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EL LABERINTO MÁGICO SECCIÓN 8 - Los fabulosos barcos fluviales llegan a Virolando (23)

Los fabulosos barcos fluviales llegan a Virolando (23)

Nadie parecía haberle oído.

Por la alarmada expresión de Burton, rápidamente ocultada, Goering se dio cuenta de que también lo había reconocido. Cuando Goering le fue presentado como el hermano Fenikso, el emisario de La Viro y obispo auxiliar, Burton hizo una inclinación de cabeza. Murmuró, arrastrando las palabras:

Su Reverencia y sonrió burlonamente.

La Iglesia no tiene tales títulos, capitán dijo Goering. Burton lo sabía, por supuesto. Simplemente estaba mostrándose sarcástico.

No importaba. Lo que importaba era que Burton parecía no sentir ningún deseo de revelar que Fenikso era en realidad Goering. No lo hacía para ayudar a Goering porque lo apreciara, sin embargo. Si divulgaba el nombre natal de Goering, entonces Goering revelaría el de Burton. Y era probable que Burton tuviera muchas más razones de permanecer en el anonimato que las que él, Goering, tenía. De hecho, Goering no tenía ninguna razón importante para utilizar un seudónimo. Simplemente deseaba evitar el tener que explicar por qué era ahora un miembro de la Iglesia. Era una larga historia y tomaba mucho tiempo desarrollarla, y la mayoría de los oyentes simplemente se negaba a creer que su conversión había sido sincera.

El Rey Juan se mostró encantador con su visitante. No reconocía en absoluto al hombre cuya cabeza había golpeado salvajemente una vez con la culata de una pistola. Goering deseaba que las cosas siguieran así. Si la intención de Juan era robar y violar a los locales, se pondría en guardia si sabía que una de sus víctimas del pasado estaba ahora presente. Si pensaba que Fenikso era tan sólo un simple e inocente obispo, no sería tan cuidadoso en ocultar sus intenciones.

Por supuesto, podía ocurrir que la naturaleza de Juan hubiera cambiado a mejor.

¿Estaría Burton a su servicio si no fuera así?

Sí, lo estaría, si su deseo de alcanzar las fuentes del Río era tan intenso.

Pero quizá Juan ya no fuera una hiena humana. Sin que con eso Goering pretendiera desmerecer a las hienas. Espera y observa.

Juan invitó al obispo a dar una vuelta por el barco. Goering aceptó de buen grado. Lo había visitado en Parolando antes de que estuviera completamente terminado, de modo que, aunque habían pasado varios años, recordaba en líneas generales sus características. Pero ahora podía verlo completamente amueblado y armado. Podría ofrecerle un informe completo a La Viro. Su jefe podría entonces determinar las posibilidades de hundir el barco si resultaba necesario. Goering no tomaba realmente en serio las afirmaciones de La Viro al respecto. Estaba seguro de que aquello no podría realizarse sin algún derramamiento de sangre. Sin embargo, no opinaría nada al respecto hasta que fuera preguntado.

Burton desapareció poco después de que se iniciara la visita. Reapareció tras ellos diez minutos más tarde, y se les unió silenciosamente. Esto fue justo antes de que entraran en el gran salón. Al entrar, Goering vio al americano, Peter Jairus Frigate, y a la inglesa, Alice Hargreaves, jugando al billar. Se sintió sorprendido, y tartamudeó por un momento al responder a una de las preguntas de Juan. El recuerdo de lo que les había hecho a ellos, especialmente a la mujer, lo abrumó de culpabilidad.

Ahora su identidad sería descubierta. Juan le recordaría. Strubewell también. Y Juan se sentiría profundamente desconfiado hacia su persona.

Goering deseó ahora haberle dado a Juan su antiguo nombre tan pronto como se encontraron. ¿Pero quién hubiera podido pensar que, entre más de treinta y cinco mil o treinta y seis mil millones de personas, uno fuera a encontrar a alguien que le conocía demasiado bien a bordo de este barco? ¿Y quién hubiera podido imaginar que serían no uno, sino tres los que estarían a bordo?

Gott! ¿Habría más? ¿Dónde estaba el neanderthal, Kazz, que adoraba a Burton? ¿Y el arcturiano que proclamaba también ser de Tau Ceti? ¿Y la tokhariana, Loghu? ¿Y el judío, Ruach?

Como la mayor parte de la gente reunida en el salón, alzaron la vista cuando el grupo entró. Incluso el negro que estaba tocando al piano la pieza de ragtime «Kitten on the Keys» se interrumpió, sus dedos suspendidos en el aire.

Strubewell alzó la voz para pedir silencio y atención, y lo obtuvo. Presentó al hermano Fenikso, el emisario de La Viro, y dijo que Fenikso viajaría con ellos hasta Aglejo. Tenía que ser tratado con toda cortesía pero al mismo tiempo no debía importunársele. Su Majestad estaba conduciéndolo en una visita al Rex.

El pianista siguió con su pieza y las conversaciones se reanudaron. Frigate y Hargreaves se lo quedaron mirando durante un largo minuto, luego volvieron a su juego. No parecían haberle reconocido. Bien, pensó Goering, habían pasado casi sesenta años desde que se habían visto los unos a los otros por última vez. Era probable que no fueran tan buenos fisonomistas como él. Sin embargo, sus experiencias con él habían sido tan devastadoras que cabía suponer que nunca olvidaran su rostro. Además, Frigate, en la Tierra, había visto muchas fotografías suyas de cuando era joven, lo cual debería ayudar a su memoria.

No, no podían haber olvidado. Lo que había ocurrido era que Burton había ido a su encuentro durante su ausencia de la gira, y les había dicho que actuaran como si nunca antes lo hubieran visto.

¿Por qué?

Para evitarle sentimientos de culpabilidad, diciéndole con su silencio: «Te perdonamos ahora que has cambiado. ¿Hacemos como si nos viéramos por primera vez?»

Eso no parecía probable a menos que el carácter de Burton hubiera cambiado también. La auténtica razón era probablemente que Goering, si su personalidad era revelada, descubriría también a Burton. Y por lo que veía, Frigate y Hargreaves estaban ahí también bajo nombres falsos.

No tuvo mucho tiempo para pensar en este asunto. El Rey Juan, jugando el papel de amable anfitrión, insistía en mostrarle casi absolutamente todo del Rex. Le presentó también a mucha gente, una gran parte de la cual había sido famosa, o infamosa, o bien conocida, en su tiempo. Juan, durante los muchos años de viaje Río arriba, había tenido la oportunidad de llevarse consigo a tales notables. Lo cual significaba que debía haber tenido que echar a patadas a aquellos no tan famosos para hacer sitio a los famosos.

Goering no se sintió tan impresionado como Juan había esperado que se sintiera. Como alguien que había sido el segundo al mando en el imperio alemán, y como tal había conocido a muchos de los más grandes del mundo, Goering no se maravillaba ni se dejaba embaucar fácilmente. Más aún, sus experiencias con los grandes y los casi grandes en ambos mundos le habían afirmado en la convicción de que la imagen pública y la persona que se ocultaba tras esa fachada eran a menudo patética o repugnantemente opuestas.

La persona que más le había impresionado en el Mundo del Río era un hombre que, en la Tierra, debía haber sido un completo desconocido, un fracaso, para casi todo el mundo. Se trataba de Jacques Gillot, La Viro, La Fondinto.

Durante su existencia terrestre, sin embargo, la persona que más le había maravillado, que de hecho le había abrumado e incluso esclavizado por la fuerza de su personalidad, había sido Adolf Hitler. Sólo en una ocasión se había enfrentado a su Führer durante todo aquel tiempo, con la convicción de que su Führer estaba equivocado, y en esa ocasión había sido echado a cajas destempladas. Ahora, con la retrospectiva de muchos años en el Mundo del Río y con el conocimiento que había adquirido como miembro de la Iglesia de la Segunda Oportunidad, no sentía en absoluto ningún respeto hacia aquel loco. Como tampoco sentía ningún respeto hacia el Goering de su tiempo. De hecho, lo odiaba.

Pero no estaba tampoco tan lleno de odio hacia sí mismo como para considerarse más allá de toda salvación. Pensar eso hubiera sido situarse en una clase especial, sentirse criminalmente orgulloso, estar lleno de presunción, poseer una forma peculiar de fariseísmo.

Sin embargo, existía también el peligro de adquirir todos esos orgullos a base de no pretender tenerlos. Sentirse orgulloso a causa de ser humilde.

Este era un pecado cristiano, aunque también existía en algunas otras religiones. La Viro, que fue un firme devoto católico durante toda su vida terrestre, nunca había oído siquiera hablar de tal pecado por aquel entonces. Su sacerdote nunca lo había mencionado durante sus largos sermones inductores de sueño. Gillot había trabado conocimiento con este viejo pero poco publicitario pecado una vez llegó a este planeta.

Aunque Goering reconoció antes del final de la guerra que Hitler estaba loco, siguió siendo fiel a él pese a todo. La lealtad era una de las virtudes de Goering, aunque en él era algo tan resistente a la razón que se convertía en una falta. Al contrario de la mayoría de los otros en el juicio de Nüremberg, Goering se había negado a renunciar y a denunciar a su jefe.

Ahora, deseaba haber tenido el valor de haberse mantenido firme frente a su jefe incluso aunque esto hubiera significado su caída mucho antes de cuando se produjo y quizá incluso su muerte. Si tan sólo las cosas pudieran ocurrir de nuevo...

Pero La Viro le había dicho:

Estás haciendo lo mismo de nuevo, cada día. Sólo que las circunstancias difieren, eso es todo.

La tercera persona que causó una más grande impresión en él fue Richard Francis Burton. Goering no dudaba de que Burton, si hubiera estado en el lugar de Goering, no habría vacilado en decirle a Hitler: «¡No!», o: «¡Estás equivocado!» ¿Cómo, pues, había conseguido Burton no ser arrojado del Rex durante todos esos años? El Rey Juan era un tirano, arrogante, intolerante con todos aquellos que discutían con él.

¿Había cambiado Juan? ¿Había cambiado también Burton? ¿Y habían sido los cambios lo suficientemente intensos como para que cada uno de los hombres pudiera seguir sin problemas junto al otro?

Aquí dijo Juan, jugando al poker cerrado, hay siete pilotos de mis fuerzas aéreas. Se los presentaré.

Goering se quedó alucinado cuando Werner Voss se levantó para estrechar su mano. Lo había conocido en una ocasión, pero evidentemente Voss no lo había reconocido.

Goering era un excelente piloto, pero no dudaba en admitir que nunca podría igualarse a Voss. Voss se había anotado su primera victoria, dos aeroplanos aliados, en noviembre de 1916.

El 23 de setiembre de 1917, poco después de cumplir los veinte años, Voss fue derribado tras una batalla en solitario contra siete de los mejores pilotos de combate británicos. En menos de un año, durante el cual se había convertido en el azote del enemigo, se había anotado cuarenta y ocho victorias, las suficientes como para convertirlo en el número cuatro de los ases del Servicio Imperial del Aire Alemán. Y en este corto tiempo había sido trasladado varias veces del frente para realizar servicios administrativos o de otra índole. No era una coincidencia que esto ocurriera cuando su registro de victorias se acercaba demasiado al de Manfred von Richthofen. El barón tenía grandes influencias, y Voss no era el único al que von Richthofen había conseguido apartar de la acción directa por un tiempo. Karl Schaefer y Karl Allmenroeder, grandes pilotos, habían sido manipulados del mismo modo.

Voss era teniente primero de las fuerzas aéreas, el segundo al mando, explicó Juan. El capitán era Kenji Okabe, uno de los grandes ases japoneses. El sonriente hombrecillo cetrino hizo una inclinación de cabeza hacia Goering, que le devolvió el saludo. Goering nunca había oído hablar de él debido a que Alemania recibía muchas noticias de sus aliados durante la Segunda Guerra Mundial. Su récord debía ser impresionante, sin embargo, para que Juan le diera un cargo superior al del gran Voss. O quizá Okabe se hubiera unido a las fuerzas aéreas antes que Voss y eso le diera mayor antigüedad.

Los demás aviadores, los dos pilotos de reserva de los aparatos de combate, los pilotos del torpedero-bombardero y del helicóptero, eran desconocidos para Goering.

A Goering le hubiera gustado charlar con Voss acerca de los viejos días de la Primera Guerra Mundial. Suspirando, siguió a Juan escaleras arriba hacia la cubierta C o superior. Al final de la visita, regresaron al gran salón para tomar unos refrescos. Goering tomó solamente un vaso. Juan, observó, engulló dos en muy corto tiempo. Su rostro enrojeció, pero su lengua no empezó a trabarse. Le hizo a Goering varias preguntas acerca de La Viro. Goering respondió con la verdad. ¿Qué había que ocultar?

¿Podía el obispo darle a Juan alguna indicación acerca de si La Viro permitiría o no que el barco efectuara algunas reparaciones prolongadas en su territorio?

No puedo hablar por La Viro dijo Goering, pero creo que dirá que sí. Después de todo, son ustedes conversos potenciales a la Iglesia.

El Rey Juan sonrió y dijo:

Por los dientes de Dios, no me importa en absoluto cuántos miembros de mi tripulación conviertan ustedes después de que hayamos hundido el barco de Clemens. Quizá no sepa usted que Clemens intentó asesinarme a mí y a mis mejores hombres a fin de apoderarse del barco para él y para sus cochinos seguidores. ¡Ojalá Dios castigue a esa mofeta con un rayo! Pero yo y mis bravos muchachos desbaratamos sus planes, ¡y casi estuvimos a punto de matarle! Y nos marchamos con el barco Río arriba mientras él se quedaba en la orilla, chillando y maldiciendo y agitando su puño contra nosotros. Me reí de él, pensando que esa era la última vez que lo veía. Pero estaba equivocado.

¿Tiene alguna idea de lo cerca que está Clemens de usted? preguntó Goering.

He calculado que estará tan sólo a unos pocos días de distancia de nosotros dijo Juan, una vez hayamos rebobinado nuestros motores. Perdimos también mucho tiempo reparando los daños causados por los incursores.

Entonces, eso significa...

A Goering no le gustó la idea de traducir sus pensamientos en palabras. Juan sonrió salvajemente.

Sí, ¡eso significa que vamos a luchar!

Goering comprendió que Juan pretendía utilizar su ancho y largo lago para la confrontación. Aquello le daría espacio más que suficiente para maniobrar. Creyó que no era juicioso mencionar aquello en aquel momento.

Juan empezó a maldecir a Clemens, acusándole de mentiroso, traidor, sediento de sangre, monstruo rapaz. Era un temerario criminal, y Juan era su víctima inocente.

Pero no engañaba a Goering. Habiendo conocido tanto a Clemens como a Juan, estaba seguro de que era Juan el mentiroso, el traidor y el rapaz. Se preguntó cómo aquellos que estaban en el secreto habían conseguido ocultar la verdad a aquellos que se habían unido posteriormente a la tripulación.

Su Majestad dijo Goering, ha sido un viaje muy largo, difícil y peligroso. Su índice de bajas tiene que haber sido alto. ¿Cuántos hombres quedan de su tripulación original?

Juan achicó los ojos.

Esa es una extraña pregunta. ¿Por qué la formula? Goering se alzó de hombros.

No tiene la menor importancia dijo. Simplemente, sentía curiosidad. Hay tantos pueblos salvajes en el Río, y estoy seguro de que muchos de ellos habrán intentado apoderarse del barco. Después de todo, es...

¿Es un tesoro mucho más valioso que su peso en diamantes? dijo Juan, sonriendo. Sí. Lo es. Por el trasero de Dios podría contarle historias de las enormes batallas que hemos tenido que sostener para impedir que el Rex cayera en manos enemigas. La verdad es que, de los cincuenta que abandonamos Parolando, sólo dos siguen aún en el barco. Yo mismo, y Augustus Strubewell.

Lo cual podía significar, pensó Goering, que Juan se las había arreglado para que nadie con la lengua fácil pudiera contarle la verdad a los nuevos reclutas. Un empujón en la oscuridad en medió dé uña tormenta, un chapoteo que nadie podía oír. Una pelea provocada por Juan o Strubewell, y luego el despido de la tripulación por incompetencia o insubordinación. Había muchas formas de matar y muchas excusas para librarse de un hombre o una mujer echándolo del barco. Y los accidentes y las luchas y las deserciones se encargarían de los demás.

Ahora Goering comprendió otra razón por la cual Burton guardaba silencio acerca de su identidad. Si Juan reconocía a Goering, sabría que Goering sabía que estaba mintiendo. Y simplemente podía provocar un «accidente» que se hiciera cargo de Goering antes de que el barco llegara a Aglejo. Así, ningún informe inconveniente acerca de Juan podría llegar a La Viro. Quizá, pensó Goering, se estaba volviendo demasiado suspicaz. Aunque realmente no lo creía así.