que acabas de decirme, Mike?

—Mi padre piensa así, y te aseguro que no es un loco ni un tonto. Y tampoco está obsesionado por matar, a pesar de lo que puedas pensar.

—¿Y en cuanto a ti? —preguntó Kay.

Michael se encogió de hombros y repuso:

—Yo creo en mi familia. Creo en ti y en los hijos que podamos tener. No confío en la protección de la sociedad, y no tengo intención de poner mi destino en manos de unos cuantos tipos cuyo único mérito reside en habérselas ingeniado para conseguir los votos de la gente. Eso por el momento. La época de mi padre ya ha pasado. Y las cosas que él hizo ya no pueden hacerse, pues el riesgo es ahora mucho mayor que antaño. Nos guste o no, la familia Corleone debe integrarse en la sociedad. Pero cuando lo haga, quiero que tengamos un gran poder, basado, entre otras cosas, en el dinero. Quiero asegurar el futuro de mis hijos, y cuando lo haya conseguido, el destino de la familia Corleone se unirá al destino general.

—Pero tú luchaste como voluntario por Estados Unidos. Incluso llegaste a ser un héroe de guerra. ¿Qué es lo que te ha hecho cambiar?

—Mira, Kay, esta polémica no nos llevará a ningún sitio. Tal vez no sea más que un anticuado conservador. Mis asuntos quiero resolverlos yo mismo. Los gobiernos no hacen gran cosa por la gente. Bueno, pero dejemos de divagar. Todo lo que puedo decirte es que debo ayudar a mi padre, que debo estar a su lado.

Y tú debes decidir si quieres o no estar junto a mí. Sospecho que no es una buena idea que nos casemos.

Kay dio un golpecito a la cama y dijo:

—No sé nada del matrimonio, pero he estado dos años sin un hombre. Y ahora que vuelvo a tenerlo, no lo dejaré escapar fácilmente. Ven, Mike.

Una vez en la cama, con las luces apagadas, Kay murmuró:

—¿Crees que no he estado con hombre alguno desde que te marchaste?

—Lo creo.

—¿Y tú? ¿Has estado con otra mujer?

—Sí —respondió Michael, y notó que Kay se ponía tensa—. Pero con ninguna durante los últimos seis meses.

Y era cierto. Kay era la primera mujer con la que había hecho el amor desde la muerte de Apollonia.